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Foto del escritorAmenhotep VII

Por qué escribo - George Orwell

Actualizado: 12 may 2020



Desde muy temprana edad, tal vez ya a los cinco o seis años, supe que de mayor

quería ser escritor. Entre los diecisiete y los veinticuatro poco más o menos traté de

renunciar a esa idea, aunque con plena conciencia de que atentaba contra mi

verdadera naturaleza, y de que tarde o temprano tendría que dedicarme a escribir

libros.

Fui el segundo de tres hermanos, pero me separaban cinco años de cada uno, y

prácticamente no vi a mi padre antes de cumplir ocho. Por esta razón, y por otras, era

bastante solitario, y pronto desarrollé algunas manías desagradables que me hicieron

impopular en mis años de colegio. Tenía esa costumbre propia de los niños solitarios

que consistía en inventarme historias y mantener conversaciones con personajes

imaginarios; creo que, desde mis comienzos, mis ambiciones literarias tuvieron que

ver con la sensación de hallarme aislado y de estar infravalorado por los demás. Sabía

que tenía facilidad de palabra, que tenía la capacidad de afrontar los hechos menos

agradables, y sentía que eso creaba una especie de mundo privado en el que hallaba

compensación por cada uno de mis fracasos en la vida cotidiana. No obstante, el

volumen de escritos serios -entiéndase «con intenciones serias»- que acumulé a lo

largo de mi infancia y adolescencia no debe de llegar siquiera a la media docena de

páginas. Mi primer poema se lo dicté a mi madre a los cuatro o cinco años. Sólo

recuerdo que versaba sobre un tigre, y que el tigre tenía «dientes como sillas»: una

frase no del todo mala, aunque sospecho que el poema debía de ser un plagio del

«Tigre, tigre», de William Blake. A los once años, cuando estalló la guerra de 1914,

escribí un poema de tintes patrióticos que se publicó en el periódico local, así como

otro, dos años más tarde, a propósito de la muerte de Kitchener. De vez en cuando,

siendo ya un poco mayor, escribí «poemas a la naturaleza» francamente malos, casi

siempre inacabados, al estilo georgiano. También en un par de ocasiones traté de

escribir sendos relatos que terminaron en otros tantos fracasos. Ése viene a ser el total

de la obra «seria» que en realidad puse sobre el papel durante todos aquellos años.

Ahora bien, durante todo este tiempo, en cierto modo me dediqué a otras

actividades literarias. Para empezar, los textos de encargo que produje con facilidad,

con rapidez y sin demasiado placer. Además de los deberes de la escuela, escribí

versos de ocasión, poemas semicómicos que me salían con toda facilidad, a una

velocidad que ahora me parece pasmosa; a los catorce años escribí toda una obra en

verso, con metro y rima, mera imitación de Aristófanes, más o menos en una semana;

asimismo, colaboré en la edición de las revistas escolares, tanto impresas como

manuscritas. Esas revistillas eran las parodias más patéticas que se puedan imaginar;

me tomaba menos molestias con ellas de las que ahora dedicaría al periodismo más

insulso y chabacano. Pero junto a todo esto, durante quince años, o más, llevé a cabo

un ejercicio literario muy de otra índole: un «relato» continuo a propósito de mí

mismo, una suerte de diario que sólo existía en mi mente. Creo que éste es un hábito

corriente entre niños y adolescentes. Muy de niño me gustaba imaginar que era, por

ejemplo, Robin Hood, y me imaginaba en calidad de héroe de aventuras apasionantes,

aunque muy pronto mi «relato» dejó de ser tan narcisista, al menos de una manera tan

zafia, y pasó a ser más bien una descripción sin más de lo que hacía y lo que veía. A

veces, durante minutos enteros, esta actividad mental no cesaba: «Abrió la puerta y

entró en la habitación. Un rayo de luz amarillenta, filtrándose por las cortinas de

muselina, caía sesgado sobre la mesa, donde una caja de cerillas entreabierta

aguardaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo se acercó a la ventana.

En la calle, un gato de color carey perseguía una hoja caída», etc., etc. Este hábito no

cejó hasta que tuve unos veinticinco años, es decir, duró todo lo que mis años de no

literato. Aunque tenía que buscar con desvelo, y lo hacía, las palabras más adecuadas,

me parecía desarrollar este esfuerzo descriptivo casi en contra de mi voluntad, sujeto

a una suerte de compulsión externa a mí. El «relato», supongo, tuvo que haber sido

reflejo fiel del estilo de los distintos escritores a los que admiraba en cada fase. En la

medida en que lo recuerdo, tuvo siempre esa misma meticulosidad descriptiva.

Cuando tenía unos dieciséis años descubrí de pronto la alegría de las palabras sin

más, esto es, los sonidos y sus asociaciones de palabras. Los versos de Paraíso

perdido, de Milton:


Así pues, con dificultad y arduo empeño,

él siguió adelante: con dificultad y arduo empeño, él


que ya no me parecen tan maravillosos, me producían escalofríos. Y el arcaísmo

«hee» por «he» [él] me suponía un placer adicional. En cuanto a la necesidad de

describir las cosas, ya lo sabía prácticamente todo. Por eso está claro qué clase de

libros deseaba escribir, en la medida en la que pueda decirse que ya entonces deseaba

escribir libros. Deseaba escribir enormes novelas naturalistas de final triste, llenas de

descripciones detalladas y símiles atractivos, colmadas además de episodios

grandilocuentes, donde las palabras se usaran en parte por su sonoridad. Y, en

realidad, mi primera novela completa, La marca [Burmese Days], que escribí cuando

tenía treinta años pero proyecté mucho antes, es en gran medida esa clase de libro.

Si doy toda esta información de fondo es porque no creo que se puedan evaluar

los motivos que animan a un escritor sin conocer algo acerca de sus primeros pasos.

Su material narrativo vendrá determinado por la época en que le ha tocado vivir -al

menos, es así en épocas tumultuosas y revolucionarias, como la nuestra-, aunque

antes de que haya empezado a escribir habrá adquirido una actitud emocional de la

cual nunca podrá librarse por completo. Es su trabajo, sin duda, disciplinar su

temperamento y evitar el quedarse atascado en una etapa de inmadurez, o en un

estado de ánimo perverso. Pero si escapa a sus influencias más tempranas, habrá

acabado con su propio impulso de escribir. Dejando a un lado la necesidad de ganarse

la vida, creo que son cuatro los grandes motivos que hay para escribir, al menos

prosa. Existen los cuatro en distintos grados en cada escritor, y en cualquier escritor

varía la proporción según el momento en que se halle y el ambiente en que viva. Son

los siguientes:


1. Egoísmo puro y duro. Deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno, de

que a uno se le recuerde después de muerto, de resarcirse de los adultos que abusaron

de uno en su niñez, etc. Es una paparrucha fingir que éste no es un motivo, porque

además es de los más potentes. Los escritores tienen en común esta característica con

los científicos, los artistas, los políticos, los abogados, los soldados, los empresarios

de éxito, esto es, con lo más granado del género humano. La gran mayoría de los

seres humanos no tiene un egoísmo agudo. Pasados los treinta, más o menos,

renuncian a la ambición individual -en muchos casos, abandonan casi del todo la idea

de ser individuos- y viven sobre todo para los demás, o bien quedan aplastados por el

tedio y la monotonía. Pero hay además una minoría de personas dotadas,

voluntariosas, obstinadas incluso, decididas a vivir su propia vida hasta el final, y a

esta clase pertenecen los escritores. Los escritores serios, debiera decir, son en

conjunto más vanidosos y egocéntricos que los periodistas, aunque el dinero les

interesa menos.

2. Entusiasmo estético. La percepción de la belleza en el mundo exterior o, si se

quiere, en las palabras y en su adecuada disposición. El placer ante el impacto de un

sonido u otro, ante la firmeza de una buena prosa, ante el ritmo de un buen relato.

Deseo de compartir una experiencia que uno considera de gran valor, que entiende

que no debe perderse nadie. El motivo estético es muy feble en muchos escritores,

pero incluso el panfletista o el autor de manuales tendrán sus palabras y expresiones

predilectas, las que le atraen por motivos en modo alguno utilitarios. Puede tener

también inclinación hacia la tipografía, la anchura de los márgenes, etc. Por encima

del nivel de una guía ferroviaria, ningún libro es del todo ajeno a las consideraciones

estéticas.

3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son, de hallar cuál es la verdad,

de almacenarla para su buen uso en la posteridad.

4. Propósito político. Empleo la palabra «político» en el sentido más amplio que

sea posible. Es el deseo de propiciar que el mundo avance en una dirección

determinada, de alterar la idea que puedan tener los demás sobre la clase de sociedad

a la que conviene aspirar. No hay un solo libro que sea ajeno al sesgo político. La

opinión de que el arte nada tiene que ver con la política, ni debe tener nada que ver,

es en sí misma una actitud política.

Bien se ve que estos impulsos diversos han de estar en guerra unos con los otros,

y cómo han de fluctuar de una persona a otra, de una época a otra. Por naturaleza -

tomando por «naturaleza» el estado que uno alcanza cuando se hace adulto-, soy una

persona en la cual los primeros tres motivos pesan mucho más que el último. En una

época de paz, podría haberme dedicado a escribir libros ornamentados o meramente

descriptivos, y podría haber seguido siendo ajeno a mis lealtades políticas. Tal como

son las cosas, me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista.

Primero pasé cinco años dedicado a una profesión totalmente inapropiada (la Policía

Imperial de la India, en Birmania). Luego, experimenté la pobreza y el fracaso. Esto

incrementó mi odio natural por la autoridad, y me llevó a tener conciencia plena de la

existencia de la clase obrera. Mi trabajo en Birmania me había dado cierta capacidad

de comprensión de la naturaleza del imperialismo, pero esas experiencias no fueron

suficientes para dotarme de una orientación política precisa. Llegaron entonces Hitler,

la Guerra Civil española, etc. A finales de 1935 todavía no había tomado una firme

decisión. Recuerdo un poema que escribí por entonces, dando expresión a mi dilema:


Pude ser un feliz vicario

hace doscientos años,

predicar la eterna condenación

y ver mis nogales crecer.

Pero nací, ay, en época funesta

y pasé por alto tan amable cielo.

Pues me ha nacido vello en el bigote

y la clerecía va bien afeitada.

Y después aún corrían buenos tiempos,

éramos fáciles de contentar,

mecíamos nuestras perplejidades y dormíamos

en el seno de los árboles.

Ignorantes, osamos ser dueños

de alegrías que hoy desmantelamos;

el verderón en la rama del manzano

podría hacer temblar a mis enemigos.

Pero los vientres de las mozas, y los albaricoques,

la carpa en arroyo umbrío,

los caballos, los patos que vuelan al alba

no son sino un sueño.

Prohibido queda soñar de nuevo;

desfiguramos alegrías o las escondemos;

los caballos son de acero cromado

y son gordos los jinetes que los montan.

Soy la paciencia que no se agota,

el eunuco sin harén;

entre cura y comisario

camino como Eugene Aram

;

Y el comisario me lee la suerte

mientras suena la radio,

pero el cura ha prometido un Austin 7,

porque Duggie siempre paga.

Soñé que habitaba en salones de mármol,

y desperté y vi que era cierto.

No nací yo para una época como ésta.

¿Sí nació Smith? ¿Y Jones? ¿Y tú?


La guerra de España y otros sucesos de 1936-1937 cambiaron la escala de valores

y me permitieron ver las cosas con mayor claridad. Cada renglón que he escrito en

serio desde 1936 fue creado, directa o indirectamente, en contra del totalitarismo y a

favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una rematada

tontería, en una época como la nuestra, pensar siquiera que se puede evitar el escribir

sobre tales asuntos. De un modo u otro, en la forma que sea, todos escribimos sobre

ellos. Sólo es cuestión de elegir bando y posición. Cuanto más consciente es uno de

su sesgo político, mayores posibilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar su

estética ni su integridad intelectual.

Mi mayor aspiración durante los últimos años ha sido convertir la escritura

política en un arte. Mi punto de partida es siempre un sentimiento de parcialidad, una

sensación de injusticia. Cuando me pongo a escribir un libro no me digo: «Voy a

hacer una obra de arte». Lo escribo porque existe alguna mentira que aspiro a

denunciar, algún hecho sobre el cual quiero llamar la atención, y mi preocupación

inicial es hacerme oír. Pero no podría realizar el trabajo de escritura de un libro, ni

tampoco de un artículo largo para una publicación periódica, si no fuera además una

experiencia estética. Todo el que se tome la molestia de examinar mi obra se dará

cuenta de que, incluso cuando es propaganda pura y dura, contiene muchas cosas que

un político de dedicación completa consideraría irrelevantes. Ni soy capaz ni quiero

abandonar del todo la visión del mundo que adquirí en la infancia. Mientras siga con

vida, mientras siga siendo capaz de hacer lo que hago, seguiré teniendo intensos

sentimientos por el estilo, seguiré amando la superficie de la tierra, seguiré

complaciéndome en los objetos sólidos y en las informaciones inútiles. De nada sirve

tratar de reprimir esa parte de mí. El trabajo consiste en reconciliar mis gustos y mis

rechazos más arraigados con las actividades esencialmente públicas, no individuales,

que esta época nos impone a todos.

No es tarea fácil. Plantea problemas de construcción y de lenguaje; plantea de un

modo completamente nuevo el problema de la veracidad. Permítaseme dar un

ejemplo de la clase de dificultades más crudas que surge. Mi libro acerca de la Guerra

Civil española, Homenaje a Cataluña, es un libro de corte francamente político, por

descontado, pero en conjunto está escrito con cierto desapego, y con cierta atención

por la forma. Intenté por todos los medios contar toda la verdad sin violar mi instinto

literario, pero entre otras cosas contiene un largo capítulo, lleno de citas tomadas de

los periódicos y demás, en las que se defiende a los trotskistas que estaban entonces

acusados de haber tramado un complot con Franco. Está claro que semejante

capítulo, que al cabo de uno o dos años perdería su interés para cualquier lector

normal, podía arruinar el libro entero. Un crítico al que tengo un gran respeto me dio

una lección al respecto. «¿Por qué has metido todo eso? —me dijo. Has convertido lo

que podría ser un buen libro en mero periodismo». Lo que me dijo era verdad, pero

yo no supe hacerlo de otro modo. No pude. Me enteré por casualidad de algo que

poca gente conocía en Inglaterra, y no por no querer, sino porque no se les permitió, y

es que se estaba acusando falsamente a hombres inocentes. Si aquello no me hubiera

indignado, jamás habría escrito el libro.

De una forma u otra, este problema siempre aflora de nuevo. El problema del

lenguaje es más sutil, nos llevaría mucho tiempo comentarlo. Diré tan sólo que en los

últimos años he intentado escribir de un modo menos pintoresco y más preciso. Sea

como fuere, he descubierto que cuando uno ha perfeccionado un estilo, ya se le ha

quedado pequeño. Rebelión en la granja fue el primer libro en el que intenté, con

conciencia plena de lo que estaba haciendo, fundir la intención política y el propósito

artístico. No he escrito una novela desde hace siete años, pero tengo la esperanza de

escribir una dentro de poco. Seguro que será un fracaso, todo libro es un fracaso; pero

sé con toda claridad qué clase de libro aspiro a escribir.

Al repasar estas últimas dos páginas veo que puede dar la impresión de que mis

motivos al escribir son completamente propios del espíritu público. No quisiera que

el lector se quedase con esa impresión. Todos los escritores son vanidosos, egoístas y

perezosos. En el fondo de su ser, sus motivos siguen siendo un misterio. Escribir un

libro es un combate horroroso y agotador, como si fuese un brote prolongado de una

dolorosa enfermedad. Nadie emprendería jamás semejante empeño si no le impulsara

una suerte de demonio al cual no puede resistirse ni tampoco tratar de entender. Por

todo cuanto uno sabe, ese demonio es sencillamente el mismo instinto que hace a un

niño llorar para llamar la atención. Y, sin embargo, también es cierto que no se puede

escribir nada legible a menos que uno aspire a una anulación constante de la propia

personalidad. La buena prosa es como el cristal de una ventana. No sé decir con

certeza cuáles de mis motivos son los más poderosos, pero sí sé cuáles merecen

seguirse sin rechistar. Al repasar mi obra, veo que de manera invariable, cuando he

carecido de un objetivo político, he escrito libros exánimes, y me han traicionado en

general los pasajes grandilocuentes, las frases sin sentido, los epítetos y los

disparates.

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