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Foto del escritorAmenhotep VII

Mozart: Un Ilustrado - Tzvetan Todorov



¿Qué es la Ilustración? En diciembre de 1784 el más famoso filósofo alemán de la época, Immanuel Kant, publica una respuesta a esta pregunta en una revista berlinesa dirigida al gran público cultivado. A grandes rasgos dice que es el paso de ser menor a ser mayor de edad, de la infancia a la edad adulta. La mayor parte del tiempo los seres humanos se dejan dirigir por reglas y preceptos que vienen de fuera, como las tradiciones, las sociedades en las que viven y los poderosos del momento, pero podrían ocuparse de sus asuntos, modificar su destino y elegir por sí mismos las leyes que quieren obedecer. Un hombre ilustrado es aquel que prefiere la libertad de su razón y de su voluntad a la sumisión. Este hombre que por fin es adulto se reconoce en todos los demás habitantes del mundo y coloca en la cima de sus valores la alegría sencillamente humana. En diciembre de 1784, Mozart, que tiene veintiocho años, es admitido en la logia masónica que ha elegido, llamada Zur Wohltätigkeit, A la Beneficencia. La francmasonería vienesa se siente muy próxima al espíritu de la Ilustración, y defiende la tolerancia entre las religiones y la fraternidad entre los hombres. En esos momentos y en ese lugar ser masón no significa estar en contra de la Iglesia, hasta el punto de que algunos sacerdotes católicos también lo son. Al propio Mozart no le gustan los ateos y dice estar orgulloso de su fe. «Sé que soy tan religioso que nunca podría hacer nada que no pudiera hacerse público ante el mundo entero». Pero se trata de una fe como la practican los ilustrados, que no se preocupan de las particularidades de los ritos y colocan todas las religiones en pie de igualdad. Como decía unos años antes (en 1777) Lessing, otro francmasón y también gran defensor de la Ilustración: «Poco importa lo que le sucede a la religión cristiana. Basta con que los hombres se atengan al amor cristiano». Mozart comparte muchos rasgos con otros defensores de la Ilustración. Como ellos, siente que pertenece a todo el espacio europeo, sin prejuicios nacionalistas. Habla cuatro lenguas —alemán, italiano, francés e inglés—, absorbe todas las tradiciones y viaja con frecuencia. «Se es de verdad una pobre criatura si no se viaja (al menos los que se dedican a las artes y a las ciencias)». Es, como ellos, un cosmopolita, pero al mismo tiempo sabe que el camino más corto hacia la universalidad pasa por profundizar en la tradición local, y por ello está empeñado en crear una ópera propiamente alemana, lo que consigue con La flauta mágica. Como ellos, quiere sintetizar todo lo que lo ha precedido (en su caso, en el ámbito de la música). Y como ellos, cree que el saber contribuye a emancipar a los hombres: «Vivimos en este mundo para aprender cada vez con mayor ardor, para iluminarnos unos a otros mediante el intercambio de ideas y para esforzamos siempre en hacer progresar todavía más las ciencias y las artes». Mozart hace su gran gesto de autonomía, su acción propiamente adulta, en 1781. Contra el consejo de su padre, decide dejar a su patrono, el poderoso arzobispo de Salzburgo Coloredo, para escapar del humillante trato que reciben los empleados de la casa (donde tratan al compositor como a un lacayo). «Nadie puede exigirme algo que me perjudica», escribe a su padre, y se responsabiliza de este gesto revolucionario como un individuo libre. «Sólo debo escuchar a mi razón y a mi corazón, así que no necesito a una dama o a una persona de calidad para hacer lo que es justo y bueno, lo que no es ni demasiado ni demasiado poco. Lo que ennoblece al hombre es el corazón, y aunque no soy conde, quizá tengo más honor en el cuerpo que muchos condes». Los hombres nacen libres e iguales, y Mozart no quiere avergonzarse por no pertenecer a las clases privilegiadas. «No somos ni nobles ni de alta cuna, ni gentilhombres ni ricos, sino de baja extracción, malvada y pobre». Poco importa: «Nuestra riqueza se agota con nosotros, porque la tenemos en la cabeza». Mozart quiere a los individuos por lo que son, no por lo que representan, y sabe reconocer las cualidades de los humildes y de los marginados. Los criados —y él es uno de ellos— merecen tanto respeto como los señores. «Los mejores amigos, los más fieles, son los pobres. Los ricos nada saben de la amistad». Hay que decir que la amistad y el amor son las experiencias que Mozart más valora en la vida. Celebra el amor en su plenitud, como alegría de los sentidos y placer de los sentimientos. Sus cartas a Constance, su mujer, muestran que los vínculos conyugales y las consideraciones racionales no ponen trabas a la sensualidad y la ternura, y lo mismo sucede con la preocupación por sus hijos, de la que Mozart da también testimonio. El amor, tema de todas sus óperas, es indispensable para la creación: «Ni la gran inteligencia, ni la imaginación, ni las dos juntas convierten a alguien en genio. El alma del genio es amor, amor y amor», escribe. Los personajes de sus óperas buscan la felicidad no en la sumisión al dogma religioso, sino en un amor totalmente terrenal. Aunque la biblioteca de Mozart no es muy grande, contiene varias obras de filosofía, entre ellas el Fedón de Moses Mendelssohn, otro defensor de la Ilustración, amigo de Lessing y compañero de Kant. Quizá ahí es donde Mozart encontró una de las fuentes de la reflexión que dirige un día a su padre para protegerlo del miedo a la muerte. Cree que la muerte es definitiva e irreversible, pero esta creencia no lo desespera, sino que llega a la convicción que hay que vivir aquí y ahora, que debe buscarse la felicidad en la vida terrenal. «Nunca me voy a dormir sin pensar (por joven que sea) que quizá mañana no estaré aquí, y ninguno de mis conocidos puede decir que sea de talante apesadumbrado o triste. Todos los días doy gracias a mi Creador por esta felicidad y se la deseo de todo corazón a mis semejantes». La imagen que se tiene de Mozart es la de un niño caprichoso, prodigio musical a los cinco años y genio sin saberlo. En realidad representa más bien, y de forma destacada, el ideal al que aspira la Ilustración: el adulto totalmente responsable de la vida y de la obra que construye.

Esplendor y miseria de eros Para Mozart la ópera es el género musical supremo, y por eso sueña con componerlas. «Mi mayor deseo: escribir óperas». «Envidio a cualquiera que escriba una». Sólo con pensarlo siente que un fuego le recorre todo el cuerpo. «Mi objetivo es la ópera». Pero la ópera desborda la música, dado que incorpora imagen, teatro y sobre todo texto. Aunque Mozart no escribe los libretos de sus óperas, tiene las ideas muy claras sobre el papel de las palabras: el compositor debe ser el maestro, es a él al que le corresponde trazar las grandes directrices, pero al mismo tiempo su música debe seguir tanto como sea posible el sentido de las palabras. El poeta se somete al compositor, pero la música está al servicio de las palabras. Así, interviene constantemente en la escritura de los libretos, en especial en el de Schikaneder para La flauta mágica y en los de Lorenzo da Ponte (la trilogía «erótica»: Las bodas de Fígaro, Don Giovanni y Così fan tutte), y cabe observar que ninguno de los demás libretos que compuso Da Ponte alcanza la calidad de estos tres. Por eso podemos considerar que Mozart es el responsable de la totalidad de sus óperas, no sólo de la partitura musical, y con toda la razón buscaremos sobre todo en ellas la expresión de su pensamiento. Suya es la idea de componer una ópera a partir de una obra de teatro que en esos momentos da mucho que hablar. Da Ponte cuenta en sus Memorias: «Hablando un día con él, me preguntó si me costaría mucho convertir en drama la comedia de Beaumarchais Las bodas de Fígaro». Se estrenó en París en 1784, tras haber estado prohibida durante varios años. Tampoco en Viena se autorizó representarla, pero Da Ponte le asegura que conseguirá la benevolencia imperial. Para ello corta varios pasajes que se consideran especialmente subversivos, aunque conserva el espíritu general de la obra. En mayo de 1786 se representa en Viena la ópera de Mozart. Los aspectos políticos de la obra están algo atenuados en la adaptación musical, pero no ausentes, y es probable que fueran los que en un principio motivaran la elección de Mozart. Consciente de pertenecer también él, desde el punto de vista social, a la clase de los criados, a los que se trata sin miramientos y que incluso pueden llegar a recibir una patada de los nobles a los que sirven, Mozart no puede evitar sentir simpatía por esta historia en la que un criado desbarata los planes de su señor, el conde. Tanto en la obra como en la ópera, los señores y los criados están al mismo nivel, aunque son estos últimos los que poseen inteligencia y nobleza de corazón. Son también los personajes que están más tiempo en escena, y Mozart les asigna las mejores arias. La ópera muestra el triunfo del criado Fígaro y de la doncella Susana, y la humillación de su señor, el conde. Sin embargo, el centro de gravedad de las Bodas está en otra parte. Es una ópera sobre el amor. No el amor-caridad, que recomienda la Iglesia cristiana, ni el amoralegría, característico de las relaciones entre padres e hijos, o entre amigos, o algunas veces entre amantes, sino el amor-deseo, el que parte de una carencia y vive mientras ésta dura, el que extinguen los éxitos y encienden los obstáculos. Se trata de la búsqueda de una seducción que debe culminar una conquista. En esta ópera, como en las demás obras que escribió en colaboración con Da Ponte, se trata de eros. Las Bodas, que es la primera, anuncian y preparan las dos siguientes («Così fan tutte», canta Basilio; en cuanto al conde e incluso al joven Querubín, comparten muchos de los rasgos de Don Juan, salvo la brutalidad, porque las violaciones y las palizas ya no se adaptan a la mentalidad de su tiempo). Todos los personajes de la ópera ponen en práctica la lógica del deseo, que uno tras otro van ilustrando y desmenuzando, tanto Fígaro, que sólo piensa en casarse, como Susana, que rechaza las proposiciones del conde, e incluso Marcelina, esa Yocasta de comedia. El juego erótico se juega siempre a tres bandas. Entre el sujeto y el objeto de deseo suele inmiscuirse un rival. La primera figura de este juego es el intento de seducción, y la dificultad procede de la ausencia inicial de reciprocidad. Se desea a alguien que a su vez desea a otro. Así, Barbarina querría atrapar a Querubín, que suspira por la condesa, que sueña con el conde, que persigue a Susana, que espera casarse con Fígaro… Por otra parte, Marcelina quiere echar mano a Fígaro, que querría casarse con Susana. Si el objeto de deseo estuviera dispuesto a responder a la demanda, el amor se detendría, y por eso el conde se aburre con la condesa. La segunda figura son los celos, que provoca el deseo del rival, aunque uno mismo no sienta el menor deseo. Al conde le preocupa poco la condesa, pero no soporta la idea de que otro —Querubín, Fígaro o algún vasallo— le haga la corte. Podemos imaginar que el carácter voluble del conde mantiene vivo el deseo de la condesa. Ser infiel y exigir celosamente fidelidad se ajusta sin duda a la lógica de eros. La envidia es la tercera figura. Si no podemos conseguir los favores de una persona, al menos debemos impedir que otro pueda gozar de ellos. Como el conde no logra los favores de Susana, intenta hacer fracasar su boda con Fígaro, y por eso favorece las pretensiones de Marcelina. La envidia conduce a la venganza. Como se ha sufrido, se hará sufrir, y la desgracia del rival compensa la propia ausencia de felicidad. La lógica de eros exige que amemos más el amor en sí que a la persona amada, que prefiramos nuestro estado de excitación y carencia al bienestar que ofrecemos al otro. Al conde le da igual la identidad de la mujer a la que intenta seducir, siempre y cuando sea cada vez una distinta. Querubín está dispuesto a hacer la corte a Barbarina, a Susana y a la condesa el mismo día, porque todas las mujeres le hacen palpitar. Canta el elogio del amor, no de la mujer a la que ama. Su verdadero placer es sufrir por amor. Cuando Susana finge que es una coqueta para castigar un poco a Fígaro, no elogia a un rival, sino la alegría que surge del amor, del placer y del gozo, y poco importa quién sea el pretexto. En una escena parecida es en la que Basilio concluye replicando «Così fan tutte», una ley universal. Mozart no se limita a mostrar la influencia general del deseo, gran ordenador de las conductas humanas, sino que pone también de manifiesto la vanidad. Aunque el conde no va al infierno, como Don Juan, será humillado por su insaciabilidad erótica. La incesante búsqueda de nuevas conquistas y las infidelidades resultantes son condenadas no por inmorales, sino porque resultan frustrantes. Es una carrera de espejismos que hace que cada quien acabe solo consigo mismo. Pero Mozart no pretende decir que el deseo es una ilusión. Conoce su poder, aunque no ve en él sabiduría alguna. La sabiduría aconsejaría no huir de él, sino ser consciente de su carácter mecánico. Sólo así es posible liberarse de su influencia. Al final tanto de las Bodas como de Così fan tutte empezamos a observar otra actitud: dejar de engañarnos sobre las virtudes de los seres humanos y ser lúcidos respecto de las propias debilidades, pero perdonarlas, ya que también pueden enseñarnos a no ser meros juguetes en manos de eros. El perdón se opone a la venganza. No querer perdonar, mantenerse intransigente, como querría el conde, es indicio de ceguera, de que seguimos prisioneros de la lógica de eros. Entre Fígaro, que quiere vengar a todos los maridos, y Marcelina, que quiere que perdonen a todas las mujeres, Mozart se queda con Marcelina. Ser consciente de la propia vulnerabilidad y de la de los demás —y es el caso no sólo del conde, sino también de la condesa, de Susana e incluso de Fígaro— es el primer indicio de que se ha adquirido fuerza. Ninguno de nosotros es perfecto, y ninguno es del todo malo. Todos exigimos de los demás la fidelidad, pero no estamos exentos de tentaciones. La experiencia hace mejores a estos personajes, y el conocimiento los lleva hacia la libertad y a la vez hacia la clemencia, ya que al ser conscientes de sus propias debilidades, les cuesta menos perdonar las de los demás. La ópera concluye no con la alegría triunfal, como las que coronan las batallas ganadas, sino con la alegría tranquila y serena. La verdadera conquista consiste no en acumular victorias (mille e tre) y sitiar las infidelidades, sino en superar el deseo que no puede llegar a satisfacerse y querer la simple presencia del otro. Entre la luz divina y las luces humanas La flauta mágica es la última ópera de Mozart, que concluyó y estrenó pocos meses antes de morir. ¿Cómo entender el sentido de este testamento musical? La obra nos depara varias sorpresas. En un principio creemos que se trata de uno de los esquemas narrativos más trillados del cuento de hadas: un joven príncipe, Tamino, debe liberar a la princesa, Pamina, prisionera en un reino lejano, para devolverla a su madre y poder casarse con ella. Saldrá a buscarla acompañado por un criado, Papageno, y se llevará consigo dos instrumentos mágicos que le han concedido, una flauta y unas campanillas. Guiado por seres al servicio de poderes sobrenaturales, tres damas y tres muchachos, se verá sometido a diversas pruebas que mostrarán sus cualidades. Sin embargo, en cuanto nuestros personajes han entrado en el reino donde está encerrada Pamina, el relato cambia de sentido y de estilo, y el cuento de hadas queda sustituido por un relato iniciático de inspiración masónica. Tamino descubre entonces que la búsqueda que ha emprendido es muy diferente. Su objetivo ya no es liberar a la princesa, sino alcanzar la sabiduría, «rasgar las tinieblas y percibir la luz divina», como le revela Sarastro, el señor de ese reino. En lugar de consagrarse al amor a Palmira y a su propia felicidad, Tamino se hace siervo de un culto religioso. Pamina se une a él, pero ya no se dedican el uno al otro, sino que en adelante deben atender los misterios y la felicidad de Isis. A primera vista La flauta mágica no parece encajar con el espíritu ilustrado que imperaba en la trilogía realizada con la colaboración de Da Ponte. A Sarastro, al que se supone una encarnación de la sabiduría y de la perfección, en absoluto parece molestarle la presencia de esclavos en su reino y no duda en infligirles castigos físicos. Se comporta como un déspota que no tiene en cuenta ni la voluntad de sus súbditos, ni sus legítimas aspiraciones (como la de Palmira, que quiere volver con su madre). Sabe mejor que ellos dónde está el bien y se dispone a imponérselo. Siempre está seguro de tener razón y se cree el portavoz de la humanidad. Proclama el perdón, pero practica la venganza. Los habitantes de su reino deben someterse a las normas que ha erigido y a los preceptos divinos que interpreta para ellos. El universo de La flauta mágica, a diferencia del de las óperas anteriores, es maniqueo: la noche y el día, las tinieblas y la luz son sinónimos del mal y del bien, de la aberración y de la sabiduría. La superioridad del espíritu sobre la materia, de Tamino sobre Papageno, no es menos clara. No sólo los malos de La flauta mágica son totalmente malos (y por eso serán aniquilados), sino que además ese «eje del mal» está formado por dos grupos humanos muy concretos: las mujeres y los negros. Estos últimos están representados por Monostatos, el moro, al que se describe en función del esquema blancura = belleza, negrura = fealdad. Su alma no es menos negra que su cara. Lo único que se nos cuenta de él es que es gordo, lúbrico y cruel, y que está dispuesto a traicionar a su amo. También las mujeres pertenecen al oscuro mundo de la noche. Son perezosas y charlatanas, orgullosas y a la vez estúpidas. Su salvación sólo puede proceder de los hombres, a los que deben someterse. Y los hombres, por supuesto, deben cultivar las virtudes específicamente viriles. Aquí ya no se honra el amor humano. Pamina quiere a su madre, la Reina de la Noche, que también quiere a su hija. Sarastro nada tiene que ver con esta historia. El amor entre Pamina y Tamino se diluye en el servicio común que deben a Isis. Por último, el conocimiento accesible a todos queda desatendido en favor de la gnosis, saber secreto reservado sólo a los iniciados. A Tamino lo expulsan de los templos de la Razón y de la Naturaleza, dos palabras claves en la Ilustración, y se ve orientado hacia el de la Sabiduría, que detentan los sacerdotes y está destinado a unos pocos elegidos. Las luces de la Ilustración, de haberlas, son ahora una sola luz. Sin embargo, La flauta mágica no se reduce a este único mensaje. Se afirma también otro ideal, como si Mozart sugiriera que dos vías complementarias conducen a la realización personal, una sagrada y una profana, una reservada a los elegidos y otra abierta a todos, una que pasa por la iniciación a los misterios, y la otra, que lo hace por el amor puramente terrenal. Por eso en el final de cada acto resuena la misma fórmula: «La tierra será el reino de los cielos, y los mortales serán como dioses», lo que se ajusta a la consigna de la Ilustración humanista, en la que la existencia humana ya no está sometida a un orden superior. Pero sobre todo a partir del personaje de Papageno se introduce una visión del mundo diferente de la de Sarastro. Papageno no es sólo el criado cómico del noble señor, el comilón, bebedor y perseguidor de mujeres que por contraste hace que destaque la elevación espiritual de Tamino, como Sancho Panza respecto de Don Quijote. Es cierto que sus alegrías son exclusivamente materiales. Las pruebas de Tamino no le interesan lo más mínimo y prefiere quedarse con los demás hombres y compartir su destino. Pero Papageno representa también, mucho más que cualquier otro personaje, la elección del amor como valor supremo. Lo expresa en especial durante dos dúos. En el primero está con Pamina: amar es el primer deber de los hombres y las mujeres, su mayor alegría, y amando alcanzan la perfección e incluso acceden a la divinidad. El segundo dúo lo canta con Papagena (mientras que a Tamino y Pamina no les corresponde un dúo de amor final). Ambos no se limitan a declararse amor, sino que además introducen el tema, tan raro en la ópera, del amor de sus (futuros) hijos, que son la felicidad de sus padres. ¿Qué piensa Mozart de Papageno? Algunos testimonios ilustran sus sentimientos ambivalentes respecto de él. Durante una representación de La flauta mágica, acompaña a un espectador que sólo es sensible a las escenas de payasadas y no deja de reírse, pasando por alto el sentido más elevado de la búsqueda espiritual. Mozart se enfada y cuenta a su mujer que «lo llamé Papageno». Sin embargo, cuando leemos la carta en la que Mozart, diez años antes, explica a su padre por qué ha decidido casarse con Constanza, nos da la impresión de que estamos escuchando la voz de Papageno. En primer lugar está el deseo sexual; en segundo, las comodidades materiales, y en tercero, la realización personal que se produce en el amor, no porque Constanza sea la más guapa, ni porque sea la más inteligente, sino porque ella lo ama y él puede devolverle ese amor. En su última carta, dirigida a Constanza, Mozart vuelve a parecerse a Papageno. En ella expresa sus inquietudes por los estudios de su hijo Karl Thomas. Y sólo unos días antes de su muerte, postrado en la cama y débil, canturrea por última vez, y lo que canturrea es la gran aria de Papageno: «Soy el pajarero, aquí estoy…». Los demás personajes de La flauta mágica se distribuyen en función de los esquemas maniqueos del blanco y el negro, pero Papageno conserva la ambivalencia que para Mozart caracteriza a la condición humana. Aunque la flauta aparece en el título de la ópera, desempeña un papel muy pequeño en la acción. ¿A qué se debe este honor? A que es un instrumento, y por lo tanto representa la música, mediante la cual pueden aumentar la felicidad y la alegría de los hombres. Para Mozart, como más tarde para algunos románticos, la música no es lo contrario de la vida, el puro espíritu por fin despegado de la torpeza material. Es más bien el resultado y la realización de la vida misma, alegría de los sentidos y de la mente al mismo tiempo. En ese año de 1791, en el que escribe su última ópera, año en el que está inmerso en su Réquiem y obsesionado por sombríos presentimientos, piensa a menudo en la muerte. Frente a ella coloca la música, que no la niega, pero la trasciende. Expresa su convicción en La flauta mágica, la certeza de que el poder de la música, des Tones Macht, atravesará felizmente la oscura noche de la muerte, des Todes Nacht. ¡Cuánta razón tenía!

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