El materialismo y el intelectualismo son filosofías del «nada, sino…». ¡Qué
fatigosamente hemos terminado por familiarizarnos con ese «nada, sino espacio,
tiempo y materia, y movimiento a lo sumo», o con ese «nada, excepto sexo», ese
«nada, salvo la economía»! Y no menos intolerantes son tantas otras: «nada, sino el
espíritu»; «nada, salvo la conciencia», «nada sino la psicología»: ¡qué aburridas, qué
digo, qué tediosas son todas ellas! El «nada, sino» es tan estúpido como mezquino.
Carece de generosidad. Basta ya de «nada, sino». Ya va siendo hora de decir, con un
sentido común bien primitivo, desde luego, aunque con sobradas razones, «no sólo,
sino también».
Por la ventana, la noche pugna por despertar; a la luz de la luna, sueña el jardín
escondido con tal viveza en sus colores perdidos que las rosas negras son casi
carmesíes, permanecen los arboles a la espera, erguidos al filo del vivo verdor. La
tapia enjalbegada de la terraza brilla contra el cielo azul oscuro. (¿Se encuentra el
oasis ahí abajo, es el desierto el que asoma tras las últimas palmeras?). En los muros
blancos de la casa reverbera fría la radiantez lunar. (¿Habré de volverme a mirar los
Dolomitas que se alzan desnudos en medio de las níveas laderas?). Está llena la luna.
Y no sólo llena, sino también hermosa. Y no sólo hermosa, sino también…
A Sócrates lo acusaron sus enemigos de haber afirmado heréticamente que la luna
era una piedra. Todos los hombres, dijo, saben que la luna es una diosa, y se mostró
de acuerdo con todos los hombres. Como respuesta a la filosofía materialista del
«nada, sino», su réplica fue tan sensata como científica. Más sensata y más científica,
por ejemplo, que la réplica ideada por D. H. Lawrence en ese libro extraño, tan veraz
en su sustancia psicológica a la vez que, muy a menudo, ridículo en su forma
pseudocientífica, que tituló Fantasía del inconsciente. «La luna —escribe Lawrence
— no es ni mucho menos un mundo frío y nevado, como lo sería el nuestro al
enfriarse. Bobadas. Es un orbe de sustancia dinámica, como el radio o el fósforo,
coagulado en torno a un polo vivo de energía». El defecto de esta afirmación estriba,
lisa y llanamente, en que resulta manifiestamente falso. Con toda seguridad, la luna
no se compone de radio ni de fósforo. La luna es, materialmente, «una piedra».
Lawrence había montado en cólera, no sin razón, con los filósofos del «nada, sino»,
que insisten en que la luna es solamente una piedra. Sabía que era algo más; tenía la
certidumbre empírica de su hondo significado, de su importancia. Y sin embargo
intentó explicar el hecho empíricamente establecido de su significado en términos
erróneos: en términos materiales, no espirituales. Decir que la luna se compone de
radio es una soberana idiotez. En cambio, decir como Sócrates que está hecha de una
sustancia divina es estrictamente exacto, puesto que nada impide, por descontado,
que la luna sea tanto una piedra como una diosa. La prueba de su pétrea constitución,
la que descalifica su constitución de radio, se halla en cualquier enciclopedia infantil.
Comporta una convicción absoluta. No es menos convincente, sin embargo, la prueba
de la divinidad de la luna: se puede extraer de nuestras propias experiencias, de los
escritos de los poetas y, de un modo fragmentario, de ciertos libros de texto que
versan sobre fisiología y sobre medicina.
Ahora bien, ¿qué es esa «deidad»? ¿Cómo habremos de definir a «un dios»?
Expresado en términos psicológicos (que son los primordiales, pues no hay modo de
ir más allá de ellos), un dios es algo que nos aporta el peculiar sentimiento que el
Profesor Otto ha llamado «numinoso» (del latín numen, ser sobrenatural). Los
sentimientos numinosos son el material original de lo divino, a partir de los cuales el
intelecto que teoriza extrae los dioses individuales que pueblan los panteones, los
atributos diversos de la divinidad única. Una vez formulada, una teología evoca a su
vez sentimientos numinosos diversos. De ese modo, los terrores de los hombres
frente a un universo enigmáticamente peligroso los lleva a postular la existencia de
unos dioses iracundos; posteriormente, al pensar en los dioses iracundos los invade el
terror, aun cuando ese mismo universo por el momento no les dé ningún motivo de
alarma. Emoción, racionalización, emoción: es un proceso cíclico y continuo. La vida
religiosa del hombre funciona de acuerdo con un sistema de agua caliente.
La luna es una piedra, pero se trata de una piedra sumamente numinosa. Por ser
más precisos, se trata de una piedra acerca de la cual y por causa de la cual los
hombres y las mujeres tienen sentimientos numinosos. Así, existe una suave luz de
luna capaz de proporcionarnos una paz que sobrepasa todo entendimiento. Existe una
luz de luna que inspira cierta clase de temor reverencial. Existe una luz de luna fría y
austera que dice al alma su soledad, su desesperado aislamiento, su insignificancia y
su suciedad. Existe una amorosa luz de luna que nos incita al amor, al amor no sólo
de un individuo, sino a veces del universo entero. Sin embargo, también brilla la luna
sobre el cuerpo, por las ventanas del alma que son los ojos, y esplende en el espíritu
por igual. Afecta directamente al alma, pero también puede hacerlo por medios
oscuros y tortuosos, a través de la sangre por ejemplo. La mitad de la raza humana
vive en manifiesta obediencia a los ritmos lunares; hay pruebas suficientes para
demostrar que la vida fisiológica y por tanto espiritual, no sólo de las mujeres, sino
también de los hombres, misteriosamente sigue los flujos y reflujos de los cambios
lunares. Existen alborozos inexplicables, misterios que no obedecen a razón alguna,
risas y remordimientos que no siguen causas conocidas. Las súbitas, fantásticas
alteraciones que experimentan constituyen la climatología ordinaria de nuestro
ánimo. Tales cambios, los más densamente numinosos de los cuales pueden
hipostasiarse como si de divinidades se tratara, mientras que los más livianos, si se
quiere, serán duendes y hadas, son hijos de la sangre y los humores. Ahora bien, la
sangre y los humores obedecen, entre muchos amos cambiantes, a los cambios de la
luna. Al incidir directamente en el alma por las ventanas que son los ojos, e
indirectamente por medio de los oscuros cauces de la sangre, la luna es doblemente
una divinidad. Hasta los perros y los lobos, a juzgar al menos por sus aullidos
nocturnos, parecen sentir de un modo oscuro y bestial una suerte de emoción
numinosa respecto a la luna llena. Artemisa, la diosa de lo silvestre, se identifica en la
mitología posterior con Selene.
Aun cuando queramos considerar la luna solamente como una piedra, hallaremos
en su pétrea condición un numen en potencia. Una piedra que se ha enfriado. Una
piedra sin aire y sin agua que encierra la imagen profética de nuestro planeta cuando,
dentro de unos millones de años, un sol envejecido, senecto incluso, haya perdido la
capacidad de engendrar que ahora todavía posee. Y aún podríamos seguir: este pasaje
podría prolongarse indefinidamente. Un estudio sobre la grandilocuencia. Me
abstendré. Que cada lector se remita a la realeza de los colores retóricos en la medida
en que tal opción se pliegue a sus gustos. Con más o menos envoltorios purpúreos y
grandilocuentes, ahí está la piedra: pétrea. No es posible pensar mucho tiempo en ella
sin que se encuentre uno invadido por uno u otro de los múltiples sentimientos
numinosos que infunde. Tales sentimientos pertenecen a uno u otro grupo, teniendo
en cuenta que ambos son complementarios y se hallan en contraste. El nombre de la
primera familia no es otro que los sentimientos de la insignificancia humana; el de la
segunda, los sentimientos de la grandeza humana. Al meditar sobre esa piedra que
flota como un pecio allá en el abismo, uno puede dar en sentirse numinosamente cual
gusano, abyecto y fútil ante inmensidades completamente incomprensibles. «El
silencio de los espacios infinitos me sobrecoge», como dijera Pascal. De lo contrario,
uno puede sentirse como dice que se siente Paul Valéry: «el silencio de los espacios
infinitos no me intimida». Ante el espectáculo de esa luna astronómicamente pétrea,
no tiene uno por qué sentirse como un gusano. Puede ser causa, muy al contrario, de
que uno se regocije en su exultante hombría. Flota la piedra, el símbolo más próximo,
más familiar, de todos los horrores astronómicos, a pesar de lo cual los astrónomos
que descubrieron los horrores del espacio y del tiempo eran también hombres. El
universo arroja un desafío al espíritu humano; a pesar de su insignificancia y su
abyección, el hombre acepta el reto. La piedra nos fulmina con su mirada
relampagueante en medio de la negrura ilimitada, un memento mori, pero el mero
hecho de que en ella reconozcamos un memento mori justifica que nos invada un
cierto orgullo por el hecho de ser humanos. Tenemos derecho a nuestros sentimientos
de sobria exultación.
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