Los libros son caros. Pero se puede también decir que los libros no son caros. Se
puede decir que lo único caro del mundo son los libros. Todo lo demás es baratísimo.
Los zapatos son baratos; la vivienda es barata; la barra de labios es muy barata. Todo
barato. Sólo son caros los libros. Quienes critican normalmente son los que no leen.
Y además encuentran en esta supuesta razón el argumento para decir que no leen. Sí,
los libros son caros. Pero es que todo es caro. Y ¿por qué tienen los pobres libros que
sufrir todos los días la monserga de que son caros? La verdad es que los libros no
nacen, no caen del cielo como la lluvia. Se hacen. Se componen de papel, tinta, la
sensibilidad de su autor, la competencia técnica del tipógrafo —si es que aún se llama
así—, necesitan de un distribuidor, una librería. Y cualquiera de ellos ha de ganarse
su salario. En este proceso sucesivo parece que todos tienen que estar bien pagados
menos los que en primer lugar hacen los libros, o sea, los autores. Ésos no. Los
autores deben vivir como misioneros del libro: sin comer, sin casa, sin caprichos, así
los libros serán baratos. Pues bien, si los libros han de ser baratos y no lo son, ¿qué
haremos?
Vamos a acabar de una vez por todas con esta fábula, aunque sea una fábula muy
cierta, de que el libro es caro. La verdad es que quien dice que el libro es caro no dice
que un coche es caro. Si uno no tiene dinero para comprarse un coche, va al banco
para pedir un préstamo. Tampoco se dice que es cara la entrada para un concierto de
rock. El libro cuesta lo que cuesta. Quizá pudiera ser un poco más barato. Quizá los
distribuidores podrían decir, «Vamos a ganar un poco menos de dinero; vamos a
racionalizar la distribución; vamos a hacer todo lo que sea posible para que el libro
salga más barato». Incluso podría decirse, «¿Y por qué, en lugar de una tirada de tres
o cuatro mil, no hacemos una de treinta o cincuenta mil ejemplares?». Cuantos más,
más baratos. A fin de cuentas el precio lo deciden los lectores. El editor tiene su
almacén, los libros entran y los libros salen, pero puede llegar un momento en el que
los libros entren y no salgan. Y como cualquier empresa, la industria editorial ha de
tener una rentabilidad. El destinatario de este negocio es el lector, los lectores, ¿dónde
están los lectores? ¿Son muchos? ¿Son pocos? ¿Son bastantes?
Les voy a exponer una teoría que tengo sobre la lectura que no es muy popular,
incluso podría decirse que no es políticamente correcta. Y es que la lectura no es
obligatoria. Leer no es obligatorio. Puedo preguntarle a un chico, «Mira, ¿y tú por
qué no lees?, ¿no te gusta leer?». Y él podrá decir, «No, no me gusta». Y yo le diré,
«¿No te das cuenta de lo que te estás perdiendo?». Pero imaginemos que ese chico es
un buceador y que me contesta, «¿Y usted no se da cuenta de lo que se está perdiendo
por no bucear?». Y tiene razón. ¿Quiere esto decir que no debamos leer? No, no
quiero decir eso. Lo que quiero decir es que no vale la pena que se inventen excusas,
explicaciones, para algo que está muy claro desde que existe el libro. La lectura no es
ninguna obligación. La lectura es una devoción, es una pasión, es un amor.
Cuando un lector no tiene medios para comprar un libro, ¿adónde puede ir? A una
biblioteca. Ocurre con los libros algo que no sucede con los coches. Cuando quieres
tener un coche, tienes que comprarlo, pero si quieres leer un libro, no necesitas
comprarlo, luego la excusa de que el libro es caro no sirve. Claro, hay que ir a la
biblioteca, hay que tener el suficiente tiempo disponible para ir a la biblioteca. Pero
eso se puede remediar. No se necesita ir a la biblioteca todos los días. Acaso una vez
a la semana, cada dos semanas, uno va y se lleva a casa los libros que quiera. Por
tanto, quien quiere leer, lee.
Están también las librerías «de viejo», donde se pueden comprar libros
extraordinarios por poco dinero. Por lo menos la mitad de mis libros fueron
comprados en librerías «de viejo». Recomiendo que experimenten el placer que
produce entrar en una de esas librerías, el olor del libro viejo, del papel amarillo, del
polvo del tiempo… Y descubrir lo que se estaba buscando hace años y años. Un libro
agotado del siglo XIX o del siglo XVIII, un autor que es sólo una manía nuestra, al que
queremos y deseamos y al final encontramos, incluso en un libro nuevo el olor es una
alegría relacionada con la sensualidad, con la sensibilidad del lector.
¿Se está haciendo todo lo que se puede para promocionar la lectura? Eso es otra
cosa. El problema empieza en la escuela. Detengámonos para reflexionar sobre unas
cuantas cuestiones. ¿La escuela enseña a amar el libro? Es bastante dudoso. ¿La
escuela enseña a entender lo que está en un libro? Creo que no. El problema de la
masificación de la enseñanza ha creado muchas dificultades, añadidas a la tarea ya
complicada en sí misma de enseñar. Pero no es de la masificación de la enseñanza de
lo que pretendo hablar sino de la evidencia de que el libro existe y el lector también.
¿Cómo se pueden acercar el uno al otro? Yo creo que la escuela tiene una importancia
fundamental. Es necesario que los profesores sepan valorar el libro. Pero no sólo el
libro que resulta necesario para enseñar las matemáticas, la geografía o la historia.
Hay otros libros. Hagamos aquí un inciso: cuando hablamos de libros no podemos
olvidar que hay unos que merecen ser leídos y otros que quizá no. Puede que estemos
hablando de libros que no son los que a nosotros nos gustaría que fuesen los más
leídos. ¿Cuál es el libro que merece la pena ser leído y cuál no? Ésta es una cuestión
que no tiene respuesta. Cada uno recurre a lo que le gusta, y cada uno establece su
criterio, que se irá modificando según evolucione su formación, si es que dedica
tiempo y esfuerzo a esta actividad, que es también una actividad creadora. Es
precisamente esto lo que me hace dudar de las bienintencionadas campañas de
promoción del libro. Creo que se gasta mucho dinero y esfuerzo aquí y en todo el
mundo en actuaciones dudosamente eficaces. Me gustaría saber cuáles han sido los
resultados concretos de cualquier campaña en favor de la lectura. Sospecho —y me
inquieta mucho pensarlo— que, en el fondo, lo que cuenta es la campaña en sí, hacer
la campaña. Importa menos el resultado. El lector ha pertenecido siempre a una
minoría. Nosotros, los que leemos, somos una minoría. Que esa minoría deba
ensancharse, estupendo. Para ello hay que crear una conciencia de lector. Y eso se
puede hacer de distintas formas.
¿Por qué los lectores de un libro que se conocen y viven más o menos cerca no se
reúnen para hablar de ese libro después de haberlo leído? ¿Por qué tiene la lectura
que ser siempre una actividad solitaria? ¿Por qué no un intercambio entre lectores y
libros? ¿Por qué no hablar de un libro que se acaba de publicar o de un libro que
forma parte de nuestra cultura y de nuestra educación sentimental? Esto sería
fomentar de verdad la lectura en el lector mismo, en lugar de caer en la ambición
quizá desmedida de poner a todo el mundo a leer. Se puede hacer de la lectura algo
distinto a un placer solitario, que lo es también, y en primera instancia. No propongo
un sistema colectivista sino la acción dinámica que supone el intercambio de ideas u
opiniones sobre el libro. Porque el libro es algo más que un objeto que se coloca en la
estantería para no volver a él, resulta que el libro es una plataforma de comunicación
entre personas, de modo que pregunto, ¿por qué no organizan las librerías que
disponen de sitio encuentros de lectores? No se necesitan escritores o quizás sí, si es
que están por allí cerca y se les puede invitar. «Mire, ¿a usted no le importaría
encontrarse con algunos lectores?». Pero no es fundamental. Lo importante sería que
los lectores que son clientes de una librería se reúnan para charlar. Un libro no es algo
que deba avergonzarnos; entrar en una librería y comprar debe de ser lo más normal.
Creo que se pueden encontrar fórmulas atractivas para hacer del libro, de ese objeto y
de ese continente, una plataforma de comunicación entre el yo y el otro.
Es verdad que entre los lectores ocurre algo mágico —y no volveré a usar el
plural lectores, sino lector, porque cada lector es diferente, porque nadie es plural—.
En el espíritu de un chico o una chica de pronto nace sencillamente el gusto por leer.
Y no se sabe por qué. Nadie puede saberlo. Puede haber nacido en una familia que no
sabe leer. Puede no tener en casa un solo libro. Y aún así le gusta leer. ¿Dónde está el
secreto de ese chico o esa chica? Lo que pretendo decir es que hay personas para cada
libro. Incluso antes de conocer el contenido de un libro, ese libro es ya importante
para determinadas personas.
Ésta es, a mi juicio, la pregunta, ¿qué es el libro? Pues el libro es un lugar donde
vamos a encontrar, sobre todo, una sensibilidad. Vamos a encontrar una visión de la
vida, una percepción de lo que es nuestro destino —vivir—, de nuestra relación con
los demás, la explicación de un sentimiento, o el enunciado de una teoría que pasa
por la sensibilidad y la formación del autor y que será recibida de distinta manera por
cada lector. Vamos a encontrar eso y algo más.
Al contrario de lo que se cree, la primera lectura de un libro no lo agota. Una de
las equivocaciones más graves en las que podemos incurrir es decir, «Ya lo he leído,
ya está». Pero ¿cómo que ya está? ¿Cómo que ya lo he leído? Esto es lo mismo que
entrar en una casa, pasar de una habitación a otra, salir luego por la puerta y decir,
«Ya conozco esta casa». No, se necesita vivir en ella, por lo menos pasar más tiempo
dentro de su espacio para descubrir los detalles que le confieren singularidad. Un
libro es igual que una casa, nueva en cada mirada, un libro es un continente. En el
Corán se promete a los creyentes que cuando lleguen al Paraíso se van a encontrar
con las huríes. Esas mujeres serán siempre vírgenes porque la magia del Paraíso hace
que si pierden la virginidad, la recuperan inmediatamente. Significa esto que el
creyente en el Paraíso de Alá siempre encuentra vírgenes… Bien, sirva esta broma
para decir que el libro, después de ser leído, es algo que se reorganiza, que se
reconstituye, que recupera lo que podemos llamar la virginidad de la palabra. Y lo
más hermoso de todo es que cada vez que volvemos al libro lo encontramos intacto.
El libro está intacto, ofrecido a una nueva lectura, es decir, a un nuevo
descubrimiento, como si fuera un continente. Porque se puede entrar por una parte o
por otra, ir más despacio o más deprisa. Podemos recorrerlo de distinta forma, se
puede ir de desierto en desierto, de lago en lago, de río en río. Todos ésos son los
descubrimientos posibles de un libro. Un libro no se agota nunca. Incluso el peor de
los libros no se agota. Y es que las palabras que a veces malgastamos, las que
decimos sin darnos cuenta de lo que ellas son, de lo que ellas dicen, de lo que ellas
hablan, en el libro, siempre nos están esperando. Esperan la lectura, la mirada,
esperan que las descifremos, esperan sobre todo que las digamos. La palabra no es
palabra mientras no se pronuncia. La palabra que está escrita es una sombra. Pero
cuando la decimos es una sombra que se levanta, se presenta y se nos pone delante.
La palabra más insignificante, la palabra que parece que no cuenta, la de todos los
días, es como un pequeño tesoro. Y, en consecuencia, el libro es el lugar más rico que
hay, aunque sepamos que no se puede pagar la factura de los restaurantes con un
libro. Es impensable que yo diga, «Mire usted, estoy sin dinero y, si a usted no le
importa, tengo aquí un libro que le voy a regalar con mi dedicatoria», y que se me
responda, «Quédese usted tranquilo, y mañana puede volver a cenar otra vez».
Bromas aparte, pensemos ahora en la materia que encierran los libros. Todos y
cada uno de nosotros, ¿de qué podemos hablar más y mejor si no de nosotros
mismos? Antes me he referido a ese chico o esa chica que viven en una casa humilde
donde no hay libros… Ya saben. Pues eso me ocurrió a mí. En mi casa no había
libros. Mi madre era analfabeta y analfabeta fue hasta que murió. Mi padre sí sabía
leer y escribir algo, pero en mi familia, mis tíos, mis abuelos, todos eran analfabetos.
Y si no había un libro en mi casa, ¿cómo empecé yo a leer? Libros míos, comprados
con mi dinero —y ni siquiera eso porque me los prestaron—, los tuve a los dieciocho
años. Y miren que no soy excepcional. Soy un caso entre miles. Personas con
curiosidad intelectual, niños, jóvenes para quienes el libro es un reclamo, no saben lo
que hay dentro, pero intuyen que todo está allí como una propuesta, como una
invitación, «¡Conóceme! ¡Conóceme!». Es igual que en la relación entre las personas.
El otro, que es el libro, está diciéndome: «¡Conóceme! Tengo mucho para darte». Y si
un libro no te da nada, otro sí te dará. Eso es seguro.
Hay un momento que es verdaderamente extraordinario en la lectura: cuando uno
la interrumpe. Cuando uno está leyendo tiene el libro con las hojas abiertas, pero de
pronto levanta la vista del libro y mira adelante. Se suspende la lectura, algo ha
ocurrido, algo mágico: es como si la lectura quisiera transportar al lector a otro
universo. Y es que el lector, al levantar la mirada, se está mirando a sí mismo. Eso es
lo que ocurre en la relación entre el lector y el libro, es el estado de gracia que
propicia la lectura.
Por supuesto que no quiero idealizar el acto de leer, pero la verdad es que es la
vida la que nos empuja a leer, leemos porque vivimos, de alguna manera vivimos
porque leemos. En el fondo, igual que el mundo necesita que lo vivamos en todos sus
acontecimientos, la lectura requiere ser vivida. Es decir, vivirse uno mismo, vivir con
la plena consciencia de lo que uno tiene, que no es, claro, la riqueza o fortuna
personal. Me refiero, sí, al mundo, a la tierra, a todo lo que no nos pertenece y, sin
embargo, es nuestro porque participamos de la vida. Entiéndanme: vivir no es
sobrevivir como quien sufre un daño. Y esa participación puede y debe ser un acto de
amor, como la lectura. Por eso digo que lo primero que hay que hacer es despertar el
amor por el libro, el amor por la lectura, el amor por esa cosa tan sencilla que es tener
un libro entre las manos. Pero no se puede imponer a la gente la lectura como si fuera
una obligación. No lo es.
El libro despierta el pensamiento. El pensar. Activa eso que tenemos dentro de
esta caja más o menos redonda que hay sobre nuestros hombros, esa cosa blancuzca,
fea, horrorosa, llamada cerebro. Muchas veces me descubro asombrado pensando que
tenemos eso dentro de la cabeza. Pero eso es lo que piensa, eso es lo que escribe, eso
es lo que pinta, eso es de donde nacen las palabras, eso es donde está el dolor o el
placer. Toda la creación artística nace, se crea, se inventa en ese lugar que no
sabemos muy bien cómo funciona. No nos percatamos de su presencia ni de su
importancia para ser, no un gran escritor o un gran científico, sino para ser
simplemente la persona normal y corriente que cada uno de nosotros es.
Las expresiones más completas del pensamiento humano se encuentran en los
libros. Hay personas a las que el libro no les interesa nada. A ésos les diría, «De
acuerdo, que les vaya bien en la vida». Pero están aquellos otros para quienes el libro
es algo que no puede ser sustituido. Y hay hasta quienes dicen que no se puede vivir
sin leer, lo que tampoco es cierto: incluso los muy lectores pueden pasar algunos días
sin un libro, porque la lectura no es un vicio, es un acto libre y voluntario, que nace
en el cerebro, que toca el corazón. Somos libres de hacer y de no hacer, somos libres
de estar y de no estar. Y somos libres de querer leer y de no querer leer. Y es que el
libro no es el único lugar donde se aprende, donde se conoce, donde uno se reconoce
a sí mismo. Sin embargo, el libro está ahí y es el libro quien nos ha convocado esta
tarde.
Viniendo hacia aquí, bajo la lluvia, alguien me ha preguntado cómo me siento
después de haber recibido el premio Nobel, y la única respuesta posible parece un
poco disparatada y hasta grosera: «Sí, me han dado el premio Nobel, ¿y qué?». El
premio está muy bien. Llegó, pero la vida sigue. Y la vida de un escritor sigue. Lo
que escriba a continuación ya no tiene que ver con el premio. No le van a dar otro
Nobel, pero seguirá escribiendo. Igual que el lector seguirá leyendo. Pero el trabajo
del lector no es sólo leer lo que van escribiendo sus contemporáneos, sino también
leer lo que antes se escribió, como, por ejemplo, El Quijote. Por cierto, y entre
nosotros, casi en secreto les pregunto, ¿cuántos han leído El Quijote completo? Yo
creo que no muchos. A veces es necesario romperse una pierna para quedarse en casa
y poder leer El Quijote o En busca del tiempo perdido de Proust. Son obras inmensas
en tamaño, inmensas en contenido y valor.
Quiero también referirme, aunque sea de pasada, a ese nuevo modo de leer que es
el libro electrónico. La lectura en la pantalla del ordenador, si es que a eso se le puede
llamar lectura. Es, a mi juicio, como hacer el amor sin tener a nadie con uno. Lo que
me parece un poco complicado. A veces digo que sólo sobre la página de un libro se
puede llorar porque sobre la pantalla de un ordenador no se llora. En primer lugar por
la posición, y en segundo lugar porque en la página del libro la señal de la lágrima se
queda. El libro es algo que pertenece a nuestra historia sentimental y nos sirve para
llorar, para reír, para pensar.
Volvamos a la Feria del Libro de Granada, a las ferias del libro, en general. Poner
una caseta, colocar los libros y esperar a que pase la gente, no es suficiente. Hay que
hacer algo más. Porque vivimos unos años muy complicados y hay que ser listos,
contraatacar, usar la imaginación. En los suplementos culturales de los periódicos,
hasta hace un tiempo, lo primero que aparecía era la literatura. Luego venían la
música, las artes plásticas, etc. Pero siempre que se abría un suplemento cultural lo
primero que se encontraba era la literatura. ¿Y dónde está la literatura ahora? Al final.
Parece que no nos damos cuenta, pero eso significa una especie de degradación en la
importancia que otorgan a la literatura los redactores o editores de los periódicos.
Depende fundamentalmente de nosotros que la literatura no se pierda, que llegue a las
personas, que se encuentre con ellas en la celebración que es la lectura. Decía al
principio que podrían reunirse los lectores en sus respectivas librerías. Digo ahora
que las ferias del libro tienen que ser dinámicas. España es el país donde,
proporcionalmente, más se publica de Europa. Todo el mundo anda diciendo que no
hay lectores, pero creo que algo falla en esta aseveración, ¿por qué se editan tantos
libros si no hay lectores? Alguien debería respondernos a esta pregunta. En cualquier
caso, todo apunta a que los próximos años serán difíciles, pero sobreviviremos.
Lectores y escritores sobreviviremos al caos de la industria, a las reglas del
marketing, a la voracidad empresarial, a los dictados de las modas, a los nuevos
estímulos que parecen alejarnos del libro a pesar de las cifras que maneja el mercado.
Voy acabando, pero resumamos. La escuela prepara mal. El instituto prepara mal.
La universidad prepara mal. No sólo en España, sino en todo el mundo. Los idealistas
europeos del siglo XIX, defensores de la enseñanza pública, afirmaban que abrir una
escuela significaba cerrar una cárcel. Era tan sólo una buena idea —puro idealismo—
porque no sólo no se cierran las cárceles, sino que cada vez hay más. Pero decía que
la escuela enseña mal, de ahí la cantidad de personas que llevan a cuestas esa especie
de rótulo invisible que es el analfabetismo funcional. Es gente con problemas
gravísimos, porque el analfabeto funcional es aquel que, después de estudiar en la
escuela o incluso en la universidad, no usa lo que aprendió. Y se va convirtiendo
poco a poco —o muy rápidamente— en analfabeto, porque no ejerce la función para
la que fue educado. Esto puede tener consecuencias tremendas incluso para la propia
democracia. Porque si uno no entiende lo que lee, ¿cómo puede leer el programa
electoral del partido que va a votar? ¿Con qué conciencia puede decir, «Yo voy a
votar sabiendo exactamente qué es lo que estoy haciendo»? Por eso importa mucho
leer lo que se escribe, incluso para encontrar las contradicciones de lo que se dijo
ayer y lo que se está haciendo hoy. Aunque lo que parece interesar ahora es que el
lector no pueda hacer una reflexión sobre las propuestas concretas de su partido,
porque lo que cuenta no es el contenido sino la imagen.
La imagen nos puede decir la verdad o mentirnos. Nos han enseñado desde hace
tiempo que una imagen vale más que mil palabras. No lo creo, no es cierto. Las
palabras siempre son necesarias. Y si se quiere un ejemplo muy actual de la
necesidad de la palabra para decir lo que la imagen no está expresando, ahí está la
guerra de Yugoslavia. No nos faltan imágenes. A veces hasta asistimos en directo a la
caída de las bombas. Todo perfecto. Todo muy aséptico. Lo que está pasando allí más
se parece a un juego de ordenador que a la realidad atroz. Por eso las palabras son
necesarias para decir lo que la imagen muchas veces oculta.
Llegados a este punto —y con todo el respeto que la televisión me merece— hay
que decir que la televisión, con su bombardeo sistemático de imágenes, no sustituye a
la letra impresa, aunque tenga tantos adeptos o adictos. La clave radica en que para
estar cuatro horas delante de la televisión no se necesita ningún esfuerzo. No. Uno se
sienta en su sofá y basta. Pero para leer sí se necesita esfuerzo. Leer sí que es una
batalla. Leer es un encuentro. Leer es un auténtico diálogo entre mi sensibilidad y mi
pensamiento y la sensibilidad y el pensamiento del escritor. Leer es una relación.
Mirar una pantalla no es ninguna relación. Y sin acusar a nadie, he de decir que la
televisión no hace lo que debería, aunque, claro está, tampoco todos los libros lo
hacen. Estoy hablando de esa burda manipulación con que nos quieren tener
controlados.
Debo acabar. La lluvia ha modificado las condiciones de comodidad que nos
habían preparado. A lo mejor ahora no llueve. Si es así, cabría pensar que el cielo se
está divirtiendo con nosotros. Quizá porque el que da el Pregón soy yo precisamente.
Y es que el cielo tiene cuentas pendientes conmigo que algún día pretenderá ajustar,
en el Juicio Final, quizá mandándome al infierno.
Para concluir, ¿campañas para la lectura? Vale, pero sin olvidar hacer un debate
muy serio en la sociedad —no sólo en España— sobre si la escuela está preparando o
no a los ciudadanos para la lectura, la comprensión, la inteligencia, el pensamiento…
Y en medio de este mundo complicado, atractivo, extravagante, interesante,
necesario, ¿qué hacen los libreros? Nosotros, en Portugal, tenemos en las Ferias una
institución que llamamos El Libro del Día. Es un libro que aparece sin previo aviso y
que no tiene el mismo descuento que los demás. Tiene el treinta por ciento. Son libros
buenos, no el resto que quedó en los almacenes y hay que saldar. Los lectores saben
que cada día han de pasarse de caseta en caseta preguntando por el Libro del Día. Y
así ahorran mientras compran y los libreros venden más. Algo así deberían de hacer
ustedes aquí, porque es una buena idea. Ya saben: El Libro del Día. Y además, esto
del Libro del Día puede encaminarnos a que ciertos libros puedan ser para nosotros
los libros de todos los días.
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