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Foto del escritorAmenhotep VII

LOS PERSONAJES DE DOSTOIEVSKI - stefan zweig


Oh, no creáis en la unidad del hombre.

DOSTOIEVSKI


Volcánico él mismo, volcánicos tenían que ser sus héroes, pues en último término

cada hombre da testimonio sólo del dios que lo creó. No aceptan pacíficamente su

lugar en nuestro mundo, por doquier descienden con su sensibilidad hasta los

problemas prístinos. El hombre nervioso de hoy que llevan dentro está emparejado

con el ser del principio, que nada sabe de la vida fuera de su pasión y, junto con los

últimos conocimientos, balbucea las primeras preguntas del mundo. Sus moldes

todavía no se han enfriado, sus rocas no se han estratificado ni se han pulido sus

fisonomías. Son eternamente incompletos y, por tanto, están doblemente vivos. Pues

el hombre perfecto es a la vez el hombre acabado y en Dostoievski todo tiende hacia

lo infinito. Los hombres le parecen héroes y dignos de ser moldeados artísticamente

sólo en tanto que se desavienen con ellos mismos, en tanto que son naturalezas

problemáticas: como hace el árbol con los frutos, Dostoievski sacude los personajes

acabados, maduros. Ama a sus personajes sólo mientras sufren, mientras poseen la

forma sublimada y discrepante de su propio destino, mientras son un caos que quiere

convertirse en Destino.

Coloquemos a sus héroes ante otro cuadro para comprender mejor su maravillosa

singularidad. Comparémoslos. Si recordamos a un héroe de Balzac como típico de la

novela francesa, de modo inconsciente nos representamos una imagen de lo

rectilíneo, de lo cerrado e internamente acabado. Un concepto claro y sujeto a leyes

como una figura geométrica. Todos los personajes de Balzac están hechos de una

misma sustancia que la química del alma puede analizar con toda exactitud. Siendo

elementos puros, poseen todas las propiedades esenciales que como tales les

corresponden, por tanto también las formas típicas de reacción en el plano moral y en

el psíquico. Apenas si son hombres ya, sino casi propiedades hechas hombre,

máquinas de precisión de una pasión. Al lado de cada nombre que aparece en Balzac

se puede colocar una propiedad correlativa: Rastignac es sinónimo de ambición;

Goriot, de sacrificio; Vautrin, de anarquía. En cada uno de estos hombres una fuerza

motriz dominante absorbe todas las demás fuerzas interiores y las impulsa en la

dirección que marca la voluntad central de vivir. Estos héroes se pueden clasificar por

categorías, pues sus almas llevan incorporado un único resorte que con una

determinada cantidad de energía los impulsa a través de la sociedad: lanza como

proyectiles en medio de la vida a esos jóvenes. Exagerando el sentido, uno se siente

tentado de llamarlos autómatas por la precisión con que reaccionan a cualquier

estímulo vital, y en realidad son como máquinas en su despliegue de fuerzas, y en su

resistencia, factores que un técnico podría calcular. Quien esté algo familiarizado con

Balzac puede prever la respuesta de un personaje a determinados hechos, igual que se

calcula la parábola de una piedra lanzada por su peso y la fuerza del lanzamiento.

Grandet, el Harpagón, será más avaro a medida que su hija se manifieste más heroica

y dispuesta al sacrificio.

Y se sabe que Goriot, en los momentos en que vive todavía en soportable

prosperidad y lleva la peluca cuidadosamente empolvada, venderá su chaleco por su

hija y romperá la vajilla de plata, su última posesión. Tiene que actuar así por fuerza,

por coherencia con su carácter, por el impulso que reviste imperfectamente su carne

terrenal de forma humana. Los caracteres de Balzac (y también los de Víctor Hugo,

Scott y Dickens) son todos primitivos, homogéneos y consecuentes. Son unidades y

por tanto mensurables en la balanza de la moral. En cada uno de sus cosmos sólo el

azar al que se enfrentan es polícromo y multiforme. En estos novelistas épicos la vida

es abigarrada, el hombre es la unidad y la novela como tal es la lucha por el poder

frente a las fuerzas terrenales. Los héroes de Balzac y de toda la novelística francesa

son o más fuertes o más débiles que la resistencia de la sociedad. Triunfan sobre la

vida o caen bajo sus ruedas.

El héroe de la novela alemana (pensemos, por ejemplo, en Wilhelm Meister o en

Enrique el Verde) ya no está tan seguro de su dirección fundamental. Alberga muchas

voces, está psicológicamente diferenciado, es anímicamente polífono. El bien y el

mal, la fuerza y la debilidad, se mezclan de manera confusa en su alma: su origen es

confusión, y la niebla del amanecer enturbia su límpida mirada. Siente que nacen

fuerzas en su interior, pero todavía dispersas, todavía en conflicto; carece de armonía,

pero lo anima el anhelo de unidad. El genio alemán aspira siempre al orden en último

término. Y todas las novelas educativas alemanas no desarrollan otra cosa en sus

héroes que la personalidad. Haciendo acopio de sus fuerzas, el hombre se eleva al

ideal alemán, se hace apto, «el carácter se forma en la corriente del mundo», en

palabras de Goethe. Los elementos mezclados y agitados por la vida, una vez

conquistada la calma, se clarifican y se convierten en cristal; de los años de

aprendizaje sale el maestro y desde la última página de todos estos libros, Enrique el

Verde, Hiperion, Wilhelm Meister, Ofterdingen, una mirada clara contempla resuelta

el claro mundo. La vida se concilia con el ideal; las fuerzas ahora ordenadas ya no se

derrochan caóticamente, sino que se ahorran para alcanzar la meta suprema. Los

héroes de Goethe y de todos los alemanes se realizan en su forma suprema, se

vuelven activos y capaces: aprenden de las experiencias de la vida.

Los héroes de Dostoievski, en cambio, no buscan ni encuentran relación alguna

con la vida real: ésta es su singularidad. No quieren en absoluto entrar en la realidad,

sino pasar por encima de ella desde el principio para llegar al infinito. Su destino no

tiene una existencia exterior, sino sólo interior. Su reino no es de este mundo. Para

ellos todas las formas aparentes de valores, títulos, dinero y poder, todas las

posesiones visibles, no tienen valor ni son un fin en sí mismas, como en Balzac, ni un

medio para alcanzarlas, como en los alemanes. No quieren en absoluto imponerse,

afirmarse ni acomodarse en este mundo. No se reservan, sino que se disipan; no

calculan y permanecen eternamente incalculables. La ineptitud de su ser hace que a

primera vista se los tenga por soñadores ociosos y extravagantes, pero su mirada

parece vacía sólo porque no se dirige hacia fuera, sino que se vuelve con fuego y

llamas hacia su interior, hacia su propia existencia. El hombre ruso tiende al todo.

Quiere sentirse a sí mismo y sentir la vida, pero no su sombra ni su reflejo, no la

realidad exterior, sino lo grande y místicamente elemental, el poder cósmico, el

sentimiento de existir. Dondequiera que ahondemos en la obra de Dostoievski, oímos

murmurar como un manantial subterráneo este afán de vida totalmente primitivo,

fanático y casi vegetativo, este sentimiento vital, este anhelo ancestral, que no quiere

dicha ni dolor, que ya son formas particulares de la vida, valoraciones, distinciones,

sino el goce total y completo como el que se experimenta al respirar. Quieren beber

de la fuente primera, no de los pozos de calles y ciudades, quieren sentir la eternidad,

lo infinito y desprenderse de la temporalidad. Sólo conocen un mundo eterno, no el

mundo social. No quieren aprender ni vencer la vida; por decirlo así, aspiran a

sentirla en sus carnes desnudas y como éxtasis de la existencia.

Ajenos al mundo por amor al mundo, irreales por su pasión por la realidad, los

personajes de Dostoievski parecen al principio algo ingenuos. No siguen un rumbo

fijo, no tienen un objetivo evidente: estos hombres ya maduros van por el mundo a

tientas como ciegos o borrachos. Se detienen, miran a su alrededor, hacen todo tipo

de preguntas y siguen corriendo sin respuestas hacia lo desconocido; parece que

acaban de entrar en nuestro mundo y todavía no se han aclimatado a él. Y apenas

comprendemos a estos hombres de Dostoievski, no nos damos cuenta de que son

rusos, hijos de un pueblo que, viniendo de una inconsciencia bárbara milenaria, cayó

en medio de nuestra cultura europea. Arrancados de la vieja cultura patriarcal, no

familiarizados todavía con la nueva, están en medio, en una encrucijada, y la

inseguridad del individuo es la de todo un pueblo. Los europeos vivimos en nuestra

vieja tradición como en una casa cálida y acogedora. El ruso del siglo XIX, el de la

época de Dostoievski, ha quemado tras de sí la cabaña de madera de la prehistoria

bárbara sin haber construido todavía su nueva casa. Todos son desarraigados, sin

dirección fija. Todavía tienen en los puños la fuerza de la juventud, la fuerza de los

bárbaros, pero su instinto se halla desconcertado por mil problemas: las manos llenas

de fuerza no saben por dónde empezar. Lo agarran todo y nunca tienen bastante. Aquí

sentimos la tragedia de todos los personajes de Dostoievski, todos los dilemas y los

obstáculos que emanan del destino de todo un pueblo. Esta Rusia de mediados del

siglo XIX no sabe adonde va: hacia Occidente o hacia Oriente, hacia Europa o hacia

Asia, no sabe si dirigirse hacia San Petersburgo, la «ciudad artística», hacia la cultura,

o regresar a la labranza, a la estepa. Turguéniev la empuja hacia delante; Tolstói,

hacia atrás. Todo es desasosiego. De repente el zarismo se encuentra enfrentado a una

anarquía comunista, la ortodoxia secular y tradicional da un salto brusco hacia un

ateísmo fanático y furioso. Nada es estable, nada tiene valor ni medida en esta época:

las estrellas de la fe ya no brillan sobre las cabezas y la ley hace tiempo que no habita

los corazones. Desarraigados de una gran tradición, los hombres de Dostoievski son

auténticos rusos, hombres de transición que llevan dentro el caos del origen en el

pecho y van cargados de inhibiciones e incertidumbres. Siempre temerosos e

intimidados, siempre se sienten humillados y ofendidos, y todo por el mismo

sentimiento atávico de una nación: el de no saber quiénes son. El de no saber si son

mucho o poco. Eternamente basculando entre el orgullo y la contrición, la autoestima

y el desprecio de sí mismos; eternamente mirando a los de su alrededor, y todos

consumidos por el temor delirante de hacer el ridículo. Constantemente

avergonzados, ora de un cuello de piel gastado, ora de toda su nación, pero siempre lo

están, siempre están inquietos, desconcertados. Sus sentimientos, avasalladores, no

tienen freno ni guía, carecen de medida y de ley, les falta el apoyo de una tradición, la

muleta de una visión del mundo heredada. Todos andan desmedidos y perplejos por

un mundo desconocido. Ninguna pregunta suya encuentra respuesta, ningún camino

les es allanado. Todos son hombres de transición, hombres del comienzo. Todos son

un Cortés: a sus espaldas, las naves quemadas; delante, lo desconocido.

Pero es maravilloso que, aun siendo hombres de un comienzo, en cada uno de

ellos el mundo empiece de nuevo; que todas las preguntas que en nosotros han

quedado convertidas en conceptos fríos y rígidos, a ellos les sigan quemando la

sangre; es maravilloso que no conozcan nuestros cómodos y trillados caminos con

sus balaustradas morales y sus postes indicadores éticos: siempre y en todas partes se

adentran en la maleza hacia la inmensidad y el infinito. No hay campanarios de

certeza ni puentes de seguridad: todo es sacrosanto mundo primitivo. Cada individuo

cree, como la Rusia de Trotski y Lenin, que debe reconstruir todo el orden mundial, y

el mérito extraordinario del hombre ruso para Europa, incrustado en su cultura, es el

de una curiosidad insaciable que sigue planteando todas las preguntas de la vida a la

infinitud. Es maravilloso que allí donde nos mostramos negligentes en nuestra

formación, otros todavía se inflamen. Cada personaje de Dostoievski revisa de nuevo

todos los problemas, con manos ensangrentadas remueve los mojones del Bien y del

Mal, reconvierte su caos en mundo. Cada uno de ellos es siervo y precursor del nuevo

Cristo, mártir y heraldo del Tercer Reino. En ellos perdura el caos del principio, pero

también la aurora del primer día, el que creó la luz en la Tierra, y ya vislumbre del

sexto, el que crea al nuevo hombre. Los héroes de Dostoievski construyen el camino

de un mundo nuevo. La novela de Dostoievski es el mito del hombre nuevo y de su

nacimiento del seno del alma rusa.

Pero un mito, sobre todo un mito nacional, pide fe. No pretendamos, pues,

comprender a estos hombres a través del cristal de la razón. Sólo el sentimiento, lo

único que hermana, es capaz de comprenderlos. Para el common sense de un inglés o

de un norteamericano los cuatro Karamázov son cuatro locos y todo el mundo trágico

de Dostoievski es un manicomio. Pues lo que siempre fue y siempre será alfa y

omega para las simples y sanas naturalezas terrenales, a saber: ser feliz, a ellos les

parece la cosa más indiferente del mundo. Abrid los cincuenta mil libros que Europa

produce todos los años. ¿De qué tratan? De cómo ser feliz. Una mujer quiere a un

hombre, o alguien quiere ser rico, poderoso y respetado. En Dickens al final de todos

los anhelos se halla la idílica casita en el campo llena de alegres niños. En Balzac, el

castillo, el título de par y los millones. Y si miramos a nuestro alrededor, en la calle,

en los tenduchos, en los cuchitriles y en las salas iluminadas, ¿qué quiere la gente?

Vivir contenta, ser feliz, rica y poderosa. ¿Qué personaje de Dostoievski quiere esto?

Ninguno. Ni uno solo. No quieren detenerse en ninguna parte: ni siquiera en la

felicidad. Todos quieren proseguir, todos tienen ese «corazón superior» que se

atormenta. Les da igual ser felices. Les da igual estar satisfechos. Y esos

extravagantes desprecian más que desean ser ricos. No quieren nada de lo que desea

nuestra humanidad entera. Poseen el uncommon sense. No quieren nada de este

mundo.

¿Contentadizos, pues, flemáticos de la vida, indiferentes o ascetas? Todo lo

contrario. Los personajes de Dostoievski, ya lo dije, son hombres de un nuevo origen.

A pesar de su genialidad y de su entendimiento diamantino, tienen corazón de niño,

caprichos de niño: no quieren esto o aquello, sino todo. Y lo quieren todo muy fuerte.

Lo bueno y lo malo, lo caliente y lo frío, lo próximo y lo lejano. Son exagerados,

desmedidos. He dicho antes que no quieren nada de este mundo. Mal dicho. No

quieren nada en particular, sino todo, quieren todo el sentimiento de este mundo, toda

su profundidad: la vida. No olvidemos que no son unos blandengues, no son un

Lovelace, un Hamlet, un Werther o un René; tienen músculos fuertes y unas ansias

brutales de vivir; los hombres de Dostoievski son Karamázov, «fieras de la

concupiscencia», dotados de este anhelo de vivir «indecente y fanático» que apura las

últimas gotas de la copa antes de estrellarla contra la pared. De todas las cosas buscan

el superlativo, el rojo incandescente de la sensación allí donde las aleaciones

comunes de lo casual se derriten y no queda más que un sentimiento universal

ardiente como la lava; se lanzan a la vida como los locos homicidas afectados de la

fiebre de amok, pasan del deseo al arrepentimiento, y de la contrición de nuevo a la

acción, del crimen a la confesión y de la confesión al éxtasis, pero recorren todas las

callejuelas de su destino hasta el final, hasta que se derrumban, echando espuma por

la boca, o hasta que alguien los derriba. ¡Ah, esa sed de vida de todos ellos: toda una

joven nación, una nueva humanidad de labios sedientos anhela mundo, saber, verdad!

¡Buscadme y enseñadme un solo personaje de Dostoievski que respire con calma, que

descanse tras haber alcanzado la meta! ¡Ninguno! Todos participan en esta

vertiginosa carrera hacia las alturas y las profundidades —pues, según lo formuló

Aliosha, quien ha pisado el primer peldaño forzosamente ha de aspirar a alcanzar el

último—, extienden las manos voraces hacia todas partes, en el hielo y en el fuego,

estos hombres insatisfechos y desmedidos que sólo buscan y encuentran su medida en

la inmensidad. De la cuerda eternamente tensa de sus fuerzas se disparan como

flechas hacia el cielo, siempre en dirección a lo inalcanzable, siempre apuntando a las

estrellas, cada uno de ellos hecho una llama, un fuego de inquietud. E inquietud es

tormento. Por eso los héroes de Dostoievski son todos unos grandes dolientes. Todos

tienen rostros descompuestos, todos viven con fiebre, convulsiones y espasmos. Un

gran francés, horrorizado, llamó al mundo de Dostoievski hospital de neurópatas, y

realmente ¡qué sombría y fantástica debe de aparecer esta esfera, vista por primera

vez desde fuera! Tabernas llenas de vapores de aguardiente, celdas, cuartuchos en

casas de suburbios, callejuelas de burdeles y bodegones, y allí, sobre un fondo oscuro

de Rembrandt, una turba de figuras extáticas: el asesino, con la sangre de su víctima

todavía en las manos levantadas hacia el cielo; el borracho, en medio de las risas de

quienes le escuchan; la muchacha de aspecto amarillo, en la penumbra de la

callejuela; el niño epiléptico, pidiendo limosna en las esquinas; el séptuplo asesino,

en la kátorga de Siberia; el jugador, entre los puños de los compinches; Rogozhin,

rondando como una fiera la habitación cerrada de su mujer; el ladrón honrado,

agonizando en un lecho inmundo. ¡Qué mundo subterráneo de sentimientos, qué

infierno de pasiones! ¡Ah, qué trágica humanidad, qué cielo tan ruso, bajo, gris,

eternamente crepuscular, sobre estas figuras, qué tinieblas en el corazón y en el

paisaje! Campos de infortunio, yermos de desesperación, purgatorio sin gracia ni

justicia.

¡Oh, qué oscura, confusa, extraña y hostil resulta a primera vista esta humanidad,

este mundo ruso! Parece una tierra anegada de dolor y, como dice el furibundo Iván

Karamázov, una tierra «impregnada de lágrimas hasta las entrañas». Pero así como el

rostro de Dostoievski aparece a primera vista tétrico, arcilloso, afligido, rústico y

humillado, y sin embargo luego el resplandor de su frente, que irradia por encima del

abatimiento, ilumina con la fe lo terrenal de sus rasgos, sus profundidades, así

también en su obra la luz espiritual atraviesa con sus rayos la sombría materia. El

mundo de Dostoievski parece formado sólo de dolor. Y, sin embargo, la suma de todo

el dolor de sus personajes sólo aparentemente es mayor que la contenida en obras de

otros autores. Pues, criaturas de Dostoievski, todos estos hombres metamorfosean sus

sentimientos, los arrastran y exageran de contraste en contraste. Y el sufrimiento, su

propio sufrimiento, es muchas veces su mayor felicidad. Hay algo en ellos que se

contrapone diametralmente a la voluptuosidad, al placer de la fortuna, y es el placer

del dolor, el goce de la angustia: su sufrimiento es a la vez su dicha; se aferran a él

con los dientes, lo calientan en su pecho, lo acarician, lo aman con toda su alma. Y

sólo si no lo amaran, serían los hombres más desdichados del mundo. Este trueque,

este rabioso y frenético trueque de sentimientos en su interior, este eterno cambio de

valores en los hombres de Dostoievski, quizá quede mejor explicado con un ejemplo,

y escojo uno que se repite bajo mil formas diferentes: el dolor que sufre un hombre a

causa de una humillación, real o imaginaria. Alguien, una criatura simple y sencilla,

no importa si es un pequeño funcionario o la hija de un general, sufre una ofensa. Se

siente herida en su orgullo por una palabra, quizá por una bagatela. Este primer

agravio es el sentimiento primario que perturba todo el organismo. La persona sufre.

Se siente ofendida, está al acecho, se prepara, toda ella en tensión, y espera… una

nueva ofensa. Y llega la segunda ofensa. Así pues, debería producirse una

acumulación de dolor, pero, curiosamente, ya no le hace daño. Cierto que el ofendido

se queja y grita, pero su queja ya no es sincera, pues ama el agravio. En este

«continuo tomar conciencia del oprobio se esconde un placer secreto y perverso».

Encuentra una compensación para el orgullo herido: el orgullo del mártir. Y entonces

nace en él la sed de nuevas ofensas, cada vez más y más ardiente. El hombre empieza

a provocar, exagera, desafía; el sufrimiento es ahora su anhelo, su afán, su placer:

puesto que lo han envilecido, este hombre sin medida quiere ser vil y mezquino. Y ya

no se desprende de su dolor, lo agarra con los dientes apretados: quien se compadezca

de él, quien lo ame, será ahora su enemigo. He aquí por qué la pequeña Nelly lanza

tres veces los polvos a la cara del médico, por qué Raskólnikov rechaza a Sonia,

Iliusha muerde el dedo del piadoso Aliosha: por amor, por un amor fanático a su

sufrimiento. Y todos, todos aman el sufrimiento porque en él sienten intensamente la

vida, la amada vida, porque saben que «en este mundo sólo se ama de verdad a través

del dolor», ¡y esto es lo que quieren sobre todo! La prueba más concluyente de que

existen no es cogito, ergo sum, sino «sufro, luego existo». Y este «existo» es en

Dostoievski y en todos sus personajes el mayor triunfo de la vida. El grado

superlativo del sentimiento del mundo. En la cárcel Dmitri canta jubiloso el gran

himno a ese «existo», al deleite de existir, y precisamente por este amor a la vida

todos necesitan el dolor. Por eso sólo en apariencia, he dicho, la suma de sufrimientos

es mayor en Dostoievski que en todos los demás autores. Pues, si hay un mundo en el

que nada sea inexorable, en el que todo abismo tenga siquiera una salida, todo

infortunio un éxtasis y toda desesperación contenga aún esperanza, éste es el suyo.

¿Qué es su obra sino una serie de historias de apóstoles modernos, leyendas sobre la

redención del dolor por el espíritu, de conversiones a la fe en la vida, de caminos del

calvario que llevan al conocimiento, de caminos de Damasco a través de nuestro

mundo?

En la obra de Dostoievski el hombre lucha por su verdad postrema, por su yo

universal. Que se produzca un asesinato o que una mujer se abrase de amor, todo esto

carece de importancia, son cosas marginales, bastidores de la escena. Sus novelas se

desarrollan en el fondo del hombre, en la estancia del alma, en el mundo del espíritu:

los incidentes, los sucesos, los lances de fortuna de la vida exterior sólo son voces

guía, tramoya, el marco escénico. La tragedia es siempre interior. Y siempre significa:

superación de los obstáculos, lucha por la verdad. Cada uno de sus héroes se pregunta

como la misma Rusia: ¿Quién soy? ¿Qué valgo? Se busca a sí mismo o más bien

busca el grado superlativo de su ser fuera de la tierra firme, fuera del espacio y del

tiempo. Quiere conocerse como el hombre que es ante Dios y quiere declararse como

tal. Pues para los hombres de Dostoievski la verdad es más que necesidad, es un

exceso, un placer voluptuoso, y la confesión es su goce más sagrado, su espasmo. En

la confesión el hombre interior de las obras dostoievskianas, el hombre universal, el

hombre divino, rompe al hombre terrenal y la verdad, que es Dios, traspasa su

existencia carnal. Oh, con qué voluptuosidad juegan con la confesión, cómo la

esconden y —Raskólnikov ante Porfiri Petróvich— la muestran disimuladamente

para volver a ocultarla. Y luego, de nuevo, cómo se desgañitan y confiesan más

verdad de la que hay, cómo descubren su desnudez en un arrebato exhibicionista,

cómo mezclan vicio y virtud: aquí, y sólo aquí, en la lucha por el verdadero yo, se

encuentra la auténtica tensión dramática de Dostoievski. Aquí, en lo más profundo, se

libra la gran batalla de sus hombres, tienen lugar las imponentes epopeyas del

corazón: aquí, donde se agota todo lo que en ellos hay de ruso y de extraño, aquí es

donde su tragedia se convierte también en la nuestra, en la de todos los hombres.

Aquí se hace visible y estremecedor el destino típico de sus personajes, y en el

misterio del autoalumbramiento vivimos plenamente el mito dostoievskiano del

hombre nuevo, del hombre universal en el terrenal.

El misterio del autoalumbramiento: así llamo a la creación del hombre nuevo en

la cosmogonía de Dostoievski.

Y quisiera intentar contar la historia de todos sus caracteres compendiándola en

uno solo, como mito; pues todos estos cientos de hombres heterogéneos en último

término tienen un solo y único destino. Sus vidas son variaciones de una única

experiencia: hacerse hombre. No olvidemos que el arte de Dostoievski apunta

siempre al centro y en psicología, por tanto, al hombre en el hombre, al hombre

absoluto, abstracto, que está mucho más allá de las estratificaciones culturales. Para

la mayoría de artistas las estratificaciones todavía son esenciales, los acontecimientos

de la inmensa mayoría de novelas se desarrollan en la esfera social, erótica y

convencional y se quedan en estos estratos. Puesto que se dirige al centro,

Dostoievski penetra en el hombre hasta llegar al hombre universal, al yo común a

todos. Siempre moldea este último hombre y siempre, de forma parecida, configura

su misión. El comienzo es el mismo para todos sus héroes. Como auténticos rusos, les

preocupa su vitalidad. En los años de pubertad, del despertar de los sentidos y del

espíritu, se ensombrece su mente serena y libre. Sienten vagamente que una fuerza

hierve en su interior, un impulso misterioso; algo que llevan encerrado, que crece y

brota, pugna por salir de sus ropas todavía infantiles. Un misterioso embarazo (en su

interior germina el hombre nuevo, pero ellos no lo saben) los hace soñadores. Se

sientan «solitarios hasta el embrutecimiento» en un rincón solitario de un cuarto

oscuro y reflexionan, reflexionan día y noche, sobre sí mismos. A menudo pasan años

incubando en este extraño estado de ataraxia, permanecen en esta inmovilidad

anímica casi budista, se doblan sobre su cuerpo como las mujeres en los primeros

meses de gestación para escuchar los latidos de ese segundo corazón que palpita en

sus entrañas. Experimentan todos los misteriosos estados por los que pasa la mujer

embarazada: el miedo histérico a la muerte, el horror a la vida, antojos crueles y

enfermizos, deseos sensuales y perversos.

Finalmente saben que han sido fecundados por una idea nueva y desde entonces

tratan de descubrir el misterio. Aguzan sus pensamientos hasta hacerlos afilados y

cortantes como instrumentos quirúrgicos, examinan escrupulosamente el estado en

que se encuentran, hablan hasta la saciedad de su aflicción en fanáticas

conversaciones, se queman el cerebro de tanto pensar, hasta que los amenazan las

llamas de la locura; todos ellos forjan sus pensamientos en una idea fija que exprimen

hasta el final, hasta convertirla en una peligrosa punta que en sus manos se vuelve

contra ellos mismos. Kirílov, Shátov, Raskólnikov, Iván Karamázov, todos estos

solitarios tienen «su» idea, la del nihilismo, la del altruismo, la del delirio

napoleónico de grandeza, y todos la han incubado en su soledad enfermiza. Quieren

un arma contra el nuevo hombre que nacerá de ellos, pues su orgullo quiere

defenderse contra él, oprimirlo. Otros tratan de acelerar con los sentidos espoleados

esta misteriosa germinación, este dolor de vida que fermenta y apremia. Y para usar

la misma imagen: quieren hacer abortar el fruto, como las mujeres que tratan de

liberarse del germen no deseado saltando de unas escaleras, bailando o tomando

ponzoñas. Vociferan para acallar este manantial que fluye sin ruido en su interior, a

veces se destruyen a sí mismos sólo para destruir este germen. Se pierden

deliberadamente durante estos años. Beben, juegan, se vuelven disolutos y todo ello

(si no, no serían hombres de Dostoievski) con un fanatismo que llega al delirio. Es el

dolor lo que los empuja al vicio, no una concupiscencia indolente. No beben por

satisfacción y por el sueño, no beben como un alemán hasta quedar profundamente

dormidos, sino para emborracharse y para olvidar su locura; no juegan por dinero,

sino para matar el tiempo; se dan al libertinaje no por placer, sino para perder su

verdadera medida en los excesos. Quieren saber quiénes son y para ello buscan los

límites. En los excesos de calor y frío quieren conocer la frontera extrema de su yo y

sobre todo su profundidad. Abrasados en estos placeres ascienden hasta Dios y

descienden hasta la bestia, pero siempre para analizar al hombre que llevan dentro. O,

puesto que no se conocen, tratan cuando menos de probarse. Kolia se arroja a la vía

del tren para «demostrarse a sí mismo» que es valiente; Raskólnikov mata a la

anciana para probar su teoría napoleónica, y todos hacen más de lo que realmente

quieren sólo para llegar a las fronteras extremas de las sensaciones. Para conocer su

propia hondura, la medida de su humanidad, se arrojan a todos los precipicios: de la

sensualidad se precipitan al libertinaje, del libertinaje a la crueldad y así hasta el

fondo, hasta la maldad fría, desalmada y calculada, pero todo ello por un amor

transmutado, por un afán de conocer su propio ser, por una especie de locura religiosa

pervertida. De un estado de vela sabia y prudente caen en el torbellino de la locura, su

curiosidad intelectual se convierte en perversión de los sentidos, sus crímenes llegan

hasta la pederastia y el asesinato, pero lo típico de todos ellos es la superlativa falta

de placer en el placer superlativo: la llama de la conciencia tiembla en fanático

arrepentimiento hasta en el abismo más profundo de su delirio.

Pero, con cuanta más furia se entregan a los excesos de la sensualidad y del

pensamiento, tanto más se acercan a sí mismos, y cuanto antes quieren aniquilarse,

más pronto se recuperan. Sus tristes bacanales no son más que espasmos, y sus

crímenes, las contracciones de su autoalumbramiento. Su autodestrucción destruye

sólo la envoltura del hombre interior y es una autosalvación en el sentido más

elevado de la palabra. Cuanto más se contraen, se doblan y se retuercen, tanto más

aceleran el parto involuntariamente. Pues sólo en el dolor más punzante puede venir

al mundo el nuevo ser. Un poder enorme y extraño tiene que intervenir para liberarlo,

convertirse en comadrona en la hora más difícil; el bien tiene que ayudarlo, el amor

universal. Hace falta un suceso externo, un crimen que excite sus sentidos hasta la

desesperación, para dar a luz la pureza, y aquí como en la vida cada parto está

rodeado por la sombra de un peligro mortal. Las dos fuerzas más extremas del

patrimonio humano, la vida y la muerte, se entrejuntan estrechamente en este

instante.

Así pues, el mito del hombre de Dostoievski consiste en que el yo mixto, múltiple

y opaco de cada individuo es fecundado con el germen del hombre verdadero (aquel

hombre primigenio del pensamiento de la Edad Media, libre del pecado original), del

ser elemental, puramente divino. Nuestra misión suprema y nuestro más auténtico

deber en este mundo es dar a luz a este hombre eterno y primitivo de las entrañas

perecederas del hombre civilizado. Todos los hombres están fecundados, pues nadie

repudia la vida, todo mortal ha sido concebido por ella con amor en un segundo de

felicidad, pero no todos alumbran el fruto. En muchos se corrompe por una

negligencia anímica, muere y los envenena. Otros, en cambio, mueren en el parto y

sólo el hijo, la idea, viene al mundo. Kirílov es uno de los que tienen que matarse

para poder realizarse del todo; Shátov es uno de los que tienen que dejarse asesinar

para dar testimonio de su verdad.

Pero los demás, los heroicos personajes de Dostoievski, el stárets Zósima,

Raskólnikov, Stepánovich, Rogozhin, Dmitri Karamázov, aniquilan su yo social, la

oscura crisálida de su ser interior, para abandonar volando como mariposas su forma

caduca; el ser alado sale del reptil, se eleva de la pesada tierra. Rota la costra que la

aprisionaba, el alma, el alma universal, se escapa y vuelve al infinito. En ellos se ha

extinguido todo lo personal, todo lo individual, y de ahí el parecido absoluto de todos

estos personajes en el momento de su toque final. Apenas hay manera de distinguir a

Aliosha del stárets, a Karamázov de Raskólnikov, cuando con el rostro bañado en

lágrimas salen de sus crímenes para entrar en la luz de la nueva vida. Al final de

todas las novelas de Dostoievski está la catarsis de la tragedia griega, la gran

purificación: por encima de las nubes amenazadoras y de la atmósfera clarificada

resplandece la gloria enaltecedora del arco iris, el símbolo supremo de la expiación

para el alma rusa.

Sólo después de haber alumbrado en sí al hombre puro los héroes de Dostoievski

entran en la verdadera comunidad. El héroe de Balzac triunfa cuando triunfa sobre la

sociedad; el de Dickens, cuando se adapta pacíficamente a la clase social, a la vida

burguesa, a la familia y la profesión. La comunidad a la que aspira el héroe de

Dostoievski ya no es social, sino religiosa; no anhela la sociedad, sino la fraternidad

universal. Y este llegar a la propia interioridad y con ella a la comunidad mística, es

la única jerarquía que existe en su obra. Todas sus novelas tratan exclusivamente de

este hombre último: en él se ha superado lo social, los estadios intermedios de la

sociedad con su mezquino orgullo y sus tortuosos odios, el hombre egocéntrico se

convierte en el hombre universal; ha roto su soledad y su aislamiento, que no eran

sino orgullo, y con una humildad infinita y un amor ardiente su corazón saluda en los

demás al hermano, al hombre puro. Este hombre último, purificado, ya no conoce

diferencias ni tiene conciencia de clase social; desnuda como en el Paraíso, su alma

no siente vergüenza ni orgullo ni odio ni desprecio; criminales y prostitutas, asesinos

y santos, príncipes y borrachos, todos hablan entre ellos en nombre del yo más

profundo y verdadero de su vida; todas las capas sociales confluyen entre sí, corazón

con corazón, alma con alma. Lo único decisivo en Dostoievski es hasta qué punto

cada uno encuentra su verdad y alcanza la verdadera humanidad. No importa cómo se

produce esta expiación, esta conquista de sí mismo. Ningún vicio mancha, ningún

crimen corrompe, ante Dios no hay otro tribunal que la conciencia. Justicia e

injusticia, bien y mal, son palabras que se deshacen en el fuego del dolor. Quien

desea la verdad, éste es redimido, pues quien desea la verdad es humilde. Quien lo ha

conocido y comprendido todo y sabe que «las leyes del espíritu humano son todavía

inescrutables y misteriosas, que no existen médicos infalibles ni jueces inapelables»,

sabe que nadie es culpable, si no que lo somos todos, que nadie puede ser juez de

nadie, sino que todos sólo pueden ser hermanos de todos. Por esta razón, en el

cosmos de Dostoievski no hay hombres irremisiblemente depravados, «malvados»,

no hay infierno ni círculos inferiores como en Dante de los que ni el mismo Cristo

puede sacar a los condenados. Sólo conoce purgatorios y sabe que el hombre

extraviado es aquel cuya alma más se abrasa y está más cerca del hombre verdadero

que los orgullosos, los fríos, los correctos, en cuyo pecho esa verdadera humanidad se

ha helado y convertido en legalidad burguesa. Sus hombres verdaderos han sufrido y

por eso respetan el dolor y poseen así el secreto postremo de la Tierra. Quien sufre se

convierte en hermano a través de la compasión, y todos los hombres de Dostoievski,

ya que tienen la mirada puesta sólo en el hombre interior, en el hermano, desconocen

el miedo. Todos poseen la sublime facultad, que el escritor en algún momento llama

virtud típicamente rusa, de no saber odiar por mucho tiempo y, por lo tanto, una

ilimitada capacidad de comprensión de todo lo terrenal. Todavía riñen a menudo entre

sí, todavía se atormentan, porque se avergüenzan de su amor, porque consideran que

su humildad es una flaqueza y todavía no sospechan que es la fuerza más temible de

la Humanidad. Pero su voz interior sabe siempre la verdad. Mientras se insultan y

atacan con palabras, con los ojos del alma se miran ya con comprensión y alegría, y

los labios besan afligidos la boca hermana. El hombre desnudo, eterno, que vive en

ellos se ha reconocido, y este misterio de la reconciliación universal en el

reconocimiento mutuo como hermanos, este canto órfico de las almas, es la música

lírica en la sombría obra de Dostoievski.

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