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Foto del escritorAmenhotep VII

Richard Wilhelm - Carl Gustav Jung



Conocí a Richard Wilhelm con ocasión de un Congreso de «Escuela de la sabiduría» en Darmstadt, en casa del conde Keyserling. Era a principios de los años veinte. En 1923 le invitamos a Zurich y dio una conferencia en el Club psicológico sobre el I Ging. Ya antes de conocerle me había interesado por la filosofía oriental y hacia 1900 había comenzado a experimentar con el I Ging. Fue durante un verano en Bollingen, cuando tomé la decisión de emprenderlas con el enigma de este libro. En lugar del tallo de la aquilea, que se emplea con el método clásico, corté ramas de junco. Entonces me senté muchas veces largas horas bajo el secular peral, con el I Ging a mi lado y practiqué la técnica de modo que relacioné mutuamente el «oráculo» que obtenía, como en un juego de preguntas y respuestas. De ello se desprendieron curiosidades no despreciables: relaciones llenas de sentido con mis propios procesos de pensamiento, que yo no podía explicarme. La única intervención subjetiva en el experimento consiste en que el experimentador corta el haz de los 49 tallos arbitrariamente, es decir, sin contar, por medio de un único corte. No sabe cuántos tallos contiene uno y otro haz. Sin embargo de esta relación numérica depende el resultado. Todas las manipulaciones restantes están ordenadas mecánicamente y no permiten arbitrariedad alguna. Si existe un nexo causal psíquico en general sólo puede residir en la división casual del haz (o en la caída casual de monedas). Durante todas las vacaciones de verano me dediqué a las cuestiones: ¿Tienen las respuestas del I Ging sentido o no? ¿Lo tienen del mismo modo que se presenta la dependencia de la serie de acontecimientos psíquicos y físicos? Me encontré siempre con asombrosas coincidencias que se acercaban a la idea de un paralelismo acausal (de un sincronismo, como entonces lo denominaba). Me sentía fascinado por este experimento hasta el punto de que olvidé por completo hacer dibujos, lo que posteriormente lamenté. Posteriormente, sin embargo, realicé con tanta frecuencia el experimento con mis pacientes que pude asegurarme una suma relativamente importante de evidentes coincidencias. Como ejemplo menciono el caso de un hombre joven con un manifiesto complejo de inferioridad con respecto a su madre. Tenía la intención de casarse y había conocido a una muchacha que parecía adecuada para él. Sin embargo se sentía inseguro y temía la posibilidad de que, bajo la influencia de su complejo de madre, pudiera inadvertidamente casarse con una madre superdominante. Hice el experimento con él. El texto de su hexagrama (el resultado) rezaba: «La muchacha es dominante. No debe casarse con tal muchacha». A mediados de los años treinta me encontré con el filósofo chino Hu Shih. Le pregunté por el I Ging y obtuve por respuesta: «¡Oh!, no es más que una vieja colección de fórmulas mágicas sin significado». Evidentemente no conocía el método práctico y su empleo. Sólo en una ocasión tropezó con ello. Durante un paseo un amigo le habló de su desgraciada vida. Pasaron precisamente por delante de un templo taoísta. Para divertirse le dijo a su amigo: «Aquí puedes preguntar al oráculo acerca de esto». Dicho y hecho. Entraron en el templo y rogaron al sacerdote un oráculo I Ging. Pero él mismo no creía este absurdo. Le pregunté si el oráculo había acertado. A lo que, como a disgusto, respondió: «Pues sí, naturalmente». Recordando al «buen amigo» de la conocida historia, que hace todo lo que no le gustaría admitir, le pregunté discretamente si no había utilizado para él esta oportunidad. «Sí, respondió, por diversión planteé también una pregunta». «¿Contestó el oráculo con cierto sentido?», pregunté. Titubeó. «Pues sí, digamos que sí». Le resultaba desagradable a todas luces. Personalmente a veces la objetividad estorba incluso. Pocos años después de mis primeros experimentos con los tallos de junco se publicó el I Ging con el comentario de Wilhelm. Naturalmente me lo procuré inmediatamente y vi con satisfacción que él veía las relaciones de sentido de modo totalmente parecido a como yo me lo imaginaba. Pero él conocía toda la literatura y podía suplir las lagunas que a mí me habían quedado. Cuando vino a Zurich tuve ocasión de conversar con él detalladamente y hablamos mucho sobre la filosofía y religión chinas. Lo que me explicó sobre el espíritu chino me aclaró algunos de los problemas más difíciles de los que me planteaba el inconsciente europeo. Por otra parte, lo que yo le expliqué del resultado de mis investigaciones sobre lo inconsciente le causó no poca admiración, pues en ello reconocía cosas que hasta entonces consideraba exclusivas de la tradición de la filosofía china. Cuando era joven, Wilhelm se trasladó en misión cristiana a China y allí se había iniciado en el mundo del oriente espiritual. Wilhelm era una auténtica personalidad religiosa de visión amplia y clara. Poseía la capacidad de adaptarse incondicional a la postura de la manifestación de un espíritu extranjero y transmitir todo el milagro de la intuición, lo que le capacitaba para hacer accesible a Europa los valores espirituales de China. Estaba profundamente impresionado por la cultura china y una vez me dijo: «¡Mi mayor satisfacción es que no he bautizado nunca a un chino!». Pese a sus premisas cristianas no podía dejar de reconocer la profunda consecuencia y claridad del espíritu chino. De ello estaba no sólo profundamente impresionado sino propiamente subyugado y asimilado. El mundo de la concepción cristiana forma una reservatio mentalis, una reserva moral de significación condicionada por el destino. Wilhelm tuvo la rara suerte de conocer en China uno de los sabios de la vieja escuela expulsado del continente por la revolución. Este viejo maestro, llamado Lau Nai Süan, le inició en el conocimiento de la filosofía yoga china y de la psicología del I Ging. A la colaboración de ambos hombres debemos la edición del I Ging, con su notable comentario. Introdujo esta profunda obra del oriente en occidente de un modo vivo y plástico. Me parece que la edición de esta obra es uno de los hechos más importantes de Wilhelm. Junto a la claridad y comprensión de su actitud espiritual occidental muestra en el comentario al I Ging una adaptación a la psicología china que no tiene parangón. Cuando estuvo terminada la última página de la traducción y aparecieron las primeras galeradas murió el anciano maestro Lau Nai Süan. Fue como si hubiese terminado la propia obra y transmitiera a Europa el último mensaje de la China agonizante. Wilhelm cumplió el anhelo del maestro como discípulo incomparable. Cuando conocí a Wilhelm parecía un chino auténtico, tanto en la mímica como en la escritura y en el lenguaje. Había adoptado el punto de vista oriental y la vieja cultura china le había penetrado. Al llegar a Europa se entregó al trabajo en el China Institut de Frankfurt del Main. Aquí y en sus conferencias con legos en la materia, se sintió impulsado de nuevo a las necesidades del espíritu europeo. Cada vez más acusadoramente volvieron a manifestarse los aspectos y formas cristianas. Algunas conferencias que le oí posteriormente apenas se diferenciaban de un sermón. El regreso y reasimilación de Wilhelm a occidente me pareció algo irreflexivo y por ello peligroso. Temía que debido a ello llegara a tener un conflicto consigo mismo. Puesto que se trataba, así creía reconocerlo, de una asimilación pasiva, es decir, de una influencia a través del ambiente, existía el peligro de un conflicto, de un choque del alma oriental y occidental. Si, tal como yo sospechaba, la postura cristiana originariamente había sido debilitada por la influencia de China, ahora podía suceder lo inverso, la esfera europea podía predominar frente a Oriente. Sin embargo, si este proceso no tenía lugar bajo un profundo análisis consciente, entonces amenazaba un conflicto inconsciente que podía acarrear también perjuicios para el estado general de salud física. Después de oír la conferencia de Wilhelm intenté llamarle la atención sobre el peligro que le amenazaba. Le dije literalmente: «Mi querido Wilhelm, por favor, no se lo tome a mal, pero tengo la sensación de que el Occidente vuelve a predominar sobre usted y que se ha vuelto usted infiel a su misión de transmitir a Occidente el Oriente». Me respondió: «Creo que lleva usted razón, algo me subyuga. ¿Pero, qué hacer?». Algunos años después, cuando Wilhelm se hospedó en mi casa, tuvo una recaída de disentería amebiana asiática, que unos veinte años antes había adquirido. La enfermedad se agravó en los siguientes meses y supe que se encontraba en el hospital. Marché a Frankfurt para visitarle y encontré a un enfermo grave. Ciertamente los médicos no habían perdido las esperanzas, e incluso Wilhelm hablaba de planes que quería realizar cuando se encontrara mejor. Yo tenía esperanzas, pero dudaba. Lo que me confió confirmaba mis sospechas. En sus sueños se hallaba de nuevo en senderos sin fin o en estepas asiáticas —en la abandonada China— volviendo a plantearse el problema que China le había planteado y cuya respuesta el Occidente le había impedido. Era consciente de esta cuestión, pero no se había esforzado por hallar solución. La enfermedad se alargó meses. Algunas semanas antes de su muerte, cuando hacía mucho tiempo que no tenía noticias suyas, me desperté a causa de una visión. Junto a mi cama estaba un chino con un vestido azul oscuro, con las manos cruzadas y dentro de las mangas. Se inclinaba profundamente ante mí, como si quisiera comunicarme un mensaje. Yo sabía de qué se trataba. Lo curioso en la visión era su extraordinaria claridad. No sólo veía todas las arruguitas en su cara, sino también todos los hilos de su vestido. Se podría también compendiar el problema de Wilhelm como un conflicto entre consciencia e inconsciente, que en él se presentó como conflicto entre Occidente y Oriente. Yo creía comprender su situación, pues tenía el mismo problema que él y sabía qué significaba estar en tal conflicto. Ciertamente Wilhelm no me había hablado claro en nuestro último encuentro. Sin embargo, me di cuenta de que estaba interesado al máximo cuando yo exponía el punto de vista psicológico. Su interés se mantenía mientras hablábamos de lo objetivo, sobre meditaciones o cuestiones religioso-psicológicas. Entonces todo iba bien. Pero cuando intenté rozar los actuales problemas de su conflicto interno percibí inmediatamente un titubeo y un encerrarse en sí mismo, porque la cuestión le dolía. Fenómeno que he observado en muchos hombres importantes. Se trata de un «No entrar, prohibida la entrada» que no se puede forzar, un destino que no soporta el abordaje humano.

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