Si nuestra argumentación ha sido sensata, los actos de razonamiento no están
intertrabados con el total sistema intertrabado de la Naturaleza, como todas las
demás partes lo están unas con otras. Los razonamientos están conectados con la
Naturaleza de una manera distinta; como el entender una máquina está
ciertamente ligado con la máquina, pero no de la misma manera que las partes de
la máquina lo están unas con otras. El conocimiento de una cosa no es una parte
de esa cosa. En este sentido, algo más allá de la Naturaleza opera cuando quiera
que razonamos. No digo que la consciencia esté necesariamente toda ella en la
misma situación. Placeres, dolores, temores, esperanzas, afectos e imágenes
mentales no tienen por qué estarlo. Ningún absurdo se seguiría por considerar
todo esto como parte de la Naturaleza. La distinción que tenemos que hacer no
es entre «mente» y «materia», mucho menos entre «alma» y «cuerpo» (cuatro
palabras difíciles), sino entre Razón y Naturaleza: la frontera se sitúa no donde
termina el «mundo del más allá» y donde empieza lo que en lenguaje vulgar
llamaríamos «yo mismo», sino entre la razón y toda la masa de eventos no
racionales, sean físicos o psicológicos.
En esta frontera, encontramos gran densidad de tráfico, pero es tráfico de una
sola dirección. Es algo que forma parte de nuestra experiencia cotidiana el ver
cómo los pensamientos racionales nos inducen y nos capacitan para alterar el
curso de la Naturaleza. De la naturaleza física cuando utilizamos las matemáticas
para construir un puente, de la naturaleza psicológica cuando aplicamos
argumentos para alterar nuestras emociones. Solemos tener éxito con más
frecuencia y más completamente al modificar la naturaleza física que al modificar
la psicológica, pero algo conseguimos en los dos campos. Por otra parte, la
Naturaleza es impotente por completo para producir pensamiento racional. No
es que nunca modifique nuestro pensamiento, sino que en el momento que lo
hace, se para ahí, por esta misma razón, porque es racional. Porque cualquier cadena de razonamiento pierde todas las credenciales de racionalidad en el momento en que aparece como resultado total de causas no racionales.
Cuando la Naturaleza intenta (por decirlo así) interferir en los pensamientos
racionales solo logra matarlos. Este es el peculiar estado de cosas en la frontera.
La Naturaleza solo puede penetrar en la razón para matar, en cambio, la Razón
puede invadir a la Naturaleza para coger prisioneros e incluso para colonizar.
Cada uno de los objetos que usted ve delante en este preciso momento —las
paredes, el techo, los muebles, el libro, sus propias manos lavadas, sus uñas bien
cortadas— son testigos de esta colonización de la Naturaleza por la Razón;
porque ninguna de estas cosas estaría en el presente estado si la Naturaleza
hubiera seguido su camino. Y si usted está atendiendo a mi argumentación tan de
cerca como espero, esta atención también proviene de hábitos que la Razón ha
impuesto al vagar natural de la consciencia. Por otra parte, si un dolor de muelas
o una ansiedad está en este preciso momento impidiéndole a usted atender,
entonces la Naturaleza está interfiriendo con su consciencia; pero no para
producir alguna nueva variedad de razonamiento, sino solo (en la medida en que
puede) para suspender la Razón por completo.
En otras palabras, la relación entre Razón y Naturaleza es lo que algunos
llaman una Relación Asimétrica. Fraternidad es relación simétrica, porque si A es
hermano de B, B es hermano de A. Paternidad-filiación es relación asimétrica,
porque si A es el padre de B, B no es el padre de A; la relación entre Razón y
Naturaleza es de este género. La Razón no se relaciona con la Naturaleza como la
Naturaleza se relaciona con la Razón.
Soy perfectamente consciente de lo chocante que los que han sido formados
en el Naturalismo encontrarán este cuadro que empieza o esbozarse. Es
francamente un lienzo en el que la Naturaleza (al menos en la superficie de
nuestro planeta) está perforada o picada de viruelas en toda su extensión por
pequeños orificios desde cada uno de los cuales algo de una entidad diferente a
ella misma —es decir, la razón— puede interferir en ella. Yo solo puedo
suplicarle que considere usted seriamente si su repugnancia instintiva a tal concepción es verdaderamente racional o es solo emocional o estética.
Ya sé que la apetencia por un universo que es todo una pieza, y en el que cada cosa es la misma clase de cosa que cualquier otra cosa — una continuidad, una tela sin costura, un universo democrático— está profundamente asentada en el corazón moderno; en el mío no menos que en el de usted. Pero ¿tenemos alguna evidencia real de que las cosas son así? ¿Estamos confundiendo una probabilidad intrínseca con lo que solo es un afán humano
por orden y armonía? Bacon nos previno hace tiempo de que «el entendimiento
humano es, por su propia naturaleza, inclinado a suponer la existencia de mayor
orden y regularidad en el mundo de lo que en realidad encuentra. Y aunque hay
muchas cosas que son singulares y no encajadas, sin embargo esbozamos para
ellas paralelos, conjugaciones y relaciones que no existen. De aquí la ficción de
que todos los cuerpos celestes se mueven en círculos perfectos» (Novum
Organum, I, 45). Pienso que Bacon tenía razón. La misma ciencia ha hecho que
la realidad aparezca menos homogénea de lo que esperábamos que fuera. El
atomismo newtoniano encajaba mucho más con lo que esperábamos (y
deseábamos) que la teoría física de los quantas.
Si puede usted soportar, aunque solo sea de momento, la imagen de la
Naturaleza que hemos sugerido, consideremos el otro factor, la Razón o ejemplos
de la Razón que atacan a la Naturaleza. Hemos visto que el pensamiento racional
no es parte del sistema de la Naturaleza. Dentro de cada hombre debe de haber
una zona (por pequeña que sea) de actividad que está fuera o es independiente de
la Naturaleza. En relación con la Naturaleza, el pensamiento racional anda «por
su cuenta» o existe «de por sí». De aquí no se sigue que el pensamiento racional
exista absolutamente por sí mismo. Puede ser independiente de la Naturaleza por
ser dependiente de otra cosa. Porque lo que socava las credenciales del
pensamiento no es la simple dependencia, sino la dependencia de lo no racional.
La razón de un hombre ha sido conducida a ver cosas por la ayuda de la razón de
otro hombre, y no es por eso de inferior calidad. Todavía queda abierta una
cuestión: si la razón de cada hombre existe absolutamente de por sí, o si es el
resultado de alguna causa racional; de hecho de alguna otra Razón. Esta otra
Razón podría encontrarse que depende de una tercera, y así sucesivamente, no
importa lo lejos que este proceso se prolongue, con tal de que encontremos que
la Razón proviene de la Razón en cada uno de los pasos. Solo cuando se nos pida
que creamos que la Razón proviene de la no razón es cuando tenemos que gritar
¡Alto!, porque si no lo hacemos todo pensamiento queda desacreditado. Es, por
tanto, evidente que antes o después tenemos que admitir una Razón que existe
absolutamente por sí misma. El problema es si usted o yo podemos ser tal Razón
existente por sí misma.
La cuestión casi se autorresponde en el momento en que recordamos lo que
significa la existencia «por sí misma». Significa ese género de existencia que el
Naturalista atribuye al «espectáculo total» y el Sobrenaturalista atribuye a Dios.
Por ejemplo, lo que existe por sí mismo tiene que haber existido desde toda la
eternidad; porque si alguna otra cosa le pudo hacer a él que empezara a existir,
entonces no existirá por sí mismo, sino por causa de otra cosa. Debe además
existir incesantemente; es decir, no puede cesar de existir y luego empezar de
nuevo. Porque si deja de ser, es evidente que no puede llamarse a sí mismo de
nuevo a la existencia, y si otra cosa lo recrea, sería un ser dependiente de otro.
Pues bien, está claro que mi Razón ha ido creciendo gradualmente desde mi
nacimiento y queda interrumpida durante algunas horas cada noche. Yo, por
consiguiente, no puedo ser la Razón eterna existente por sí misma que ni duerme
ni dormita. Y si algún pensamiento es válido, tal Razón tiene que existir y tiene
que ser la fuente de mi racionalidad imperfecta e intermitente. Por consiguiente,
las mentes humanas no son las únicas entidades sobrenaturales que existen.
Provienen de alguna parte. Cada una ha entrado en la Naturaleza desde la
Sobrenaturaleza; cada una tiene su espíritu radical en un Ser eterno racional
existente por sí mismo, a quien llamamos Dios. Cada una es un disparo o punta
de lanza o incursión de esta realidad Sobrenatural en la Naturaleza.
Algunos levantarían aquí la siguiente pregunta: si la Razón está a veces
presente y a veces no en mi mente, ¿no sería más sensato, en lugar de decir que
«yo» soy un producto de la Razón eterna, decir simplemente que la Razón eterna
opera ocasionalmente en mi organismo, dejándome a mí en mi condición de ser
natural? Un alambre no se convierte en otra cosa superior a un alambre por el
hecho de que una corriente eléctrica pase por él. Pero decir esto, en mi opinión,
es olvidar la condición del razonar. No es un objeto que nos golpea, ni siquiera
una sensación que percibimos. El razonamiento no es algo que «ocurre» en
nosotros; nosotros lo producimos. Cada cadena de pensamientos va acompañada
por lo que Kant llamó «el yo pensante». La doctrina tradicional de que yo soy una
criatura a quien Dios ha dado la razón pero que es distinta de Dios, me parece
mucho más filosófica que la teoría de que lo que parece ser mi pensamiento es
Dios pensando a través de mí. Desde ese otro punto de vista, es muy difícil
explicar lo que pasa cuando yo pienso correctamente, pero llego a una conclusión
falsa porque he sido mal informado de los hechos. Cómo Dios —que hay que
suponer que conoce los hechos reales— se tendría que tomar la molestia de
efectuar algunos de Sus perfectamente racionales pensamientos a través de una
mente proclive a producir error, es algo que no entiendo. Ni mucho menos
entiendo si todo «mi» pensamiento válido es realmente pensamiento de Dios,
tendría Él que equivocarse por causa del mío o hacer que yo me equivocase
tomándolo por mío. Me parece mucho más de acuerdo con la realidad que los
pensamientos humanos no son de Dios, sino iluminados por Dios.
No pretendo dar una doctrina completa sobre el hombre; y nada más lejos de mi intención que pasar de contrabando una argumentación sobre la «inmortalidad del alma». Los más antiguos documentos cristianos muestran un asentimiento de pasada y sin excesivo relieve a la convicción de que la parte sobrenatural del hombre sobrevive a la muerte del
organismo natural. Se interesan poco por el asunto. Lo que les interesa
intensamente es la restauración o «resurrección» de toda la criatura por un acto
divino milagroso. A estas alturas, el elemento sobrenatural del hombre solo nos concierne como prueba de que existe algo más allá de la Naturaleza. La dignidad y el destino del hombre por el momento no tiene nada que ver con la argumentación. Nos interesamos en el hombre solo porque su racionalidad es el pequeño recadero que atraviesa la
Naturaleza para decirnos que hay algo por detrás o por debajo de ella.
En un estanque cuya superficie estuviera completamente cubierta de suciedad
y vegetación flotante, podría haber algunos nenúfares. Podríamos fijarnos en su
belleza. Pero podría también llamar nuestra atención el hecho de que, por su
estructura, nos sería posible deducir que debían de tener unos tallos debajo
prolongados en raíces hasta el fondo. El Naturalista piensa que el estanque, es
decir la Naturaleza (el gran acontecimiento en el espacio y el tiempo), tiene una
profundidad indefinida; que no hay nada más que agua por mucho que
profundicemos. Mi afirmación es que algunas de las cosas en la superficie (esto
es, en nuestra experiencia) muestran lo contrario. Estas cosas (mentes racionales)
revelan, tras una observación, que ellas al menos no están flotando, sino unidas
por tallos al fondo. Por tanto, el estanque tiene fondo. No es estanque, estanque
sin fin. Desciende lo suficientemente profundo y llegarás a algo que no es
estanque… fango, arena, después roca y, al final, toda la masa de la tierra y del
fuego subterráneo.
Al llegar a este punto, resulta tentador comprobar si el Naturalismo tiene
alguna salvación. Se puede ser Naturalista y sin embargo creer en un cierto Dios… una cierta consciencia cósmica erigida por «el espectáculo total»; lo que podríamos llamar un Dios Emergente. ¿No nos proporcionaría un Dios Emergente todo lo que buscamos? ¿Es absolutamente necesario presentar un Dios supernatural, distinto y fuera de todo el sistema
intertrabado? (Advierte, lector moderno, cómo tu espíritu se levanta, cuánto más
cómodo te sientes con un Dios emergente que con un Dios trascendente; cómo
te parece menos primitiva, rechazable e ingenua la concepción emergente).
Pero lo siento, esto no sirve. Podría ser admisible que cuando todos los
átomos llegaran a una cierta relación (a la cual necesariamente tuvieran que llegar
antes o después) dieran origen a una consciencia universal. Y que esta consciencia
universal pudiera tener pensamientos que a su vez pasaran a través de nuestras
mentes. Pero desgraciadamente esos propios pensamientos, en esta suposición,
serían productos de causas no racionales, y consiguientemente, por la regla que
usamos a diario, no tendrían validez alguna. Esta mente cósmica sería,
exactamente igual que nuestras propias mentes, el producto de una Naturaleza
sin mente. Así no hemos evadido la dificultad recientemente expuesta. La mente
cósmica es solución solo si la situamos en el comienzo, si suponemos que es, no
el producto del sistema total, sino el Hecho básico, original existente por sí
mismo. Claro está que admitir ese género de mente cósmica es admitir un Dios
fuera de la Naturaleza, un Dios trascendente y sobrenatural. Este camino, que
podría parecer una escapatoria, en realidad nos lleva circularmente al punto de
partida.
Hay, pues, un Dios que no es parte de la Naturaleza. Pero nada se ha dicho
hasta ahora de que Él la haya creado. ¿Podrían Dios y la Naturaleza ser ambos
existentes por sí mismos y totalmente independientes el uno de la otra? Si usted
lo cree así, es un dualista y mantiene una visión que reconozco ser más seria y
más razonable que cualquier otra forma de Naturalismo. Se puede ser muchas
cosas peores que dualista; pero creo que el Dualismo es falso. Se da una tremenda
dificultad al concebir dos cosas que simplemente coexisten sin tener ninguna otra
relación. Si esta dificultad nos pasa a veces inadvertida, es porque somos víctimas
del pensamiento pictórico. En realidad, los imaginamos hombro con hombro en
cierto género de espacio. Pero, evidentemente, si ambos estuvieran en un espacio
común, o en un común tiempo o en cualquier otro tipo de medio compartido,
cualquiera que este fuera, ambos serían partes del mismo sistema, de hecho, de la
misma «Naturaleza». Aunque consigamos eliminar tal imagen, el mero hecho de
intentar pensar en ellos como juntos nos hace resbalar sobre la verdadera
dificultad, porque desde este momento en cualquier caso nuestra propia mente se
convierte en ese medio común. Si pueden darse tales cosas que se limiten a
compartir su «alteridad», si hay cosas que se reducen a coexistir y nada más, es en
cualquier caso una concepción que mi mente no puede formar. Y en el presente
estudio parece especialmente gratuito intentar formarla, porque ya conocemos
que Dios y Naturaleza han llegado a una cierta relación. Tienen como mínimo
una relación —al menos en cierto sentido una frontera común— en cada mente
humana.
Las relaciones que surgen en esta frontera son, ciertamente, de una especie
peculiar y complicada. Esa punta de lanza del Sobrenatural a la que llamo «mi
razón» se entreteje con cada uno de mis elementos naturales —mis sensaciones,
emociones y todo lo demás— tan completamente que denomino a ese
entramado con una sola palabra: «yo». Además queda lo que he denominado el
carácter asimétrico de las relaciones fronterizas. Cuando el estado físico de mi
cerebro domina a mi pensamiento, solo produce desorden. En cambio, mi
cerebro no se deteriora cuando es dominado por la razón, ni tampoco se
deterioran mis emociones y sensaciones. La Razón salva y fortifica todo mi
sistema psicológico y físico, mientras que la rebeldía contra la Razón destruye
ambas cosas: a la Razón y a sí mismo. La metáfora militar de la punta de lanza ha
sido poco acertada. La Razón sobrenatural entra en mi ser natural no como un
arma, sino más bien como un rayo de luz que ilumina, o como un principio de
organización que unifica y desarrolla. Nuestra imagen de la Naturaleza, siendo
«invadida» (como por ejemplo un ejército enemigo), es equivocada. Cuando
examinamos una de esas invasiones, se parece mucho más a la llegada de un rey a
sus súbditos o de un mahout a su elefante. El elefante puede ponerse furioso, la
Naturaleza de igual modo puede rebelarse. Pero al observar lo que ocurre cuando
la Naturaleza obedece, es casi imposible no concluir que su verdadera
«naturaleza» es someterse. Todo acontece como si hubiera sido concebida
precisamente para esta misión.
Creer que la Naturaleza produjo a Dios, o incluso a la mente humana, es
absurdo como acabamos de ver. Creer que Dios y la Naturaleza son
independientemente existentes por sí mismos es imposible; al menos, el
intentarlo me incapacita por completo a decir que yo estoy pensando nada de
nada. Es cierto que el Dualismo tiene un cierto atractivo teológico: parece hacer
más fácil el problema del mal. Pero si, de hecho, no podemos llevar el Dualismo
hasta el final, esta atractiva promesa no se puede mantener, y además pienso que
hay soluciones mejores al problema del mal. Queda, por consiguiente, la única
respuesta de que Dios creó la Naturaleza. Esta concepción nos proporciona
inmediatamente la relación entre ambos y suprime la dificultad de que tengan
que compartir la «alteridad». También explica la observada situación fronteriza,
en la cual todo se comporta como si la Naturaleza no estuviera rechazando a un
invasor extranjero, sino rebelándose contra un legítimo soberano. Esto, y quizá
solo esto, engrana con el hecho de que la Naturaleza, aunque no aparezca
inteligente, sí es inteligible. Y de que los acontecimientos, aun en las partes más
remotas del espacio, se comporten como si obedecieran las leyes del pensamiento
racional. Incluso el acto de creación en sí mismo no presenta ninguna de las
dificultades intolerables que parecen salimos al encuentro en cada una de las otras
hipótesis. Se da en nuestras mismas mentes humanas algo que refleja una cierta
semejanza con esto. Nosotros podemos imaginar, es decir, podemos causar la
existencia de imágenes mentales de objetos materiales, e incluso de caracteres
humanos y acontecimientos, pero nos quedamos lejos de la creación por dos
razones. En primer lugar, porque nosotros solo podemos combinar elementos
prestados del universo real: nadie puede imaginar un nuevo color primario o un
sexto sentido. En segundo lugar, porque lo que nosotros imaginamos existe solo
para nuestra propia consciencia aunque podamos, por medio de palabras, inducir
a otros a construir por sí mismos imágenes propias en sus mentes que puedan
parecerse en algo a las nuestras. Tenemos que atribuir a Dios ese doble poder de
producir elementos básicos, de inventar no solo colores sino el mismo color, los
sentidos, el espacio, el tiempo y la materia; y además, de imponer lo que Él ha
inventado a las mentes creadas. Esto no me parece una presunción intolerable. Es
ciertamente más fácil que la idea de Dios y Naturaleza como dos entidades
totalmente irrelacionadas, y mucho más fácil que la idea de la Naturaleza
productora de pensamiento válido.
No pretendo que la creación de la Naturaleza por Dios se pueda probar tan
rigurosamente como la existencia de Dios, pero lo considero aplastantemente
probable; tan probable, que nadie que se acerque al problema con mente abierta
mantendría seriamente ninguna otra hipótesis. De hecho, difícilmente se
encuentra a alguien que, habiendo captado la idea de un Dios sobrenatural, le
niegue su función de Creador. Todas las pruebas que tenemos apuntan en esta
dirección y, en cambio, las dificultades brotan a chorros por todos lados si
intentamos presentarlo de otra manera. Ninguna teoría filosófica con la que me
he cruzado hasta ahora es una mejora radical sobre las palabras del Génesis: «En
el comienzo Dios hizo el cielo y la tierra». He dicho mejora «radical», porque la
narración del Génesis, como san Jerónimo dijo hace mucho tiempo, es expuesta
en el estilo «de un poeta popular», o, como podríamos decir, en forma de cuento
folclórico. Pero si lo comparamos con las leyendas similares de otros pueblos —
con todos esos deliciosos absurdos en que los gigantes tienen que ser
descuartizados y las inundaciones disecadas antes de la creación—, la
profundidad y originalidad del hebreo folclore resalta inmediatamente. La idea
de creación en el sentido riguroso de la palabra está aquí plenamente conseguida.
Comments