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Foto del escritorAmenhotep VII

NUESTRO LIBRO DE CADA DÍA - josé saramago



Los libros son caros. Pero se puede también decir que los libros no son caros. Se

puede decir que lo único caro del mundo son los libros. Todo lo demás es baratísimo.

Los zapatos son baratos; la vivienda es barata; la barra de labios es muy barata. Todo

barato. Sólo son caros los libros. Quienes critican normalmente son los que no leen.

Y además encuentran en esta supuesta razón el argumento para decir que no leen. Sí,

los libros son caros. Pero es que todo es caro. Y ¿por qué tienen los pobres libros que

sufrir todos los días la monserga de que son caros? La verdad es que los libros no

nacen, no caen del cielo como la lluvia. Se hacen. Se componen de papel, tinta, la

sensibilidad de su autor, la competencia técnica del tipógrafo —si es que aún se llama

así—, necesitan de un distribuidor, una librería. Y cualquiera de ellos ha de ganarse

su salario. En este proceso sucesivo parece que todos tienen que estar bien pagados

menos los que en primer lugar hacen los libros, o sea, los autores. Ésos no. Los

autores deben vivir como misioneros del libro: sin comer, sin casa, sin caprichos, así

los libros serán baratos. Pues bien, si los libros han de ser baratos y no lo son, ¿qué

haremos?


Vamos a acabar de una vez por todas con esta fábula, aunque sea una fábula muy

cierta, de que el libro es caro. La verdad es que quien dice que el libro es caro no dice

que un coche es caro. Si uno no tiene dinero para comprarse un coche, va al banco

para pedir un préstamo. Tampoco se dice que es cara la entrada para un concierto de

rock. El libro cuesta lo que cuesta. Quizá pudiera ser un poco más barato. Quizá los

distribuidores podrían decir, «Vamos a ganar un poco menos de dinero; vamos a

racionalizar la distribución; vamos a hacer todo lo que sea posible para que el libro

salga más barato». Incluso podría decirse, «¿Y por qué, en lugar de una tirada de tres

o cuatro mil, no hacemos una de treinta o cincuenta mil ejemplares?». Cuantos más,

más baratos. A fin de cuentas el precio lo deciden los lectores. El editor tiene su

almacén, los libros entran y los libros salen, pero puede llegar un momento en el que

los libros entren y no salgan. Y como cualquier empresa, la industria editorial ha de

tener una rentabilidad. El destinatario de este negocio es el lector, los lectores, ¿dónde

están los lectores? ¿Son muchos? ¿Son pocos? ¿Son bastantes?


Les voy a exponer una teoría que tengo sobre la lectura que no es muy popular,

incluso podría decirse que no es políticamente correcta. Y es que la lectura no es

obligatoria. Leer no es obligatorio. Puedo preguntarle a un chico, «Mira, ¿y tú por

qué no lees?, ¿no te gusta leer?». Y él podrá decir, «No, no me gusta». Y yo le diré,

«¿No te das cuenta de lo que te estás perdiendo?». Pero imaginemos que ese chico es

un buceador y que me contesta, «¿Y usted no se da cuenta de lo que se está perdiendo

por no bucear?». Y tiene razón. ¿Quiere esto decir que no debamos leer? No, no

quiero decir eso. Lo que quiero decir es que no vale la pena que se inventen excusas,

explicaciones, para algo que está muy claro desde que existe el libro. La lectura no es

ninguna obligación. La lectura es una devoción, es una pasión, es un amor.

Cuando un lector no tiene medios para comprar un libro, ¿adónde puede ir? A una

biblioteca. Ocurre con los libros algo que no sucede con los coches. Cuando quieres

tener un coche, tienes que comprarlo, pero si quieres leer un libro, no necesitas

comprarlo, luego la excusa de que el libro es caro no sirve. Claro, hay que ir a la

biblioteca, hay que tener el suficiente tiempo disponible para ir a la biblioteca. Pero

eso se puede remediar. No se necesita ir a la biblioteca todos los días. Acaso una vez

a la semana, cada dos semanas, uno va y se lleva a casa los libros que quiera. Por

tanto, quien quiere leer, lee.


Están también las librerías «de viejo», donde se pueden comprar libros

extraordinarios por poco dinero. Por lo menos la mitad de mis libros fueron

comprados en librerías «de viejo». Recomiendo que experimenten el placer que

produce entrar en una de esas librerías, el olor del libro viejo, del papel amarillo, del

polvo del tiempo… Y descubrir lo que se estaba buscando hace años y años. Un libro

agotado del siglo XIX o del siglo XVIII, un autor que es sólo una manía nuestra, al que

queremos y deseamos y al final encontramos, incluso en un libro nuevo el olor es una

alegría relacionada con la sensualidad, con la sensibilidad del lector.


¿Se está haciendo todo lo que se puede para promocionar la lectura? Eso es otra

cosa. El problema empieza en la escuela. Detengámonos para reflexionar sobre unas

cuantas cuestiones. ¿La escuela enseña a amar el libro? Es bastante dudoso. ¿La

escuela enseña a entender lo que está en un libro? Creo que no. El problema de la

masificación de la enseñanza ha creado muchas dificultades, añadidas a la tarea ya

complicada en sí misma de enseñar. Pero no es de la masificación de la enseñanza de

lo que pretendo hablar sino de la evidencia de que el libro existe y el lector también.

¿Cómo se pueden acercar el uno al otro? Yo creo que la escuela tiene una importancia

fundamental. Es necesario que los profesores sepan valorar el libro. Pero no sólo el

libro que resulta necesario para enseñar las matemáticas, la geografía o la historia.

Hay otros libros. Hagamos aquí un inciso: cuando hablamos de libros no podemos

olvidar que hay unos que merecen ser leídos y otros que quizá no. Puede que estemos

hablando de libros que no son los que a nosotros nos gustaría que fuesen los más

leídos. ¿Cuál es el libro que merece la pena ser leído y cuál no? Ésta es una cuestión

que no tiene respuesta. Cada uno recurre a lo que le gusta, y cada uno establece su

criterio, que se irá modificando según evolucione su formación, si es que dedica

tiempo y esfuerzo a esta actividad, que es también una actividad creadora. Es

precisamente esto lo que me hace dudar de las bienintencionadas campañas de

promoción del libro. Creo que se gasta mucho dinero y esfuerzo aquí y en todo el

mundo en actuaciones dudosamente eficaces. Me gustaría saber cuáles han sido los

resultados concretos de cualquier campaña en favor de la lectura. Sospecho —y me

inquieta mucho pensarlo— que, en el fondo, lo que cuenta es la campaña en sí, hacer

la campaña. Importa menos el resultado. El lector ha pertenecido siempre a una

minoría. Nosotros, los que leemos, somos una minoría. Que esa minoría deba

ensancharse, estupendo. Para ello hay que crear una conciencia de lector. Y eso se

puede hacer de distintas formas.


¿Por qué los lectores de un libro que se conocen y viven más o menos cerca no se

reúnen para hablar de ese libro después de haberlo leído? ¿Por qué tiene la lectura

que ser siempre una actividad solitaria? ¿Por qué no un intercambio entre lectores y

libros? ¿Por qué no hablar de un libro que se acaba de publicar o de un libro que

forma parte de nuestra cultura y de nuestra educación sentimental? Esto sería

fomentar de verdad la lectura en el lector mismo, en lugar de caer en la ambición

quizá desmedida de poner a todo el mundo a leer. Se puede hacer de la lectura algo

distinto a un placer solitario, que lo es también, y en primera instancia. No propongo

un sistema colectivista sino la acción dinámica que supone el intercambio de ideas u

opiniones sobre el libro. Porque el libro es algo más que un objeto que se coloca en la

estantería para no volver a él, resulta que el libro es una plataforma de comunicación

entre personas, de modo que pregunto, ¿por qué no organizan las librerías que

disponen de sitio encuentros de lectores? No se necesitan escritores o quizás sí, si es

que están por allí cerca y se les puede invitar. «Mire, ¿a usted no le importaría

encontrarse con algunos lectores?». Pero no es fundamental. Lo importante sería que

los lectores que son clientes de una librería se reúnan para charlar. Un libro no es algo

que deba avergonzarnos; entrar en una librería y comprar debe de ser lo más normal.

Creo que se pueden encontrar fórmulas atractivas para hacer del libro, de ese objeto y

de ese continente, una plataforma de comunicación entre el yo y el otro.

Es verdad que entre los lectores ocurre algo mágico —y no volveré a usar el

plural lectores, sino lector, porque cada lector es diferente, porque nadie es plural—.

En el espíritu de un chico o una chica de pronto nace sencillamente el gusto por leer.

Y no se sabe por qué. Nadie puede saberlo. Puede haber nacido en una familia que no

sabe leer. Puede no tener en casa un solo libro. Y aún así le gusta leer. ¿Dónde está el

secreto de ese chico o esa chica? Lo que pretendo decir es que hay personas para cada

libro. Incluso antes de conocer el contenido de un libro, ese libro es ya importante

para determinadas personas.

Ésta es, a mi juicio, la pregunta, ¿qué es el libro? Pues el libro es un lugar donde

vamos a encontrar, sobre todo, una sensibilidad. Vamos a encontrar una visión de la

vida, una percepción de lo que es nuestro destino —vivir—, de nuestra relación con

los demás, la explicación de un sentimiento, o el enunciado de una teoría que pasa

por la sensibilidad y la formación del autor y que será recibida de distinta manera por

cada lector. Vamos a encontrar eso y algo más.

Al contrario de lo que se cree, la primera lectura de un libro no lo agota. Una de

las equivocaciones más graves en las que podemos incurrir es decir, «Ya lo he leído,

ya está». Pero ¿cómo que ya está? ¿Cómo que ya lo he leído? Esto es lo mismo que

entrar en una casa, pasar de una habitación a otra, salir luego por la puerta y decir,

«Ya conozco esta casa». No, se necesita vivir en ella, por lo menos pasar más tiempo

dentro de su espacio para descubrir los detalles que le confieren singularidad. Un

libro es igual que una casa, nueva en cada mirada, un libro es un continente. En el

Corán se promete a los creyentes que cuando lleguen al Paraíso se van a encontrar

con las huríes. Esas mujeres serán siempre vírgenes porque la magia del Paraíso hace

que si pierden la virginidad, la recuperan inmediatamente. Significa esto que el

creyente en el Paraíso de Alá siempre encuentra vírgenes… Bien, sirva esta broma

para decir que el libro, después de ser leído, es algo que se reorganiza, que se

reconstituye, que recupera lo que podemos llamar la virginidad de la palabra. Y lo

más hermoso de todo es que cada vez que volvemos al libro lo encontramos intacto.

El libro está intacto, ofrecido a una nueva lectura, es decir, a un nuevo

descubrimiento, como si fuera un continente. Porque se puede entrar por una parte o

por otra, ir más despacio o más deprisa. Podemos recorrerlo de distinta forma, se

puede ir de desierto en desierto, de lago en lago, de río en río. Todos ésos son los

descubrimientos posibles de un libro. Un libro no se agota nunca. Incluso el peor de

los libros no se agota. Y es que las palabras que a veces malgastamos, las que

decimos sin darnos cuenta de lo que ellas son, de lo que ellas dicen, de lo que ellas

hablan, en el libro, siempre nos están esperando. Esperan la lectura, la mirada,

esperan que las descifremos, esperan sobre todo que las digamos. La palabra no es

palabra mientras no se pronuncia. La palabra que está escrita es una sombra. Pero

cuando la decimos es una sombra que se levanta, se presenta y se nos pone delante.

La palabra más insignificante, la palabra que parece que no cuenta, la de todos los

días, es como un pequeño tesoro. Y, en consecuencia, el libro es el lugar más rico que

hay, aunque sepamos que no se puede pagar la factura de los restaurantes con un

libro. Es impensable que yo diga, «Mire usted, estoy sin dinero y, si a usted no le

importa, tengo aquí un libro que le voy a regalar con mi dedicatoria», y que se me

responda, «Quédese usted tranquilo, y mañana puede volver a cenar otra vez».


Bromas aparte, pensemos ahora en la materia que encierran los libros. Todos y

cada uno de nosotros, ¿de qué podemos hablar más y mejor si no de nosotros

mismos? Antes me he referido a ese chico o esa chica que viven en una casa humilde

donde no hay libros… Ya saben. Pues eso me ocurrió a mí. En mi casa no había

libros. Mi madre era analfabeta y analfabeta fue hasta que murió. Mi padre sí sabía

leer y escribir algo, pero en mi familia, mis tíos, mis abuelos, todos eran analfabetos.

Y si no había un libro en mi casa, ¿cómo empecé yo a leer? Libros míos, comprados

con mi dinero —y ni siquiera eso porque me los prestaron—, los tuve a los dieciocho

años. Y miren que no soy excepcional. Soy un caso entre miles. Personas con

curiosidad intelectual, niños, jóvenes para quienes el libro es un reclamo, no saben lo

que hay dentro, pero intuyen que todo está allí como una propuesta, como una

invitación, «¡Conóceme! ¡Conóceme!». Es igual que en la relación entre las personas.

El otro, que es el libro, está diciéndome: «¡Conóceme! Tengo mucho para darte». Y si

un libro no te da nada, otro sí te dará. Eso es seguro.

Hay un momento que es verdaderamente extraordinario en la lectura: cuando uno

la interrumpe. Cuando uno está leyendo tiene el libro con las hojas abiertas, pero de

pronto levanta la vista del libro y mira adelante. Se suspende la lectura, algo ha

ocurrido, algo mágico: es como si la lectura quisiera transportar al lector a otro

universo. Y es que el lector, al levantar la mirada, se está mirando a sí mismo. Eso es

lo que ocurre en la relación entre el lector y el libro, es el estado de gracia que

propicia la lectura.

Por supuesto que no quiero idealizar el acto de leer, pero la verdad es que es la

vida la que nos empuja a leer, leemos porque vivimos, de alguna manera vivimos

porque leemos. En el fondo, igual que el mundo necesita que lo vivamos en todos sus

acontecimientos, la lectura requiere ser vivida. Es decir, vivirse uno mismo, vivir con

la plena consciencia de lo que uno tiene, que no es, claro, la riqueza o fortuna

personal. Me refiero, sí, al mundo, a la tierra, a todo lo que no nos pertenece y, sin

embargo, es nuestro porque participamos de la vida. Entiéndanme: vivir no es

sobrevivir como quien sufre un daño. Y esa participación puede y debe ser un acto de

amor, como la lectura. Por eso digo que lo primero que hay que hacer es despertar el

amor por el libro, el amor por la lectura, el amor por esa cosa tan sencilla que es tener

un libro entre las manos. Pero no se puede imponer a la gente la lectura como si fuera

una obligación. No lo es.

El libro despierta el pensamiento. El pensar. Activa eso que tenemos dentro de

esta caja más o menos redonda que hay sobre nuestros hombros, esa cosa blancuzca,

fea, horrorosa, llamada cerebro. Muchas veces me descubro asombrado pensando que

tenemos eso dentro de la cabeza. Pero eso es lo que piensa, eso es lo que escribe, eso

es lo que pinta, eso es de donde nacen las palabras, eso es donde está el dolor o el

placer. Toda la creación artística nace, se crea, se inventa en ese lugar que no

sabemos muy bien cómo funciona. No nos percatamos de su presencia ni de su

importancia para ser, no un gran escritor o un gran científico, sino para ser

simplemente la persona normal y corriente que cada uno de nosotros es.

Las expresiones más completas del pensamiento humano se encuentran en los

libros. Hay personas a las que el libro no les interesa nada. A ésos les diría, «De

acuerdo, que les vaya bien en la vida». Pero están aquellos otros para quienes el libro

es algo que no puede ser sustituido. Y hay hasta quienes dicen que no se puede vivir

sin leer, lo que tampoco es cierto: incluso los muy lectores pueden pasar algunos días

sin un libro, porque la lectura no es un vicio, es un acto libre y voluntario, que nace

en el cerebro, que toca el corazón. Somos libres de hacer y de no hacer, somos libres

de estar y de no estar. Y somos libres de querer leer y de no querer leer. Y es que el

libro no es el único lugar donde se aprende, donde se conoce, donde uno se reconoce

a sí mismo. Sin embargo, el libro está ahí y es el libro quien nos ha convocado esta

tarde.

Viniendo hacia aquí, bajo la lluvia, alguien me ha preguntado cómo me siento

después de haber recibido el premio Nobel, y la única respuesta posible parece un

poco disparatada y hasta grosera: «Sí, me han dado el premio Nobel, ¿y qué?». El

premio está muy bien. Llegó, pero la vida sigue. Y la vida de un escritor sigue. Lo

que escriba a continuación ya no tiene que ver con el premio. No le van a dar otro

Nobel, pero seguirá escribiendo. Igual que el lector seguirá leyendo. Pero el trabajo

del lector no es sólo leer lo que van escribiendo sus contemporáneos, sino también

leer lo que antes se escribió, como, por ejemplo, El Quijote. Por cierto, y entre

nosotros, casi en secreto les pregunto, ¿cuántos han leído El Quijote completo? Yo

creo que no muchos. A veces es necesario romperse una pierna para quedarse en casa

y poder leer El Quijote o En busca del tiempo perdido de Proust. Son obras inmensas

en tamaño, inmensas en contenido y valor.

Quiero también referirme, aunque sea de pasada, a ese nuevo modo de leer que es

el libro electrónico. La lectura en la pantalla del ordenador, si es que a eso se le puede

llamar lectura. Es, a mi juicio, como hacer el amor sin tener a nadie con uno. Lo que

me parece un poco complicado. A veces digo que sólo sobre la página de un libro se

puede llorar porque sobre la pantalla de un ordenador no se llora. En primer lugar por

la posición, y en segundo lugar porque en la página del libro la señal de la lágrima se

queda. El libro es algo que pertenece a nuestra historia sentimental y nos sirve para

llorar, para reír, para pensar.


Volvamos a la Feria del Libro de Granada, a las ferias del libro, en general. Poner

una caseta, colocar los libros y esperar a que pase la gente, no es suficiente. Hay que

hacer algo más. Porque vivimos unos años muy complicados y hay que ser listos,

contraatacar, usar la imaginación. En los suplementos culturales de los periódicos,

hasta hace un tiempo, lo primero que aparecía era la literatura. Luego venían la

música, las artes plásticas, etc. Pero siempre que se abría un suplemento cultural lo

primero que se encontraba era la literatura. ¿Y dónde está la literatura ahora? Al final.

Parece que no nos damos cuenta, pero eso significa una especie de degradación en la

importancia que otorgan a la literatura los redactores o editores de los periódicos.

Depende fundamentalmente de nosotros que la literatura no se pierda, que llegue a las

personas, que se encuentre con ellas en la celebración que es la lectura. Decía al

principio que podrían reunirse los lectores en sus respectivas librerías. Digo ahora

que las ferias del libro tienen que ser dinámicas. España es el país donde,

proporcionalmente, más se publica de Europa. Todo el mundo anda diciendo que no

hay lectores, pero creo que algo falla en esta aseveración, ¿por qué se editan tantos

libros si no hay lectores? Alguien debería respondernos a esta pregunta. En cualquier

caso, todo apunta a que los próximos años serán difíciles, pero sobreviviremos.

Lectores y escritores sobreviviremos al caos de la industria, a las reglas del

marketing, a la voracidad empresarial, a los dictados de las modas, a los nuevos

estímulos que parecen alejarnos del libro a pesar de las cifras que maneja el mercado.

Voy acabando, pero resumamos. La escuela prepara mal. El instituto prepara mal.

La universidad prepara mal. No sólo en España, sino en todo el mundo. Los idealistas

europeos del siglo XIX, defensores de la enseñanza pública, afirmaban que abrir una

escuela significaba cerrar una cárcel. Era tan sólo una buena idea —puro idealismo—

porque no sólo no se cierran las cárceles, sino que cada vez hay más. Pero decía que

la escuela enseña mal, de ahí la cantidad de personas que llevan a cuestas esa especie

de rótulo invisible que es el analfabetismo funcional. Es gente con problemas

gravísimos, porque el analfabeto funcional es aquel que, después de estudiar en la

escuela o incluso en la universidad, no usa lo que aprendió. Y se va convirtiendo

poco a poco —o muy rápidamente— en analfabeto, porque no ejerce la función para

la que fue educado. Esto puede tener consecuencias tremendas incluso para la propia

democracia. Porque si uno no entiende lo que lee, ¿cómo puede leer el programa

electoral del partido que va a votar? ¿Con qué conciencia puede decir, «Yo voy a

votar sabiendo exactamente qué es lo que estoy haciendo»? Por eso importa mucho

leer lo que se escribe, incluso para encontrar las contradicciones de lo que se dijo

ayer y lo que se está haciendo hoy. Aunque lo que parece interesar ahora es que el

lector no pueda hacer una reflexión sobre las propuestas concretas de su partido,

porque lo que cuenta no es el contenido sino la imagen.


La imagen nos puede decir la verdad o mentirnos. Nos han enseñado desde hace

tiempo que una imagen vale más que mil palabras. No lo creo, no es cierto. Las

palabras siempre son necesarias. Y si se quiere un ejemplo muy actual de la

necesidad de la palabra para decir lo que la imagen no está expresando, ahí está la

guerra de Yugoslavia. No nos faltan imágenes. A veces hasta asistimos en directo a la

caída de las bombas. Todo perfecto. Todo muy aséptico. Lo que está pasando allí más

se parece a un juego de ordenador que a la realidad atroz. Por eso las palabras son

necesarias para decir lo que la imagen muchas veces oculta.

Llegados a este punto —y con todo el respeto que la televisión me merece— hay

que decir que la televisión, con su bombardeo sistemático de imágenes, no sustituye a

la letra impresa, aunque tenga tantos adeptos o adictos. La clave radica en que para

estar cuatro horas delante de la televisión no se necesita ningún esfuerzo. No. Uno se

sienta en su sofá y basta. Pero para leer sí se necesita esfuerzo. Leer sí que es una

batalla. Leer es un encuentro. Leer es un auténtico diálogo entre mi sensibilidad y mi

pensamiento y la sensibilidad y el pensamiento del escritor. Leer es una relación.

Mirar una pantalla no es ninguna relación. Y sin acusar a nadie, he de decir que la

televisión no hace lo que debería, aunque, claro está, tampoco todos los libros lo

hacen. Estoy hablando de esa burda manipulación con que nos quieren tener

controlados.

Debo acabar. La lluvia ha modificado las condiciones de comodidad que nos

habían preparado. A lo mejor ahora no llueve. Si es así, cabría pensar que el cielo se

está divirtiendo con nosotros. Quizá porque el que da el Pregón soy yo precisamente.

Y es que el cielo tiene cuentas pendientes conmigo que algún día pretenderá ajustar,

en el Juicio Final, quizá mandándome al infierno.

Para concluir, ¿campañas para la lectura? Vale, pero sin olvidar hacer un debate

muy serio en la sociedad —no sólo en España— sobre si la escuela está preparando o

no a los ciudadanos para la lectura, la comprensión, la inteligencia, el pensamiento…

Y en medio de este mundo complicado, atractivo, extravagante, interesante,

necesario, ¿qué hacen los libreros? Nosotros, en Portugal, tenemos en las Ferias una

institución que llamamos El Libro del Día. Es un libro que aparece sin previo aviso y

que no tiene el mismo descuento que los demás. Tiene el treinta por ciento. Son libros

buenos, no el resto que quedó en los almacenes y hay que saldar. Los lectores saben

que cada día han de pasarse de caseta en caseta preguntando por el Libro del Día. Y

así ahorran mientras compran y los libreros venden más. Algo así deberían de hacer

ustedes aquí, porque es una buena idea. Ya saben: El Libro del Día. Y además, esto

del Libro del Día puede encaminarnos a que ciertos libros puedan ser para nosotros

los libros de todos los días.


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