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Foto del escritorAmenhotep VII

Misterios - Hermann Hesse



De vez en cuando el poeta, y seguramente muchos otros hombres, siente la

necesidad de olvidar durante un rato las simplificaciones, sistemas, abstracciones y

otras mentiras totales o parciales y contemplar el mundo tal como realmente es, es

decir, como un sistema de conceptos muy complicado, pero en definitiva descifrable

y comprensible, sino como la selva virgen de misterios sobrecogedores, siempre

nuevos y totalmente incomprensibles que en realidad. Por ejemplo, todos los días

vemos los llamados acontecimientos mundiales presentados el periódico, sobre papel,

visibles, reducidos a dos dimensiones, desde las tensiones entre Oriente y Occidente

hasta la investigación del potencial bélico japonés, desde la curva del índice de

armamento hasta la aseveración de un ministro de que precisamente el peligro y la

dinámica increíble de más recientes armas de guerra conducirá a deponer dichas

armas y transformarlas en rejas de arado, y aunque nosotros sabemos que todo esto

no a realidades, sino en parte mentiras y en parte artimañas de juglar en una lengua

surrealista, divertida, inventada e irresponsable, esta imagen mundial repetida

cotidianamente, aunque de un día para otro se contradiga de manera tan flagrante, nos

produce cada vez un cierto placer o nos comunica una cierta tranquilidad, porque

durante unos momentos el mundo parece realmente plano, visible sin misterios, y

dispuesto a dar cualquier explicación que interese a los suscriptores. Y el periódico es

sólo uno entre mil ejemplos, no ha inventado la falsificación del mundo y la

supresión de los misterios ni es su único practicante y beneficiario. No, del mismo

modo que el suscriptor, cuando ha echado una ojeada al periódico, goza de la ilusión

de saber qué ha ocurrido en el mundo durante veinticuatro horas, y que en el fondo no

ha pasado nada que no hubieran pronosticado en parte los inteligentes redactores en

el número del jueves, así también cada uno de nosotros pinta o falsea todos los días y

todas las horas la selva virgen de los misterios como un bonito jardín o como un

mapa plano y detallado, el moralista con ayuda de sus máximas, el religioso con

ayuda de su fe, el ingeniero con ayuda de su calculador, el pintor con ayuda de su

paleta y el poeta con ayuda de su modelos e ideales, y, cada uno de nosotros vive

satisfecho y tranquilo en su mundo ilusorio y en su mapa hasta que la rotura de un

dique o alguna tremenda revelación provoca la irrupción repentina de la realidad, de

lo inaudito, de la belleza o la fealdad sobrecogedoras, y se siente irremediable y

mortalmente atrapado. Esta situación, esta revelación o este despertar, esta vida en la

realidad desnuda no dura nunca mucho, lleva la muerte consigo; cuando un hombre

es atacado por ella y lanzado al temible remolino, dura solamente lo que un hombre

puede soportar, y entonces termina con la muerte o con la desordenada huida hacia lo

ilusorio, lo soportable, lo ordenado, lo comprensible. En esta soportable y tibia zona

de los conceptos, los sistemas y las alegorías, vivimos nueve décimas partes de

nuestra vida. Así vive el hombre insignificante, satisfecho y tranquilo, aunque tal vez

haciendo rechinar los dientes, en su casita o en su apartamento, con un techo sobre la

cabeza y la tierra bajo sus pies, y más lejos, con un recuerdo del pasado, de su origen,

de sus abuelos, que casi todos eran y vivían como él, y a su alrededor, con un orden,

un Estado, una ley, un derecho, un ejército hasta que todo, en un instante, desaparece

y se hunde el orden y el derecho en el fracaso y el caos, la tranquilidad y el bienestar

en una amenaza de muerte, hasta que todo este mundo ilusorio, tan seguro, respetable

y digno de confianza, desaparece entre llamas y cascotes y no queda nada que lo

inaudito, la realidad. Lo inaudito e incomprensible, lo terrible y, en su realidad, tan

convincente, podemos llamarlo Dios, pero el nombre no nos facilita insuma

comprensión, explicación ni serenidad. El conocimiento de la realidad, que siempre

es sólo momentáneo, puede obtenerse mediante la lluvia de bombas de una guerra,

mediante aquellas mismas armas que, según las palabras de muchos ministros, nos

obligarán algún día a fabricar con ellas rejas de arado; para el individuo es suficiente

a veces una enfermedad, una desgracia ocurrida a su alrededor, y a veces también una

momentánea desaparición de su estado de ánimo, el despertar de una pesadilla, una

noche de insomnio, para enfrentarte a lo ineludible y obligarle durante un rato a poner

en duda todo el orden, todo el bienestar, toda la seguridad toda la fe, toda la sabiduría.

Ya basta, todo el mundo lo sabe, cada uno de nosotros conoce lo ocurrido aunque

la experiencia le haya rozado sólo una vez o pocas veces, y crea que ha pasado y que

ha conseguido olvidarla. Pero la experiencia volverá y aunque la consciencia la

cubra, la filosofía o la fe la desmienta y el cerebro la deseche, se ocultará en la

sangren en el hígado, en el dedo gordo del pie, y un día, inevitablemente, reaparecerá

con la misma fuerza y claridad. Por otra parte, yo no querría filosofar más sobre lo

real, sobre la selva virgen de los misterios, sobre lo numinoso y otros nombres de la

experiencia; esto compete a otra clase de hombres, pues incluso esto ha logrado el

inteligente y nunca bien admirado espíritu humano: hacer de lo Incomprensible,

único, demoníaco, insoportable, una filosofía con sistemas, profesores y autores. No

soy competente en este terreno, y jamás he sentido deseos de leer a los especialistas

en los enigmas de Ia vida. Querría solamente, porque así lo exige mi época y me

siento obligado a ello, señalar desde la vulgaridad de mi profesión sin tendencia ni

orden, algo de las relaciones del autor con las mentiras de la vida, y también algo de

los relámpagos del misterio que atraviesan las paredes de estas mentiras. Añadiré que

el autor, como tal, no está más cerca del misterio del mundo que cualquier otro

hombre; como ellos, no puede vivir ni trabajar sin tierra bajo sus pies y un techo

sobre su cabeza, y sin rodear su lecho con un espesa red de sistemas, convenciones,

abstracciones, simplificaciones y trivialidades. También él, igual que el periódico,

hace de la oscuridad del mundo un orden y un mapa, prefiere vivir en una superficie

que en una multidimensión, prefiere oír que explosiones de bombas, y se dirige a sus

lectores con sus escritos animado por la mimada ilusión de que exista una norma, una

lengua, un sistema que le permitan comunicar sus pensamientos y experiencias de

manera que el lector pueda compartirlos y aceptarlos. En general, hace lo mismo que

todos, ejerce su profesión del mejor modo posible, y procura no pensar en la

profundidad de la tierra bajo sus pies y hasta qué punto sus lectores comprenden,

sienten y comparten sus pensamientos y experiencias, y hasta qué punto su credo, su

concepto del mundo, su moral, su mentalidad se parecen a los de sus lectores.


Recientemente me escribió un joven, calificándome de «viejo y sabio». «Tengo

confianza en usted —dice su carta— porque sé que es viejo y sabio». Yo tenía un

momento algo más inspirado que de costumbre y no tomé la carta, que por otra parte

era muy parecida a cientos de otras cartas, de manera global, sino que pesqué una

frase aquí y allá, un par de palabras, la estudié con mucha atención y le pregunté su

identidad. «Viejo y sabio», leí, y esto podía mover a risa a un hombre viejo, fatigado

y últimamente gruñón, que en su rica y larga vida ha creído muchas veces estar

infinitamente más cerca de la sabiduría que ahora, en su estado reducido y poco

satisfactorio. Viejo, sí, es cierto, soy viejo y estoy agotado y desengañado. ¡Y sin

embargo, la palabra «viejo» podía expresar algo muy diferente! Cuando se habla de

viejas sagas, viejas ciudades y casas, viejos árboles, viejas comunidades y culturas, la

palabra «viejo» no tiene nada de despectivo o burlón. Así pues, yo no podía

atribuirme más que muy parcialmente las cualidades de la edad; de los muchos

significados de la palabra, sólo su mitad negativa era aplicable a mí. No obstante,

para mi joven corresponsal, la palabra «viejo» dirigida a mí podía tener también un

valor y un sentido pictórico, evocar la imagen de un hombre de barba canosa y

sonrisa serena, mitad conmovedor, mitad venerable; por lo menos, éste era el sentido

que tenía para mí en los tiempos en que yo aún no era viejo. Muy bien, podía

interpretar la palabra como un saludo respetuoso.

Pero ¡la palabra «sabio»! ¿Cuál sería su significado real? Si lo que quería

significar no era nada, algo general, confuso, vago, un epíteto o una frase usual,

entonces podía olvidarme de ella. ¿Y si no era así, si realmente significaba algo,

cómo podría desentrañar lo que ocultaba? Recordé un viejo método, que empleaba

con frecuencia; el de la libre asociación. Descansé un poco, paseé un rato por la

habitación, me repetí una vez más la palabra «sabio», y esperé lo primero que pudiera

ocurrírseme. Y he aquí que de pronto surgió otra palabra, la palabra Sócrates. Esto ya

era algo: no sólo una palabra, sino un nombre, y detrás del nombre no había una

abstracción sino una figura, un hombre. ¿Qué tenía que ver el sutil concepto de la

sabiduría con el muy real nombre de Sócrates? Esto era fácil de determinar. Sabiduría

era precisamente la cualidad que pronunciaban primero cuando hablaban de Sócrates

los maestros de escuela y los profesores de universidad, los conferenciantes

distinguidos ante un sala llena de oyentes y los autores de editoriales y folletines. El

sabio Sócrates. La sabiduría de Sócrates o, como diría el distinguido conferenciante:

la sabiduría de un Sócrates. Nada más podía decirse sobre esta sabiduría. Pero apenas

escuchada la frase, se anunció una realidad, una verdad, es decir, el verdadero

Sócrates, una figura fuerte y convincente pese a todo el cúmulo de leyendas. Y esta

figura, este anciano ateniense de rostro feo y bondadoso me había informado de

manera totalmente inequívoca acerca de su propia sabiduría; había reconocido

enfáticamente que no sabía nada, nada en absoluto, y que no tenía ningún derecho al

predicado de la sabiduría.

Así pues, yo había vuelto a apartarme del camino recto y caído en las redes de las

realidades y los misterios. La cuestión era ésta: cuando caía en la tentación de tomar

en serio los pensamientos y las palabras, me encontraba indefectiblemente en el

vacío, en la incertidumbre, en la oscuridad. Si el mundo de los científicos, frasistas y

conferenciantes sobre arte tuviera razón, y la cátedra y los ensayos estuvieran en lo

cierto, entonces Sócrates era un hombre completamente ignorante, un hombre que no

sabía nada ni creía en ninguna sabiduría, y que derivaba de esta ignorancia y de esta

falta de fe en la sabiduría su fuerza y su instrumento de emancipación de la realidad.

Así pues, yo, el hombre viejo y sabio, me enfrentaba al viejo e ignorante Sócrates,

y tenía que ponerme a la defensiva o avergonzarme. No me faltaban motivos para

avergonzarme, pues pese a todas las tretas y sutilezas, yo sabía muy bien que el joven

que me otorgaba el título de sabio no lo hacían en modo alguno impulsado por la

inconsciencia o ignorancia juvenil, sino provocado por mí, por muchas de mis

palabras poéticas, en las que insinuaba algo de experiencia, de enseñanza y de la

sabiduría propia de la vejez, y aunque creo que pues he contradicho o puesto en duda

la mayor de mis poéticas «sabidurías», es irrefutable que en conjunto, durante toda mi

vida he afirmado más que negado, aprobado más que desmentido las tradiciones del

espíritu, de la fe, de la lengua, de la moral. Era innegable que en mis escritos surgía

aquí y allá un relámpago, un claro entre las nubes y los velos de los retablos

tradicionales, trasluciendo de modo apocalíptico que el bien más seguro del hombre

era su pobreza, que el pan más auténtico del hombre era su hambre; pero en general,

como hacen todos los demás hombres, me he inclinado más hacia el mundo de las

formas bellas y las tradiciones, he preferido a todas las otras experiencias los jardines

de las sonatas, fugas, sinfonías de todos los empirismos apocalípticos y juegos y

consuelos del idioma, en los cuales el idioma se desvanece y se funde en la nada, y

durante un momento de belleza inenarrable, tal vez sagrado, tal vez mortal, lo

indecible, lo inimaginable de los misterios más íntimos nos está mirando a la cara. Si

mi joven corresponsal no veía en mí al ignorante Sócrates, sino a un sabio en el

sentido de los profesores y folletinistas, yo era el primer responsable.


Sin embargo, continuaba siendo un enigma el concepto que tenía de la sabiduría

el joven en cuestión. Acaso su viejo sabio fuera sólo una figura teatral, acaso una

ilusión, acaso la serie de asociaciones que ya he reseñado. Quizá la palabra «sabio» le

hacía pensar involuntariamente en Sócrates, para llegar poco después a la conclusión

de que era precisamente Sócrates quien no pretendía poseer ni quería saber nada de la

sabiduría.

Por tanto, la investigación de las palabras «viejo y sabio» no me había dado

ningún resultado. Me dediqué ahora, para olvidarme de una vez de la carta, a recorrer

el camino inverso, y en lugar de buscar una aclaración en las palabras sueltas, empecé

a buscarla en el contenido global de la carta. Lo esencial en ella era una pregunta en

apariencia muy sencilla, que parecía requerir una respuesta de equivalente sencillez.

Decía así: «¿Tiene la vida un sentido, y no sería mejor dispararse un tiro en la

cabeza?». A primera vista, esta pregunta no parece insinuar muchas respuestas. Yo

podía contestar. «No, querido amigo, la vida no tiene ningún sentido y dé hecho sería

mejor…». O bien, podía decir: «La vida, querido amigo, tiene un sentido, y acabarla

con una bala es una insensatez». O bien: «Es cierto que la vida carece de sentido,

pero no por ello hay que dispararse un tiro en la cabeza». O bien: «La vida tiene

ciertamente un sentido, pero es tan difícil comprenderlo, que lo mejor es acabar con

una bala en la cabeza», etc.

Esto es lo que a primera vista podría contestarse a la pregunta del muchacho. Pero

en cuanto empiezo a investigar las posibilidades, veo que no hay cuatro u ocho, sino

cien y mil contestaciones. Y sin embargo podría jurar que en el fondo, para esta carta

y para quien la escribe, hay una respuesta única, una puerta única hacia la libertad,

una única salida del infierno de su tribulación.

Para encontrar esta respuesta única no me ayuda ni la sabiduría ni la edad. La

pregunta de esta carta me sume en las tinieblas, pues las cosas que yo sé, las cosas

que saben padres espirituales aún más viejos y más experimentados que yo, sólo se

hallan en libros y sermones, en conferencias y artículos, pero no se refieren a este

caso único y real, a este paciente determinado, que estima en exceso el valor de la

edad y la sabiduría, y que en su necesidad extrema esgrime un arma peor que todas

las demás: «Tengo confianza en usted».

¿Quién puede encontrar una respuesta a la pregunta tan infantil como seria

formulada en esta carta?

La carta me ha inspirado algo que siento más con los nervios que con la razón,

más con el estómago o el simpático que con la experiencia y la sabiduría: un aliento

de realidad, un repentino claro entre las nubes, una llamada lejana, desde más allá de

las convenciones, y ante la cual sólo es posible el retraimiento y el silencio, o la

aceptación y la obediencia. Tal vez aún me queda una elección, tal vez aún puedo

decirme a mí mismo: no puedo ayudar al pobre muchacho, sé tan poco como él, quizá

consiga olvidar sus problemas si oculto su carta bajo un montón de otras similares.

Pero incluso mientras lo pienso, sé que no podré olvidarlos hasta que le dé una

respuesta satisfactoria. Que yo sepa esto, que esté convencido de ello, no procede de

la experiencia y la sabiduría, procede de la fuerza de la llamada, del encuentro con la

realidad. Así pues, la fuerza con la que daré forma a mi respuesta no procederá de mí,

de la experiencia, de la inteligencia, de la práctica, de la humanidad, sino de la

realidad misma, de la diminuta porción de realidad que esta carta ha traído consigo.

La fuerza, que contestará a esta carta está en la propia carta que se contestará a sí

misma; el joven se dará a sí mismo la respuesta. Aunque sea en mí, la piedra, el viejo

y el sabio, donde provoca una chispa, es únicamente un martillo, su golpe, su

necesidad, su fuerza lo que ha hecho surgir esa chispa.

No puedo callar el hecho de que he recibido muchas veces cartas en que se me

hacía esta misma pregunta, y que las he leído y contestado, o dejado sin contestación.

Lo único que cambia es la fuerza de la necesidad; no son sólo las almas fuertes y

puras las que en un momento determinado formulan preguntas semejantes, sino

también los jóvenes de familia acomodada con sus pequeños sufrimientos y su

pequeña entrega. Muchos de ellos me han escrito para decirme que la decisión está en

mis manos: un sí mío y sanará, un no, y morirá; y por muy gravemente que suene la

frase, yo percibía la llamada a mi vanidad, a mi propia debilidad, y llegaba a esta

conclusión: quien ha escrito esta carta no sanará con un sí mío ni morirá con un no,

sino que seguirá cultivando su problemática y tal vez dirigirá su pregunta a otros

muchos viejos y sabios, encontrará en las respuestas un poco de consuelo y un poco

de diversión, y las recopilará en un álbum.

Si no creo tal cosa de este corresponsal de hoy, si le tomo en serio, si correspondo

a su confianza y siento deseos de ayudarle, esto no ocurre a través de mí, sino a través

de él; es su fuerza la que guía mi mano, su realidad la que penetra en mi convencional

sabiduría de viejo, su pureza la que me obliga a ser sincero, y no lo hago movido por

alguna virtud, por el amor al prójimo, por humanidad, sino por la realidad y por la

vida, del mismo modo que cuando respiramos, pese a todos los propósitos o

ideologías necesitamos volver a respirar. No lo hacemos, ocurre simplemente en

nosotros.

Y si ahora yo, conmovido por su necesidad, iluminado por el relámpago de la

verdadera vida, me siento obligado a una rápida acción para aliviar el aire enrarecido

que respira, no opondré a esta carta más pensamientos y dudas, no la someteré a más

exámenes y diagnosis, sino que seguiré su llamada, y en vez de ofrecerle mis

consejos y mi sabiduría, le ofreceré lo único que puede ayudarle, es decir, la

respuesta que quiere recibir el joven, y que sólo necesita oír de otros labios para saber

que la ha conjurado su propia respuesta y su propia necesidad.

Es difícil que una carta, la pregunta de un desconocido, alcance realmente al

destinatario, porque quien la escribe puede expresarse, pese a su auténtica y acuciante

necesidad, por medio de signos convencionales. Pregunta: «¿Tiene un sentido la

vida?», y la frase suena vaga y confusa como una melancolía de adolescente. Pero él

no se refiere a «la» vida, no le interesan las filosofías, dogmáticas o los derechos

humanos, se refiere únicamente a su vida, y de mi supuesta sabiduría no quiere oír

una sentencia o una indicación sobre el arte de dar sentido a su vida; no, lo que quiere

es que su verdadera necesidad sea vista por un hombre real, compartida durante un

momento por él, y así, vencerla por esta vez. Y si yo le proporciono esta ayuda, no

seré yo quien le ha ayudado, sino su propia necesidad, que por un momento me ha

despojado, a mí, el viejo y el sabio, de mi vejez y mi sabiduría, inundándome con una

fría y deslumbrante oleada de realidad.

Basta sobre esta carta. Lo que ocupa a menudo al autor después de leer las cartas

de sus lectores son preguntas como ésta: Al escribir mis libros, aparte del simple

placer de la escritura, ¿qué he pensado, querido, intentado, pretendido realmente? Y

también preguntas como éstas: ¿Qué parte de lo que has intentado y pretendido con tu

trabajo es aprobada o rechazada por tus lectores? ¿Hasta qué punto los lectores la

captan y asimilan? Y la pregunta ¿Tiene lo que el autor quiere significar con su

trabajo, tienen su intención, su ética, su autocrítica, su moral algo que ver con las

causas que originan sus libros? Según mi experiencia, tiene muy poco que ver. Ni

siquiera juega en realidad un gran papel aquella cuestión que suele ser la más

importante para el autor, la cuestión del valor estético de su trabajo, de su contenido

en belleza objetiva. Un libro puede carecer de valor estético y literario y pese a ello,

ejercer una influencia poderosa. Aparentemente, gran parte de esta influencia es

razonable y previsible, ha sido prevista y es muy probable. Pero, en la realidad, los

sucesos del mundo son incluso aquí totalmente irracionales y rebeldes a todas las

leyes.

Volviendo una vez más al tema del suicidio, tan atractivo para la juventud, en

repetidas ocasiones he recibido cartas de lectores en las que me comunicaban estar a

punto de quitarse la vida cuando ha caído en sus manos este libro, que les ha liberado

y aclarado sus dudas e impulsado a seguir adelante. Sin embargo, sobre este mismo

libro, que podía producir efectos tan bienhechores, el padre de un suicida me escribió

en términos acusadores: mi maldito libro se encontraba en los últimos tiempos entre

los que su pobre hijo tenía sobre la mesilla de noche, y sólo a él podía imputársele lo

ocurrido. Yo podía ciertamente contestar a este padre indignado que era muy pobre la

responsabilidad atribuible a un solo libro, pero tardé mucho tiempo en «olvidar» la

carta de aquel padre, y ahora queda patente que no fue tal olvido.

Cuando Alemania había casi alcanzado el cenit de su fiebre nacional, una mujer

de Berlín me escribió sobre otro de mis libros: un libro infame como el mío debía ser

quemado, y ella se encargaría de que así se hiciera, y de que todas las madres

alemanas pusieran este libro fuera del alcance de sus hijos. Esta mujer, si realmente

tiene hijos, se habrá asegurado, sin duda, de que no conozcan este libro vergonzoso,

pero no los ha protegido de la destrucción de medio mundo, del asesinato en masa de

víctimas indefensas y de todo lo demás. Lo notable fue que casi al mismo tiempo me

escribió sobre el mismo libro otra mujer alemana: si tuviera hijos, les daría a leer este

libro para que aprendiesen a ver la vida y el amor con los ojos de esta obra mía. Sin

embargo, mi intención al escribirla no fue ni pervertir a los jóvenes ni darles

lecciones sobre la vida; no pensé ni por un momento en ninguna de las dos cosas.

Algo muy distinto, en lo cual es probable que no piense nunca ningún lector,

puede ser para el autor motivo de inquietud y preocupación: ¿por qué tengo que

exponer ante ojos extraños todos mis sentimientos más íntimos, mis creaciones, los

hijos más queridos de mi imaginación, las fibras hechas con la mejor sustancia de mi

vida, y contemplar cómo salen al mercado y su valor es exagerado o menospreciado,

encomiado o escarnecido, respetado o burlado? ¿Por qué no puedo guardarlos,

enseñarlos a lo sumo a algún amigo, y no publicarlos, o hacerlo solamente después de

mi muerte? ¿Es ambición, vanidad, agresividad o un deseo inconsciente de ser

atacado lo que siempre me ha impulsado a presentar una y otra vez ante el mundo a

mis hijos más queridos y entregarlos a la incomprensión, al azar, a la rudeza?

Ésta es una pregunta para la cual ningún artista encuentra jamás la respuesta.

Porque el mundo nos paga ciertamente nuestras creaciones, muchas veces incluso con

creces, pero no nos paga con vida, con alma, con felicidad, con sustancia, sino con

aquello que tiene para dar, con dinero, con honores, con inclusión en la lista de

personas prominentes. Sí, el mundo da las respuestas más inverosímiles al trabajo del

artista. Por ejemplo, ésta: un artista trabaja para un pueblo que es su natural mercado

y campo de acción, pero el pueblo desprecia el trabajo que le ha encargado y se niega

a reconocer al artista y, por lo tanto, le suprime el pan. De improvisto, sin embargo, un

pueblo extranjero se acuerda de él y da al incomprendido lo que más o menos se ha

ganado: reconocimiento y pan. Instantáneamente, aquel pueblo para el cual iba

dedicado su trabajo recibe con gran júbilo al artista, satisfecho de que un miembro

suyo haya merecido tal distinción. Y esto no es ni con mucho lo más extraño que

puede ocurrir entre el artista y el pueblo.

No sirve de mucho lamentarse de lo inevitable y deplorar la pérdida de la

inocencia, pero se hace, y al menos el autor lo hace de vez en cuando. Por esta razón

me atrae enormemente la idea de que fuera posible, por arte de encantamiento,

recuperar todos mis escritos para mi exclusiva propiedad y disfrutar de ellos como un

desconocido caballero llamado Rumpelstilstkin. Hay algo que no funciona bien en las

relaciones entre el artista y el mundo, y aún cuando el mundo lo advierta en

ocasiones, ¿cómo no el artista, con más intensidad? Algo del desengaño sentido por

el artista, aunque obtenga muchos éxitos, por haber entregado su obra al mundo, algo

de su dolor por haber vendido y abandonado un tesoro secreto, amado e inocente, me

llegó, y me impresionó durante mi juventud en muchas de mis obras preferidas,

particularmente en un pequeño cuento de Grimm, uno de sus cuentos de sapos. Nunca

he sido capaz de releerlo sin un estremecimiento y una vaga nostalgia. Como tal

mágica narración no puede ser referida, copio textualmente el cuento como punto

final de mis apuntes.


Una huerfanita hilaba, sentada sobre el muro de la ciudad, cuando vio salir un

sapo de una hendidura. Rápidamente extendió junto a ella su pañuelo de seda azul,

que los sapos aman con pasión y sólo a ellos se dirigen. En cuanto el sapo lo vio, dio

media vuelta, volvió con una pequeña corona de oro, la colocó sobre el pañuelo y se

fue de nuevo. La niña tomó la corona; centelleaba, y la formaban los más delicados

hilos de oro. Al poco rato, el sapo volvió y, al no ver la corona, se deslizó por el muro

y golpeó contra él su cabecita, lleno de dolor, hasta que sus fuerzas se agotaron y

cayó muerto. Si la niña no hubiese tocado la corona, el sapo habría sacado más

tesoros de la hendidura.


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