Definición de la religión
Permitidme explicar lo que entiendo por religión. No se trata de la religión
hinduista, a la que sin duda estimo por sobre todas las otras religiones, sino de la
religión que trasciende al hinduismo: la que transforma nuestra naturaleza, la que nos
une indisolublemente a la verdad cuya presencia y mediación purifican. Es el
elemento permanente de la naturaleza humana, al que no resulta demasiado oneroso
llevar a su expresión completa. Ese elemento mantendrá al alma enteramente
desasosegada hasta el momento en que se encuentre a sí misma, conozca a su
Hacedor y aprecie la, verdadera correspondencia que existe entre sí misma y el
Hacedor.
Ningún hombre puede vivir sin religión. Hay algunos que en el egotismo de su
razón declaran que no tienen nada que ver con la religión. Esto es como si un hombre
dijera que respira pero que no tiene nariz. Sea por la razón, por el instinto o por la
superstición, los hombres establecen alguna suerte de relación con lo divino. Incluso
el agnóstico o ateo más acabado admite la necesidad de un principio moral y asocia
algo bueno al hecho de observarlo y algo malo con su no-observancia. Bradlaugh,
cuyo ateísmo es bien conocido, insistió siempre en proclamar sus convicciones más
profundas. Tuvo que sufrir mucho por decir la verdad de ese modo, pero se deleitaba
en ello, afirmando que la verdad lleva en sí su propia recompensa. Es evidente que
Bradlaugh no era completamente insensible a la alegría que se desprende de la
observancia de la verdad. Sin embarga, esa alegría no es enteramente mundana sino
que brota de la comunión con lo divino. Tal es la razón de que yo haya sostenido que
aún el hombre que reniega de la religión no puede vivir y, de hecho, no vive sin
religión.
Las fuentes de mi religión
En el hogar
Mi padre amaba a su grupo familiar, era honesto, valiente y generoso, pero irascible.
Tenía muy pocos conocimientos religiosos pero gozaba de esa cultura que
adquieren muchos hindúes mediante frecuentes visitas a los templos y audiciones de
arengas religiosas. En sus últimos tiempos comenzó a leer el Gita a instancias de un
brahmán muy culto, amigo de la familia, y se acostumbró a repetir diariamente
algunos versos en voz alta en el momento de profesar el culto.
La impresión más descollante que mi madre me ha dejado en la memoria es la de
santidad. Era una persona profundamente religiosa. Ni siquiera podía imaginar el
tomar sus comidas sin cumplir antes con sus plegarias cotidianas. Uno de sus deberes
diarios era ir al Haveli, el templo vishnavaíta. Tan lejos como alcanza mi memoria,
no recuerdo que haya pasado por alto ningún Chaturma. Se comprometía a los
votos más arduos y los observaba sin vacilaciones. La enfermedad no constituía una
excusa para aflojar su observancia. Me acuerdo de una vez que cayó enferma
mientras cumplía el voto de Chandrayana: no permitió que la enfermedad
interrumpiera el cumplimiento de su promesa. Realizar consecutivamente dos o tres
ayunos para ella no era nada. Vivir con una comida por día durante los Chaturmas le
era habitual. No contenta con eso, durante uno de los Chaturmas ayunaba día por
medio. Había prometido que, en otro de los Chaturmas, no tomaría ningún alimento
sin antes ver el sol. Nosotros, que en aquella época éramos unos niños, nos
quedábamos mirando fijamente el cielo en espera de anunciarle a nuestra madre la
salida del sol. Todo el mundo sabe que en el apogeo de la estación de las lluvias a
menudo el sol no condesciende a mostrar su rostro. Recuerdo días en que ante su
súbita aparición corríamos a anunciárselo a nuestra madre. Ésta se apresuraba a salir
para verlo con sus propios ojos, pero en ese momento desaparecía el fugitivo sol,
privándola de su alimento. «No importa», decía alegremente, «Dios no quiso que hoy
comiera». Y volvía a emprender la rutina de sus obligaciones.
La época escolar
Desde los seis o siete años hasta los dieciséis estuve en la escuela, donde me
enseñaban toda clase de cosas excepto religión. Debo decir que no logré que los
maestros me transmitieran lo que hubieran podido darme sin ningún esfuerzo de su
parte. A pesar de todo, seguí aprendiendo cosas aquí y allá en todo lo que me
rodeaba. Utilizo el término «religión» en su sentido más amplio, entendiendo por
religión la autorrealización o conocimiento del yo.
Dado que había nacido en la fe vaishnava, a menudo tenía que ir al haveli; sin
embargo, éste nunca me atrajo. No me gustaba su brillo y su pompa. Asimismo, había
oído rumores de que allí cundía la inmoralidad, de modo que el lugar no me ofrecía
ningún interés. A partir de esta situación, no podía extraer ningún beneficio del
haveli.
No obstante, lo que no logré allí lo conseguí por mi niñera, una vieja criada de la
familia, cuyo afecto por mí recuerdo todavía. He hecho alusión anteriormente a que
en mí habitaba el temor a los fantasmas y los espíritus. Rambha —tal era su nombre
— me sugirió como remedio para ese mal que repitiera el Ramanama. Tenía más fe
en ella que en su remedio pero de todos modos comencé a esa tierna edad a repetir el
Ramanama para curar mi miedo a los fantasmas y los espíritus. Esto duró poco, pero
la buena semilla esparcida en la infancia no fue sembrada en vano. Creo que se debe
a la semilla sembrada por esa buena mujer que fue Rambha que hoy en día el
Ramanama se haya constituido para mí en un remedio infalible.
Sin embargo, lo que me dejó una profunda impresión fue la lectura del Ramayana
que se le hacía a mi padre. Parte del tiempo que mi padre estuvo enfermo la pasó en
Porbandar. Allí, todas las tardes acostumbraba escuchar el Ramayana. El lector era un
gran devoto de Rama. Tenía una voz melodiosa. Cantaba los dohas (dísticos) y los
chopais (cuartetos) y los explicaba, perdiéndose en las palabras y arrastrando consigo
a sus escuchas. Por esa época yo debía tener trece años pero me acuerdo muy bien de
haberme extasiado con sus lecturas. Esto fue lo que echó los cimientos de mi
profunda devoción por el Ramayana. En la actualidad considero que el Ramayana de
Tulsidas es el libro mayor de la literatura devota.
Pocos meses después de esto nos fuimos a Rajkot. Allí no había quien leyera el
Ramayana. Sin embargo, se solía leer el Bhagavad los días ekadashi. Algunas
veces yo me ocupaba de la lectura, pero el recitador carecía de inspiración. Hoy en
día me doy cuenta que, el Bhagavad es un libro que puede provocar el fervor
religioso. Lo he leído en gujarati con intenso interés. Cuando oí fragmentos del
original leídos por el Pandit Madan Mohan Malaviya —esto ocurrió cuando ayuné,
durante veintiún días— deseé haberlo oído leer así en mi infancia por un devoto
como Malaviya para haberle cobrado afición a temprana edad. Las impresiones que
se forman en esa época hunden profundas raíces en nuestra naturaleza.
En Rajkot, sin embargo, adquirí la base esencial de la tolerancia para con todas
las ramas del hinduismo y también para con las religiones hermanas. Esto fue así
porque mi padre y mi madre visitaban el haveli tanto como los templos de Shiva y
Rama y nos llevaban o nos mandaban allí a los más jóvenes. Los monjes jainas
también visitaban con frecuencia a mi padre y hasta se apartaban de su regla para
aceptar los alimentos que nosotros —no jainas— les ofrecíamos. Asimismo,
conversaban con mi padre sobre temas religiosos y mundanos.
Mi padre tenía además amigos musulmanes y parsis que le hablaban de sus
respectivas creencias y eran escuchados con respeto y, a menudo, con interés. Por
tener a mi padre bajo mi cuidado, tenía frecuentemente oportunidad de estar presente
en esas charlas. Esa multitud de cosas se combinó para inculcarme la tolerancia con
todas las creencias.
En esa época el cristianismo constituía la única excepción. Yo desarrollé por él
una especie de antipatía. Esto tuvo un motivo. En aquellos días los misioneros
cristianos acostumbraban pararse en una esquina cerca del colegio superior para
arengar al público y arrojar denuestos contra los hinduistas y sus dioses. Yo no podía
soportarlo. Me quedé a escucharlos una sola vez, pero fue suficiente para disuadirme
de repetir la experiencia. Por esos días oí que un hinduista muy conocido se había
convertido al cristianismo. Se convirtió en la comidilla de la ciudad el que al
bautizarlo había tenido que comer carne y beber licor y que también tuvo que
cambiar de vestimenta. Desde entonces había comenzado a pasearse en traje europeo,
incluyendo un sombrero. Estas cosas me irritaron profundamente. No cabe duda —
pensaba— que una religión que impulsa a comer carne, beber licor y cambiar de
vestimenta no merece el nombre de religión. Asimismo, me enteré que el nuevo
converso ya había comenzado a denostar la religión de sus antepasados, sus
costumbres y su país. Todas estas cosas hicieron surgir en mí una gran antipatía por el
cristianismo.
Por otra parte, el hecho de haber aprendido a ser tolerante con las otras religiones
no significaba que tuviera una viva fe en Dios.
No obstante, algo había echado en mí raíces profundas: la convicción de que la
moral es la base de las cosas y que la verdad es la esencia de toda moral. La verdad se
convirtió en mi único objetivo. Su magnitud comenzó a crecer día a día y mi
definición de verdad también se fue ensanchando constantemente.
Una estancia didáctica gujarati me conmovió el corazón y la mente. Su precepto
—devolver bien por mal— se convirtió en mi guía primordial. Se me transformó en
una pasión tal qué comencé a realizar numerosas experiencias de acuerdo con ese
precepto. Transcribo a continuación sus (para mí) maravillosas líneas:
Por un saludo amable inclínate con fervor;
Por un simple penique devuelve oro;
Si tu vida ha de ser redimida, a la vida no has de negar.
Observa las palabras y acciones del sabio:
Con diez veces su valor devuelve cada mínimo servicio.
Los nobles verdaderos saben que todos los hombres son uno.
Y con alegría al mal con el bien le pagan.
Raychandbhai
Las transacciones comerciales de Raychandbhai ascendían a cientos de miles. Era un
experto en perlas y diamantes. Ningún problema de negocios, por complicado que
fuera, la resultaba demasiado difícil. Pero todas esas cosas no eran el centro alrededor
del cual giraba su vida. Por el contrario, ese centro estaba constituido por la pasión de
ver a Dios cara a cara. Entre las cosas que había sobre su mesa de trabajo,
invariablemente se podía encontrar su diario y algunos libros religiosos. En el
momento en que terminaba sus negocios abría un libro religioso o el diario. Muchos
de los escritos suyos que se han publicado son reproducciones de ese diario. Un
hombre que inmediatamente después de terminar sus conversaciones sobre
importantes transacciones comerciales, comienza a escribir sobre las cosas ocultas del
espíritu, evidentemente no puede ser en absoluto un hombre de negocios sino un
buscador de la Verdad. Lo vi así, absorto en búsquedas piadosas en medio de los
negocios, no una o dos veces sino muy a menudo. Nunca lo vi perder su estado de
equilibrio. Ni los negocios ni ninguna otra ligazón egoísta lo ataba a mí y, sin
embargo, yo gozaba de un estrecho acercamiento con él. Por entonces yo era un
abogado sin clientes; no obstante, siempre que lo veía nos embarcábamos en
conversaciones de naturaleza seriamente religiosa. Si bien en esa época me hallaba
buscando en las tinieblas —por lo cual no podría afirmarse que tuviera un serio
interés en las discusiones religiosas— su conversación me resultaba, empero, de
absorbente interés. Posteriormente conocí a muchos conductores y maestros
religiosos. He tratado de conocer a la gente principal de las diversas creencias, pero
debo decir que nadie me hizo nunca la impresión que me causó Raychandbhai. Sus
palabras me llegaban directamente a lo más hondo. Su intelecto me hacía brotar una
estima tan grande como su seriedad moral y en lo profundo de mí yacía la convicción
de que Raychandbhai nunca me conduciría adrede por caminos equivocados y que
siempre me confiaría sus últimos pensamientos. Por ello, en mis momentos de crisis
espiritual, Raychandbhai era mi refugio.
Sin embargo, a pesar de la estima que le tenía, no pude entronizarlo en mi
corazón como guru mío. El trono ha permanecido vacante y mi búsqueda aún
continúa.
Tres personalidades modernas me han cautivado, dejando una huella profunda en
mi vida: Raychandbhai por su trato personal, Tolstoy por su libro EL reino de Dios
está dentro de vosotros y Ruskin por su obra Unto This Last.
En África del Sur
El señor Baker estaba preocupado por mi futuro. Me llevó a la Convención
Wellington. Los cristianos protestantes organizan reuniones con una frecuencia
determinada de años para facilitar el esclarecimiento religioso o, dicho de otra
manera, para auto purificarse. Se podría llamar a esto renovación o renacimiento
religioso. La Convención Wellington era de ese tipo. El señor Baker espetaba que la
atmósfera de exaltación religiosa de la Convención y el entusiasmo y la seriedad del
público asistente me conducirían a abrazar el cristianismo.
La Convención era una asamblea de cristianos devotos. Me encantó la fe que
sentían. Me di cuenta que muchos oraban por mí. Me gustaron algunos de sus
himnos: son muy dulces.
La Convención duró tres días. Alcancé a comprender y apreciar la devoción de
los concurrentes. Pero no encontré ningún motivo para cambiar mis creencias, mi
religión. Me era imposible creer que podría ir al cielo o alcanzar la salvación solo con
volverme cristiano. Se lo dije así francamente a algunos buenos amigos cristianos y
éstos se sintieron impresionados. No obstante, en esto no cabía ninguna ayuda.
Mis reparos eran profundos. Era más de lo que podía creer el que Jesús fuera el
único hijo encarnado de Dios y que solo quien creyera en él tendría una vida
perdurable. Si Dios podía tener hijos, todos nosotros éramos Sus hijos. Si Jesús era
semejante a Dios —o Dios mismo— entonces todos los hombres eran semejantes a
Dios y podían ser Dios mismo. Mi razón no estaba pronta a creer literalmente que
Dios había redimido con su muerte y su sangre los pecados del mundo: quizá
metafóricamente se encerrara allí alguna verdad. Además, de acuerdo con el
cristianismo, solo los seres humanos tienen alma, de la que carecen los otros seres
vivientes, por lo cual para éstos la muerte significaría la completa extinción. Mis
creencias al respecto, en cambio, eran otras. Yo podía aceptar a Jesús en calidad de
mártir, de encarnación del sacrificio, de maestro divino pero no como el hombre más
perfecto que haya existido. Su muerte en la cruz fue un gran ejemplo para el mundo
pero mi corazón, no podía aceptar que hubiera en ello ninguna virtud misteriosa o
milagrosa. Las vidas piadosas de los cristianos no me brindaban nada que no me
dieran las vidas de los hombres de otras creencias. En esas vidas había visto las
mismas conversiones que había oído que ocurrían entre los cristianos. En los
principios cristianos no había nada filosóficamente extraordinario. Desde el punto de
vista de los sacrificios me parecía que los hindúes habían sobrepasado grandemente a
los cristianos. Me resultaba imposible considerar al cristianismo como una religión
perfecta o la más grande de todas las religiones.
Siempre que se presentaba la oportunidad, compartía este batido mental con mis
amigos cristianos, pero sus respuestas no llegaban a satisfacerme.
Si bien no aceptaba que el cristianismo fuera la religión más grande o perfecta,
tampoco estaba convencido que lo fuera el hinduismo. Los defectos hinduistas se me
estaban volviendo visibles apremiantemente. Si el dogma de la intocabilidad era una
parte del hinduismo, solo podía ser una raíz podrida o una excrecencia. Me era difícil
comprender la raison d’etre de multitud de sectas y castas.
¿Qué significaba decir que los Vedas eran la Palabra inspirada de Dios? Si habían
sido inspirados por Dios, ¿porqué no también la Biblia y el Corán?
Mis amigos cristianos intentaban convertirme y lo propio procuraban hacer mis
amigos musulmanes. Abdullah Sheth insistía en inducirme a estudiar el Islam del
que, por supuesto, siempre tenía algo que decir respecto de su belleza.
En una carta a Raychandbhai le expuse mis reparos. Asimismo, envié misivas a
otras autoridades religiosas de la India, de las que obtuve debida respuesta. La carta
de Raychandbhai me tranquilizó un tanto. Me pedía ser paciente y estudiar con mayor
profundidad el hinduismo. Una de sus frases iba en ese sentido: «Desde un punto de
vista desapasionado, estoy convencido que ninguna religión tiene la sutileza y
profundidad de pensamiento del hinduismo, su visión del alma, su piedad».
Aunque seguí un camino que mis amigos cristianos no habían deseado para mí,
he quedado siempre en deuda con ellos por la búsqueda religiosa que despertaron en
mí. Siempre apreciaré el recuerdo del trato que tuve con ellos.
En 1893, cuando me puse en estrecho contacto con amigos cristianos, yo era
meramente un no-vicio. Ellos trataban bravamente de hacerme ver y aceptar el
mensaje de Jesús, al par que yo me había convertido en un oyente humilde y
respetuoso de mente abierta. En esa época yo estudiaba naturalmente el hinduismo
con el máximo de mis capacidades y me esforzaba por comprender las demás
religiones.
En 1903 esa posición se modificó en parte. Mis amigos teósofos claramente
pretendían introducirme en su sociedad por la perspectiva de conseguir de mí algo
que yo podía darles por ser hinduista. La literatura teosófica rebosa de influencias
hindúes, por lo cual estos amigos esperaban que yo les fuera de gran ayuda. Les
expliqué que era mejor no hablar de mi estudio del sánscrito, que no había leído las
escrituras hinduistas en el original y que incluso mi conocimiento de las traducciones
no era muy bueno. Pero como creían en el samskara (las inclinaciones determinadas
por los nacimientos anteriores) y en el punarjanma (el renacimiento) conjeturaban
que podrá, prestarles alguna ayuda. Todo esto hacía que me sintiera como un tritón
entre peces pequeños. Comencé a leer el Rajayoga de Swami Vivekananda con
algunos de esos amigos y con otros el Rajayoga de M. N. Divedi. Tenía que leer los
Yoga Sutras de Patanjali con un amigo y el Bhagavad Gita con otros cuantos.
Formamos una especie de Club de Buscadores de la Verdad donde efectuábamos
lecturas regulares. Ya mi fe estaba puesta en el Gita, que ejercía sobre mí una gran
fascinación, pero entonces me di cuenta de la necesidad de adentrarme más en él
tenía una o dos traducciones, mediante las cuales traté de comprender el original
sánscrito. Asimismo, decidí aprender de memoria uno o dos versos por día, para lo
cual utilicé el tiempo de mis abluciones matinales. La operación me demandaba
treinta y cinco minutos: quince minutos para cepillarme los dientes y veinte para el
baño. Acostumbraba realizar lo primero parándome a la manera occidental. Por lo
tanto, en la pared opuesta pegué tiras de papel en las que había escrito versos del Gita
y me remitía a ellas de cuando en cuando para ayudarme a memorizar. Pensé que ese
rato era suficiente para retener el fragmento del día y recordar los versos que ya había
aprendido. Me acuerdo que así le confié a mi memoria trece capítulos.
El efecto que esas lecturas del Gita tuvieron sobre mis amigos solo ellos pueden
decirlo; en cuanto a mí, el Gita se convirtió en una infalible guía de conducta. Se
transformó en mi diccionario de referencia diaria. Del mismo modo que consultaba el
diccionario inglés para los significados de las palabras que no comprendía,
consultaba este diccionario de conducta en busca de una rápida solución para todos
mis conflictos y problemas. Quedaba en palabras tales como aparigraha (noposesión) y samabhava (ecuanimidad). La cuestión que se presentaba era cómo
cultivar y preservar esa ecuanimidad. ¿Cómo podía hacerse para tratar de igual
manera a los oficiales insultantes, insolentes y corruptos, a los colaboradores de ayer
que se erigían —sin fundamento— en opositores y a los hombres que siempre habían
sido buenos con uno? ¿Cómo se podía hacer para despojarse de todas las posesiones?
¿El cuerpo mismo no era acaso una posesión? ¿No eran posesiones la mujer y los
hijos? ¿Yo tenía que destruir todos los armarios de libros que tenía? ¿Debía renunciar
a cuanto tenía para seguir a Dios? Al punto llegaba la respuesta: no podía seguir a
Dios a menos que abandonara cuanto tenía. Mis estudios de las leyes inglesas me
sirvieron de ayuda: acudieron a mi memoria los: razonamientos de Snell sobre las
máximas de la Equidad. A la luz de las enseñanzas del Gita comprendí más
claramente las implicancias de la palabra «depositario». Esto aumentó mi estima por
la jurisprudencia, puesto que descubrí su parte religiosa. Me di cuenta que la
enseñanza del Gita sobre la no–posesión podía traducirse en que aquellos que desean
la salvación deben actuar como el depositario que, controlando grandes posesiones,
no considera propio ni un ápice de ellas. Se me hizo claro como la luz del día que la
no-posesión y la ecuanimidad presuponen un cambio de las emociones, un cambio de
actitud. Le escribí entonces a Revashankarbhai diciéndole que suspendiera la póliza
de seguros y recobrara lo que se pudiera o, de lo contrario, que diera por perdida la
prima que se había pagado, porque estaba convencido que Dios, que había creado a
mi mujer y a mis hijos de la misma manera que a mí, se preocuparía por ellos. A mi
hermano, que había sido un padre para mí, le escribí informándole que había
renunciado a lo que había ahorrado hasta ese momento y que desde ahí en adelante no
esperara nada de mí porque los futuros ahorros —si los hubiera— serían utilizados en
beneficio de la comunidad.
Yo respeto todas las religiones
Todas las religiones condenan a Dios
Mi instinto hinduista me dice que todas las religiones son más o menos verdaderas.
Todas proceden del mismo Dios pero todas son imperfectas porque han descendido
hasta nosotros a través de la imperfecta mediación humana.
No me gusta la palabra tolerancia pero no puedo pensar una mejor. La tolerancia
podría implicar la pretensión gratuita de que las otras creencias son inferiores a la
propia, al paso que el ahimsa nos enseña a tener por la fe religiosa de los demás el
mismo respeto que le acordamos a la nuestra, admitiendo así la imperfección de esta
última. El buscador de la Verdad, que sigue la ley del Amor, admitirá eso
prontamente. Si logramos la visión total de la Verdad, ya no seremos meros
buscadores de la Verdad sino que nos uniremos a Dios porque la Verdad es Dios. Pero
como aún solo somos gente que ansía la Verdad debemos proseguir nuestra búsqueda,
conscientes de nuestra imperfección. No hemos aprehendido la religión en su máxima
perfección así como no hemos aprehendido a Dios. La religión que concebimos, al
ser imperfecta, estará siempre sujeta a un proceso de evolución y reinterpretación. El
progreso hacia la Verdad, hacia Dios, se hace posible sólo a través de esa evolución.
Y si todas las creencias que los hombres delinean son imperfectas, no cabe el
problema de los méritos comparativos. Todas las creencias constituyen una revelación de la Verdad, pero todas son imperfectas y están sujetas a error. La reverencia que nos merecen las religiones no debe cegarnos a sus defectos.
Asimismo, debemos ser agudamente sensibles a los errores de nuestra fe, no para
dejarlos tal como están sino para tratar de superarlos. Observando las religiones con
ojo imparcial no sólo no debemos vacilar en incorporar a nuestra fe los rasgos
aceptables de las otras creencias sino, por el contrario, pensar que ése es nuestro
deber.
Tal como un árbol tiene un sólo tronco y muchas ramas y hojas, existe una sola
religión perfecta y verdadera que se multiplica en una diversidad al pasar a través de
la mediación humana. Esa Religión única está más allá de las palabras. Hombres
imperfectos la pusieron en el lenguaje que manejaban y sus palabras son interpretadas
por otros hombres igualmente imperfectos. ¿Cuál de las interpretaciones habremos de
sostener que es la correcta? Cala uno está en lo cierto desde su punto de vista pero no
es imposible que todos estén equivocados. Tal es la razón de que sea necesaria la
tolerancia, que no significa indiferencia por la propia religión sino un amor más puro
e inteligente por ella. La tolerancia nos brinda la percepción espiritual que está tan
lejos del fanatismo cama el polo norte lo está del sur. El conocimiento verdadero de
la religión quiebra las barreras que se alzan entre las creencias.
Mi actitud hacia las escrituras de las otras religiones
No me interesa criticar las escrituras de las religiones o señalar sus defectos. Sin
embargo, es y seguirá siendo privilegio mío proclamar y practicar las verdades que
pueda haber en ellas. Por ello, no critico ni condeno las cosas del Corán o de la vida
del Profeta que no puedo comprender. Pero me congratulo ante cada oportunidad que
se presenta de expresar mi admiración por los aspectos de su vida que he sido capaz
de apreciar y comprender. En cuanto a las cosas que presentan dificultades, estoy
contento de verlas a través de los ojos de mis amigos, los devotos musulmanes, en
tanto trato de comprenderlas con la ayuda que me brindan los escritos de los
eminentes muslimes, intérpretes del islamismo. Solo mediante una aproximación
respetuosa a creencias distintas a la mía, pues aprehender el principio de la igualdad
de todas las religiones. Sin embargo, es a la vez mi derecho y mi deber señalar los
defectos del hinduismo para purificarlo y mantenerlo puro. No obstante, cuando los
críticos no-hinduistas comienzan a criticar al hinduismo y a catalogar sus defectos, lo
que hacen es proclamar su ignorancia del hinduismo y su incapacidad de verlo desde
el punto de vista hinduista. Esto distorsiona su visión y vicia su juicio. De tal manera,
mi experiencia frente a las críticas no-hinduistas del hinduismo es que éstas me
recuerdan mis limitaciones y me enseñan a ser cuidadoso antes de lanzarme a criticar
al islamismo, al cristianismo y a quienes establecieron los fundamentos de esas
religiones.
Sostengo que es deber de todo hombre o mujer cultos leer con simpatía las
escrituras del mundo. Si respetáramos las religiones de los demás como quisiéramos
que respetaran la nuestra, se impondría como un deber sagrado el estudio amistoso de
las religiones del mundo. Mi estudio respetuoso de las religiones no ha disminuido mi
reverencia por las escrituras hinduistas ni mi fe en ellas. En realidad las religiones
dejaron una marca profunda en mi comprensión de las escrituras hindúes, ampliando
mi concepción de la vida. Ese estudio me permitió comprender más claramente
numerosos pasajes oscuros de las escrituras hinduistas.
Voy a aclarar esto. Si puedo llamarme, digamos, cristiano o musulmán, con mi
interpretación de la Biblia y el Corán no vacilaría en denominarme de ambas formas,
porque entonces hinduista, cristiano y musulmán serían términos sinónimos. Creo
que en el otro mundo no hay hinduistas, cristianos ni musulmanes. Todos son
juzgados, no de acuerdo con sus rótulos o profesiones, sino de acuerdo con sus
acciones, independientemente de la profesión que tengan. En nuestra existencia
terrena siempre existirán esas diferenciaciones. Por consiguiente, prefiero retener el
rótulo de mis antepasados en tanto no frene mi evolución ni me impida asimilar lo
bueno allí donde lo encuentre.
Nuestra religión
A pesar de ser un fiel hinduista, encuentro en mi fe lugar para las enseñanzas
cristianas, islámicas y zoroastrianas; en consecuencia hay gente a quienes les parece
que mi hinduismo es un conjunto de cosas diversas, en tanto otras me tildan de
ecléctico. Ahora bien, llamar ecléctica a una persona es decirle que no tiene fe
cuando, por el contrario, la mía es una fe muy amplia que no se opone a los cristianos
—incluso a los hermanos Plymouth— y tampoco al más fanático de los musulmanes.
Es una fe basada en la más amplia tolerancia posible. Renuncio a denostar a un
hombre por sus convicciones fanáticas puesto que trato de verlas desde su punto de
vista. Esa amplia fe es lo que me mantiene. Sé que es una posición un tanto
embarazosa, pero para los otros, no para mí.
Cristianismo
Jesús expresó como nadie el espíritu y la voluntad de Dios. Por este motivo, Lo
veo y Lo reconozco como el Hijo de Dios. Dado que la vida de Jesús tiene el
significado y la trascendencia que he mencionado, creo que Él pertenece no
solamente al cristianismo sino al mundo entero, a todas las razas y gentes, sin que
importe mucho bajo qué bandera, nombre o doctrina sirvan, profesen una fe o adoren
al Dios heredado de sus antepasados.
El Nuevo Testamento me produjo un bienestar y un contento ilimitados que se
sucedieron a la repulsión que me habían causado diversas partes del Viejo
Testamento. Supongamos que se me privara del Gita y que me olvidara por completo
de su contenido pero que me quedara un ejemplar del Sermón (de la Montaña): hoy
por hoy extraería de él el mismo júbilo que me produce el Gita.
Budismo
He oído sostener innumerables veces —y también lo he leído en libros que pretenden
expresar el espíritu del budismo— que Buda no creía en Dios. En mi humilde
opinión, semejante convencimiento contradice el eje mismo de las enseñanzas del
Buda… La confusión se origina en su rechazo —justo rechazo— a las cosas bajas
que en su época se ocultaban tras el nombre de Dios. Sin duda rechazaba la noción de
que un ser llamado Dios estuviera animado de malas intenciones, se arrepintiera de
Sus actos y, como los reyes de la Tierra, fuera sensible a las tentaciones y sobornos y
tuviera personas favoritas. Toda su alma se levantaba con potente indignación contra
la creencia de que un ser llamado Dios exigiera —que se le ofrendara, para
satisfacerse, la sangre de animales vivientes— animales que eran Su propia creación.
En consecuencia, Buda reinstaló a Dios en su justo lugar y destronó al usurpador que
en ese momento parecía ocupar el Trono Blanco. Puso énfasis en declarar repetidas
veces que existía eterna e inalterablemente un gobierno moral de este universo. Y sin
vacilaciones afirmó que la Ley era Dios.
Las leyes de Dios son eternas e inalterables y no pueden ser separadas del mismo
Dios: son la condición indispensable de Su perfección. Tal es la causa de la gran
confusión respecto de que Buda no creía en Dios y creía simplemente en la ley moral.
A causa de esta confusión sobre Dios se produjo la confusión sobre el correcto
entendimiento de la gran palabra nirvana. Sin duda nirvana no es la extinción
completa. Hasta lo que alcanzo a comprender el hecho central de la vida de Buda,
nirvana es la extinción completa de lo que hay de bajo en nosotros, de todo cuanto en
nosotros es imperfecto, de cuanto es corrupto y corruptible dentro de nosotros.
Nirvana no es la negra paz muerta de la sepultura sino una paz viviente, la viva
felicidad del alma consciente de sí y consciente de haber encontrado su morada en el
corazón de lo Eterno.
Islamismo
Considero que el islamismo es una religión de paz en el mismo sentido en que lo son
el cristianismo, el budismo y el hinduismo. Sin duda hay diferencias de grado, pero el
objetivo último de estas religiones es la paz. En otro momento he declarado que creo
que los seguidores del Islam son demasiado libres con la espada. Pero eso no se debe
a las enseñanzas del Corán. En mi opinión, se debe a las circunstancias en que surgió
el islamismo. El cristianismo tiene en su contra un historial de sangre, no porque
Jesús lo hubiera querido sino porque el ambiente que lo rodeó no era sensible a su
excelsa enseñanza.
Dios es
Si nosotros existimos, si nuestros padres y sus padres han existido, entonces es
natural creer en el Padre de toda la creación. Si Él no existe, nosotros no existimos en
parte alguna. Él es uno y, al mismo tiempo, es muchos. Es más pequeño que un
átomo y más grande que el Himalaya. Lo contiene hasta una gota del océano y, sin
embargo, ni los siete mares pueden encerrarlo. La razón es impotente para conocerlo.
Él está más allá del alcance o la aprehensión racional. No es necesario que continúe
insistiendo sobre el tema. En esta cuestión lo esencial es la fe. Mi lógica puede hacer
y deshacer innumerables hipótesis. Un ateo podría derrotarme en un debate; sin
embargo, mi fe corre tanto más rápidamente que mi razón, por lo cual puedo desafiar
al mundo entero y decir que «Dios es, fue y será siempre».
No obstante, aquellos que quieran negar su existencia, tienen la libertad de
hacerlo. Dios es misericordioso y compasivo: no es un rey terrenal que necesita un
ejército para hacernos aceptar su poder. Él nos concede la libertad y, sin embargo, Su
compasión ordena obediencia a Su voluntad. Si alguien desdeña inclinarse ante Su
voluntad, dice: «Así sea; no por esto mi sol brillará menos para ti, ni tampoco mis
nubes para ti han de llover menos. No necesito forzarte para que aceptes mi poder».
Dejemos, pues, al ignorante que discuta la existencia de semejante Dios. Yo soy uno
de los millones de hombres sabios que creen en Él y nunca me cansaré de inclinarme
ante Él ni de cantar Su gloria.
Existe un Poder indefinible y misterioso que todo lo penetra. Lo siento aunque no
lo vea. Este Poder oculto que se hace sentir desafía, sin embargo, todas las pruebas
porque es completamente distinto a todo lo que percibo a través de mis sentidos. Es
un Poder que trasciende los sentidos.
No obstante es posible demostrar, hasta cierto punto, la existencia de Dios. Aun
en los asuntos cotidianos sabemos que la gente en general no sabe quién gobierna ni
por qué y tampoco cómo gobierna. Sin embargo saben que, sin duda, hay un poder
que gobierna.
El año pasado, en mi viaje por Mysore, me encontré con muchos aldeanos pobres
y pude descubrir, mediante las preguntas que les formulaba, que no sabían quién
gobernaba Mysore. Decían simplemente que lo gobernaba algún dios. Si el
conocimiento de esta pobre gente sobre su gobernante era tan limitado, a mí, que soy
infinitamente más pequeño que Dios —más pequeño que ellos respecto de su
gobernante— no debiera causarme sorpresa el no haberme dado cuenta de la
presencia de Dios, el rey de reyes.
No obstante, yo también siento —como sentían los pobres aldeanos respecto de
Mysore— que hay un orden en el universo, que existe una Ley inalterable que
gobierna cada cosa y cada ser existente o viviente. No es una ley ciega pues ninguna
ley que se ciega puede gobernar la conducta de los seres vivientes; vida que, gracias a
las maravillosas investigaciones de Sir J. C. Bose, ahora podemos probar que se
extiende inclusive a la materia. Luego, esa Ley que gobierna toda vida es Dios. La
Ley y el Legislador son uno. No puedo negar la Ley y tampoco al Legislador tan sólo
porque sé muy poco sobre Ella o sobre Él. Así como mi negación o ignorancia sobre
la existencia de un poder terrenal no me servirá de nada, del mismo modo mi
negación de Dios y de su Ley no me liberará de su acción. Al igual que una
aceptación humilde y silenciosa de la autoridad divina torna más fácil el camino de la
vida, la aceptación de un gobierno terrenal torna más fácil la vida que se somete a él.
Al paso que percibo oscuramente que todo a mi alrededor cambia
constantemente, muere constantemente, encuentro que por debajo de esos cambios
hay un poder vital que es inmutable, que todo lo reúne, que crea, disuelve y recrea.
Ese poder o espíritu que da toda forma es Dios. Y puesto que nada de lo que veo
meramente a través de mis sentidos puede o podrá perdurar, solo Él es.
Este poder ¿es benévolo o malévolo? Yo lo considero puramente benévolo. Ya
que me es dado ver la perduración de la vida en medio de la muerte, la perduración
de la verdad en medio de la mentira y la perduración de la luz en medio de la
oscuridad, deduzco de ello que Dios es Vida, Verdad, Luz. Él es Amor. Es el Bien
Supremo.
No obstante, Él no es un Dios que simplemente satisface el intelecto, si es que
alguna vez lo hace. Dios, para ser Dios, debe gobernar el corazón y transformarlo.
Debe expresarse hasta en el más ínfimo acto de Su devoto. Esto sólo puede darse
mediante una comprensión definitiva y mucho más real que la que jamás podrían
producir cualesquiera de los cinco sentidos. Las percepciones de los sentidos pueden
ser —y con frecuencia lo son— falsas e ilusorias, a pesar de que a nosotros nos
puedan parecer muy reales. Pero cuando la comprensión no se produce con los
sentidos, es infalible. Esto se ha comprobado, no por medio de una evidencia externa,
sino por la transformación de la conducta y del carácter de aquellos que han sentido
en su interior la presencia real de Dios.
Semejante testimonio puede hallarse en la cadena ininterrumpida de profetas y
sabios de todos los países y todos los climas. Rechazar esta evidencia es negarse a sí
mismo.
Dicha comprensión está precedida por una fe inamovible. Aquél que quiera
comprobar en sí mismo la presencia de Dios puede hacerlo mediante una fe viva. Y
puesto que la fe no puede ser, probada mediante una evidencia externa, el camino
más seguro es creer en el gobierno moral del mundo y, en consecuencia, en la supremacía de la ley moral, la ley de la Verdad y el Amor. El ejercicio de la fe será lo más seguro allí donde haya una clara determinación de rechazar sumariamente todo lo que sea contrario a la Verdad y el Amor. No puedo explicar la existencia del mal mediante ningún método racional. Querer hacerlo es sentirse igual a Dios. Por eso, soy lo suficientemente humilde como para aceptar el mal como lo que es. Y denomino a Dios paciente y sufriente por la precisa razón de que permite la existencia del mal en el mundo. Sé que no hay mal en Él aunque existe el mal y Dios sea su autor, Él, permanece inmaculado. Asimismo, sé que nunca conoceré a Dios si no lucho con y contra el mal, aun cuando eso me cueste la vida. Mi experiencia humilde y limitada me ha fortalecido en la fe. A medida que trato de volverme más puro, me siento más cerca de Dios. ¿Cuánto más puro he de ser cuando mi fe ya no sea una mera apología como lo es hoy sino que se haya tornado tan inamovible como el Himalaya y tan blanca y brillante como la nieve de sus picos? Entretanto, invito al lector a rezar con Newman, que en sus ejercicios espirituales cantaba:
Guíame, Luz bondadosa, a través del cerco de tinieblas,
Enséñame el camino.
La noche es oscura y estoy lejos del hogar,
Enséñame el camino.
Dirige mi andar: me basta solo un paso,
Yo no pido ver el paisaje lejano.
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