Una virtud hay que quiero mucho, una sola. Se llama obstinación. Todas las
demás, sobre las que leemos en los libros y oímos hablar a los maestros, no me
interesan tanto. En el fondo se podría englobar todo ese sinfín de virtudes que ha
inventado el hombre en un solo nombre. Virtud es: obediencia. La cuestión es a quién
se obedece. La obstinación también es obediencia. Todas las demás virtudes, tan
apreciadas y ensalzadas, son obediencia a leyes dictadas por los hombres. Tan sólo la
obstinación no pregunta por esas leyes. El que es obstinado obedece a otra ley, a una
sola, absolutamente sagrada, a la ley que lleva en sí mismo, al «propio sentido».
¡Lástima que la obstinación sea tan poco apreciada! ¿Acaso goza de estima? ¡Oh,
no! Incluso se la considera un vicio o al menos un lamentable desmán. Sólo se la
designa por su hermoso nombre cuando molesta y suscita odio. (Por cierto que las
verdaderas virtudes siempre molestan y suscitan odio. Véase Sócrates, Jesús,
Giordano Bruno y todos los demás obstinados). Y cuando existe cierta voluntad de
admitir la obstinación como virtud, o al menos como un bello atributo, se mitiga en lo
posible su áspero nombre. «Carácter» o «personalidad» no suena tan desapacible y
vicioso como «obstinación». Tiene un tono más presentable, e incluso «originalidad»
se acepta en último extremo, claro que sólo referida a tipos raros a los que se tolera,
artistas y gente estrambótica. En el arte, donde la obstinación no puede infligir daños
considerables al capital y a la sociedad, se la tolera, incluso como originalidad; en el
artista es hasta deseable una pizca de obstinación; se paga bien. Pero, por lo demás,
en el lenguaje cotidiano entendemos por «carácter» o «personalidad» algo
extremadamente complejo, algo que existe y puede ser exhibido y decorado, pero que
en el momento decisivo se somete precavidamente a leyes extrañas. «Carácter» se
atribuye al hombre que posee algunas ideas y opiniones propias, pero que no vive
según ellas. De vez en cuando deja traslucir, aunque discretamente, que en efecto
piensa de otro modo, que tiene opiniones. En esta forma suave y sutil ya se considera
entre los mortales el carácter una virtud. Pero si un hombre tiene intuiciones propias y
vive realmente de acuerdo con ellas, pierde elogioso título de «carácter» y sólo se le
concede el de «obstinación». Pero analicemos literalmente la palabra. ¿Qué quiere
decir «obstinación»? Terquedad, tener un «propio sentido». ¿O no?
Todas las cosas del mundo tienen un «sentido propio». Cada piedra, cada brizna
de hierba, cada flor, cada arbusto y cada animal crece, vive, actúa y siente según su
«propio sentido», y en eso estriba el que el mundo sea bueno, variado y hermoso.
Que haya flores y frutos, encinas y abedules, caballos y gallinas, estaño y hierro, oro
y carbón, se debe única y exclusivamente a que todas las cosas del universo, hasta la
más pequeña, tienen su «sentido propio», llevan dentro su propia ley y la siguen
absolutamente seguras e imperturbables.
Existen sobre la tierra solamente dos pobres seres malditos, a los que no está
permitido seguir esa llamada eterna, y ser, crecer, vivir y morir como les ordena su
propio sentido innato.
Sólo el hombre y el animal domesticado por él están condenados a no seguir la
voz de la vida y del crecimiento y a someterse a unas leyes establecidas por el
hombre y, de vez en cuando, infligidas y modificadas también por él. Y lo más
curioso es que aquellos pocos que han desdeñado esas leyes arbitrarias para seguir las
suyas propias, las naturales, han sido siempre condenados y lapidados, aunque luego
fuesen venerados, precisamente ellos, como héroes y libertadores. La misma
Humanidad que ensalza y exige de los vivos, como suprema virtud, la obediencia a
sus leyes arbitrarias, esa misma Humanidad acoge en su eterno panteón a los que
desafiaron aquellas órdenes y prefirieron perder la vida a ser infieles a su «propio
sentido».
Lo «trágico», esa palabra maravillosamente sublime, mística y sagrada, llena de
los estremecimientos de la mítica juventud humana, que los reporteros profanan
irresponsablemente a diario, lo «trágico» no es otra cosa que el destino del héroe, que
sucumbe por seguir su propia estrella, en contra de las leyes tradicionales. Así y
únicamente así se le revela a la Humanidad una y otra vez su «propio sentido».
Porque el héroe trágico, el obstinado, enseña a los millones de seres mediocres y
cobardes que la desobediencia a las normas del hombre no es capricho brutal, sino
lealtad a una ley mucho más alta, más sagrada. O digámoslo así: el instinto gregario
del hombre exige de cada cual ante todo adaptación y subordinación, pero sus más
altos honores no se los reserva en absoluto a los sufridos, pusilánimes y dóciles, sino
precisamente a los obstinados, a los héroes.
Así como los reporteros abusan del idioma cuando califican de «trágico»
cualquier accidente de trabajo en una fábrica (término que para estos estúpidos es
sinónimo de «lamentable»), la moda no es menos impropia cuando habla de la
«muerte heroica» de los pobres soldados masacrados. Ése es uno de los términos
favoritos de los sentimentales, sobre todo de los que se quedan en casa. Los soldados
que caen en la guerra merecen sin duda nuestra más profunda compasión.
Generalmente han hecho y sufrido lo indecible y a la postre han pagado con su vida.
Pero no por eso son héroes, tampoco aquél que, siendo hace un momento soldado
raso y maltratado por el oficial como si fuera un perro, se convierte de repente,
gracias a la bala mortífera, en héroe. La idea de masas enteras, de millones de
«héroes», es en sí absurda.
El «héroe» no es el ciudadano obediente, apacible y cumplidor. Heroico sólo
puede ser el individuo que ha erigido su «propio sentido», su noble y natural
obstinación, en su destino. «Destino y espíritu son nombres de un mismo concepto»,
dijo Novalis, uno de los poetas alemanes más profundos y desconocidos. Pero el
héroe es el único que tiene valor para asumir su destino.
Si la mayoría de los hombres tuviesen ese valor y esa obstinación, el mundo sería
otro. Nuestros maestros a sueldo (los mismos que nos ensalzan tanto a los héroes y
obstinado de tiempos pretéritos) suelen decir que entonces iría todo manga por
hombro; pruebas de ello no tienen ni las necesitan. En realidad, la vida entre hombres
que siguieran independientes su propia ley y su propio sentido florecería con más
riqueza y altura. Quizá en ese mundo quedaría más de un insulto y más de una
bofetada precipitada que hoy entretienen a honorables jueces del Estado. De vez en
cuando habría también un homicidio, pero ¿acaso no lo hay hoy, a pesar de todas las
leyes y castigos? Sin embargo, muchas de las cosas terribles, inconcebiblemente
tristes y demenciales que vemos proliferar con espanto en medio de nuestro ordenado
mundo serían entonces desconocidas e imposibles. Por ejemplo, las guerras entre las
naciones.
Ya oigo decir a las autoridades: «Tú predicas la revolución».
Otro error, posible sólo entre personas de rebaño. Yo predico la obstinación, no la
subversión. ¿Cómo iba a desear la revolución? La revolución no es otra cosa que la
guerra, es, igual que ella, «la continuación de la política con otros medios». El
hombre que ha encontrado el valor de ser él mismo y ha oído la voz de su propio
destino no tiene ya el más mínimo interés en la política, ya sea monárquica o
democrática, revolucionaria o conservadora. Le preocupan otras cosas. Su «sentido
propio», como el profundo, grandioso y divino sentido propio de cada brizna de
hierba, está dirigido hacia su propio desarrollo y nada más. «Egoísmo», si se quiere.
¡Mas este egoísmo es totalmente distinto del despreciable egoísmo del usurero o del
ansioso de poder!
El hombre que posee el obstinado «sentido propio», al que yo me refiero, no
busca ni dinero ni poder. No los desdeña porque sea un dechado de virtud o un
altruista resignado. ¡Todo lo contrario! El dinero y el poder y todas esas cosas por la
que los hombres se torturan mutuamente y acaban por matarse a tiros tienen poco
valor para quien se ha encontrado a sí mismo, para el obstinado. Éste sólo valora una
cosa: la misteriosa fuerza en su interior, que le ordena vivir y le ayuda a crecer. El
dinero y similares no conservan, potencian ni ahondan esa fuerza. Pues dinero y
poder son inventos de la desconfianza. El que desconfía de la fuerza vital en su
interior, el que carece de ella, tienen que compensarla con sucedáneos como el
dinero. Para quien confía en sí mismo, para quien no desea otra cosa que vivir puro y
libre su destino y dejarlo vibrar en su interior, esos medios auxiliares, desmesurados y
pagados siempre con exceso, se reducen a instrumentos subordinados, de uso y
posesión agradables, pero jamás decisivos.
¡Oh, cómo amo de esa virtud, la obstinación! Cuando la hemos reconocido y
hallado algo de ella en nosotros, todas las virtudes recomendadas resultan
curiosamente dudosas.
El patriotismo es una de ellas. No tengo nada en contra de él. En lugar del
individuo postula un complejo mayor. Pero verdaderamente como virtud sólo es
apreciado cuando empiezan los tiros, ese medio tan ingenuo y ridículamente ineficaz
de «continuar la política». Generalmente se considera al soldado que mata enemigos
más patriota que al campesino que cultiva su tierra con esmero. Porque éste obtiene
una ventaja. ¡Y nuestra extraña moral considera siempre dudosa una virtud que
beneficia y aprovecha a su dueño!
Pero ¿por qué? Porque estamos acostumbrados a acumular ventajas a costa de
otros. Porque, llenos de desconfianza, creemos tener que desear siempre lo que otro
posee.
El cacique de una tribu salvaje cree que la fuerza vital de los enemigos matados
pasa a su persona. ¿No se basan en esta pobre creencia la guerra, la competencia, la
desconfianza entre los seres humanos? ¡Sin duda seríamos más felices si
equiparáramos el honrado campesino al soldado! Si abandonáramos la superstición
de que toda la vida o alegría de vivir que gana una persona o un pueblo, tiene que ser
necesariamente arrebatada a otro.
Ahora oigo la voz del profesor: «Todo esto suena muy bien, pero por favor
contemple el asunto objetivamente desde el punto de vista económico. ¡La
producción mundial es…!».
A lo que yo contesto: «No, gracias. El punto de vista económico no es en absoluto
objetivo, es como un par de anteojos por los que se puede mirar con muy diversos
resultados. Por ejemplo, antes de la guerra se demostraba desde el punto de vista
económico que una guerra podía durar mucho. Hoy podemos demostrar, también
económicamente, lo contrario. Por favor, ¡permitidnos pensar de una vez en
realidades en lugar de esas fantasías!».
De nada valen esos «puntos de vista», llámense como se quiera, aunque vengan
respaldados por los profesores más gordos del mundo. Son falacias. Ni somos
máquinas calculadoras ni ningún otro mecanismo. Somos hombres. Y para los
hombres existe únicamente un punto de vista natural, una sola medida natural, la del
obstinado. Para éste no existen ni el destino del Capitalismo, ni el destino del
Socialismo, ni Inglaterra ni América; para él no existe nada más que la ley silenciosa
y tenaz que late en su pecho, que resulta tan penosa al hombre cómodo y tradicional,
pero que significa destino de Dios para el obstinado.
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