Oh, no creáis en la unidad del hombre.
DOSTOIEVSKI
Volcánico él mismo, volcánicos tenían que ser sus héroes, pues en último término
cada hombre da testimonio sólo del dios que lo creó. No aceptan pacíficamente su
lugar en nuestro mundo, por doquier descienden con su sensibilidad hasta los
problemas prístinos. El hombre nervioso de hoy que llevan dentro está emparejado
con el ser del principio, que nada sabe de la vida fuera de su pasión y, junto con los
últimos conocimientos, balbucea las primeras preguntas del mundo. Sus moldes
todavía no se han enfriado, sus rocas no se han estratificado ni se han pulido sus
fisonomías. Son eternamente incompletos y, por tanto, están doblemente vivos. Pues
el hombre perfecto es a la vez el hombre acabado y en Dostoievski todo tiende hacia
lo infinito. Los hombres le parecen héroes y dignos de ser moldeados artísticamente
sólo en tanto que se desavienen con ellos mismos, en tanto que son naturalezas
problemáticas: como hace el árbol con los frutos, Dostoievski sacude los personajes
acabados, maduros. Ama a sus personajes sólo mientras sufren, mientras poseen la
forma sublimada y discrepante de su propio destino, mientras son un caos que quiere
convertirse en Destino.
Coloquemos a sus héroes ante otro cuadro para comprender mejor su maravillosa
singularidad. Comparémoslos. Si recordamos a un héroe de Balzac como típico de la
novela francesa, de modo inconsciente nos representamos una imagen de lo
rectilíneo, de lo cerrado e internamente acabado. Un concepto claro y sujeto a leyes
como una figura geométrica. Todos los personajes de Balzac están hechos de una
misma sustancia que la química del alma puede analizar con toda exactitud. Siendo
elementos puros, poseen todas las propiedades esenciales que como tales les
corresponden, por tanto también las formas típicas de reacción en el plano moral y en
el psíquico. Apenas si son hombres ya, sino casi propiedades hechas hombre,
máquinas de precisión de una pasión. Al lado de cada nombre que aparece en Balzac
se puede colocar una propiedad correlativa: Rastignac es sinónimo de ambición;
Goriot, de sacrificio; Vautrin, de anarquía. En cada uno de estos hombres una fuerza
motriz dominante absorbe todas las demás fuerzas interiores y las impulsa en la
dirección que marca la voluntad central de vivir. Estos héroes se pueden clasificar por
categorías, pues sus almas llevan incorporado un único resorte que con una
determinada cantidad de energía los impulsa a través de la sociedad: lanza como
proyectiles en medio de la vida a esos jóvenes. Exagerando el sentido, uno se siente
tentado de llamarlos autómatas por la precisión con que reaccionan a cualquier
estímulo vital, y en realidad son como máquinas en su despliegue de fuerzas, y en su
resistencia, factores que un técnico podría calcular. Quien esté algo familiarizado con
Balzac puede prever la respuesta de un personaje a determinados hechos, igual que se
calcula la parábola de una piedra lanzada por su peso y la fuerza del lanzamiento.
Grandet, el Harpagón, será más avaro a medida que su hija se manifieste más heroica
y dispuesta al sacrificio.
Y se sabe que Goriot, en los momentos en que vive todavía en soportable
prosperidad y lleva la peluca cuidadosamente empolvada, venderá su chaleco por su
hija y romperá la vajilla de plata, su última posesión. Tiene que actuar así por fuerza,
por coherencia con su carácter, por el impulso que reviste imperfectamente su carne
terrenal de forma humana. Los caracteres de Balzac (y también los de Víctor Hugo,
Scott y Dickens) son todos primitivos, homogéneos y consecuentes. Son unidades y
por tanto mensurables en la balanza de la moral. En cada uno de sus cosmos sólo el
azar al que se enfrentan es polícromo y multiforme. En estos novelistas épicos la vida
es abigarrada, el hombre es la unidad y la novela como tal es la lucha por el poder
frente a las fuerzas terrenales. Los héroes de Balzac y de toda la novelística francesa
son o más fuertes o más débiles que la resistencia de la sociedad. Triunfan sobre la
vida o caen bajo sus ruedas.
El héroe de la novela alemana (pensemos, por ejemplo, en Wilhelm Meister o en
Enrique el Verde) ya no está tan seguro de su dirección fundamental. Alberga muchas
voces, está psicológicamente diferenciado, es anímicamente polífono. El bien y el
mal, la fuerza y la debilidad, se mezclan de manera confusa en su alma: su origen es
confusión, y la niebla del amanecer enturbia su límpida mirada. Siente que nacen
fuerzas en su interior, pero todavía dispersas, todavía en conflicto; carece de armonía,
pero lo anima el anhelo de unidad. El genio alemán aspira siempre al orden en último
término. Y todas las novelas educativas alemanas no desarrollan otra cosa en sus
héroes que la personalidad. Haciendo acopio de sus fuerzas, el hombre se eleva al
ideal alemán, se hace apto, «el carácter se forma en la corriente del mundo», en
palabras de Goethe. Los elementos mezclados y agitados por la vida, una vez
conquistada la calma, se clarifican y se convierten en cristal; de los años de
aprendizaje sale el maestro y desde la última página de todos estos libros, Enrique el
Verde, Hiperion, Wilhelm Meister, Ofterdingen, una mirada clara contempla resuelta
el claro mundo. La vida se concilia con el ideal; las fuerzas ahora ordenadas ya no se
derrochan caóticamente, sino que se ahorran para alcanzar la meta suprema. Los
héroes de Goethe y de todos los alemanes se realizan en su forma suprema, se
vuelven activos y capaces: aprenden de las experiencias de la vida.
Los héroes de Dostoievski, en cambio, no buscan ni encuentran relación alguna
con la vida real: ésta es su singularidad. No quieren en absoluto entrar en la realidad,
sino pasar por encima de ella desde el principio para llegar al infinito. Su destino no
tiene una existencia exterior, sino sólo interior. Su reino no es de este mundo. Para
ellos todas las formas aparentes de valores, títulos, dinero y poder, todas las
posesiones visibles, no tienen valor ni son un fin en sí mismas, como en Balzac, ni un
medio para alcanzarlas, como en los alemanes. No quieren en absoluto imponerse,
afirmarse ni acomodarse en este mundo. No se reservan, sino que se disipan; no
calculan y permanecen eternamente incalculables. La ineptitud de su ser hace que a
primera vista se los tenga por soñadores ociosos y extravagantes, pero su mirada
parece vacía sólo porque no se dirige hacia fuera, sino que se vuelve con fuego y
llamas hacia su interior, hacia su propia existencia. El hombre ruso tiende al todo.
Quiere sentirse a sí mismo y sentir la vida, pero no su sombra ni su reflejo, no la
realidad exterior, sino lo grande y místicamente elemental, el poder cósmico, el
sentimiento de existir. Dondequiera que ahondemos en la obra de Dostoievski, oímos
murmurar como un manantial subterráneo este afán de vida totalmente primitivo,
fanático y casi vegetativo, este sentimiento vital, este anhelo ancestral, que no quiere
dicha ni dolor, que ya son formas particulares de la vida, valoraciones, distinciones,
sino el goce total y completo como el que se experimenta al respirar. Quieren beber
de la fuente primera, no de los pozos de calles y ciudades, quieren sentir la eternidad,
lo infinito y desprenderse de la temporalidad. Sólo conocen un mundo eterno, no el
mundo social. No quieren aprender ni vencer la vida; por decirlo así, aspiran a
sentirla en sus carnes desnudas y como éxtasis de la existencia.
Ajenos al mundo por amor al mundo, irreales por su pasión por la realidad, los
personajes de Dostoievski parecen al principio algo ingenuos. No siguen un rumbo
fijo, no tienen un objetivo evidente: estos hombres ya maduros van por el mundo a
tientas como ciegos o borrachos. Se detienen, miran a su alrededor, hacen todo tipo
de preguntas y siguen corriendo sin respuestas hacia lo desconocido; parece que
acaban de entrar en nuestro mundo y todavía no se han aclimatado a él. Y apenas
comprendemos a estos hombres de Dostoievski, no nos damos cuenta de que son
rusos, hijos de un pueblo que, viniendo de una inconsciencia bárbara milenaria, cayó
en medio de nuestra cultura europea. Arrancados de la vieja cultura patriarcal, no
familiarizados todavía con la nueva, están en medio, en una encrucijada, y la
inseguridad del individuo es la de todo un pueblo. Los europeos vivimos en nuestra
vieja tradición como en una casa cálida y acogedora. El ruso del siglo XIX, el de la
época de Dostoievski, ha quemado tras de sí la cabaña de madera de la prehistoria
bárbara sin haber construido todavía su nueva casa. Todos son desarraigados, sin
dirección fija. Todavía tienen en los puños la fuerza de la juventud, la fuerza de los
bárbaros, pero su instinto se halla desconcertado por mil problemas: las manos llenas
de fuerza no saben por dónde empezar. Lo agarran todo y nunca tienen bastante. Aquí
sentimos la tragedia de todos los personajes de Dostoievski, todos los dilemas y los
obstáculos que emanan del destino de todo un pueblo. Esta Rusia de mediados del
siglo XIX no sabe adonde va: hacia Occidente o hacia Oriente, hacia Europa o hacia
Asia, no sabe si dirigirse hacia San Petersburgo, la «ciudad artística», hacia la cultura,
o regresar a la labranza, a la estepa. Turguéniev la empuja hacia delante; Tolstói,
hacia atrás. Todo es desasosiego. De repente el zarismo se encuentra enfrentado a una
anarquía comunista, la ortodoxia secular y tradicional da un salto brusco hacia un
ateísmo fanático y furioso. Nada es estable, nada tiene valor ni medida en esta época:
las estrellas de la fe ya no brillan sobre las cabezas y la ley hace tiempo que no habita
los corazones. Desarraigados de una gran tradición, los hombres de Dostoievski son
auténticos rusos, hombres de transición que llevan dentro el caos del origen en el
pecho y van cargados de inhibiciones e incertidumbres. Siempre temerosos e
intimidados, siempre se sienten humillados y ofendidos, y todo por el mismo
sentimiento atávico de una nación: el de no saber quiénes son. El de no saber si son
mucho o poco. Eternamente basculando entre el orgullo y la contrición, la autoestima
y el desprecio de sí mismos; eternamente mirando a los de su alrededor, y todos
consumidos por el temor delirante de hacer el ridículo. Constantemente
avergonzados, ora de un cuello de piel gastado, ora de toda su nación, pero siempre lo
están, siempre están inquietos, desconcertados. Sus sentimientos, avasalladores, no
tienen freno ni guía, carecen de medida y de ley, les falta el apoyo de una tradición, la
muleta de una visión del mundo heredada. Todos andan desmedidos y perplejos por
un mundo desconocido. Ninguna pregunta suya encuentra respuesta, ningún camino
les es allanado. Todos son hombres de transición, hombres del comienzo. Todos son
un Cortés: a sus espaldas, las naves quemadas; delante, lo desconocido.
Pero es maravilloso que, aun siendo hombres de un comienzo, en cada uno de
ellos el mundo empiece de nuevo; que todas las preguntas que en nosotros han
quedado convertidas en conceptos fríos y rígidos, a ellos les sigan quemando la
sangre; es maravilloso que no conozcan nuestros cómodos y trillados caminos con
sus balaustradas morales y sus postes indicadores éticos: siempre y en todas partes se
adentran en la maleza hacia la inmensidad y el infinito. No hay campanarios de
certeza ni puentes de seguridad: todo es sacrosanto mundo primitivo. Cada individuo
cree, como la Rusia de Trotski y Lenin, que debe reconstruir todo el orden mundial, y
el mérito extraordinario del hombre ruso para Europa, incrustado en su cultura, es el
de una curiosidad insaciable que sigue planteando todas las preguntas de la vida a la
infinitud. Es maravilloso que allí donde nos mostramos negligentes en nuestra
formación, otros todavía se inflamen. Cada personaje de Dostoievski revisa de nuevo
todos los problemas, con manos ensangrentadas remueve los mojones del Bien y del
Mal, reconvierte su caos en mundo. Cada uno de ellos es siervo y precursor del nuevo
Cristo, mártir y heraldo del Tercer Reino. En ellos perdura el caos del principio, pero
también la aurora del primer día, el que creó la luz en la Tierra, y ya vislumbre del
sexto, el que crea al nuevo hombre. Los héroes de Dostoievski construyen el camino
de un mundo nuevo. La novela de Dostoievski es el mito del hombre nuevo y de su
nacimiento del seno del alma rusa.
Pero un mito, sobre todo un mito nacional, pide fe. No pretendamos, pues,
comprender a estos hombres a través del cristal de la razón. Sólo el sentimiento, lo
único que hermana, es capaz de comprenderlos. Para el common sense de un inglés o
de un norteamericano los cuatro Karamázov son cuatro locos y todo el mundo trágico
de Dostoievski es un manicomio. Pues lo que siempre fue y siempre será alfa y
omega para las simples y sanas naturalezas terrenales, a saber: ser feliz, a ellos les
parece la cosa más indiferente del mundo. Abrid los cincuenta mil libros que Europa
produce todos los años. ¿De qué tratan? De cómo ser feliz. Una mujer quiere a un
hombre, o alguien quiere ser rico, poderoso y respetado. En Dickens al final de todos
los anhelos se halla la idílica casita en el campo llena de alegres niños. En Balzac, el
castillo, el título de par y los millones. Y si miramos a nuestro alrededor, en la calle,
en los tenduchos, en los cuchitriles y en las salas iluminadas, ¿qué quiere la gente?
Vivir contenta, ser feliz, rica y poderosa. ¿Qué personaje de Dostoievski quiere esto?
Ninguno. Ni uno solo. No quieren detenerse en ninguna parte: ni siquiera en la
felicidad. Todos quieren proseguir, todos tienen ese «corazón superior» que se
atormenta. Les da igual ser felices. Les da igual estar satisfechos. Y esos
extravagantes desprecian más que desean ser ricos. No quieren nada de lo que desea
nuestra humanidad entera. Poseen el uncommon sense. No quieren nada de este
mundo.
¿Contentadizos, pues, flemáticos de la vida, indiferentes o ascetas? Todo lo
contrario. Los personajes de Dostoievski, ya lo dije, son hombres de un nuevo origen.
A pesar de su genialidad y de su entendimiento diamantino, tienen corazón de niño,
caprichos de niño: no quieren esto o aquello, sino todo. Y lo quieren todo muy fuerte.
Lo bueno y lo malo, lo caliente y lo frío, lo próximo y lo lejano. Son exagerados,
desmedidos. He dicho antes que no quieren nada de este mundo. Mal dicho. No
quieren nada en particular, sino todo, quieren todo el sentimiento de este mundo, toda
su profundidad: la vida. No olvidemos que no son unos blandengues, no son un
Lovelace, un Hamlet, un Werther o un René; tienen músculos fuertes y unas ansias
brutales de vivir; los hombres de Dostoievski son Karamázov, «fieras de la
concupiscencia», dotados de este anhelo de vivir «indecente y fanático» que apura las
últimas gotas de la copa antes de estrellarla contra la pared. De todas las cosas buscan
el superlativo, el rojo incandescente de la sensación allí donde las aleaciones
comunes de lo casual se derriten y no queda más que un sentimiento universal
ardiente como la lava; se lanzan a la vida como los locos homicidas afectados de la
fiebre de amok, pasan del deseo al arrepentimiento, y de la contrición de nuevo a la
acción, del crimen a la confesión y de la confesión al éxtasis, pero recorren todas las
callejuelas de su destino hasta el final, hasta que se derrumban, echando espuma por
la boca, o hasta que alguien los derriba. ¡Ah, esa sed de vida de todos ellos: toda una
joven nación, una nueva humanidad de labios sedientos anhela mundo, saber, verdad!
¡Buscadme y enseñadme un solo personaje de Dostoievski que respire con calma, que
descanse tras haber alcanzado la meta! ¡Ninguno! Todos participan en esta
vertiginosa carrera hacia las alturas y las profundidades —pues, según lo formuló
Aliosha, quien ha pisado el primer peldaño forzosamente ha de aspirar a alcanzar el
último—, extienden las manos voraces hacia todas partes, en el hielo y en el fuego,
estos hombres insatisfechos y desmedidos que sólo buscan y encuentran su medida en
la inmensidad. De la cuerda eternamente tensa de sus fuerzas se disparan como
flechas hacia el cielo, siempre en dirección a lo inalcanzable, siempre apuntando a las
estrellas, cada uno de ellos hecho una llama, un fuego de inquietud. E inquietud es
tormento. Por eso los héroes de Dostoievski son todos unos grandes dolientes. Todos
tienen rostros descompuestos, todos viven con fiebre, convulsiones y espasmos. Un
gran francés, horrorizado, llamó al mundo de Dostoievski hospital de neurópatas, y
realmente ¡qué sombría y fantástica debe de aparecer esta esfera, vista por primera
vez desde fuera! Tabernas llenas de vapores de aguardiente, celdas, cuartuchos en
casas de suburbios, callejuelas de burdeles y bodegones, y allí, sobre un fondo oscuro
de Rembrandt, una turba de figuras extáticas: el asesino, con la sangre de su víctima
todavía en las manos levantadas hacia el cielo; el borracho, en medio de las risas de
quienes le escuchan; la muchacha de aspecto amarillo, en la penumbra de la
callejuela; el niño epiléptico, pidiendo limosna en las esquinas; el séptuplo asesino,
en la kátorga de Siberia; el jugador, entre los puños de los compinches; Rogozhin,
rondando como una fiera la habitación cerrada de su mujer; el ladrón honrado,
agonizando en un lecho inmundo. ¡Qué mundo subterráneo de sentimientos, qué
infierno de pasiones! ¡Ah, qué trágica humanidad, qué cielo tan ruso, bajo, gris,
eternamente crepuscular, sobre estas figuras, qué tinieblas en el corazón y en el
paisaje! Campos de infortunio, yermos de desesperación, purgatorio sin gracia ni
justicia.
¡Oh, qué oscura, confusa, extraña y hostil resulta a primera vista esta humanidad,
este mundo ruso! Parece una tierra anegada de dolor y, como dice el furibundo Iván
Karamázov, una tierra «impregnada de lágrimas hasta las entrañas». Pero así como el
rostro de Dostoievski aparece a primera vista tétrico, arcilloso, afligido, rústico y
humillado, y sin embargo luego el resplandor de su frente, que irradia por encima del
abatimiento, ilumina con la fe lo terrenal de sus rasgos, sus profundidades, así
también en su obra la luz espiritual atraviesa con sus rayos la sombría materia. El
mundo de Dostoievski parece formado sólo de dolor. Y, sin embargo, la suma de todo
el dolor de sus personajes sólo aparentemente es mayor que la contenida en obras de
otros autores. Pues, criaturas de Dostoievski, todos estos hombres metamorfosean sus
sentimientos, los arrastran y exageran de contraste en contraste. Y el sufrimiento, su
propio sufrimiento, es muchas veces su mayor felicidad. Hay algo en ellos que se
contrapone diametralmente a la voluptuosidad, al placer de la fortuna, y es el placer
del dolor, el goce de la angustia: su sufrimiento es a la vez su dicha; se aferran a él
con los dientes, lo calientan en su pecho, lo acarician, lo aman con toda su alma. Y
sólo si no lo amaran, serían los hombres más desdichados del mundo. Este trueque,
este rabioso y frenético trueque de sentimientos en su interior, este eterno cambio de
valores en los hombres de Dostoievski, quizá quede mejor explicado con un ejemplo,
y escojo uno que se repite bajo mil formas diferentes: el dolor que sufre un hombre a
causa de una humillación, real o imaginaria. Alguien, una criatura simple y sencilla,
no importa si es un pequeño funcionario o la hija de un general, sufre una ofensa. Se
siente herida en su orgullo por una palabra, quizá por una bagatela. Este primer
agravio es el sentimiento primario que perturba todo el organismo. La persona sufre.
Se siente ofendida, está al acecho, se prepara, toda ella en tensión, y espera… una
nueva ofensa. Y llega la segunda ofensa. Así pues, debería producirse una
acumulación de dolor, pero, curiosamente, ya no le hace daño. Cierto que el ofendido
se queja y grita, pero su queja ya no es sincera, pues ama el agravio. En este
«continuo tomar conciencia del oprobio se esconde un placer secreto y perverso».
Encuentra una compensación para el orgullo herido: el orgullo del mártir. Y entonces
nace en él la sed de nuevas ofensas, cada vez más y más ardiente. El hombre empieza
a provocar, exagera, desafía; el sufrimiento es ahora su anhelo, su afán, su placer:
puesto que lo han envilecido, este hombre sin medida quiere ser vil y mezquino. Y ya
no se desprende de su dolor, lo agarra con los dientes apretados: quien se compadezca
de él, quien lo ame, será ahora su enemigo. He aquí por qué la pequeña Nelly lanza
tres veces los polvos a la cara del médico, por qué Raskólnikov rechaza a Sonia,
Iliusha muerde el dedo del piadoso Aliosha: por amor, por un amor fanático a su
sufrimiento. Y todos, todos aman el sufrimiento porque en él sienten intensamente la
vida, la amada vida, porque saben que «en este mundo sólo se ama de verdad a través
del dolor», ¡y esto es lo que quieren sobre todo! La prueba más concluyente de que
existen no es cogito, ergo sum, sino «sufro, luego existo». Y este «existo» es en
Dostoievski y en todos sus personajes el mayor triunfo de la vida. El grado
superlativo del sentimiento del mundo. En la cárcel Dmitri canta jubiloso el gran
himno a ese «existo», al deleite de existir, y precisamente por este amor a la vida
todos necesitan el dolor. Por eso sólo en apariencia, he dicho, la suma de sufrimientos
es mayor en Dostoievski que en todos los demás autores. Pues, si hay un mundo en el
que nada sea inexorable, en el que todo abismo tenga siquiera una salida, todo
infortunio un éxtasis y toda desesperación contenga aún esperanza, éste es el suyo.
¿Qué es su obra sino una serie de historias de apóstoles modernos, leyendas sobre la
redención del dolor por el espíritu, de conversiones a la fe en la vida, de caminos del
calvario que llevan al conocimiento, de caminos de Damasco a través de nuestro
mundo?
En la obra de Dostoievski el hombre lucha por su verdad postrema, por su yo
universal. Que se produzca un asesinato o que una mujer se abrase de amor, todo esto
carece de importancia, son cosas marginales, bastidores de la escena. Sus novelas se
desarrollan en el fondo del hombre, en la estancia del alma, en el mundo del espíritu:
los incidentes, los sucesos, los lances de fortuna de la vida exterior sólo son voces
guía, tramoya, el marco escénico. La tragedia es siempre interior. Y siempre significa:
superación de los obstáculos, lucha por la verdad. Cada uno de sus héroes se pregunta
como la misma Rusia: ¿Quién soy? ¿Qué valgo? Se busca a sí mismo o más bien
busca el grado superlativo de su ser fuera de la tierra firme, fuera del espacio y del
tiempo. Quiere conocerse como el hombre que es ante Dios y quiere declararse como
tal. Pues para los hombres de Dostoievski la verdad es más que necesidad, es un
exceso, un placer voluptuoso, y la confesión es su goce más sagrado, su espasmo. En
la confesión el hombre interior de las obras dostoievskianas, el hombre universal, el
hombre divino, rompe al hombre terrenal y la verdad, que es Dios, traspasa su
existencia carnal. Oh, con qué voluptuosidad juegan con la confesión, cómo la
esconden y —Raskólnikov ante Porfiri Petróvich— la muestran disimuladamente
para volver a ocultarla. Y luego, de nuevo, cómo se desgañitan y confiesan más
verdad de la que hay, cómo descubren su desnudez en un arrebato exhibicionista,
cómo mezclan vicio y virtud: aquí, y sólo aquí, en la lucha por el verdadero yo, se
encuentra la auténtica tensión dramática de Dostoievski. Aquí, en lo más profundo, se
libra la gran batalla de sus hombres, tienen lugar las imponentes epopeyas del
corazón: aquí, donde se agota todo lo que en ellos hay de ruso y de extraño, aquí es
donde su tragedia se convierte también en la nuestra, en la de todos los hombres.
Aquí se hace visible y estremecedor el destino típico de sus personajes, y en el
misterio del autoalumbramiento vivimos plenamente el mito dostoievskiano del
hombre nuevo, del hombre universal en el terrenal.
El misterio del autoalumbramiento: así llamo a la creación del hombre nuevo en
la cosmogonía de Dostoievski.
Y quisiera intentar contar la historia de todos sus caracteres compendiándola en
uno solo, como mito; pues todos estos cientos de hombres heterogéneos en último
término tienen un solo y único destino. Sus vidas son variaciones de una única
experiencia: hacerse hombre. No olvidemos que el arte de Dostoievski apunta
siempre al centro y en psicología, por tanto, al hombre en el hombre, al hombre
absoluto, abstracto, que está mucho más allá de las estratificaciones culturales. Para
la mayoría de artistas las estratificaciones todavía son esenciales, los acontecimientos
de la inmensa mayoría de novelas se desarrollan en la esfera social, erótica y
convencional y se quedan en estos estratos. Puesto que se dirige al centro,
Dostoievski penetra en el hombre hasta llegar al hombre universal, al yo común a
todos. Siempre moldea este último hombre y siempre, de forma parecida, configura
su misión. El comienzo es el mismo para todos sus héroes. Como auténticos rusos, les
preocupa su vitalidad. En los años de pubertad, del despertar de los sentidos y del
espíritu, se ensombrece su mente serena y libre. Sienten vagamente que una fuerza
hierve en su interior, un impulso misterioso; algo que llevan encerrado, que crece y
brota, pugna por salir de sus ropas todavía infantiles. Un misterioso embarazo (en su
interior germina el hombre nuevo, pero ellos no lo saben) los hace soñadores. Se
sientan «solitarios hasta el embrutecimiento» en un rincón solitario de un cuarto
oscuro y reflexionan, reflexionan día y noche, sobre sí mismos. A menudo pasan años
incubando en este extraño estado de ataraxia, permanecen en esta inmovilidad
anímica casi budista, se doblan sobre su cuerpo como las mujeres en los primeros
meses de gestación para escuchar los latidos de ese segundo corazón que palpita en
sus entrañas. Experimentan todos los misteriosos estados por los que pasa la mujer
embarazada: el miedo histérico a la muerte, el horror a la vida, antojos crueles y
enfermizos, deseos sensuales y perversos.
Finalmente saben que han sido fecundados por una idea nueva y desde entonces
tratan de descubrir el misterio. Aguzan sus pensamientos hasta hacerlos afilados y
cortantes como instrumentos quirúrgicos, examinan escrupulosamente el estado en
que se encuentran, hablan hasta la saciedad de su aflicción en fanáticas
conversaciones, se queman el cerebro de tanto pensar, hasta que los amenazan las
llamas de la locura; todos ellos forjan sus pensamientos en una idea fija que exprimen
hasta el final, hasta convertirla en una peligrosa punta que en sus manos se vuelve
contra ellos mismos. Kirílov, Shátov, Raskólnikov, Iván Karamázov, todos estos
solitarios tienen «su» idea, la del nihilismo, la del altruismo, la del delirio
napoleónico de grandeza, y todos la han incubado en su soledad enfermiza. Quieren
un arma contra el nuevo hombre que nacerá de ellos, pues su orgullo quiere
defenderse contra él, oprimirlo. Otros tratan de acelerar con los sentidos espoleados
esta misteriosa germinación, este dolor de vida que fermenta y apremia. Y para usar
la misma imagen: quieren hacer abortar el fruto, como las mujeres que tratan de
liberarse del germen no deseado saltando de unas escaleras, bailando o tomando
ponzoñas. Vociferan para acallar este manantial que fluye sin ruido en su interior, a
veces se destruyen a sí mismos sólo para destruir este germen. Se pierden
deliberadamente durante estos años. Beben, juegan, se vuelven disolutos y todo ello
(si no, no serían hombres de Dostoievski) con un fanatismo que llega al delirio. Es el
dolor lo que los empuja al vicio, no una concupiscencia indolente. No beben por
satisfacción y por el sueño, no beben como un alemán hasta quedar profundamente
dormidos, sino para emborracharse y para olvidar su locura; no juegan por dinero,
sino para matar el tiempo; se dan al libertinaje no por placer, sino para perder su
verdadera medida en los excesos. Quieren saber quiénes son y para ello buscan los
límites. En los excesos de calor y frío quieren conocer la frontera extrema de su yo y
sobre todo su profundidad. Abrasados en estos placeres ascienden hasta Dios y
descienden hasta la bestia, pero siempre para analizar al hombre que llevan dentro. O,
puesto que no se conocen, tratan cuando menos de probarse. Kolia se arroja a la vía
del tren para «demostrarse a sí mismo» que es valiente; Raskólnikov mata a la
anciana para probar su teoría napoleónica, y todos hacen más de lo que realmente
quieren sólo para llegar a las fronteras extremas de las sensaciones. Para conocer su
propia hondura, la medida de su humanidad, se arrojan a todos los precipicios: de la
sensualidad se precipitan al libertinaje, del libertinaje a la crueldad y así hasta el
fondo, hasta la maldad fría, desalmada y calculada, pero todo ello por un amor
transmutado, por un afán de conocer su propio ser, por una especie de locura religiosa
pervertida. De un estado de vela sabia y prudente caen en el torbellino de la locura, su
curiosidad intelectual se convierte en perversión de los sentidos, sus crímenes llegan
hasta la pederastia y el asesinato, pero lo típico de todos ellos es la superlativa falta
de placer en el placer superlativo: la llama de la conciencia tiembla en fanático
arrepentimiento hasta en el abismo más profundo de su delirio.
Pero, con cuanta más furia se entregan a los excesos de la sensualidad y del
pensamiento, tanto más se acercan a sí mismos, y cuanto antes quieren aniquilarse,
más pronto se recuperan. Sus tristes bacanales no son más que espasmos, y sus
crímenes, las contracciones de su autoalumbramiento. Su autodestrucción destruye
sólo la envoltura del hombre interior y es una autosalvación en el sentido más
elevado de la palabra. Cuanto más se contraen, se doblan y se retuercen, tanto más
aceleran el parto involuntariamente. Pues sólo en el dolor más punzante puede venir
al mundo el nuevo ser. Un poder enorme y extraño tiene que intervenir para liberarlo,
convertirse en comadrona en la hora más difícil; el bien tiene que ayudarlo, el amor
universal. Hace falta un suceso externo, un crimen que excite sus sentidos hasta la
desesperación, para dar a luz la pureza, y aquí como en la vida cada parto está
rodeado por la sombra de un peligro mortal. Las dos fuerzas más extremas del
patrimonio humano, la vida y la muerte, se entrejuntan estrechamente en este
instante.
Así pues, el mito del hombre de Dostoievski consiste en que el yo mixto, múltiple
y opaco de cada individuo es fecundado con el germen del hombre verdadero (aquel
hombre primigenio del pensamiento de la Edad Media, libre del pecado original), del
ser elemental, puramente divino. Nuestra misión suprema y nuestro más auténtico
deber en este mundo es dar a luz a este hombre eterno y primitivo de las entrañas
perecederas del hombre civilizado. Todos los hombres están fecundados, pues nadie
repudia la vida, todo mortal ha sido concebido por ella con amor en un segundo de
felicidad, pero no todos alumbran el fruto. En muchos se corrompe por una
negligencia anímica, muere y los envenena. Otros, en cambio, mueren en el parto y
sólo el hijo, la idea, viene al mundo. Kirílov es uno de los que tienen que matarse
para poder realizarse del todo; Shátov es uno de los que tienen que dejarse asesinar
para dar testimonio de su verdad.
Pero los demás, los heroicos personajes de Dostoievski, el stárets Zósima,
Raskólnikov, Stepánovich, Rogozhin, Dmitri Karamázov, aniquilan su yo social, la
oscura crisálida de su ser interior, para abandonar volando como mariposas su forma
caduca; el ser alado sale del reptil, se eleva de la pesada tierra. Rota la costra que la
aprisionaba, el alma, el alma universal, se escapa y vuelve al infinito. En ellos se ha
extinguido todo lo personal, todo lo individual, y de ahí el parecido absoluto de todos
estos personajes en el momento de su toque final. Apenas hay manera de distinguir a
Aliosha del stárets, a Karamázov de Raskólnikov, cuando con el rostro bañado en
lágrimas salen de sus crímenes para entrar en la luz de la nueva vida. Al final de
todas las novelas de Dostoievski está la catarsis de la tragedia griega, la gran
purificación: por encima de las nubes amenazadoras y de la atmósfera clarificada
resplandece la gloria enaltecedora del arco iris, el símbolo supremo de la expiación
para el alma rusa.
Sólo después de haber alumbrado en sí al hombre puro los héroes de Dostoievski
entran en la verdadera comunidad. El héroe de Balzac triunfa cuando triunfa sobre la
sociedad; el de Dickens, cuando se adapta pacíficamente a la clase social, a la vida
burguesa, a la familia y la profesión. La comunidad a la que aspira el héroe de
Dostoievski ya no es social, sino religiosa; no anhela la sociedad, sino la fraternidad
universal. Y este llegar a la propia interioridad y con ella a la comunidad mística, es
la única jerarquía que existe en su obra. Todas sus novelas tratan exclusivamente de
este hombre último: en él se ha superado lo social, los estadios intermedios de la
sociedad con su mezquino orgullo y sus tortuosos odios, el hombre egocéntrico se
convierte en el hombre universal; ha roto su soledad y su aislamiento, que no eran
sino orgullo, y con una humildad infinita y un amor ardiente su corazón saluda en los
demás al hermano, al hombre puro. Este hombre último, purificado, ya no conoce
diferencias ni tiene conciencia de clase social; desnuda como en el Paraíso, su alma
no siente vergüenza ni orgullo ni odio ni desprecio; criminales y prostitutas, asesinos
y santos, príncipes y borrachos, todos hablan entre ellos en nombre del yo más
profundo y verdadero de su vida; todas las capas sociales confluyen entre sí, corazón
con corazón, alma con alma. Lo único decisivo en Dostoievski es hasta qué punto
cada uno encuentra su verdad y alcanza la verdadera humanidad. No importa cómo se
produce esta expiación, esta conquista de sí mismo. Ningún vicio mancha, ningún
crimen corrompe, ante Dios no hay otro tribunal que la conciencia. Justicia e
injusticia, bien y mal, son palabras que se deshacen en el fuego del dolor. Quien
desea la verdad, éste es redimido, pues quien desea la verdad es humilde. Quien lo ha
conocido y comprendido todo y sabe que «las leyes del espíritu humano son todavía
inescrutables y misteriosas, que no existen médicos infalibles ni jueces inapelables»,
sabe que nadie es culpable, si no que lo somos todos, que nadie puede ser juez de
nadie, sino que todos sólo pueden ser hermanos de todos. Por esta razón, en el
cosmos de Dostoievski no hay hombres irremisiblemente depravados, «malvados»,
no hay infierno ni círculos inferiores como en Dante de los que ni el mismo Cristo
puede sacar a los condenados. Sólo conoce purgatorios y sabe que el hombre
extraviado es aquel cuya alma más se abrasa y está más cerca del hombre verdadero
que los orgullosos, los fríos, los correctos, en cuyo pecho esa verdadera humanidad se
ha helado y convertido en legalidad burguesa. Sus hombres verdaderos han sufrido y
por eso respetan el dolor y poseen así el secreto postremo de la Tierra. Quien sufre se
convierte en hermano a través de la compasión, y todos los hombres de Dostoievski,
ya que tienen la mirada puesta sólo en el hombre interior, en el hermano, desconocen
el miedo. Todos poseen la sublime facultad, que el escritor en algún momento llama
virtud típicamente rusa, de no saber odiar por mucho tiempo y, por lo tanto, una
ilimitada capacidad de comprensión de todo lo terrenal. Todavía riñen a menudo entre
sí, todavía se atormentan, porque se avergüenzan de su amor, porque consideran que
su humildad es una flaqueza y todavía no sospechan que es la fuerza más temible de
la Humanidad. Pero su voz interior sabe siempre la verdad. Mientras se insultan y
atacan con palabras, con los ojos del alma se miran ya con comprensión y alegría, y
los labios besan afligidos la boca hermana. El hombre desnudo, eterno, que vive en
ellos se ha reconocido, y este misterio de la reconciliación universal en el
reconocimiento mutuo como hermanos, este canto órfico de las almas, es la música
lírica en la sombría obra de Dostoievski.
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