LA CENA
Consideremos ahora el objeto particular de nuestra atención, La última Cena
de nuestro Señor, que está pintado sobre una pared del Convento delle Grazie de
Milán. Si el lector tiene la posibilidad de tener ante sus ojos el grabado
de Morghen podrá entender nuestras afirmaciones, tanto las referidas al conjunto
como a los detalles.
En primera instancia se debe considerar el lugar donde se pintó, pues aquí se
manifiesta plenamente el talento del artista. Es difícil concebir un motivo más
apropiado y noble para un refectorio que una cena de despedida a la que todo el
mundo acabaría considerando santa.
En nuestros viajes vimos el refectorio hace ya algunos años, cuando todavía no
estaba destruido. Frente a la entrada y al fondo, en la parte estrecha de la sala, estaba
la mesa del prior, a ambos lados las mesas de los frailes, elevadas, al igual que la del
prior, un escalón por encima del nivel del suelo, y entonces, cuando el visitante se
volvía, veía en la cuarta pared, sobre una puerta no muy alta, una cuarta mesa a la que
estaban sentados Cristo y sus discípulos como si formaran parte de la compañía. A la
hora de la comida debía resultar interesante ver las mesas del prior y de Cristo en
oposición mutua y, encerrados entre ambas, a los frailes comiendo. Por esta razón fue
un acierto del pintor tomar como modelo las mesas de los frailes y tampoco hay duda
de que el mantel con sus pliegues, las rayas de su estampado, y sus extremos
abotonados procedían de la lavandería del convento. Las fuentes, los platos, los vasos
y demás vajilla eran probablemente copia de los que utilizaban los frailes.
Por eso no era el propósito aquí el acercamiento a unas vestimentas antiguas y no
del todo. En este lugar hubiera sido inapropiado que la santa compañía hubiera estado
sobre almohadones. No. Había que acercarla al presente. Cristo tenía que celebrar su
Cena junto a los dominicos de Milán.
También en otros aspectos la imagen debía producir un gran efecto. Las trece
figuras estaban a una altura de diez pies sobre el nivel del suelo, superando en medio
cuerpo el tamaño natural y ocupando veintiocho pies de longitud según la medida
parisina. Sólo dos de ellas se ven de cuerpo entero en los extremos opuestos de la
mesa, las otras son figuras de medio cuerpo, pero también aquí el artista sabe hacer
de la necesidad virtud. Toda expresión moral se refleja sólo en la parte superior del
cuerpo, en este caso los pies sobran. Aquí el artista produce once figuras cuyos
regazos y rodillas están cubiertos por la mesa y el mantel y los pies que están debajo
apenas deben ser visibles a una tenue luz.
Pero ahora trasladémonos al lugar, piénsese en la decorosa calma externa que
reina en el refectorio monacal, entonces admiraremos al artista que supo cómo
inspirarle a esta obra una poderosa emoción y una vida activa, y, al mismo tiempo
que aproximó lo más posible la obra a la naturaleza, la puso en contraste con la más
cercana de las realidades.
El estímulo que emplea el artista para que se agite en la mesa la santa y tranquila
compañía son las palabras del Maestro: “Uno de vosotros me entregará”. Las palabras
han sido proferidas y toda la compañía está desolada, pero Él tiene la cabeza
inclinada y la mirada hundida, la actitud, el movimiento de los brazos, de las manos,
todo parece repetir con celestial resignación las tristes palabras que el silencio mismo
refuerza: “En verdad os digo que uno de vosotros me entregará”.
Antes de continuar debemos analizar otro gran medio por el que Leonardo le da
vida a su pintura: el movimiento de las manos. Éste sólo puede ser percibido por un
italiano. En su nación todo el cuerpo tiene vida: todas sus partes participan en la
expresión de los sentimientos, de la pasión, del pensamiento. Por medio de diversas
posiciones y movimientos de las manos el italiano da a entender frases como: “¡A mí
que me importa!”, “Vamos, hombre”, “Éste es un picaro, cuidado con él”, “Ya no
vivirá mucho”, “Ahí está”, “El que oiga que me atienda”.
Tal peculiaridad nacional tenía que atraer el interés del estudioso Leonardo que
era extremadamente sensible a todo lo característico. En este aspecto esta pintura es
única y nunca se le prestará suficiente atención. Cada gesto de la cara está
perfectamente armonizado con cada movimiento del cuerpo, al mismo tiempo es
fácilmente visible un admirable contraste entre la contención y la agitación de todos
los miembros.
Las figuras a ambos lados del Señor deben ser contempladas de tres en tres y en
conjunto, y así aparecerán como unidades que guardan cierta relación con las más
cercanas. Junto a Cristo y a su derecha están Juan, Judas y Pedro.
Pedro, el más lejano, conforme a su vehemente carácter, se levanta rápidamente y
se sitúa detrás de Judas. Éste, aterrado y mirando hacia arriba, se apoya en la mesa y
aprieta fuertemente con la mano derecha su bolsa de monedas. Mientras, con la
izquierda, hace un movimiento involuntario como si quisiera decir “¿qué significa
esto?, ¿qué va a pasar?”. Entretanto Pedro posa su mano izquierda en el hombro
derecho de Juan que está apoyado sobre él y señalando a Cristo parece decirle al
discípulo amado que le pregunte quién es el traidor. De manera involuntaria apoya el
mango de un cuchillo en las costillas de Judas lo que provoca, con un efecto artístico
muy afortunado, el brusco movimiento de Judas hacia delante que incluso hace que
caiga un salero. Este grupo puede ser considerado como el primero que se concibió
para la pintura. Es el más perfecto.
Mientras que a la derecha parece ser tratado con cierto grado de emoción la
venganza inmediata, a la izquierda parece quedar de manifiesto la más viva
repugnancia y el rechazo de la traición. Santiago el mayor se echa hacia atrás, abre
los brazos, se queda inmóvil, con la cabeza inclinada, como alguien que ya ve con los
ojos la monstruosidad que sus oídos han escuchado. A Tomás se le ve por detrás de su
hombro y avanzando hacia el Salvador eleva el índice de la mano derecha en
dirección a su frente. Felipe, el tercero del grupo, completa éste de forma
encantadora. Se ha levantado, se ha inclinado hacia el maestro, y pone la mano sobre
su pecho como si dijera con claridad: “Señor, yo no soy. Tú lo sabes. Tú ves la pureza
de mi corazón. Yo no soy”.
Y ahora las tres últimas figuras de este lado nos ofrecen materia para la
contemplación. Discuten sobre la horrible nueva escuchada. Con un movimiento
brusco, Mateo vuelve la cara hacia sus dos compañeros y con rapidez extiende las
manos hacia el Maestro y así, con este admirable procedimiento artístico, une su
grupo al anterior. Tadeo muestra la sorpresa, la duda y el recelo más vivos, ha posado
la mano izquierda abierta sobre la mesa y ha elevado la derecha de forma tal que
pareciera estar a punto de golpear con el dorso de ésta en la izquierda. Este
movimiento se ve a veces en la vida cotidiana cuando ante un suceso inesperado un
hombre dice: “No ves cómo lo había dicho”, “Ya me lo temía”. Simón está sentado
con gran dignidad a un extremo de la mesa, por ello vemos su figura completa. Él, el
más viejo de todos, está vestido con una rica túnica, su cara y sus gestos muestran
que está afectado y pensativo, no agitado ni atemorizado.
Si llevamos la vista hasta el extremo opuesto de la mesa, vemos a Bartolomé
sobre su pie derecho. Tiene el izquierdo plegado, su cuerpo está inclinado hacia
delante y las manos sobre la mesa le sirven de apoyo. Está atento como si quisiera oír
lo que el Señor le va a decir a Juan, pues, en definitiva, de este lado de la mesa
parecen partir todas las incitaciones al discípulo predilecto. Santiago el menor, que
está junto a Bartolomé pero detrás de él, apoya la mano izquierda sobre el hombro de
Pedro, como Pedro sobre el hombro de Juan, pero mientras que Santiago lo hace con
dulzura sólo pidiendo información, Pedro ya amenaza con la venganza.
Y al igual que lo hiciera Pedro detrás de Judas, Santiago el menor extiende sus
manos detrás de Andrés. Éste, una de las figuras más importantes, tiene los brazos
parcialmente levantados y las palmas de las manos extendidas, como viva expresión
de sorpresa. Esta expresión sólo aparece una vez en el cuadro, mientras que es
desafortunadamente repetida en muchas otras pinturas compuestas con menos ingenio
y reflexión.
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