ARTHUR RIMBAUD
Con gozo hubimos de conocer a Arthur Rimbaud. Hoy, muchas cosas nos separan, sin que, claro está, haya nunca faltado o disminuido nuestra profunda admiración por su genio y su carácter. En aquella época, relativamente lejana, de nuestra intimidad, Arthur Rimbaud era un niño de dieciséis o diecisiete años, ya por entonces afianzado a todo el caudal poético, que sería menester que el público conociera, y del cual ensayaremos un análisis al tiempo que citemos cuanto nos sea posible. Físicamente era alto, bien conformado, casi atlético; su rostro tenía el óvalo del de un ángel desterrado; los despeinados cabellos eran de un color castaño claro y los ojos de un azul pálido inquietante. Como era de las Ardenas, además de un lindo dejo del terruño, pronto perdido, poseía el don de la asimilación rápida, propio de sus paisanos, y esto puede explicar la pronta desecación de su numen (veine) bajo el sol insulso de París (hablemos como nuestros antepasados, cuyo lenguaje directo y pulcro, al fin y a la postre, no estaba tan mal). Empezaremos por la primera parte de la obra de Arthur Rimbaud, producto de la más tierna adolescencia –¡sublime erupción, maravillosa pubertad!– y luego, examinaremos las diversas evoluciones de este espíritu impetuoso, hasta su literario fin. Abramos aquí un paréntesis y, por si estas líneas caen casualmente bajo su mirada, sepa Arthur Rimbaud que nosotros no juzgamos los móviles de los hombres, y tenga por segura nuestra aprobación (y nuestra negra tristeza también) de su abandono de la poesía, supuesto que este abandono haya sido para él lógico, honesto y necesario, lo cual no dudamos. La obra de Rimbaud, remontándose al periodo de su extrema juventud, es decir, a 1869, 70 y 71, es asaz abundante y formaría un respetable volumen. Se compone de poemas generalmente cortos, letrillas, sonetos, o composiciones de cuatro, cinco o seis versos. El poeta nunca emplea el pareado heroico (rime plate). Su verso, firmemente encajado, usa de pocos artificios; hay en él pocas cesuras literarias y no cabalga. La selección de palabras es siempre exquisita, a veces pedante adrede. El lenguaje es preciso y permanece claro aun cuando la idea suba de color o el sentido se oscurezca. Las rimas son muy honorables. No podríamos justificar mejor lo que decimos sino presentando al lector el soneto de las VOCALES:
A negra, E blanca, I roja, U verde, O azul: vocales, diré algún día vuestros latentes nacimientos. Negra A, jubón velludo de moscones hambrientos que zumban en las crueles hediondeces letales. E, candor de neblinas, de tiendas, de reales lanzas de glaciar fiero y de estremecimientos de umbrelas; I, las púrpuras, los esputos sangrientos,
las risas de los labios furiosos y sensuales. U, temblores divinos del mar inmenso y verde. Paz de las heces. Paz con que la alquimia muerde la sabia frente y deja más arrugas que enojos. O, supremo clarín de estridores profundos, silencios perturbados por ángeles y mundos. ¡Oh, la Omega, reflejo violeta de sus ojos!
Arthur Rimbaud era por entonces alumno “de segunda” en el liceo de... y era muy aficionado a hacer novillos, fumándose las clases. Cuando –al fin– se cansaba de zancajear día y noche por montes, bosques y llanos –¡vaya un andarín!–, llegaba a la biblioteca de la ciudad que callo y pedía obras malsonantes para los oídos del jefe bibliotecario, cuyo nombre, poco requerido por la posteridad, baila en la punta de mi pluma. Mas ¿para qué nombraría yo a semejante metemuertos en este trabajo maledictino?
En ninguna parte, en literatura alguna, hemos hallado algo tan tierno y tan bravío a la vez, tan amablemente caricaturesco y cordial, tan bueno como el raudal franco, sonoro, magistral de LOS BOQUIABIERTOS:
Niños mendigos. Ha nevado. Al tragaluz iluminado los pobres van porque les trae al retortero el ver cómo hace el panadero el rubio pan. Miran la masa gris en torno del brazo blanco que del horno es auxiliar. El panadero el buen pan cuece, la sonrisa en su boca mece algún cantar. Apretaditos, ni uno alienta junto al ventano que calienta como un regazo. Cuando al hacer una ensaimada saca el pan áureo de la hornada el fuerte brazo, cuando al cobijo del ahumado techo, el cuscurro perfumado canta muy bajo y a ellos les llega la vaharada está su alma deslumbrada
bajo el andrajo. Sienten que aquello da la vida bajo la escarcha a su aterida faz de angelotes; sus hociquitos como rosas entre las rejas dicen cosas a los barrotes. Y tanto rezan sus plegarias al entrever las luminarias del cielo abierto, que desgarran sus pantalones y hace que tiemblen sus faldones el aire yerto.
¿Qué me decís de esto? Nosotros, al encontrar en otro arte las analogías que la originalidad de este pequeño cuadro nos prohíbe buscar entre todos los posibles poetas, afirmamos que es algo –mejor y peor a un tiempo– como lo que Goya hizo. No os quepa la más leve duda de que, si Goya y Murillo fueran consultados, me darían la razón.
Muchos otros ejemplos de ese donaire exquisitamente perverso o casto con que nos enajenamos y arrobamos nos tientan ahora, pero los límites normales del siguiente ensayo, de por sí extenso, nos obligan a pasar por alto muchos milagros de delicadeza, y de ese modo entraremos en el imperio de la Fuerza esplendida desde donde nos requiere el mágico BARCO EBRIO.
Tan sólo una composición, reprobada y desautorizada por él mismo, fue inserta sin que él lo supiera –cosa bien hecha– en el primer año del Renacimiento, hacia 1873. Se titulaba Los cuervos. Los curiosos podrán saborear algo patriótico, pero con patriotismo del bueno, aunque aquello no es todo. Por nuestra parte nos enorgullecemos de ofrecer a nuestros contemporáneos inteligentes buena ración de una dulce golosina: versos de Rimbaud. Si le hubiéramos consultado a él (sépase que ignoramos su dirección, inmensamente vaga, además) probablemente nos hubiera desaconsejado de emprender esta tarea por lo que a él le atañe. ¡Así, se maldijo a sí mismo este Poeta Maldito! Pero la amistad y la devoción literarias que siempre le otorgaremos nos han dictado estas líneas induciéndonos a indiscreción. ¡Peor para él! Tanto mejor –¿no es cierto?– para vosotros. Del tesoro olvidado por su poseedor más que frívolo, no se habrá perdido todo, y si es que cometemos en ello un crimen, entonces felix culpa! Después de alguna permanencia en París y de diversas peregrinaciones más o menos aterradoras, Rimbaud cambió de rumbo y trabajó (él) en lo ingenuo, y ya en el plano de lo muy sencillo adrede, no usó más que asonancias, palabras vagas, frases infantiles o populares. Así consiguió prodigios de tenuidad, de verdadero matiz débil, de encanto inapreciable, a fuerza de ser delgado y sutil.
Pero el poeta desaparecía –nos referimos al poeta correcto, en el sentido un poco especial del vocablo. Se convertía en un prosista sorprendente. Un manuscrito cuyo título no recordamos y que contenía extraños misticismos y agudísimos atisbos psicológicos, cayó en unas manos que le extraviaron sin darse cuenta de lo que hacían. Una temporada en el Infierno, publicada en Bruselas, en 1873, por la casa Poot y C., calle de las Berzas, num. 37, se hundió totalmente en un monstruoso olvido, por no haber preparado el autor el más insignificante bombo. Tenía que hacer más y mejores cosas. Recorrió todos los continentes, todos los océanos, pobre y altivamente (rico, además, si hubiera querido, por su familia y su posición) después de haber escrito, también en prosa, una serie de soberbios trozos con el título de Las Iluminaciones, creo que para siempre perdidos. Dijo en su Temporada en el Infierno: “Ya he hecho mi jornada. Me voy de Europa. El aire marino quemará mis pulmones; me tostarán los perdidos climas.”
Esto está muy bien, y el hombre cumplió su palabra. El hombre que Rimbaud lleva dentro
es libre, bien claro está, y ya se lo concedimos al empezar con una reserva legitima que
acentuaremos al resumir. Pero en cuanto a este loco poeta, ¿no tuvo razón al aprisionar a
esa águila y ponerla en esta jaula, con la presente etiqueta? ¿Y no podríamos, por
añadidura, y supererogación (si es que la Literatura ha de ver consumarse semejante
pérfida) exclamar con Corbière, su hermano mayor, no el mayor de sus hermanos,
irónicamente?, no; ¿melancólicamente?, sí; ¿furiosamente?, ya lo creo; aquellos versos:
El óleo santo se apagó ya, ¿ya se ha apagado el sacristán?
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