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Foto del escritorAmenhotep VII

PERCY BYSSHE SHELLEY - Aleister Crowley



En uno de los relatos de lord Dunsany, la Fama le dice al poeta: «Te veré en el

cementerio que hay tras el hospicio dentro de cien años». Si Shelley ha sido más

afortunado —aunque difícilmente podría haberlo sido—, no se debe a su poesía, que

fue tenida por legible incluso por sus detractores contemporáneos, sino a su don

profético y a la magia virtuosa, que le proporcionaron su cuerpo espiritual, en vista de

que dichas cualidades son las que hacen que la gente crea seriamente que en él

Diabolus incarnatus est, et homo factus est.

Parece asombroso, a primera vista, que Shelley fuera expulsado de Oxford debido

a interpretaciones teológicas que aceptan hoy la mayoría de estudiantes no graduados,

con el exiguo refunfuño del más anciano rector; aquel que les fue robado a los

muchachos en nombre de una actitud moral es, para los jóvenes actuales, reaccionario

y no como entonces liberal; y a aquel que fue prácticamente exiliado de Inglaterra a

causa de sus ideas políticas los conservadores más duros de hoy día apenas le

permitirían susurrar en la lobreguez de su club.

Lo cierto es que el «Peregrino del Sol» (como Browning le llama en Pauline) se

halla en la cima de un amanecer verdadero. El mundo, excepto en esporádicos

episodios borbónicos de folie des grandeurs, ha girado invariablemente, en la

dirección de esa débil y aguda figura angélica en el Este. La poesía de Shelley

difícilmente importa si la comparamos con sus ideales éticos. Fue la voz del Tiempo;

y es relativamente poco importante, para el oído inglés, si su música no tuvo igual.

La mayoría de los mejores conocedores de la poesía prefiere a Keats antes que a

Shelley, pero su veredicto denota purismo. Un poeta es alguien que «crea» o «hace»

cosas, y Keats se preocupó de la eterna «Belleza-Verdad» —en acuñar un concepto

como el de «Espacio-Tiempo» de Einstein— como no menos intrincada y eficaz

cualidad.

Para los egipcios Tahuti, el dios del lenguaje, es también el dios de la sabiduría y

del pensamiento creativo; la palabra «gramayare» (cara a Sir Walter Scott) es, como

la francesa grimoire, equivalente etimológicamente a «gramática». Los poetas no

deben ser catalogados por su exaltación lírica o por su habilidad técnica: ¡La

sabiduría es lo que explica a los descendientes y al poeta!

La descendencia de Keats son personas como Rossetti, Walter Pater y Oscar

Wilde, cuyas miradas se concentran triste y lánguidamente sobre el crepúsculo de las

cosas.

Pero la semilla derramada por Shelley germina en innumerables y lejanos

campos: James Thompson, Swinburne y otros poetas de la revolución y la pasión son

sólo una pequeña rama de su gran familia. Los reformistas, filántropos, feministas y

trascendentalistas, de Braudlaugh y Huxley a Nietzsche y Amina Kingsford, todos

fueron amamantados con el claro vino dorado de Dionisio, que brota de sus laceradas

venas. La joven está cerca de la equidad cuando se pregunta: «¿Qué es Keats?», y si

es una hija sensata descubre en Shelley a su verdadero padre.

Keats se muestra perfecto e imperecedero, como su Urna Griega; es el principal

tesoro del Museo de la Humanidad; pero Shelley es el Sumo Sacerdote del Templo

del Progreso Espiritual, el Profeta del más alto Dios de la Libertad, y el Rey de la

República de «la dulzura, la sabiduría, la virtud y la firmeza». Es dinámico y Keats

estático; pues la naturaleza del Universo es Proceso antes que Ser. El siglo XIX

despojó de los harapos dorados de la religión a la momia de la existencia y halló un

cadáver desmoronado, pero el siglo XX cree que el polvo se disuelve en una película

resplandeciente de luz y movimiento.

La moderna investigación física y matemática está clarificando más cada día que

la estructura de la materia es realmente aquella sutil vibración espiritual que Shelley

creyó que era. En razonamiento paralelo, el hombre mismo ya no se entiende como

una masa precisa asentada en un mundo de unos seis mil años de antigüedad y sujeto

a una sola ley. Es, en verdad, una Esencia inmutable, quizá, en un sentido primario y

espiritual, pero su manifestación es mutable; su forma sensible es vehículo de una

Energía fluente que, con diversidad infinita, choca contra las orillas de la experiencia.

Shelley habla de un inmanente Espíritu del Universo, y es suficientemente panteísta

como para identificar a sí mismo o a cualquier otra existencia con ese Espíritu, lo que

habría desafiado en este asunto —permítasenos decirlo— a Eddington o a Bertrand

Russell.

Si Shelley no siempre es tan explícito como nuestros últimos pensadores

matemático-místicos, se debe a que el mundo se encontraba tan atrás respecto de su

percepción intuitiva de la verdad que no existía instrumento intelectual alguno capaz

de registrar sus vibraciones, excepto, probablemente, la ambigua jerigonza de la

escuela de Fludd. Pero lo que quiere decir en cualquier lugar, más por la forma pura y

tono de sus versos que por su sentido racional, es que la existencia es una Unidad

incondicionada (o Nihil), que ha ideado modos infinitos de dualidad fantasmal e

ilusoria con el propósito de adquirir consciencia de sí misma. Un animal no precisa

utilizar nuestro lenguaje arbitrario para expresar sus sentimientos de modo inteligible;

y, en realidad, los poetas que han pretendido explicar su conciencia espiritual en

términos filosóficos, más que hacerla manifiesta, han oscurecido su luz. Aprendemos

más sobre la esencia de su estructura espiritual de Tigre, Tigre, La Sala de Cristal o

El Viajero Mental que lo que lo hacemos de sus libros declaradamente «proféticos».

La lengua inglesa, tal y como la entienden los literatos y como la han desarrollado, es

un instrumento de valor dudoso para el poeta. El espíritu del hombre se esconde tanto

en un poema lírico como en la más imponente chalina que reluce sobre el

terciopelo del escaparate del esfuerzo literario.

Shelley estaba colmado del espíritu del planeta y de su más sutil y vigoroso

alquitaramiento, y ese espíritu se desborda en forma de poesía. Abrigaba la

simplicidad toda y la seguridad de un inmortal; si nuestros oídos armonizan con su

pensamiento, captaremos cómo un rapto coral se mece con las estrellas a través de los

siglos. Pero sus empeños conscientes por expresar dicha idea esencial cojean.

Fenómenos idénticos tienen lugar en toda unión; y ésta es la razón fundamental

del aparente fracaso del poeta en su empeño por mantener asidos nuestros corazones

cuando alcanzamos una edad en la que nuestro espíritu es menos sensible a la sutil

fuerza subconsciente. Augustine Birrell subraya cómo Browning, en sus últimos

años, perdió el entusiasmo por este «ser extraño e inconmensurable». No todos

nosotros, afortunadamente, pertenecemos a la clase media ni hemos entrado en la

edad madura de estos caballeros; pero aun así, es difícil leer a Shelley con placer

pasada la cuarentena. El motivo, como quiera que sea, es éste: asimilar o no el

Inconsciente del poeta en tu juventud. En el segundo caso el verso nos parece mera

cáscara; en el primero, aúlla la condena de la muerte espiritual. Los condenados, así

pues, le detestan; y los redimidos sólo encuentran placer en el recuerdo de los éxtasis

con que del acero incandescente de su juventud labraron los perfiles de su excelencia

y equidad.

Es en la naturaleza de las cosas donde hasta el mayor intelectual trata de resolver

cualquier problema durante años mal abordado; pues el pensamiento ha adquirido

belleza cristalina mientras que el problema ha ido cambiando con la sucesión de los

soles. Siempre es un error para el artista abdicar de su trono en la eternidad para

atender la nómina de las cosas temporales: ne sutor ultra crepidam. Pocos, incluso

entre los filósofos, parecen entender que la diferencia entre la eternidad y el tiempo es

la calidad. Vulgarmente se cree que aquélla es una mera e ilimitada extensión de éste.

Incluso la idea de que el tiempo no es sino uno de los requisitos de la conciencia

dualista obliga a considerar la verdad de la materia como algo aparente. Es

prerrogativa de hombres como Shelley pensar sobre los límites del absoluto, lo cual

no guarda relación alguna con la medida, ni se llega a ello abatiendo los mojones;

sólo uno mismo puede alcanzar la Belleza borrando las marcas de la romana o

alargando el fiel. Por esta razón, cuando Shelley dice:


Después llegó Fraud, y vestía,

como Eldon, una toga de armiño.


Expone su inteligibilidad sólo un grado menos que Frankau en Uno de nosotros, o

que el efímero maestro de esta Île des Diurnales. Eldon es para nosotros únicamente

un juez que incomodaba a Shelley. Uno de nosotros es un documento histórico de

mucho valor, dentro de su especie, pero lo que en él tiene más importancia es la

historia y lo que menos la literatura. Resulta difícil identificar las plañideras de

Adonais, aun cuando son inmortales. Shelley fue, preminentemente, el «Peregrino del

Sol»: debería recordarnos a Faetón.

No obstante, gran parte de las imperfecciones de Shelley son inseparables de su

suprema calidad técnica. Fue el primero en advertir el poder rítmico de la entonación

del inglés, de ver en él un arsenal de armas para las que se requiere fuerza y otras

para las que se precisa habilidad. Shakespeare, con todo su vigor retórico, nunca

comprendió las posibilidades que la forma pura podía desempeñar sobre las pasiones;

puso toda su fe en el sentido racional de las palabras por sí mismas. Samuel Butler

fraguó el ritmo de Hudibras con martillo, pero su golpear no varía. Algunos de los

contemporáneos de Shelley le allanaron el camino de introducir la medida libre; pero

ninguno de ellos, ni siquiera Byron, fue capaz de consumar el maridaje de la poesía

con la música. El resultado de esta alianza fije unir el poder intelectual y emocional

de las palabras y la acción directa de lo espiritual con casi el mismo vigor que los

tambores del occidente africano o el toro bramador de las Papúa lo hacen.

No es exagerado afirmar, así pues, que Shelley representa para la Época

Revolucionaria lo que Shakespeare para el Renacimiento. Creó, ciertamente, los

nuevos cielos y la nueva tierra de la lengua. La perfección de Keats, la sublimidad de

Blake, la sencillez de Wordsworth, el misterio de Coleridge, la independencia de

Byron son como plumas en la balanza si se comparan con el poder de Shelley. Para la

lengua, es la palabra que «estaba con Dios» y que «era Dios»; es el hábito más íntimo

del alma, su primera y más elemental expresión. La creación de una nueva lengua es

un acontecimiento extremadamente significativo en la historia de un planeta, tan

importante como la invención de la rueda o el descubrimiento de un principio

fundamental de la Naturaleza. La influencia de Shakespeare o de la Biblia no se debe

a sus contenidos, ni siquiera a su estilo, sino a haber brindado un nuevo instrumento

intelectual a los ingleses. No tenemos todavía la distancia necesaria como para

evaluar el efecto real del trabajo de Shelley. Nos sentimos propensos a la ilusión:

advertimos el triunfo de muchas de sus ideas y asociamos el fenómeno con su éxito.

La verdad yace a mayor profundidad. Algunas cuestiones como el ateísmo gozan de

una importancia transitoria: las corrientes de opinión varían con la luna del agasajo

popular, y, en menor grado, con el sol de la ilustración de las clases dominantes. Pero

la ventaja en el desarrollo de la laringe separa definitivamente al hombre del mono, y

el perfeccionamiento del arma del habla, realizado por Shelley, señala la diferencia

esencial que existe entre los siglos XVIII y XIX en Inglaterra. Este hecho es

ensombrecido, actualmente, por la prensa. El inglés está hundiéndose en el descrédito

y la impotencia. Pero este periodo de serrín mental y papel pronto pasará. A no ser

que Inglaterra sea destruida enteramente por el gusano que está royendo sus entrañas,

a no ser que las palabras de todos los grandes desde la caída de Roma se pudran por

el cáncer de la jerga sin sentido, la vulgaridad venal o las abominaciones extrañas, el

arma de Shelley atravesará los siglos y proporcionará espíritu para informar al

pensamiento con las virtudes de las sutiles cadencias, armonías y golpes de martillo.

Éste es, por encima de cualquier otro, el problema de hoy, ahora que las «sólidas

realidades» del materialismo están deshelándose y convirtiéndose en rocío. Va

haciéndose imposible escribir, con rigor, ciencia en prosa: las sutilidades de la

Naturaleza exigen un ritmo para responderse y para registrarse a sí mismas. Mediante

la Sabiduría, esto es, mediante la Palabra, Él creó los mundos; y el Mundo

Maravilloso de hoy ha sido creado por la Palabra de la Serpiente Alada, a quien los

hombres tomaron por Satán, aquel cuyo centenario celebramos bajo el seudónimo de

Percy Bysshe Shelley

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