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Foto del escritorAmenhotep VII

Naturaleza y Sobrenaturaleza - C. S. Lewis



Si nuestra argumentación ha sido sensata, los actos de razonamiento no están

intertrabados con el total sistema intertrabado de la Naturaleza, como todas las

demás partes lo están unas con otras. Los razonamientos están conectados con la

Naturaleza de una manera distinta; como el entender una máquina está

ciertamente ligado con la máquina, pero no de la misma manera que las partes de

la máquina lo están unas con otras. El conocimiento de una cosa no es una parte

de esa cosa. En este sentido, algo más allá de la Naturaleza opera cuando quiera

que razonamos. No digo que la consciencia esté necesariamente toda ella en la

misma situación. Placeres, dolores, temores, esperanzas, afectos e imágenes

mentales no tienen por qué estarlo. Ningún absurdo se seguiría por considerar

todo esto como parte de la Naturaleza. La distinción que tenemos que hacer no

es entre «mente» y «materia», mucho menos entre «alma» y «cuerpo» (cuatro

palabras difíciles), sino entre Razón y Naturaleza: la frontera se sitúa no donde

termina el «mundo del más allá» y donde empieza lo que en lenguaje vulgar

llamaríamos «yo mismo», sino entre la razón y toda la masa de eventos no

racionales, sean físicos o psicológicos.

En esta frontera, encontramos gran densidad de tráfico, pero es tráfico de una

sola dirección. Es algo que forma parte de nuestra experiencia cotidiana el ver

cómo los pensamientos racionales nos inducen y nos capacitan para alterar el

curso de la Naturaleza. De la naturaleza física cuando utilizamos las matemáticas

para construir un puente, de la naturaleza psicológica cuando aplicamos

argumentos para alterar nuestras emociones. Solemos tener éxito con más

frecuencia y más completamente al modificar la naturaleza física que al modificar

la psicológica, pero algo conseguimos en los dos campos. Por otra parte, la

Naturaleza es impotente por completo para producir pensamiento racional. No

es que nunca modifique nuestro pensamiento, sino que en el momento que lo

hace, se para ahí, por esta misma razón, porque es racional. Porque cualquier cadena de razonamiento pierde todas las credenciales de racionalidad en el momento en que aparece como resultado total de causas no racionales.

Cuando la Naturaleza intenta (por decirlo así) interferir en los pensamientos

racionales solo logra matarlos. Este es el peculiar estado de cosas en la frontera.

La Naturaleza solo puede penetrar en la razón para matar, en cambio, la Razón

puede invadir a la Naturaleza para coger prisioneros e incluso para colonizar.

Cada uno de los objetos que usted ve delante en este preciso momento —las

paredes, el techo, los muebles, el libro, sus propias manos lavadas, sus uñas bien

cortadas— son testigos de esta colonización de la Naturaleza por la Razón;

porque ninguna de estas cosas estaría en el presente estado si la Naturaleza

hubiera seguido su camino. Y si usted está atendiendo a mi argumentación tan de

cerca como espero, esta atención también proviene de hábitos que la Razón ha

impuesto al vagar natural de la consciencia. Por otra parte, si un dolor de muelas

o una ansiedad está en este preciso momento impidiéndole a usted atender,

entonces la Naturaleza está interfiriendo con su consciencia; pero no para

producir alguna nueva variedad de razonamiento, sino solo (en la medida en que

puede) para suspender la Razón por completo.

En otras palabras, la relación entre Razón y Naturaleza es lo que algunos

llaman una Relación Asimétrica. Fraternidad es relación simétrica, porque si A es

hermano de B, B es hermano de A. Paternidad-filiación es relación asimétrica,

porque si A es el padre de B, B no es el padre de A; la relación entre Razón y

Naturaleza es de este género. La Razón no se relaciona con la Naturaleza como la

Naturaleza se relaciona con la Razón.

Soy perfectamente consciente de lo chocante que los que han sido formados

en el Naturalismo encontrarán este cuadro que empieza o esbozarse. Es

francamente un lienzo en el que la Naturaleza (al menos en la superficie de

nuestro planeta) está perforada o picada de viruelas en toda su extensión por

pequeños orificios desde cada uno de los cuales algo de una entidad diferente a

ella misma —es decir, la razón— puede interferir en ella. Yo solo puedo

suplicarle que considere usted seriamente si su repugnancia instintiva a tal concepción es verdaderamente racional o es solo emocional o estética.

Ya sé que la apetencia por un universo que es todo una pieza, y en el que cada cosa es la misma clase de cosa que cualquier otra cosa — una continuidad, una tela sin costura, un universo democrático— está profundamente asentada en el corazón moderno; en el mío no menos que en el de usted. Pero ¿tenemos alguna evidencia real de que las cosas son así? ¿Estamos confundiendo una probabilidad intrínseca con lo que solo es un afán humano

por orden y armonía? Bacon nos previno hace tiempo de que «el entendimiento

humano es, por su propia naturaleza, inclinado a suponer la existencia de mayor

orden y regularidad en el mundo de lo que en realidad encuentra. Y aunque hay

muchas cosas que son singulares y no encajadas, sin embargo esbozamos para

ellas paralelos, conjugaciones y relaciones que no existen. De aquí la ficción de

que todos los cuerpos celestes se mueven en círculos perfectos» (Novum

Organum, I, 45). Pienso que Bacon tenía razón. La misma ciencia ha hecho que

la realidad aparezca menos homogénea de lo que esperábamos que fuera. El

atomismo newtoniano encajaba mucho más con lo que esperábamos (y

deseábamos) que la teoría física de los quantas.

Si puede usted soportar, aunque solo sea de momento, la imagen de la

Naturaleza que hemos sugerido, consideremos el otro factor, la Razón o ejemplos

de la Razón que atacan a la Naturaleza. Hemos visto que el pensamiento racional

no es parte del sistema de la Naturaleza. Dentro de cada hombre debe de haber

una zona (por pequeña que sea) de actividad que está fuera o es independiente de

la Naturaleza. En relación con la Naturaleza, el pensamiento racional anda «por

su cuenta» o existe «de por sí». De aquí no se sigue que el pensamiento racional

exista absolutamente por sí mismo. Puede ser independiente de la Naturaleza por

ser dependiente de otra cosa. Porque lo que socava las credenciales del

pensamiento no es la simple dependencia, sino la dependencia de lo no racional.

La razón de un hombre ha sido conducida a ver cosas por la ayuda de la razón de

otro hombre, y no es por eso de inferior calidad. Todavía queda abierta una

cuestión: si la razón de cada hombre existe absolutamente de por sí, o si es el

resultado de alguna causa racional; de hecho de alguna otra Razón. Esta otra

Razón podría encontrarse que depende de una tercera, y así sucesivamente, no

importa lo lejos que este proceso se prolongue, con tal de que encontremos que

la Razón proviene de la Razón en cada uno de los pasos. Solo cuando se nos pida

que creamos que la Razón proviene de la no razón es cuando tenemos que gritar

¡Alto!, porque si no lo hacemos todo pensamiento queda desacreditado. Es, por

tanto, evidente que antes o después tenemos que admitir una Razón que existe

absolutamente por sí misma. El problema es si usted o yo podemos ser tal Razón

existente por sí misma.

La cuestión casi se autorresponde en el momento en que recordamos lo que

significa la existencia «por sí misma». Significa ese género de existencia que el

Naturalista atribuye al «espectáculo total» y el Sobrenaturalista atribuye a Dios.

Por ejemplo, lo que existe por sí mismo tiene que haber existido desde toda la

eternidad; porque si alguna otra cosa le pudo hacer a él que empezara a existir,

entonces no existirá por sí mismo, sino por causa de otra cosa. Debe además

existir incesantemente; es decir, no puede cesar de existir y luego empezar de

nuevo. Porque si deja de ser, es evidente que no puede llamarse a sí mismo de

nuevo a la existencia, y si otra cosa lo recrea, sería un ser dependiente de otro.

Pues bien, está claro que mi Razón ha ido creciendo gradualmente desde mi

nacimiento y queda interrumpida durante algunas horas cada noche. Yo, por

consiguiente, no puedo ser la Razón eterna existente por sí misma que ni duerme

ni dormita. Y si algún pensamiento es válido, tal Razón tiene que existir y tiene

que ser la fuente de mi racionalidad imperfecta e intermitente. Por consiguiente,

las mentes humanas no son las únicas entidades sobrenaturales que existen.

Provienen de alguna parte. Cada una ha entrado en la Naturaleza desde la

Sobrenaturaleza; cada una tiene su espíritu radical en un Ser eterno racional

existente por sí mismo, a quien llamamos Dios. Cada una es un disparo o punta

de lanza o incursión de esta realidad Sobrenatural en la Naturaleza.

Algunos levantarían aquí la siguiente pregunta: si la Razón está a veces

presente y a veces no en mi mente, ¿no sería más sensato, en lugar de decir que

«yo» soy un producto de la Razón eterna, decir simplemente que la Razón eterna

opera ocasionalmente en mi organismo, dejándome a mí en mi condición de ser

natural? Un alambre no se convierte en otra cosa superior a un alambre por el

hecho de que una corriente eléctrica pase por él. Pero decir esto, en mi opinión,

es olvidar la condición del razonar. No es un objeto que nos golpea, ni siquiera

una sensación que percibimos. El razonamiento no es algo que «ocurre» en

nosotros; nosotros lo producimos. Cada cadena de pensamientos va acompañada

por lo que Kant llamó «el yo pensante». La doctrina tradicional de que yo soy una

criatura a quien Dios ha dado la razón pero que es distinta de Dios, me parece

mucho más filosófica que la teoría de que lo que parece ser mi pensamiento es

Dios pensando a través de mí. Desde ese otro punto de vista, es muy difícil

explicar lo que pasa cuando yo pienso correctamente, pero llego a una conclusión

falsa porque he sido mal informado de los hechos. Cómo Dios —que hay que

suponer que conoce los hechos reales— se tendría que tomar la molestia de

efectuar algunos de Sus perfectamente racionales pensamientos a través de una

mente proclive a producir error, es algo que no entiendo. Ni mucho menos

entiendo si todo «mi» pensamiento válido es realmente pensamiento de Dios,

tendría Él que equivocarse por causa del mío o hacer que yo me equivocase

tomándolo por mío. Me parece mucho más de acuerdo con la realidad que los

pensamientos humanos no son de Dios, sino iluminados por Dios.

No pretendo dar una doctrina completa sobre el hombre; y nada más lejos de mi intención que pasar de contrabando una argumentación sobre la «inmortalidad del alma». Los más antiguos documentos cristianos muestran un asentimiento de pasada y sin excesivo relieve a la convicción de que la parte sobrenatural del hombre sobrevive a la muerte del

organismo natural. Se interesan poco por el asunto. Lo que les interesa

intensamente es la restauración o «resurrección» de toda la criatura por un acto

divino milagroso. A estas alturas, el elemento sobrenatural del hombre solo nos concierne como prueba de que existe algo más allá de la Naturaleza. La dignidad y el destino del hombre por el momento no tiene nada que ver con la argumentación. Nos interesamos en el hombre solo porque su racionalidad es el pequeño recadero que atraviesa la

Naturaleza para decirnos que hay algo por detrás o por debajo de ella.

En un estanque cuya superficie estuviera completamente cubierta de suciedad

y vegetación flotante, podría haber algunos nenúfares. Podríamos fijarnos en su

belleza. Pero podría también llamar nuestra atención el hecho de que, por su

estructura, nos sería posible deducir que debían de tener unos tallos debajo

prolongados en raíces hasta el fondo. El Naturalista piensa que el estanque, es

decir la Naturaleza (el gran acontecimiento en el espacio y el tiempo), tiene una

profundidad indefinida; que no hay nada más que agua por mucho que

profundicemos. Mi afirmación es que algunas de las cosas en la superficie (esto

es, en nuestra experiencia) muestran lo contrario. Estas cosas (mentes racionales)

revelan, tras una observación, que ellas al menos no están flotando, sino unidas

por tallos al fondo. Por tanto, el estanque tiene fondo. No es estanque, estanque

sin fin. Desciende lo suficientemente profundo y llegarás a algo que no es

estanque… fango, arena, después roca y, al final, toda la masa de la tierra y del

fuego subterráneo.

Al llegar a este punto, resulta tentador comprobar si el Naturalismo tiene

alguna salvación. Se puede ser Naturalista y sin embargo creer en un cierto Dios… una cierta consciencia cósmica erigida por «el espectáculo total»; lo que podríamos llamar un Dios Emergente. ¿No nos proporcionaría un Dios Emergente todo lo que buscamos? ¿Es absolutamente necesario presentar un Dios supernatural, distinto y fuera de todo el sistema

intertrabado? (Advierte, lector moderno, cómo tu espíritu se levanta, cuánto más

cómodo te sientes con un Dios emergente que con un Dios trascendente; cómo

te parece menos primitiva, rechazable e ingenua la concepción emergente).

Pero lo siento, esto no sirve. Podría ser admisible que cuando todos los

átomos llegaran a una cierta relación (a la cual necesariamente tuvieran que llegar

antes o después) dieran origen a una consciencia universal. Y que esta consciencia

universal pudiera tener pensamientos que a su vez pasaran a través de nuestras

mentes. Pero desgraciadamente esos propios pensamientos, en esta suposición,

serían productos de causas no racionales, y consiguientemente, por la regla que

usamos a diario, no tendrían validez alguna. Esta mente cósmica sería,

exactamente igual que nuestras propias mentes, el producto de una Naturaleza

sin mente. Así no hemos evadido la dificultad recientemente expuesta. La mente

cósmica es solución solo si la situamos en el comienzo, si suponemos que es, no

el producto del sistema total, sino el Hecho básico, original existente por sí

mismo. Claro está que admitir ese género de mente cósmica es admitir un Dios

fuera de la Naturaleza, un Dios trascendente y sobrenatural. Este camino, que

podría parecer una escapatoria, en realidad nos lleva circularmente al punto de

partida.

Hay, pues, un Dios que no es parte de la Naturaleza. Pero nada se ha dicho

hasta ahora de que Él la haya creado. ¿Podrían Dios y la Naturaleza ser ambos

existentes por sí mismos y totalmente independientes el uno de la otra? Si usted

lo cree así, es un dualista y mantiene una visión que reconozco ser más seria y

más razonable que cualquier otra forma de Naturalismo. Se puede ser muchas

cosas peores que dualista; pero creo que el Dualismo es falso. Se da una tremenda

dificultad al concebir dos cosas que simplemente coexisten sin tener ninguna otra

relación. Si esta dificultad nos pasa a veces inadvertida, es porque somos víctimas

del pensamiento pictórico. En realidad, los imaginamos hombro con hombro en

cierto género de espacio. Pero, evidentemente, si ambos estuvieran en un espacio

común, o en un común tiempo o en cualquier otro tipo de medio compartido,

cualquiera que este fuera, ambos serían partes del mismo sistema, de hecho, de la

misma «Naturaleza». Aunque consigamos eliminar tal imagen, el mero hecho de

intentar pensar en ellos como juntos nos hace resbalar sobre la verdadera

dificultad, porque desde este momento en cualquier caso nuestra propia mente se

convierte en ese medio común. Si pueden darse tales cosas que se limiten a

compartir su «alteridad», si hay cosas que se reducen a coexistir y nada más, es en

cualquier caso una concepción que mi mente no puede formar. Y en el presente

estudio parece especialmente gratuito intentar formarla, porque ya conocemos

que Dios y Naturaleza han llegado a una cierta relación. Tienen como mínimo

una relación —al menos en cierto sentido una frontera común— en cada mente

humana.

Las relaciones que surgen en esta frontera son, ciertamente, de una especie

peculiar y complicada. Esa punta de lanza del Sobrenatural a la que llamo «mi

razón» se entreteje con cada uno de mis elementos naturales —mis sensaciones,

emociones y todo lo demás— tan completamente que denomino a ese

entramado con una sola palabra: «yo». Además queda lo que he denominado el

carácter asimétrico de las relaciones fronterizas. Cuando el estado físico de mi

cerebro domina a mi pensamiento, solo produce desorden. En cambio, mi

cerebro no se deteriora cuando es dominado por la razón, ni tampoco se

deterioran mis emociones y sensaciones. La Razón salva y fortifica todo mi

sistema psicológico y físico, mientras que la rebeldía contra la Razón destruye

ambas cosas: a la Razón y a sí mismo. La metáfora militar de la punta de lanza ha

sido poco acertada. La Razón sobrenatural entra en mi ser natural no como un

arma, sino más bien como un rayo de luz que ilumina, o como un principio de

organización que unifica y desarrolla. Nuestra imagen de la Naturaleza, siendo

«invadida» (como por ejemplo un ejército enemigo), es equivocada. Cuando

examinamos una de esas invasiones, se parece mucho más a la llegada de un rey a

sus súbditos o de un mahout a su elefante. El elefante puede ponerse furioso, la

Naturaleza de igual modo puede rebelarse. Pero al observar lo que ocurre cuando

la Naturaleza obedece, es casi imposible no concluir que su verdadera

«naturaleza» es someterse. Todo acontece como si hubiera sido concebida

precisamente para esta misión.

Creer que la Naturaleza produjo a Dios, o incluso a la mente humana, es

absurdo como acabamos de ver. Creer que Dios y la Naturaleza son

independientemente existentes por sí mismos es imposible; al menos, el

intentarlo me incapacita por completo a decir que yo estoy pensando nada de

nada. Es cierto que el Dualismo tiene un cierto atractivo teológico: parece hacer

más fácil el problema del mal. Pero si, de hecho, no podemos llevar el Dualismo

hasta el final, esta atractiva promesa no se puede mantener, y además pienso que

hay soluciones mejores al problema del mal. Queda, por consiguiente, la única

respuesta de que Dios creó la Naturaleza. Esta concepción nos proporciona

inmediatamente la relación entre ambos y suprime la dificultad de que tengan

que compartir la «alteridad». También explica la observada situación fronteriza,

en la cual todo se comporta como si la Naturaleza no estuviera rechazando a un

invasor extranjero, sino rebelándose contra un legítimo soberano. Esto, y quizá

solo esto, engrana con el hecho de que la Naturaleza, aunque no aparezca

inteligente, sí es inteligible. Y de que los acontecimientos, aun en las partes más

remotas del espacio, se comporten como si obedecieran las leyes del pensamiento

racional. Incluso el acto de creación en sí mismo no presenta ninguna de las

dificultades intolerables que parecen salimos al encuentro en cada una de las otras

hipótesis. Se da en nuestras mismas mentes humanas algo que refleja una cierta

semejanza con esto. Nosotros podemos imaginar, es decir, podemos causar la

existencia de imágenes mentales de objetos materiales, e incluso de caracteres

humanos y acontecimientos, pero nos quedamos lejos de la creación por dos

razones. En primer lugar, porque nosotros solo podemos combinar elementos

prestados del universo real: nadie puede imaginar un nuevo color primario o un

sexto sentido. En segundo lugar, porque lo que nosotros imaginamos existe solo

para nuestra propia consciencia aunque podamos, por medio de palabras, inducir

a otros a construir por sí mismos imágenes propias en sus mentes que puedan

parecerse en algo a las nuestras. Tenemos que atribuir a Dios ese doble poder de

producir elementos básicos, de inventar no solo colores sino el mismo color, los

sentidos, el espacio, el tiempo y la materia; y además, de imponer lo que Él ha

inventado a las mentes creadas. Esto no me parece una presunción intolerable. Es

ciertamente más fácil que la idea de Dios y Naturaleza como dos entidades

totalmente irrelacionadas, y mucho más fácil que la idea de la Naturaleza

productora de pensamiento válido.

No pretendo que la creación de la Naturaleza por Dios se pueda probar tan

rigurosamente como la existencia de Dios, pero lo considero aplastantemente

probable; tan probable, que nadie que se acerque al problema con mente abierta

mantendría seriamente ninguna otra hipótesis. De hecho, difícilmente se

encuentra a alguien que, habiendo captado la idea de un Dios sobrenatural, le

niegue su función de Creador. Todas las pruebas que tenemos apuntan en esta

dirección y, en cambio, las dificultades brotan a chorros por todos lados si

intentamos presentarlo de otra manera. Ninguna teoría filosófica con la que me

he cruzado hasta ahora es una mejora radical sobre las palabras del Génesis: «En

el comienzo Dios hizo el cielo y la tierra». He dicho mejora «radical», porque la

narración del Génesis, como san Jerónimo dijo hace mucho tiempo, es expuesta

en el estilo «de un poeta popular», o, como podríamos decir, en forma de cuento

folclórico. Pero si lo comparamos con las leyendas similares de otros pueblos —

con todos esos deliciosos absurdos en que los gigantes tienen que ser

descuartizados y las inundaciones disecadas antes de la creación—, la

profundidad y originalidad del hebreo folclore resalta inmediatamente. La idea

de creación en el sentido riguroso de la palabra está aquí plenamente conseguida.


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