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Foto del escritorAmenhotep VII

observaciones acerca de la última cena - Johann Wolfgang von Goethe



LA CENA


Consideremos ahora el objeto particular de nuestra atención, La última Cena

de nuestro Señor, que está pintado sobre una pared del Convento delle Grazie de

Milán. Si el lector tiene la posibilidad de tener ante sus ojos el grabado

de Morghen podrá entender nuestras afirmaciones, tanto las referidas al conjunto

como a los detalles.



En primera instancia se debe considerar el lugar donde se pintó, pues aquí se

manifiesta plenamente el talento del artista. Es difícil concebir un motivo más

apropiado y noble para un refectorio que una cena de despedida a la que todo el

mundo acabaría considerando santa.

En nuestros viajes vimos el refectorio hace ya algunos años, cuando todavía no

estaba destruido. Frente a la entrada y al fondo, en la parte estrecha de la sala, estaba

la mesa del prior, a ambos lados las mesas de los frailes, elevadas, al igual que la del

prior, un escalón por encima del nivel del suelo, y entonces, cuando el visitante se

volvía, veía en la cuarta pared, sobre una puerta no muy alta, una cuarta mesa a la que

estaban sentados Cristo y sus discípulos como si formaran parte de la compañía. A la

hora de la comida debía resultar interesante ver las mesas del prior y de Cristo en

oposición mutua y, encerrados entre ambas, a los frailes comiendo. Por esta razón fue

un acierto del pintor tomar como modelo las mesas de los frailes y tampoco hay duda

de que el mantel con sus pliegues, las rayas de su estampado, y sus extremos

abotonados procedían de la lavandería del convento. Las fuentes, los platos, los vasos

y demás vajilla eran probablemente copia de los que utilizaban los frailes.

Por eso no era el propósito aquí el acercamiento a unas vestimentas antiguas y no

del todo. En este lugar hubiera sido inapropiado que la santa compañía hubiera estado

sobre almohadones. No. Había que acercarla al presente. Cristo tenía que celebrar su

Cena junto a los dominicos de Milán.

También en otros aspectos la imagen debía producir un gran efecto. Las trece

figuras estaban a una altura de diez pies sobre el nivel del suelo, superando en medio

cuerpo el tamaño natural y ocupando veintiocho pies de longitud según la medida

parisina. Sólo dos de ellas se ven de cuerpo entero en los extremos opuestos de la

mesa, las otras son figuras de medio cuerpo, pero también aquí el artista sabe hacer

de la necesidad virtud. Toda expresión moral se refleja sólo en la parte superior del

cuerpo, en este caso los pies sobran. Aquí el artista produce once figuras cuyos

regazos y rodillas están cubiertos por la mesa y el mantel y los pies que están debajo

apenas deben ser visibles a una tenue luz.

Pero ahora trasladémonos al lugar, piénsese en la decorosa calma externa que

reina en el refectorio monacal, entonces admiraremos al artista que supo cómo

inspirarle a esta obra una poderosa emoción y una vida activa, y, al mismo tiempo

que aproximó lo más posible la obra a la naturaleza, la puso en contraste con la más

cercana de las realidades.

El estímulo que emplea el artista para que se agite en la mesa la santa y tranquila

compañía son las palabras del Maestro: “Uno de vosotros me entregará”. Las palabras

han sido proferidas y toda la compañía está desolada, pero Él tiene la cabeza

inclinada y la mirada hundida, la actitud, el movimiento de los brazos, de las manos,

todo parece repetir con celestial resignación las tristes palabras que el silencio mismo

refuerza: “En verdad os digo que uno de vosotros me entregará”.

Antes de continuar debemos analizar otro gran medio por el que Leonardo le da

vida a su pintura: el movimiento de las manos. Éste sólo puede ser percibido por un

italiano. En su nación todo el cuerpo tiene vida: todas sus partes participan en la

expresión de los sentimientos, de la pasión, del pensamiento. Por medio de diversas

posiciones y movimientos de las manos el italiano da a entender frases como: “¡A mí

que me importa!”, “Vamos, hombre”, “Éste es un picaro, cuidado con él”, “Ya no

vivirá mucho”, “Ahí está”, “El que oiga que me atienda”.

Tal peculiaridad nacional tenía que atraer el interés del estudioso Leonardo que

era extremadamente sensible a todo lo característico. En este aspecto esta pintura es

única y nunca se le prestará suficiente atención. Cada gesto de la cara está

perfectamente armonizado con cada movimiento del cuerpo, al mismo tiempo es

fácilmente visible un admirable contraste entre la contención y la agitación de todos

los miembros.

Las figuras a ambos lados del Señor deben ser contempladas de tres en tres y en

conjunto, y así aparecerán como unidades que guardan cierta relación con las más

cercanas. Junto a Cristo y a su derecha están Juan, Judas y Pedro.

Pedro, el más lejano, conforme a su vehemente carácter, se levanta rápidamente y

se sitúa detrás de Judas. Éste, aterrado y mirando hacia arriba, se apoya en la mesa y

aprieta fuertemente con la mano derecha su bolsa de monedas. Mientras, con la

izquierda, hace un movimiento involuntario como si quisiera decir “¿qué significa

esto?, ¿qué va a pasar?”. Entretanto Pedro posa su mano izquierda en el hombro

derecho de Juan que está apoyado sobre él y señalando a Cristo parece decirle al

discípulo amado que le pregunte quién es el traidor. De manera involuntaria apoya el

mango de un cuchillo en las costillas de Judas lo que provoca, con un efecto artístico

muy afortunado, el brusco movimiento de Judas hacia delante que incluso hace que

caiga un salero. Este grupo puede ser considerado como el primero que se concibió

para la pintura. Es el más perfecto.

Mientras que a la derecha parece ser tratado con cierto grado de emoción la

venganza inmediata, a la izquierda parece quedar de manifiesto la más viva

repugnancia y el rechazo de la traición. Santiago el mayor se echa hacia atrás, abre

los brazos, se queda inmóvil, con la cabeza inclinada, como alguien que ya ve con los

ojos la monstruosidad que sus oídos han escuchado. A Tomás se le ve por detrás de su

hombro y avanzando hacia el Salvador eleva el índice de la mano derecha en

dirección a su frente. Felipe, el tercero del grupo, completa éste de forma

encantadora. Se ha levantado, se ha inclinado hacia el maestro, y pone la mano sobre

su pecho como si dijera con claridad: “Señor, yo no soy. Tú lo sabes. Tú ves la pureza

de mi corazón. Yo no soy”.

Y ahora las tres últimas figuras de este lado nos ofrecen materia para la

contemplación. Discuten sobre la horrible nueva escuchada. Con un movimiento

brusco, Mateo vuelve la cara hacia sus dos compañeros y con rapidez extiende las

manos hacia el Maestro y así, con este admirable procedimiento artístico, une su

grupo al anterior. Tadeo muestra la sorpresa, la duda y el recelo más vivos, ha posado

la mano izquierda abierta sobre la mesa y ha elevado la derecha de forma tal que

pareciera estar a punto de golpear con el dorso de ésta en la izquierda. Este

movimiento se ve a veces en la vida cotidiana cuando ante un suceso inesperado un

hombre dice: “No ves cómo lo había dicho”, “Ya me lo temía”. Simón está sentado

con gran dignidad a un extremo de la mesa, por ello vemos su figura completa. Él, el

más viejo de todos, está vestido con una rica túnica, su cara y sus gestos muestran

que está afectado y pensativo, no agitado ni atemorizado.

Si llevamos la vista hasta el extremo opuesto de la mesa, vemos a Bartolomé

sobre su pie derecho. Tiene el izquierdo plegado, su cuerpo está inclinado hacia

delante y las manos sobre la mesa le sirven de apoyo. Está atento como si quisiera oír

lo que el Señor le va a decir a Juan, pues, en definitiva, de este lado de la mesa

parecen partir todas las incitaciones al discípulo predilecto. Santiago el menor, que

está junto a Bartolomé pero detrás de él, apoya la mano izquierda sobre el hombro de

Pedro, como Pedro sobre el hombro de Juan, pero mientras que Santiago lo hace con

dulzura sólo pidiendo información, Pedro ya amenaza con la venganza.

Y al igual que lo hiciera Pedro detrás de Judas, Santiago el menor extiende sus

manos detrás de Andrés. Éste, una de las figuras más importantes, tiene los brazos

parcialmente levantados y las palmas de las manos extendidas, como viva expresión

de sorpresa. Esta expresión sólo aparece una vez en el cuadro, mientras que es

desafortunadamente repetida en muchas otras pinturas compuestas con menos ingenio

y reflexión.



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