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Foto del escritorAmenhotep VII

san francisco de asís - G. K. Chesterton



El ascetismo es, en estos días, algo cuya naturaleza misma tendemos a

malinterpretar. En sentido religioso, es el repudio de las múltiples alegrías humanas a

cambio del supremo júbilo de una única alegría: la alegría religiosa. Pero el ascetismo

no se limita al ascetismo religioso: hay un ascetismo científico que afirma que la

verdad es satisfactoria por sí sola, un ascetismo amatorio que afirma que el amor es

satisfactorio por sí solo. Hay incluso un ascetismo epicúreo que afirma que la cerveza

y los bolos son satisfactorios por sí solos.

Cada vez que el elogio de algo conduce a la afirmación de que, para quien lo

pronuncia, ese único objeto basta para seguir viviendo, nos encontramos ante el

germen y la personificación del ascetismo. Cuando William Morris, por ejemplo, dice

que «el amor es suficiente», es obvio que lo que está implicando es que el arte, la

ciencia, la política, la ambición, el dinero, las casas, los carruajes, los conciertos, los

guantes, los bastones, las aldabas, las estaciones de trenes, las catedrales y cualquier

otra cosa que uno pueda alistar son innecesarios. Cuando Omar Jayam dice:


Aquí con un mendrugo, entre el gayo ramaje,

Una ánfora de vino, un manojo de versos,

Y tú conmigo, sola, cantando entre el boscaje,

Es para mí un paraíso el yermo más salvaje,


está claro que no sólo habla estéticamente, sino ascéticamente. Hace una lista de

cosas y asegura que no desea nada más, como habría hecho un monje medieval.

Desde luego, los ejemplos se contarían por centenares. Uno de nuestros poetas

jóvenes más genuinos afirma, como única certidumbre, que:


Del primer principio y la casa quieta

Al impaciente e ignoto confín,

Nada vale la pena alcanzar,

sino el amor y la risa de los amigos.


He aquí un buen ejemplo de lo que intento decir: que toda felicidad auténtica se

expresa en términos de ascetismo.

Ahora bien, no hay duda de que, cuando una generación entera pierde la noción

de determinada especie de alegría, de inmediato empieza a llamar melancólicos y

autodestructivos a los que la disfrutan. Los más formidables filósofos liberales han

llamado melancólicos a los monjes por negarse a los placeres de la libertad y el

matrimonio; del mismo modo, podrían llamar melancólicos a los veraneantes, dado

que éstos por lo general rehúsan los placeres del silencio y la meditación. Pero

tenemos a la mano un ejemplo más simple y eficaz. Si se diera el caso de que el

atletismo desapareciera de las escuelas privadas y las universidades inglesas, si la

ciencia nos proveyera de un nuevo método no competitivo por cultivar el físico, si la

ética popular diera un abrupto giro hacia una actitud de absoluto desprecio e

indiferencia hacia ese sentimiento llamado diversión, es fácil ver lo que ocurriría: los

futuros historiadores dirían, sencillamente, que en los oscuros días de la reina

Victoria los jóvenes de Oxford y Cambridge se sometían a una terrible forma de

tortura religiosa. Que, por fantásticas reglas monásticas, se les prohibía disfrutar del

vino y el tabaco a lo largo de ciertos períodos de tiempo, arbitrariamente fijados antes

de brutales combates y festivales. Que los más fanáticos insistían en levantarse a

horas inhumanas y correr violentamente y sin objeto alrededor de los campos. Que

muchos arruinaron su salud en esos antros de superstición y otros murieron.

Todo esto es perfectamente cierto e irrefutable. El atletismo en Inglaterra es una

forma de ascetismo, tanto como las reglas monásticas. Los hay que han muerto

haciendo esfuerzos que los han superado en nombre del atletismo. Hay una sola

diferencia, y sólo una, entre la religión y el deporte: sólo por este último sentimos

pasión. En un caso, sólo atendemos al costo, mientras que en el otro también

atendemos a la recompensa.

Nos queda, sin embargo, una duda: ¿en qué consistía el goce de los antiguos

ascetas cristianos, del cual el ascetismo era sólo el precio a pagar? La mera

posibilidad de hacernos esta pregunta sirve de ejemplo de cómo solemos pasar por

alto los asuntos centrales de la historia humana. Miramos a la humanidad desde

demasiado cerca, así que sólo vemos los detalles y no los rasgos más vastos y

dominantes. Cuando pensamos en el origen de la cristiandad, lo identificamos con el

surgimiento de la abnegación y casi del pesimismo. No se nos ocurre que la mera

afirmación de que este universo atroz y confuso está gobernado por la justicia y la

misericordia revele un optimismo arrollador, perfectamente capaz de dejar a todo el

mundo retozando. El detalle que hacía a aquellos monjes volverse locos de alegría era

el universo en sí: la única cosa auténticamente digna de disfrutarse. La diáfana luz del

día que alumbró el mundo y los infinitos bosques que se irguieron a su paso; el rayo

que despertó y desgajó el árbol; los océanos que se alzaron como montes e hicieron

naufragar el barco: todos estos terribles objetos desconectados y sin sentido formaban

parte, para ellos, de una oscura y aterradora y bondadosa conspiración, de un

despiadado plan piadoso.

Desde luego, es perfectamente lícito sostener que esa idea de la Naturaleza no es

precisa ni bien fundada, pero no que no sea optimista. Insistimos, sin embargo, en

poner el asunto patas arriba. Insistimos en que los ascetas eran pesimistas porque eran

capaces de cambiar cuarenta años de su vida por toda una eternidad de dicha.

Olvidamos que la postulación misma de una dicha eterna es, por su propia naturaleza,

diez mil veces más optimista que el mismo número de saturnales paganas.

Previsiblemente, la biografía de Francisco de Asís del señor Adderley no tiene en

consideración estas cosas, como tampoco expresa cabalmente el carácter de

Francisco. Tiene, más bien, el tono de un devocionario. Un devocionario es algo

excelente, pero no buscamos en él el retrato de un hombre por la misma razón que no

buscamos el retrato de una mujer en un soneto de amor: en esa disposición mental,

quien escribe no sólo le atribuye todas las virtudes a su ídolo, sino todas las virtudes

en la misma proporción. No hay límites, pues los artistas no los consienten. Tal

derroche de bendiciones, tal competencia de luces, tiene su lugar en la poesía, no en

la biografía. Los mejores ejemplos pueden encontrarse, por decir algo, en las odas

más idealistas de Spenser. Por momentos, su diseño es casi indescifrable, porque el

poeta dibuja con plata sobre blanco.

Es natural, desde luego, que el señor Adderley vea a Francisco en primer lugar

como el fundador de la orden franciscana. Por nuestra parte, sospechamos que fundar

una orden fue sólo una más de las cosas que Francisco hizo, y tal vez una de las

menos importantes, igual que sospechamos que fundar la cristiandad fue una de las

cosas menos importantes que Cristo hizo alguna vez. En todo caso, está claro que el

vasto trabajo práctico de Francisco no puede pasarse por alto, porque aquel niño

sorprendentemente espiritual y casi enloquecedoramente resuelto fue uno de los

hombres más exitosos en su combate con este mundo amargo. Suele decirse que el

secreto de los hombres así es su profunda confianza en sí mismos, y es verdad, pero

no lo es todo. Los asilos y los manicomios están repletos de hombres que creen en sí

mismos. Resulta más preciso decir que el secreto del éxito de Francisco residía en su

profunda fe en los otros, y es justamente la falta de una fe tal la que ha llevado a la

perdición a aquellos desconocidos napoleones.

Francisco siempre dio por hecho que el resto de la gente debía estar tan

preocupada como él por nuestro pariente común: la rata acuática. Planeó visitar al

emperador para llamar su atención sobre las necesidades de «sus hermanitas, las

alondras». Solía hablarle a cualquier ladrón o asaltante con el que se topara sobre la

desventura de ser incapaz de dar rienda suelta a sus deseos de santidad. Era una

costumbre inocente, y sin duda, mientras les hablaba, los asaltantes aprovechaban

para «sacar tajada», como suele decirse. Pero con la misma frecuencia habrán

descubierto luego que él a su vez había «sacado tajada» de ellos y revelado su secreta

nobleza.

Como esencialmente concibe a san Francisco como el fundador de la orden

franciscana, el señor Adderley abre su narración con un admirable bosquejo de la

historia de la vida monástica en Europa, que sin duda es lo mejor del libro. Distingue

con toda claridad y precisión entre el ideal maniqueo que subyace en gran parte de la

vida monástica oriental y el ideal de la autodisciplina, que jamás ha desaparecido del

todo de la vida monástica cristiana. Pero no arroja ninguna luz sobre lo que podría

significar para alguien ajeno el interesante problema del ascetismo católico, por la

magnífica razón de que, no siendo él ajeno, no lo encuentra en absoluto problemático.

Para la mayoría de las personas, sin embargo, en la postura de san Francisco

existe una inconsistencia fascinante. San Francisco expresó, en un lenguaje más

elevado y audaz que el de ningún pensador terrenal, la idea de que la risa es tan

divina como las lágrimas.

Llamaba a sus monjes «saltimbanquis de Dios». No olvidó jamás deleitarse con

un pájaro que revoloteaba o con una gota de agua que escurría de su dedo: quizás

fuera el más feliz de los hombres. Y, no obstante, toda su política está

indudablemente fundada en la negación de lo que consideramos nuestras necesidades

más imperiosas; en sus tres votos, de pobreza, castidad y obediencia, se niega a sí

mismo y niega a quienes ama la propiedad, el amor y la libertad. ¿Cómo es posible

que los espíritus más magnánimos y poéticos de aquella época hayan encontrado en

estas terribles renuncias la atmósfera más propicia? ¿Cómo es posible que él, que

amaba aquello a lo que todos los hombres son ciegos, haya querido cegarse a lo que

todos los hombres aman? ¿Por qué ser monje y no trovador? Estas preguntas son

demasiado amplias para responderlas aquí a cabalidad, pero en cualquier biografía de

san Francisco deberían por lo menos formularse; quizás si las respondiéramos

encontraríamos de pronto que el enigma de esta taciturna época nuestra también se ha

resuelto.

Así sucedió con los monjes. Tratándose de los asuntos humanos, los dos grandes

bandos son tan sólo el de quienes ven la vida negra sobre blanco y el de los que la

ven blanca sobre negro; el bando que se macera y ennegrece con el sacrificio porque

sabe que tras él reluce la luz de la misericordia universal, y el que se corona de flores

y se ilumina con antorchas nupciales porque se sabe erguido contra la negra cortina

de una noche incalculable. Los juerguistas son viejos y los monjes jóvenes. Fueron

los monjes quienes derrocharon felicidad y nosotros somos los tacaños.

Sin duda, como evidencia el libro del señor Adderley, la vida transparente y

sosegada de los tres votos tuvo un efecto sutil y benéfico sobre el genio de Francisco.

Éste era esencialmente un poeta. La perfección de su instinto literario se demuestra

cuando llama «hermano» al fuego, y «hermana» al agua, o en la pintoresca

demagogia de su afirmación, en el sermón a los peces, de que «sólo ellos se salvaron

en el Diluvio». En su dramatización sorprendentemente gráfica y minuciosa de la

vida, las decepciones y las excusas de cualquier planta o animal al que se dirigiera, su

genio tiene una curiosa semejanza con el de Burns. Pero si evitó la debilidad de los

poemas que Burns dedicó a los animales, su ocasional morbosidad, su

grandilocuencia y su moralina, sin duda se debe a que llevaba una vida más limpia y

transparente.

Igual que la de su Maestro, la actitud general de san Francisco se fundaba en una

suerte de terrible sentido común. El famoso comentario de la oruga en Alicia en el

país de las maravillas, «¿por qué no?», podría haber sido su lema. No entendía por

qué no podía estar en buenos términos con todas las cosas. La pompa de la guerra y la

ambición, los grandes imperios medievales y sus habitantes lucen vulgares y

torpemente gobernados bajo la racionalidad de esa mirada inocente. Sus preguntas

eran fulminantes y devastadoras, como las de un niño. No habría temido ni las

pesadillas de la cosmogonía, porque en él no cabía temor alguno. Para él, el mundo

era pequeño, no porque tuviera idea de su tamaño, sino por la misma razón por la que

las viejas chismosas lo encuentran pequeño: porque tienen infinidad de parientes. Si

lo hubieran llevado a la estrella más solitaria que la locura de un astrónomo pueda

concebir, él sin duda habría contemplado en ella el rostro de un nuevo amigo.

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