Siempre se debería dictaminar que los santos son culpables hasta que se demuestre su inocencia, pero las pruebas que han de aplicárseles no son, por supuesto, las mismas en todos los casos. En el de Gandhi, las preguntas que uno se siente inclinado a plantear son: ¿hasta qué punto actuaba por vanidad —por la conciencia de sí mismo como un humilde anciano desnudo sentado en un tapete de oración que sacudía los cimientos de los imperios por pura fuerza espiritual— y hasta qué punto comprometió sus principios al entrar en política, que por su naturaleza es inseparable de la coerción y del fraude? Para dar una respuesta concluyente habría que estudiar con sumo detalle los escritos y hechos de Gandhi, puesto que su vida entera fue una especie de peregrinación en la que cada acto era significativo. Sin embargo, esta autobiografía parcial, que termina en los años veinte, constituye una prueba de peso en su favor, tanto más porque cubre lo que él mismo habría llamado la «parte empedernida» de su vida y nos recuerda que, oculta tras la figura del santo o casi santo, había una persona muy astuta y capaz que hubiera podido tener, de así haberlo elegido, una brillante carrera como abogado, como administrador o incluso como hombre de negocios. Más o menos en la época en que la autobiografía salió a la luz, recuerdo haber leído los capítulos iniciales en las mal impresas páginas de un periódico indio. Causaron una buena impresión en mí, algo que en aquel entonces el mismo Gandhi no producía. Las cosas que uno asociaba con él —la ropa hecha en casa, las «fuerzas del alma» y el vegetarianismo— no eran atractivas, y su programa medievalista era a todas luces inviable en un país atrasado, hambriento y superpoblado. Era también evidente que los ingleses lo usaban, o creían usarlo. En sentido estricto, como nacionalista era un enemigo, pero, puesto que en toda crisis se esforzaba por impedir la violencia —lo cual, desde el punto de vista británico, significaba impedir cualquier tipo de acción eficaz—, se le podía considerar «nuestro hombre». En privado, esto a veces se admitía cínicamente. La actitud de los indios millonarios era similar. Gandhi los exhortaba a arrepentirse, y naturalmente estos lo preferían a los socialistas y comunistas, que, de haber tenido la oportunidad, sin duda les habrían arrebatado su dinero. Hasta qué punto semejantes cálculos son fiables a largo plazo es algo dudoso —como el propio Gandhi decía, «al final los embusteros sólo se engañan a sí mismos»—, pero, en cualquier caso, la delicadeza con que siempre se le trató se debió en parte a que se le consideraba útil. Los conservadores británicos sólo se enfurecían realmente con él cuando, como por ejemplo en 1942, dirigía su no violencia hacia un conquistador distinto. Aun así, yo podía ver incluso entonces que los funcionarios británicos que hablaban de él con una mezcla de regocijo y desaprobación también lo admiraban genuinamente, a su modo. Nadie sugirió nunca que fuese corrupto o ambicioso de algún modo vulgar, o que nada de lo que hiciera estuviera motivado por el miedo o por la malicia. Al juzgar a un hombre como Gandhi, uno parece poner el listón muy alto casi instintivamente, de modo que algunas de sus virtudes han pasado casi desapercibidas. Por ejemplo, está claro, incluso por lo que explica en la autobiografía, que su valor físico natural era bastante extraordinario; la forma en que murió fue una demostración a posteriori de esto, puesto que un hombre público que valorara en alguna medida su pellejo habría estado mejor protegido. Asimismo, parecía estar bastante desprovisto de esa suspicacia maníaca que, como bien dice E. M. Forster en Pasaje a la India, es el vicio indio por excelencia, como la hipocresía es el británico. Aunque sin duda era lo bastante sagaz como para detectar la falta de honestidad, al parecer creía, siempre que le era posible, que el resto de las personas actuaban de buena fe y tenían una naturaleza superior a través de la cual era posible acercarse a ellas. Y a pesar de provenir de una familia pobre de la clase media, de haber tenido unos inicios más bien desfavorables y de haber tenido probablemente un aspecto físico poco impresionante, no era envidioso ni albergaba sentimientos de inferioridad. Parece ser que la discriminación racial, cuando por primera vez la conoció en su peor forma en Sudáfrica, más bien le sorprendió. Incluso cuando estaba librando lo que en efecto era una guerra de color, no pensaba en la gente en función de su raza o su estatus. El gobernador de una provincia, un millonario algodonero, un culi dravidiano hambriento o un soldado raso inglés eran todos igualmente seres humanos, a los que uno se debía acercar de la misma manera. Cabe destacar que incluso en las peores circunstancias posibles en Sudáfrica, cuando se estaba volviendo impopular como el paladín de la comunidad india, no le faltaban amigos europeos. Escrita en capítulos cortos para su publicación por entregas en los periódicos, la autobiografía no es una obra maestra literaria, pero lo más impresionante es la cantidad de anécdotas triviales que contiene. Vale la pena recordar que Gandhi comenzó con las ambiciones corrientes de un joven estudiante indio y que sólo adoptó sus opiniones extremistas de modo paulatino y, en algunos casos, más bien a pesar suyo. Hubo una época —es interesante saberlo— en que usaba sombrero de copa, asistía a clases de baile, estudiaba francés y latín, subió a la torre Eiffel e incluso trató de aprender a tocar el violín, todo ello con la idea de asimilar la cultura europea tan a fondo como le fuera posible. No era uno de esos santos caracterizados por una piedad fenomenal desde la infancia, ni de los que se retiran del mundanal ruido tras una etapa de libertinajes sensacionales. Confiesa plenamente sus errores de su juventud, pero en realidad no hay mucho que revelar. Como frontispicio del libro hay una foto de las posesiones de Gandhi en el momento de su fallecimiento. El lote completo se podría adquirir por unas cinco libras, y sus pecados, al menos los carnales, tendrían un aspecto semejante puestos en una sola pila. Unos cuantos cigarros, unos cuantos bocados de carne, unas cuantas annas robadas a la sirvienta en la infancia, dos visitas a un burdel (en ambas se fue sin haber «hecho nada»), un desliz con su casera en Plymouth del que se escapó por los pelos y un estallido de ira; eso es más o menos todo. Casi desde la infancia demostró una profunda rectitud, una actitud más ética que religiosa, pero, hasta que cumplió los treinta años, no tuvo un objetivo claro en la vida. Su primer contacto con algo que pueda calificarse de vida pública tuvo lugar a través del vegetarianismo. Por debajo de todas sus cualidades menos comunes, uno percibe todo el tiempo a los meticulosos comerciantes de clase media que fueron sus antepasados. Se tiene la sensación de que, incluso tras renunciar a la ambición personal, debió de ser un abogado activo y lleno de recursos, un organizador político práctico, preocupado por minimizar los gastos, un hábil orquestador de comités y un proselitista infatigable. Su carácter era extraordinariamente variado, pero no había casi nada en él que pueda ser señalado como malo, y creo que incluso sus peores enemigos admitirían que era un hombre interesante e inusual que enriquecía el mundo simplemente por el hecho de estar vivo. En cambio, nunca he estado del todo seguro de si era también adorable ni de si sus enseñanzas pueden tener algún valor para aquellos que no aceptan las creencias religiosas en que se fundan. En los últimos años se ha puesto de moda hablar de Gandhi como si hubiera sido no sólo un simpatizante del movimiento izquierdista occidental, sino parte integral de este. Los anarquistas y los pacifistas, en particular, se lo han apropiado, observando tan sólo que se oponía al centralismo y a la violencia de Estado, e ignorando la otra tendencia trascendentalista y antihumana de sus doctrinas. Pero, a mi juicio, uno debería caer en la cuenta de que las enseñanzas de Gandhi no cuadran con la creencia de que el hombre es la medida de todas las cosas y de que nuestra tarea es hacer que la vida en este planeta, que es el único que tenemos, valga la pena ser vivida. Tienen sentido sólo si se acepta que Dios existe y que el mundo de los objetos sólidos es una ilusión de la que se debe escapar. Vale la pena tener en cuenta las privaciones que Gandhi se imponía a sí mismo, y que, si bien no insistía en que cada uno de sus seguidores las observara con todo detalle, consideraba indispensables si uno quería servir a Dios o a la humanidad. En primer lugar, no comer carne ni, a ser posible, ningún alimento de origen animal. (El propio Gandhi tuvo que recurrir a la leche para no poner en peligro su salud, pero al parecer lo consideró un paso atrás). Nada de alcohol o tabaco y nada de condimentos ni especias, ni siquiera vegetales, ya que la comida debe ser ingerida no por sí misma, sino para conservar las fuerzas. En segundo lugar, nada de relaciones sexuales. En el caso de que se mantengan, debe ser con el único propósito de engendrar hijos y presumiblemente en intervalos largos. Gandhi mismo, cuando tenía alrededor de treinta y cinco años, hizo voto de brahmacharya, que significa no sólo una castidad completa, sino también la eliminación del deseo sexual. Esta condición, por lo visto, es difícil de obtener sin una dieta especial y sin ayunos frecuentes. Uno de los peligros de la leche es que suele despertar el deseo sexual. Y, finalmente —y este es el punto clave—, para el que va en pos de la bondad no debe haber amistades cercanas ni amores exclusivos. Las amistades cercanas, afirma Gandhi, son peligrosas porque «los amigos ejercen una influencia mutua» y, a través de la lealtad a un amigo, uno puede ser llevado a errar. Esto es incuestionablemente cierto. Más aún, si uno ha de amar a Dios, o a la humanidad en su conjunto, no puede mostrar predilección por ninguna persona en concreto. Esto también es cierto, y marca el punto en que las actitudes religiosa y humanista dejan de ser reconciliables. Para un ser humano corriente, el amor no significa nada si no conlleva amar a cierta gente más que a otra. La autobiografía no deja claro si Gandhi era desconsiderado con su esposa y sus hijos, pero sí que en tres ocasiones estuvo dispuesto a dejar que alguno de ellos muriera antes que administrarle el alimento de origen animal que había prescrito el doctor. Bien es verdad que la defunción presagiada nunca tuvo lugar y que Gandhi —con, es de suponerse, gran presión moral en el otro sentido— siempre le dio al paciente la oportunidad de mantenerse vivo al precio de cometer un pecado; aun así, si la decisión hubiera sido exclusivamente suya, habría prohibido la ingesta de alimentos animales, al margen del riesgo. Debe haber, sostiene, un límite en lo que estemos dispuestos a hacer para conservar la vida, y el límite está bastante más acá que el caldo de pollo. Esta actitud quizá es noble, pero, en el sentido en el que, según creo, la mayoría de la gente le daría a la palabra, es inhumana. La esencia de ser humano es que uno no busca la perfección, que uno a veces está dispuesto a cometer pecados por lealtad, que uno no lleva el ascetismo hasta el punto en el que vuelve imposible la convivencia amistosa, y que uno está preparado para ser finalmente derrotado y despedazado por la vida, lo cual es el precio inevitable de depositar su amor en otros seres humanos. Sin lugar a dudas, el tabaco, el alcohol, etcétera, son vicios que un santo debe evitar, pero también la santidad es algo que los seres humanos deben rehuir. Esto es algo que cae por su propio peso, pero que uno debe cuidarse de mencionar. En esta época dominada por los yoguis, se asume demasiado pronto que el «desapego» no sólo es mejor que la aceptación plena de la vida terrena, sino que el hombre corriente lo rechaza solamente porque es demasiado difícil; en otras palabras, que el hombre común es un santo en potencia que no ha logrado alcanzar esa condición. Es dudoso que esto sea cierto. Mucha gente no tiene intención alguna de ser santa, y es probable que algunos que han logrado la santidad o aspiran a ella no se hayan sentido nunca tentados de ser seres humanos. Si uno pudiera rastrear esto hasta sus raíces psicológicas, hallaría, creo, que el principal motivo para el «desapego» es un deseo de escapar del dolor de vivir y, sobre todo, del amor, que, de índole sexual o no, acarrea muchas complicaciones. Pese a todo, no es necesario dirimir aquí si el ideal humanista es «más elevado» que el trascendentalista. La cuestión es que son incompatibles. Se debe escoger entre Dios y el hombre, y todos los «radicales» y «progresistas», desde los liberales más moderados hasta los anarquistas más extremos, han escogido al último. En cualquier caso, el pacifismo de Gandhi puede desvincularse hasta cierto punto de sus otras enseñanzas. Su motivación era religiosa, pero también lo consideraba una técnica definida, un método, capaz de producir los resultados políticos deseados. La actitud de Gandhi no era la de la mayoría de los pacifistas occidentales. La Satyagraha, desarrollada originalmente en Sudáfrica, era una suerte de guerra no violenta, una manera de vencer al enemigo sin herirlo y sin sentir ni suscitar odio. Implicaba actos como la desobediencia civil, las huelgas, tumbarse en el suelo frente a trenes, soportar cargas de la policía sin correr ni defenderse y cosas por el estilo. Gandhi se oponía a traducir el término «Satyagraha» como «resistencia pasiva»; en gujarati, por lo visto, significa «firmeza en la verdad». En sus primeros años Gandhi sirvió como camillero del bando inglés en la guerra de los bóeres, y se disponía a hacer lo mismo en la Primera Guerra Mundial. Incluso después de haber abjurado totalmente de la violencia, fue lo bastante sincero consigo mismo como para percatarse de que en los conflictos bélicos suele ser necesario tomar partido. Gandhi no adoptó —ciertamente no podía, ya que toda su vida política se centraba en la lucha por la independencia nacional— la actitud estéril e hipócrita de fingir que en todas las guerras ambos bandos son lo mismo y que tanto da quién gane. Tampoco se especializó, como hacen la mayoría de los pacifistas occidentales, en eludir preguntas incómodas. En relación con la última contienda, una que todos los pacifistas tenían la clara obligación de contestar era: «¿Qué decís de los judíos? ¿Estáis dispuestos a verlos exterminados? Si no es así, ¿cómo os proponéis salvarlos sin recurrir a la guerra?». Debo decir que nunca he oído de ningún pacifista occidental una respuesta sincera a esta pregunta, aunque he oído muchas evasivas, principalmente del tipo «y tú también». Pero resulta que a Gandhi se le planteó una pregunta similar en 1938 y que su respuesta está registrada en Gandhi and Stalin, del señor Louis Fischer. Según el señor Fischer, el punto de vista de Gandhi era que los judíos alemanes debían cometer un suicidio colectivo, lo cual «hubiera despertado al mundo y a Alemania ante la violencia de Hitler». Después de la guerra se justificó: afirmó que los judíos habían acabado siendo asesinados de todos modos y que al menos podrían haber intentado no morir completamente en vano. Da la impresión de que esta actitud sorprendió incluso a un admirador tan incondicional como el señor Fischer, pero Gandhi estaba simplemente siendo sincero. Si no estás dispuesto a quitarle la vida a alguien, con frecuencia debes estarlo a que se pierdan vidas de alguna otra manera. Cuando en 1942 pidió adoptar una actitud de resistencia no violenta ante la invasión japonesa, estaba listo para admitir que eso podría costar varios millones de muertes. Al mismo tiempo, hay motivos para creer que Gandhi, que después de todo nació en 1869, no entendía la naturaleza del totalitarismo y lo veía todo en función de su propia lucha contra el gobierno británico. El punto clave aquí no es tanto que los británicos lo trataran pacientemente como que siempre fue capaz de obtener publicidad. Como se puede ver por la frase citada arriba, creía en «despertar al mundo», lo cual sólo es posible si este tiene una oportunidad de oír lo que estás haciendo. Es difícil ver cómo podrían aplicarse los métodos de Gandhi en un país donde los opositores al régimen desaparecen en mitad de la noche y nunca se vuelve a saber de ellos. Sin una prensa libre ni derecho de reunión, es imposible no sólo apelar a la opinión exterior, sino también hacer que surja un movimiento de masas o incluso hacerle saber tus intenciones al adversario. ¿Hay un Gandhi en Rusia en este momento? Y si lo hay, ¿qué está logrando? Las masas rusas sólo podrían practicar la desobediencia civil si la misma idea se les ocurriera a todos a la vez, e incluso en ese caso, a juzgar por lo ocurrido durante la hambruna ucraniana, no hubiera surtido ningún efecto. Aun así, concedamos que la resistencia no violenta puede ser eficaz contra el propio gobierno o contra una potencia ocupante; incluso en ese caso, ¿cómo la pone uno en práctica a escala internacional? Las diferentes declaraciones contradictorias de Gandhi sobre la última guerra parecen mostrar que era consciente de esta dificultad. Aplicado a la política exterior, el pacifismo deja de ser tal, o bien se transforma en apaciguamiento. Además, el supuesto, que de tanto le sirvió a Gandhi para tratar con las personas, de que uno puede acercarse a todas ellas y de que responderán a un gesto generoso, debe ser puesto seriamente en duda. No es algo necesariamente cierto, por ejemplo, cuando se trata con lunáticos. Entonces, la pregunta se convierte en: ¿quién está cuerdo? ¿Lo estaba Hitler? ¿Acaso no es posible que toda una cultura esté mentalmente enferma a los ojos de otra? Y en la medida en que se puedan juzgar los sentimientos de naciones enteras, ¿hay algún vínculo claro entre un acto generoso y una respuesta amistosa? ¿Es la gratitud un factor en la política internacional? Estas y otras preguntas similares necesitan ser discutidas, y necesitan serlo urgentemente, en los pocos años que nos quedan antes de que alguien apriete el botón y los cohetes comiencen a volar. Es dudoso que la civilización pueda soportar otra gran guerra, y no cabe descartar que el camino para evitarla sea el de la no violencia. A Gandhi hay que reconocerle la virtud de que habría estado dispuesto a considerar con sinceridad preguntas como las que he planteado arriba, y, en efecto, es probable que discutiera la mayoría de ellas en alguno u otro punto de sus innumerables artículos periodísticos. La impresión que da es que había muchos aspectos que no lograba entender, pero no que hubiera algo que temiera decir o pensar. Nunca he sido capaz de sentir demasiada simpatía por Gandhi, pero no estoy seguro de que, como pensador político, se equivocara en lo sustancial, ni creo que su vida fuera un fracaso. Es curioso que, al ser asesinado, muchos de sus admiradores más fervientes señalaron con tristeza que había vivido justo lo suficiente para ver en ruinas el trabajo de su vida, puesto que la India estaba inmersa en una guerra civil, que siempre se había previsto que sería uno de los efectos colaterales de la transferencia del poder. Pero no fue a suavizar la rivalidad entre hindúes y musulmanes a lo que Gandhi consagró su vida. Su principal objetivo político, la finalización pacífica de la dominación inglesa, se había alcanzado después de todo. Como siempre, los hechos relevantes se entrecruzan. Por una parte, los británicos abandonaron la India sin pelear, un acontecimiento que muy pocos observadores hubieran presagiado ni siquiera un año antes de que sucediera. Por otra, esto lo hizo un gobierno laborista, y es seguro que uno conservador, especialmente uno dirigido por Churchill, habría actuado de otro modo. No obstante, si para 1945 en Gran Bretaña se había propagado considerablemente la opinión favorable a la independencia de la India, ¿en qué medida se debió esto a la influencia personal de Gandhi? Y si, como puede suceder, la India y Gran Bretaña finalmente acaban por mantener una relación decente y amistosa, ¿será esto en parte porque Gandhi, al librar su lucha con obstinación pero sin odio, desinfectó el ambiente político? Que se piense siquiera en plantear esas preguntas indica su gran estatura. Uno puede sentir, como yo, una especie de disgusto estético por Gandhi y rechazar las pretensiones de santidad hechas en su nombre (algo que él nunca pretendió, por cierto), se puede incluso rechazar la santidad como un ideal y, por tanto, pensar que los objetivos básicos de Gandhi eran antihumanos y reaccionarios. Pero, analizado simplemente como un político y comparado con las otras figuras políticas importantes de nuestro tiempo, ¡qué olor tan limpio consiguió dejar tras de sí!
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