La naturaleza y el hombre
El hombre es una parte de la naturaleza, no algo en contraste con ella. Sus
pensamientos y movimientos corporales siguen las mismas leyes que describen los
movimientos de los astros y los átomos. El mundo físico es grande comparado con el
hombre, mayor de lo que se consideraba en tiempos de Dante, pero no tanto como se
creía hace cien años. En uno y otro extremo, en lo grande y en lo chico, la ciencia
parece llegar a los límites. Se piensa que el universo es de extensión finita en el
espacio, y que la luz puede recorrerlo en unos pocos cientos de miles de años. Se
piensa que la materia está compuesta de electrones y protones, que son de tamaño
finito, y de los cuales sólo hay un número finito en el mundo. Probablemente sus
cambios no son continuos como solía pensarse, sino que proceden por vibraciones,
que no son nunca más pequeñas que una cierta vibración mínima. Las leyes de estos
cambios pueden, al parecer, resumirse en un pequeño numero de principios muy
generales, que determinan el pasado y el futuro del mundo cuando se conoce
cualquier pequeño trozo de su historia.
La ciencia física se acerca así a una fase en que será completa, y por lo tanto
interesante. Dadas las leyes que gobiernan los movimientos de los electrones y
protones, el resto es mera geografía, una colección de hechos particulares que narran
su distribución a través de alguna porción de la historia del mundo. El número total
de hechos geográficos necesario para determinar la historia del mundo es
probablemente finito; teóricamente podrían ser escritos en un libro grande
conservado en la Somerset House, junto a una máquina de calcular que, al operar una
manivela, permitiría a la persona interesada averiguar los hechos de otras épocas no
registradas. Es difícil imaginar nada menos interesante o más diferente de los deleites
apasionados del descubrimiento incompleto. Es como subir a una montaña alta y no
hallar en la cima más que un restaurante donde venden cerveza de jengibre, rodeado
de niebla y equipado con una radio. Quizás en los tiempos de Ahmés la tabla de
multiplicar era emocionante.
De este mundo físico, sin interés en sí, el hombre es una parte. Su cuerpo, como
toda materia, está compuesto de electrones y protones, que, por lo que sabemos,
obedecen las mismas leyes que los que no forman parte de los animales o plantas.
Hay quienes mantienen que la fisiología no puede reducirse a la física, pero sus
argumentos no son convincentes, y parece prudente el suponer que están
equivocados. Lo que llamamos nuestros pensamientos parecen depender de la
organización de canales en el cerebro, del mismo modo que los viajes dependen de
las carreteras y ferrocarriles. La energía usada en el pensamiento parece tener un
origen químico; por ejemplo, una deficiencia en yodo convierte en idiota a un hombre
inteligente. Los fenómenos mentales parecen estar unidos a la estructura material. En
tal caso, no podemos suponer que un protón o electrón solitarios puedan «pensar»
como no podríamos esperar que un solo individuo jugase un partido de fútbol.
Tampoco podemos suponer que el pensamiento del individuo sobreviva a la muerte
corporal, ya que ésta destruye la organización del cerebro y disipa la energía que
utilizaban los conductos cerebrales.
Dios y la inmortalidad, los dogmas centrales de la religión cristiana, no
encuentran apoyo en la ciencia. No puede decirse que ninguna de esas doctrinas sea
esencial a la religión, ya que ninguna de ellas se encuentra en el budismo. (Con
respecto a la inmortalidad, esta afirmación en forma incondicional puede ser
engañosa, pero es correcta en el último análisis.) Pero en Occidente hemos llegado a
considerarlos como el mínimo irreducible de la teología. Sin duda la gente continuará
teniendo estas creencias, porque son agradables, como lo es el considerarnos
virtuosos y considerar malvados a nuestros enemigos. Pero, por mi parte, no
encuentro base para ninguna de ellas. No pretendo poder probar que Dios no existe.
Igualmente no puedo probar que Satán es una ficción. El Dios cristiano puede existir;
igualmente pueden existir los dioses del Olimpo, del antiguo Egipto o de Babilonia.
Pero ninguna de estas hipótesis es más probable que la otra: se encuentran fuera de la
región del conocimiento probable y, por lo tanto, no hay razón para considerar
ninguna de ellas.
La cuestión de la inmortalidad personal tiene una base un poco diferente. Aquí
hay pruebas en todos los aspectos. Las personas forman parte del mundo tratado por
la ciencia, y las condiciones que determinan su existencia pueden ser descubiertas.
Una gota de agua no es inmortal; se puede resolver en oxígeno e hidrógeno. Si, por lo
tanto, una gota de agua fuera a mantener que tenía una cualidad de acuosidad que iba
a sobrevivir a su disolución, nos inclinaríamos al escepticismo. Igualmente, sabemos
que el cerebro no es inmortal y que la energía organizada de un cuerpo vivo queda,
por decirlo así, desmovilizada a la muerte y, por lo tanto, no disponible para la acción
colectiva. Todo conduce a demostrar que todo lo que consideramos como vida mental
está unido a la estructura cerebral y la energía corporal organizada. Por lo tanto, es
racional suponer que la vida mental cesa cuando cesa la vida corporal. Este
argumento es sólo un argumento de probabilidad, pero tiene tanto peso como los que
sirven de base a la mayoría de las conclusiones científicas.
Esta conclusión puede ser atacada de diversos modos. La investigación psíquica
sostiene que posee una prueba científica real de la supervivencia e indudablemente su
procedimiento es, en principio, científicamente correcto. La prueba de esta clase
puede ser tan abrumadora que nadie con un temperamento científico pueda
rechazarla. Sin embargo, el peso de esta prueba tiene que depender de la probabilidad
antecedente de la hipótesis de la supervivencia. Siempre hay modos diferentes de
explicar una serie de fenómenos y de estos modos se debería preferir el que es
antecedentalmente menos improbable. Los que ya consideran probable la
supervivencia después de la muerte, estarán dispuestos a considerar esta teoría como
la mejor explicación de los fenómenos psíquicos. Los que, por otros motivos,
consideran inverosímil esta teoría, buscarán otras explicaciones. Por mi parte,
considero la prueba aducida hasta ahora en favor de la supervivencia mucho más
débil que la prueba fisiológica contraria. Pero admito que, en cualquier momento la
primera puede cobrar fuerza y, en ese caso, sería anticientífico no creer en la
supervivencia.
La supervivencia de la muerte corporal es, sin embargo, una cosa distinta de la
inmortalidad: puede no ser más que un aplazamiento de la muerte psíquica. Los
hombres quieren creer en la inmortalidad. Los que creen en la inmortalidad se
opondrán a los argumentos fisiológicos como los que yo he usado, basándose en que
alma y cuerpo son totalmente diferentes y en que el alma es algo totalmente distinto
de sus manifestaciones empíricas a través de los órganos corporales. Yo creo que ésta
es una superstición metafísica. La mente y la materia son términos convenientes para
ciertos fines, pero no realidades últimas. Los electrones y protones, como el alma, son
ficciones lógicas; cada cual es realmente una historia, una serie de acontecimientos,
no una entidad sola y persistente. En el caso del alma, esto es obvio por los hechos
del crecimiento. Cualquiera que considere la concepción, la gestación y la infancia no
puede creer seriamente que el alma es un algo indivisible, perfecto y completo a
través de este proceso. Es evidente que crece como el cuerpo, y que se deriva tanto
del espermatozoo como del óvulo, de forma que no puede ser indivisible. Esto no es
materialismo: es meramente el reconocimiento de que todo lo interesante es un
asunto de organización, no de sustancia original.
Los metafísicos han dado innumerables argumentos para probar que el alma tiene
que ser inmortal. Hay una sencilla prueba por la cual todos estos argumentos quedan
suprimidos. Todos ellos prueban igualmente que el alma tiene que ocupar todo el
espacio. Pero como no tenemos tanto interés en ser gordos como en vivir mucho,
ninguno de los metafísicos en cuestión ha notado alguna vez esta aplicación de sus
razonamientos. Ésta es una prueba del poder del deseo para inducir incluso hombres
capaces a falacias que de otro modo serían obvias. Si no tuviéramos miedo de la
muerte, no creo que hubiera nacido la idea de la inmortalidad.
El miedo es la base del dogma religioso, como de tantas cosas en la vida humana.
El miedo de los seres humanos, individual o colectivamente, domina en gran parte
nuestra vida social, pero el miedo a la naturaleza es lo que ha dado lugar a la religión;
la antítesis de mente y materia es, como hemos visto, más o menos ilusoria; pero hay
otra antítesis que es más importante, a saber, la de las cosas afectadas por nuestros
deseos y las cosas que no pueden ser afectadas por ellos. La línea entre ambas no es
ni clara ni inmutable; con el adelanto de la ciencia, cada vez hay más cosas dentro del
dominio humano. Sin embargo, quedan cosas definitivamente fuera de él. Entre éstas
se hallan los grandes hechos de nuestro mundo, la clase de hechos que estudia la
astronomía. Solamente los hechos cercanos a la superficie de la Tierra pueden ser
moldeados, hasta cierto punto, de acuerdo con nuestros deseos. E incluso en la
superficie de la Tierra nuestros poderes son muy limitados. Sobre todo, no podemos
evitar la muerte aunque con frecuencia podemos retrasarla.
La religión es una tentativa para vencer esta antítesis. Si el mundo está dominado
por Dios y Dios puede ser conmovido mediante la oración, adquirimos una parte de
omnipotencia. En épocas antiguas, ocurrían milagros como respuesta a las plegarias;
aún ocurren en la Iglesia Católica, pero los protestantes han perdido este poder. Sin
embargo, es posible pasarse sin los milagros, ya que la Providencia ha decretado que
el funcionamiento de las leyes naturales produce los mejores resultados posibles. Así,
la creencia en Dios sirve aun para humanizar el mundo de la naturaleza, y hacer que
los hombres crean que las fuerzas físicas son realmente aliadas suyas. Igualmente, la
inmortalidad suprime el terror de la muerte. La gente que cree que al morir heredará
la dicha eterna, mirará la muerte sin terror, aunque, afortunadamente para los
médicos, esto no ocurre invariablemente. Sin embargo, mitiga un poco el miedo de
los hombres aunque no lo venza completamente.
La religión, como tiene su origen en el miedo, ha dignificado ciertas clases de
miedo, y ha hecho que la gente no las considere vergonzosas. Con esto ha hecho un
gran perjuicio a la humanidad: todo miedo es malo. Yo creo que cuando muera me
descompondré y no sobrevivirá nada de mi ego. No soy joven, y amo la vida. Pero
despreciaría el temblar de terror ante el pensamiento de la aniquilación. La dicha es
igualmente verdadera aunque tenga que tener un fin, y el pensamiento y el amor no
pierden su valor porque no sean eternos. Muchos hombres se han mostrado
orgullosos en el patíbulo; seguramente el mismo orgullo puede enseñarnos a pensar
realmente en el lugar del hombre en el mundo. Aunque las ventanas abiertas de la
ciencia nos hagan temblar después del cómodo calor interior producto de los
tradicionales mitos humanizantes, al fin, el aire puro vigoriza y los grandes espacios
tienen un esplendor propio.
La filosofía de la naturaleza es una cosa, la filosofía del valor es otra. El
confundirlas sólo puede producir daños. Lo que consideramos bueno, lo que nos
gustaría, no tiene ninguna influencia sobre lo que es, lo cual es incumbencia de la
filosofía de la naturaleza. Por el contrario, no se nos puede prohibir el valorar esto o
lo otro basándonos en que el mundo no humano no lo valora, ni se nos puede obligar
a admirar algo porque es una «ley de la naturaleza». Indudablemente, somos parte de
la naturaleza, que ha producido nuestros deseos, nuestras esperanzas y nuestros
miedos, de acuerdo con leyes que los físicos comienzan a descubrir. En este sentido,
somos parte de la naturaleza, estamos subordinados a la naturaleza, somos el
resultado de leyes naturales y víctimas de ellas, a la larga.
La filosofía de la naturaleza no tiene que ser indebidamente terrestre: para ella, la
Tierra es sólo uno de los planetas más pequeños de uno de los astros más pequeños de
la Vía Láctea. Sería absurdo deformar la filosofía de la naturaleza con el fin de
producir resultados agradables a los diminutos parásitos de este insignificante
planeta. El vitalismo, como filosofía, y el evolucionismo, muestran, a este respecto,
una falta de sentido de la proporción y de la importancia lógica. Miran los hechos de
la vida, que nos son personalmente interesantes, como dotados de un significado
cósmico, no de un significado limitado a la superficie de la Tierra. El optimismo y el
pesimismo, como filosofías cósmicas, muestran el mismo humanismo ingenuo; el
ancho mundo, tal como lo conocemos por la filosofía de la naturaleza, no es bueno ni
malo, ni se preocupa por hacernos felices o desgraciados. Todas estas filosofías
tienen su origen en la auto-importancia, y un poco de astronomía es su mejor
correctivo.
Pero en la filosofía del valor, la situación queda invertida. La naturaleza es sólo
una parte de lo que podemos imaginar; todas las cosas, reales o imaginarias, pueden
ser estimadas por nosotros, y no hay patrón exterior que demuestre que nuestra
valoración está equivocada. Nosotros somos los últimos e irrefutables árbitros del
valor y en el mundo de las valoraciones la naturaleza es sólo una parte. Así, en este
mundo somos más grandes que la naturaleza. En el mundo de los valores, la
Naturaleza es neutral, ni buena ni mala, sin que merezca la admiración ni la censura.
Nosotros somos los creadores de los valores y nuestros deseos son los que confieren
valor. En este reino somos reyes, y degradamos nuestra realeza inclinándonos ante la
naturaleza. Nosotros somos los que tenemos que determinar la vida buena, no la
naturaleza, ni siquiera la naturaleza personificada por Dios.
La vida buena
Ha habido en épocas diferentes y entre gentes diferentes, muchos conceptos diversos
de la vida buena. Hasta cierto punto, estas diferencias son discutibles; así ocurrió
cuando los hombres diferían en cuanto a los medios de lograr un fin dado. Algunos
opinan que la prisión es un buen medio de evitar el crimen; otros opinan que la
educación sería mejor. Una diferencia de esta clase puede ser decidida mediante una
prueba suficiente. Pero algunas diferencias no pueden ser probadas de este modo.
Tolstoy condenaba toda clase de guerra; otros han sostenido que la vida del soldado
que combate por el bien es muy noble. En dicho caso probablemente se trataba de
una diferencia real en cuanto a los fines. Los que alaban al soldado generalmente
piensan que el castigo de los pecadores es en sí una cosa buena; Tolstoy no pensaba
así. Acerca de tal asunto, no hay discusión posible. Por lo tanto, no puedo probar que
mi concepto de la vida buena sea acertado; sólo puedo exponer mis puntos de vista,
esperando que los acepte la mayor cantidad de gente posible. Mi criterio es el
siguiente: «La vida buena está inspirada por el amor y guiada por el conocimiento».
El conocimiento y el amor son extensibles indefinidamente; por lo tanto, por buena
que sea una vida, se puede imaginar una vida mejor. Ni el conocimiento sin amor, ni
el amor sin conocimiento, pueden producir una buena vida. En la Edad Media,
cuando había peste en algún país, los santos aconsejaban a la población que se
congregase en las iglesias y rezase a Dios pidiendo que los librase de la peste; el
resultado era que la infección se extendía con extraordinaria rapidez entre las masas
de los suplicantes. Este era un ejemplo del amor sin el conocimiento. La última
guerra nos dio un ejemplo del conocimiento sin amor. En cada caso, el resultado fue
la muerte en gran escala.
Aunque el amor y el conocimiento son necesarios, el amor es, en cierto sentido,
más importante, ya que impulsará a los inteligentes a buscar el conocimiento, con el
fin de beneficiar a los que aman. Pero si la gente no es inteligente, se contentará con
creer lo que le han dicho, y puede hacer daño a pesar de la benevolencia más genuina.
La medicina nos proporciona, quizás, el mejor ejemplo de lo que quiero decir. Un
médico capaz es más útil a un paciente que el amigo más devoto, y el progreso en el
conocimiento de la medicina contribuye más a la salud de la comunidad que la
filantropía mal informada. Sin embargo, incluso en este caso, es esencial un elemento
de benevolencia para que no sean solamente los ricos los que se beneficien con los
descubrimientos científicos.
El amor es una palabra que comprende una gran variedad de sentimientos; la he
usado, adrede, ya que quiero incluirlos a todos. El amor como emoción, que es de lo
que hablo, pues el amor «como principio» no me parece genuino, se mueve entre dos
polos; en un lado, el puro deleite de la contemplación; en el otro, la benevolencia
pura. Cuando se trata de objetos inanimados sólo interviene el deleite; no podemos
sentir benevolencia hacia un paisaje o una sonata. Este tipo de goce es
presumiblemente la fuente del arte. Es más fuerte, en general, en los niños que en los
adultos, que suelen mirar los objetos con espíritu utilitario. Desempeña una gran parte
en nuestros sentimientos hacia los hombres, algunos de los cuales tienen encanto y
otros lo contrario, cuando se los considera como objetos de la contemplación estética.
El polo opuesto del amor es benevolencia pura. Hay hombres que han sacrificado
su vida ayudando a los leprosos; en tal caso, el amor que sentían no podía haber
tenido ningún elemento de deleite estético. El cariño paternal, en general, va
acompañado por el placer que produce la apariencia del hijo, pero sigue siendo fuerte
cuando falta totalmente este elemento. Parecería extraño llamar «benevolencia» al
interés de una madre por un hijo enfermo, porque estamos acostumbrados a usar esta
palabra para describir una débil emoción en un 90 % falsa. Pero es difícil hallar otra
palabra para describir el deseo por el bienestar de otra persona. Es cierto que un
deseo de esta clase puede alcanzar cualquier grado de intensidad en el caso del
sentimiento paternal. En otros casos es mucho menos intenso; en realidad, parecería
probable que toda emoción altruista es una especie de sentimiento paternal, o a veces
una sublimación de él. A falta de una palabra mejor, llamaré «benevolencia» a esta
emoción. Pero quiero poner en claro que estoy hablando de una emoción, no de un
principio, y que no incluyo en ella ninguna sensación de superioridad como las que a
veces se asocian con la palabra. La palabra «simpatía» expresa parte de lo que quiero
decir, pero deja fuera un elemento de actividad que deseo incluir.
El amor en su plenitud es una combinación indisoluble de dos elementos, deleite
y benevolencia. El placer de un padre ante un hijo hermoso y triunfador combina
estos dos elementos; lo mismo ocurre con el amor sexual en su forma mejor. Pero en
el amor sexual la benevolencia existirá solamente donde hay una posesión segura,
pues de lo contrario los celos la destruirán, aunque quizás aumenten el placer de la
contemplación. El deleite sin benevolencia puede ser cruel; la benevolencia sin
deleite tiende fácilmente a la superioridad y la frialdad. La persona que desea ser
amada desea ser objeto de un amor que contenga ambos elementos, excepto en los
casos de extrema debilidad, como en la infancia y en la enfermedad grave. En tales
casos sólo puede desearse la benevolencia. Inversamente, en casos de fuerza extrema,
la admiración es más deseable que la benevolencia: éste es el estado de espíritu de los
potentados y bellezas famosas. Sólo deseamos los buenos deseos de los demás en la
proporción en que tengamos necesidad de que nos ayuden, o estemos amenazados de
que nos dañen. Al menos, ésta parece ser la lógica biológica de la situación, pero en
la vida no ocurre así. Deseamos el cariño con el fin de escapar a la sensación de
soledad, con el fin de ser, como se dice, «comprendidos». Es un asunto de simpatía,
no meramente de benevolencia; la persona cuyo afecto nos es satisfactorio no sólo
debe desearnos el bien, sino que debe saber en qué consiste nuestra felicidad. Pero
esto pertenece al otro elemento de la vida buena, a saber, el conocimiento.
En un mundo perfecto, todo ser consciente sería para los demás el objeto del amor
pleno, compuesto de deleite, benevolencia y comprensión íntimamente mezclados.
Esto no significa que, en el mundo real, debamos tratar de tener tales sentimientos
hacia todos los seres conscientes que encontremos. Hay muchos que no pueden
producirnos deleite, por lo que son desagradables; si fuéramos a violentarnos tratando
de ver bellezas en ellos, no haríamos más que embotar nuestras susceptibilidades con
respecto a lo que hallamos naturalmente hermoso. Sin mencionar a los seres
humanos, hay pulgas, chinches y piojos. Tendríamos que estar tan apremiados como
el Ancient Mariner antes de hallar deleite en la contemplación de esas criaturas. Es
cierto que algunos santos las han llamado «perlas de Dios», pero lo que a esos
hombres les deleitaba era la oportunidad de lucir su santidad. La benevolencia suele
extenderse con mayor facilidad, pero incluso la benevolencia tiene sus límites. Si un
hombre desea casarse con una dama, no pensaríamos muy bien de él si se retirara al
hallar que había otro que quería casarse con ella; miraríamos esto como un campo de
competencia justa. Sin embargo, sus sentimientos hacia el rival no pueden ser
benévolos. Yo creo que, en todas las descripciones de la vida buena en la Tierra,
tenemos que suponer una cierta base de vitalidad animal y de instinto animal; sin
esto, la vida se hace mansa y carente de interés. La civilización debe contribuir a esto,
no ser un sustitutito de ello; el santo ascético y el sabio apartado no son seres
humanos a este respecto. Un pequeño número de ellos puede enriquecer una
comunidad; pero un mundo compuesto de ellos se moriría de aburrimiento.
Estas consideraciones conducen a un cierto énfasis sobre elemento del deleite
como ingrediente del mejor amor. El deleite, en el mundo real, es inevitablemente
selectivo, nos evita el tener los mismos sentimientos hacia toda la humanidad.
Cuando surgen conflictos entre el deleite y la benevolencia tienen, en general, que ser
decididos mediante la transigencia, no mediante la entrega completa de cualquiera de
ellos. El instinto tiene sus derechos, y si lo violentamos toma venganza de mil
maneras sutiles. Por lo tanto, al tender a la vida buena, hay que tener en cuenta los
limites de la posibilidad humana. Y otra vez aquí volvemos a la necesidad del
conocimiento.
Cuando hablo de conocimiento como de uno de los ingredientes de la vida buena
no pienso en el conocimiento ético, sino en el conocimiento científico y el
conocimiento de los hechos particulares. No creo que exista, hablando en puridad, el
conocimiento ético. Si deseamos lograr algún fin, el conocimiento puede mostrarnos
los medios, y este conocimiento puede pasar como ético. Pero no creo que se pueda
decidir la conducta buena o mala como no sea por referencia a sus consecuencias
probables. Si nos proponemos un fin, la ciencia es la que tiene que descubrir los
medios para lograrlo. Todas las reglas morales tienen que ser probadas examinando si
realizan los fines deseados. Digo los fines que deseamos, no los fines que debemos
desear. Lo que «debemos» desear es simplemente lo que otra persona desea que
deseemos. Generalmente es lo que las autoridades desean que deseemos: padres,
maestros, policías y jueces. Si alguien me dice «debe hacer esto y lo otro», la fuerza
motriz de la advertencia reside en mi deseo de obtener su aprobación, junto,
posiblemente, con premios o castigos unidos a su aprobación o reprobación. Como
toda conducta nace del deseo, es evidente que los conceptos éticos no pueden tener
importancia como no influyan en el deseo. Lo hacen mediante el deseo de aprobación
y el temor de reproche. Son fuerzas sociales poderosas, y naturalmente tratamos de
ponerlas de nuestra parte si queremos realizar cualquier fin social. Cuando digo que
la moralidad de la conducta debe juzgarse por sus probables consecuencias, quiero
decir que deseo que se apruebe la conducta que vaya a realizar los fines sociales que
deseamos, y que se repruebe la conducta opuesta. En la actualidad, esto no se hace;
hay ciertas reglas tradicionales según las cuales la aprobación y la reprobación se
aplican sin tener en cuenta para nada las consecuencias. Pero éste es un tema que
vamos a tratar en el próximo capitulo. La superfluidad de la ética teórica es obvia en
los casos sencillos. Supongamos, por ejemplo, que se tiene un hijo enfermo. El amor
le hace a uno desear que se cure, y la ciencia le dice a uno cómo tiene que hacerlo.
No hay una fase intermedia de la teoría ética donde se demuestre que al hijo de uno le
conviene que le curen. El acto nace directamente del deseo de un fin, junto con el
conocimiento de los medios. Esto ocurre con todos los actos, ya sean buenos o malos.
Los fines difieren, y el conocimiento es más inadecuado en unos casos que en otros.
Pero no hay medio concebible de hacer que la gente haga cosas que no desea. Lo que
es posible es alterar sus deseos mediante un sistema de premios y castigos, entre los
cuales la aprobación y la reprobación social no son los menos potentes. La cuestión
para el legislador moralista es, por lo tanto: ¿Cómo voy a disponer este sistema de
premios y castigos para que se logre el máximo de lo que desea la autoridad
legislativa? Si digo que la autoridad legislativa tiene malos deseos, sólo quiero decir
que estos deseos chocan con los de alguna sección de la comunidad a que pertenece.
Fuera de los deseos humanos no hay principio moral.
Así, lo que distingue la ética de la ciencia no es una clase especial de
conocimiento, sino sencillamente el deseo. El conocimiento que requiere la ética es
exactamente igual que el conocimiento en otras partes; lo peculiar es que se deseen
ciertos fines, y que la buena conducta es lo que conduce a ellos. Claro que si la buena
conducta va a ser popular, los fines tienen que ser los deseados por grandes secciones
de la humanidad. Si defino como buena conducta lo que aumenta mi renta, los
lectores no estarán de acuerdo. La eficacia de cualquier argumento ético reside en su
parte científica; por ejemplo, en la prueba de que una clase de conducta, más que
otra, es el medio para un fin ampliamente deseado. Sin embargo, yo hago la
distinción entre argumento ético y educación ética. La última consiste en fortalecer
ciertos deseos y debilitar otros. Éste es un proceso completamente diferente, que va a
ser tratado separadamente en otro capítulo. Ahora podemos explicar con más
exactitud el significado de la definición de la vida buena con que comenzó este
capítulo. Cuando dije que la vida buena consiste en el amor guiado por el
conocimiento, el deseo que me impulsó era vivir esa vida todo lo plenamente posible
y procurar que los demás la vivieran; y el contenido lógico de la declaración es que,
en una comunidad donde los hombres viven así, se satisfarán más los deseos que en
una comunidad donde haya menos amor o menos conocimiento. No quiero decir que
dicha vida sea «virtuosa» o que la contraria sea «pecaminosa», pues éstos son
conceptos que para mí no tienen justificación científica.
Reglas morales
La necesidad práctica de una moral nace del conflicto de los deseos, ya de diferentes
personas o de la misma persona en épocas distintas o incluso al mismo tiempo. Un
hombre quiere beber, y a la vez estar bien para trabajar a la mañana siguiente. Lo
consideramos inmoral si sigue la línea de conducta que le permite la menor
satisfacción total de su deseo. Pensamos mal de la gente que es derrochadora o
temeraria, aun cuando sólo se hagan daño a sí mismos. Bentham suponía que una
moralidad total podía derivarse del «propio interés ilustrado» y que la persona que
actuara siempre pensando en su máxima satisfacción, a la larga procedería siempre
bien. Yo no puedo aceptar este criterio. Ha habido tiranos que obtenían placeres
exquisitos viendo infligir torturas; no puedo alabar a esos hombres cuando la
prudencia les llevaba a perdonar la vida a sus víctimas con el fin de poderlos
atormentar otro día. Sin embargo, la prudencia es una parte de la vida buena. Incluso
Robinson Crusoe tuvo ocasión de practicar la laboriosidad, la previsión y el dominio
de sí mismo, que se consideran cualidades morales, ya que aumentaron su
satisfacción total sin el contrapeso del daño causado a otros. Esta parte de la moral
desempeña un importante papel en la educación de los niños, que tienen poca
inclinación a pensar en el futuro. Si ulteriormente se practicase más, el mundo se
convertiría pronto en un paraíso, ya que se podrían evitar las guerras, que son el
producto de la pasión, no de la razón. Pero, a pesar de la importancia de la prudencia,
no es la parte más importante de la moral. Tampoco es la parte que presenta
problemas intelectuales, ya que no necesita apelar a nada que no sea el propio interés.
La parte de moralidad que no se incluye en la prudencia es, en esencia, análoga a la
ley o al reglamento de un club. Es un método que permite a los hombres vivir en
comunidad a pesar de la posibilidad de que sus deseos choquen. Pero aquí dos
métodos muy diferentes son posibles. Existe el método de la ley penal, que tiende
sólo a una armonía meramente externa, asignando consecuencias desagradables a los
actos que frustran en ciertos aspectos los deseos de otros hombres. Y existe también
el método de la censura social: ser mal considerado por la sociedad en que uno vive
es una forma de castigo: para evitarlo, la mayoría de la gente evita que se sepa que no
cumple el código de su clase. Pero hay otro método, más importante y mucho más
satisfactorio cuando tiene éxito. Es el de alterar los caracteres y deseos de modo que
queden reducidas al mínimo las ocasiones de conflicto, haciendo que el éxito de los
deseos de un hombre esté, en toda la medida posible, de acuerdo con el éxito de los
deseos de los demás. Por esta razón, el amor es mejor que el odio, porque produce la
armonía en lugar del conflicto en los deseos de las personas respectivas. Cuando hay
amor entre dos personas, éstas triunfan o fracasan juntas, pero cuando se odia, el
éxito de una es el fracaso de la otra. Si estuviéramos acertados al decir que la Vida
buena está inspirada en el amor y guiada por el conocimiento, es evidente que el
código moral de toda comunidad no es final y completo, sino que tiene que ser
examinado con el fin de ver si está inspirado en la benevolencia y la sabiduría. Los
códigos morales no han sido siempre impecables. Los aztecas consideraban un deber
penoso comer carne humana por miedo a que palideciese la luz del sol. Su ciencia era
errónea; y quizás habrían percibido su error científico si hubieran tenido algún amor
por sus víctimas. Algunas tribus encerraban a las muchachas desde los 10 a los 17
años por temor a que los rayos del sol las embarazasen. Pero seguramente nuestros
modernos códigos de moral contienen también algo semejante a estas costumbres
bárbaras. ¿Tenemos la seguridad de que sólo prohibimos cosas realmente dañosas o,
en todo caso, tan abominables que ninguna persona decente puede justificarlas? No
estoy muy convencido de ello.
La moralidad corriente es una mezcla curiosa de utilitarismo y superstición, pero
la superstición es más fuerte, cosa natural ya que es el origen de los reglamentos
morales. Originalmente, ciertos actos se consideraban desagradables para los dioses,
y eran prohibidos por la ley, porque la cólera divina podía descender sobre la
comunidad, no sólo sobre los individuos culpables. De ahí nació el concepto del
pecado, como algo desagradable a Dios. No hay razón para que ciertos actos fueran
desagradables a Dios; sería muy difícil decir, por ejemplo, por qué era malo que el
cabritillo fuera hervido en la leche de su madre. Pero mediante la Revelación se sabía
que así era. A veces, los mandamientos divinos han sido interpretados curiosamente.
Por ejemplo, se nos dice que no debemos trabajar los sábados y los protestantes
interpretan esto como que nadie debe divertirse los domingos. Pero la misma
autoridad sublime se atribuye a la nueva prohibición como a la antigua.
Es evidente que un hombre con criterio científico de la vida no se puede dejar
intimidar por los textos de la Escritura o las enseñanzas de la Iglesia. No se
contentará con decir «tal acto es pecaminoso, y así termina el asunto». Averiguará si
el acto causa daño o si, por el contrario, lo dañoso es la creencia de que el acto es
pecado. Y hallará, especialmente en lo respectivo al sexo, que nuestra moralidad
corriente contiene una gran cantidad de lo que en su origen era puramente
supersticioso. Hallará también que esta superstición, como la de los aztecas, supone
una innecesaria crueldad, que se disiparía si la gente estuviera movida por
sentimientos cariñosos hacia sus vecinos. Pero los defensores de la moralidad
tradicional rara vez son gentes de corazón amante, como puede verse por el amor al
militarismo que demuestran los dignatarios de la Iglesia. Uno se siente tentado a
pensar que valoran la moral como legítima salida a su deseo de causar dolor; el
pecador es presa fácil, por lo cual hay que terminar con la tolerancia.
Sigamos una vida humana ordinaria desde la concepción a la tumba, y notemos
los puntos donde la moral supersticiosa inflige sufrimientos evitables. Comienzo con
la concepción, porque en ella la influencia de la superstición es particularmente
notable. Si los padres no están casados, el hijo tiene un estigma, claramente
inmerecido. Si cualquiera de los padres tiene una enfermedad venérea, el niño la
heredará probablemente. Si tienen demasiados hijos para sus medios económicos,
habrá pobreza, desnutrición, y probablemente incesto. Sin embargo, la mayoría de los
moralistas convienen en que los padres no deben evitar toda esta miseria evitando la
concepción. Para complacer a estos moralistas se inflige una vida de tortura a
millones de seres humanos que no debían haber nacido, sólo porque se supone que el
comercio sexual es malo, como no vaya acompañado del deseo de tener hijos, aun
cuando se sepa que éstos van a ser desdichados. La muerte brusca para ser comido,
que era el destino de las víctimas aztecas, es un grado de sufrimiento menor que el
que se inflige al niño que nace en un medio miserable e inficionado por una
enfermedad venérea. Sin embargo, los obispos y los políticos infligen ese mayor
sufrimiento en nombre de la moralidad. Si hubieran tenido la menor chispa de
compasión o amor por los niños, no habrían defendido un código moral que supone
esta crueldad diabólica.
Al nacer, y en los primeros años de la vida, el niño medio sufre más por las
causas económicas que por la superstición. Cuando las mujeres de buena posición
tienen hijos, disponen de los mejores médicos, las mejores enfermeras, la mejor dieta,
el mejor trabajo y el mejor ejercicio. Las mujeres de la clase trabajadora no disfrutan
de estas ventajas, y con frecuencia sus hijos mueren por falta de ellas. Las
autoridades públicas hacen algo en lo relativo al cuidado de las madres pero en forma
muy mezquina. En un momento en que el suministro de leche a las madres lactantes
se suprime con el fin de limitar gastos, las autoridades públicas invierten grandes
sumas en la pavimentación de los distritos residenciales, donde hay escaso tráfico.
Tienen que saber que, al tomar esta decisión, condenan a muerte a un cierto número
de niños de la clase trabajadora, por el solo delito de ser pobres. Sin embargo, la clase
dirigente está apoyada por la mayoría de los ministros de la religión, que, con el Papa
a la cabeza, lograron que las fuerzas de superstición en todo el mundo se pongan al
servicio de la injusticia social.
En todas las fases de la educación, la influencia de la superstición es desastrosa.
Un cierto porcentaje de niños tiene el hábito de pensar; uno de los fines de la
educación es curarlos de dicho hábito. Las preguntas inconvenientes tropiezan con el
silencio o con el castigo. La emoción colectiva se emplea para inculcar ciertas
creencias, especialmente nacionalistas. Los capitalistas, militaristas y eclesiásticos
cooperan en la educación, porque todos dependen para su poder del prevalecimiento
del emocionalismo y de la rareza del juicio crítico. Con la ayuda de la naturaleza
humana, la educación logra aumentar e intensificar estas propensiones del hombre
medio.
Otra forma en la cual la superstición daña la educación está en la elección de los
maestros. Por razones económicas, la maestra no debe ser casada; por razones
morales, no debe tener relaciones sexuales extramaritales. Y sin embargo todos los
que se han molestado en estudiar la psicología morbosa saben que la virginidad
prolongada es, en general, extraordinariamente dañina para las mujeres, tan dañina
que, en una sociedad sana, debía ser severamente censurada en las maestras. Las
restricciones impuestas conducen cada vez más a un rechazo, de parte de las mujeres
enérgicas y emprendedoras, del ingreso al magisterio. Todo esto se debe a la
influencia prolongada del ascetismo supersticioso. En las escuelas de las clases media
y superior el asunto es aun peor. Hay servicios religiosos, y la enseñanza de la
moralidad está a cargo de los sacerdotes. Los sacerdotes, casi necesariamente, fallan
en dos aspectos como maestros de moral. Condenan actos que no causan daño y
perdonan otros que hacen mucho daño. Todos condenan las relaciones sexuales entre
personas que no estén casadas, aunque se quieran, pero no estén seguros de que
deseen vivir juntas toda su vida. La mayoría de ellos condena el control de los
nacimientos. Ninguno de ellos condena la brutalidad de un marido que hace que su
mujer muera de embarazos consecutivos. Yo conocí a un sacerdote de moda, cuya
esposa había tenido nueve hijos en nueve años. Los médicos dijeron a la esposa que,
si tenía otro hijo, moriría. Al año siguiente tuvo otro hijo y murió. Nadie condenó al
marido; siguió teniendo su beneficio y se casó de nuevo. Mientras los sacerdotes
continúen perdonando la crueldad y condenando el placer inocente, sólo pueden
causar daño como guardianes de la moral de los jóvenes.
Otro mal efecto de la superstición en la educación es la ausencia de instrucción
acerca de la realidad sexual. Los hechos fisiológicos principales deberían ser
enseñados simple y naturalmente antes de la pubertad, en una época en que no son
excitantes. En la pubertad deberían enseñarse los elementos de la moralidad sexual no
supersticiosa. Se debería enseñar a los muchachos que nada justifica el comercio
sexual como no sea la mutua inclinación. Esto es contrario a las enseñanzas de la
Iglesia, que sostiene que, con tal de que el hombre y la mujer estén casados y el
hombre desee otro hijo, el comercio sexual está justificado por grande que sea la
repugnancia de la esposa. A los muchachos se les debería enseñar el respeto por la
mutua libertad; hay que hacerles sentir que no hay nada que dé a un ser humano
derechos sobre otro, y que los celos y la posesión matan el amor. Se les debe enseñar
que el traer al mundo un ser humano es un asunto muy serio, y que sólo debe hacerse
cuando el niño tiene perspectivas razonables de salud, buen medio y cuidados
paternales. Pero se les debe enseñar también los métodos de control de la natalidad,
para que los hijos nazcan sólo cuando se los quiera. Finalmente, se les debe enseñar
los peligros de las enfermedades venéreas y los métodos de su cura y prevención. El
aumento de la dicha humana que se puede esperar de la educación sexual de esta
clase es inconmensurable.
Debería reconocerse que, no habiendo hijos, las relaciones sexuales son un asunto
puramente particular, que no concierne al Estado ni a los vecinos. Ciertas formas de
sexualidad que no dan lugar a hijos están actualmente condenadas por la ley criminal:
esto es puramente supersticioso, ya que ello sólo afecta a las partes directamente
interesadas. Cuando hay hijos, es un error suponer que en interés de ellos debe
dificultarse el divorcio. El alcoholismo, la crueldad, la locura, hacen necesario el
divorcio tanto en bien de los hijos como del marido o la mujer. La importancia
peculiar que actualmente se da al adulterio es completamente irracional. Es evidente
que hay muchas formas de mala conducta más fatales para la dicha matrimonial que
la infidelidad ocasional. La insistencia masculina en tener un hijo por año, que de
acuerdo con los convencionalismos no es crueldad, es la más fatal de todas.
Las reglas morales no deben hacer imposible la dicha instintiva. Sin embargo, ese
es un efecto de la monogamia estricta en una comunidad donde el número de los dos
sexos es muy desigual. Claro está que, en esas circunstancias, se infringen las reglas
morales. Pero cuando las reglas son tales que sólo pueden obedecerse disminuyendo
grandemente la dicha de la comunidad, y cuando es mejor que sean infligidas que
observadas, es indudable que ha llegado el momento de cambiarlas. Si no se hace así,
mucha gente que ha estado procediendo de un modo contrario al público interés se ve
enfrentada con la inmerecida alternativa de la hipocresía o la deshonra. A la Iglesia
no le importa la hipocresía, que es un halagador tributo a su poder; pero en otras
partes ha sido reconocida como un mal que no debe infligirse tan ligeramente.
Aun más dañina que la superstición teológica es la superstición del nacionalismo,
del deber que uno tiene para con su Estado, y con ninguno más. Pero, en esta ocasión,
no me propongo discutir el asunto más allá de indicar que la limitación a los
compatriotas es contraria al principio del amor que reconocemos como constituyente
de la vida buena. También es, claro está, contraria al propio interés ilustrado, ya que
un nacionalismo exclusivo no conviene ni a las naciones victoriosas.
Otro de los aspectos en que nuestra sociedad sufre del concepto teológico del
«pecado» es el trato a los criminales. El criterio de que los criminales son «malos» y
«merecen» el castigo es un criterio que no puede apoyar una moralidad racional.
Indudablemente, cierta gente hace cosas que la sociedad desea evitar, y hace bien en
evitar en todo lo posible. El caso más sencillo es el asesinato. Evidentemente, si una
comunidad se mantiene unida para disfrutar sus placeres y ventajas, no podemos
permitir que la gente se mate cuando sienta el impulso de ello. Pero este problema
debe tratarse con un espíritu puramente científico. Debemos preguntar simplemente:
¿Cuál es el mejor método de evitar el asesinato? De dos métodos igualmente eficaces
de evitar el asesinato debe elegirse el que suponga menos daño para el matador. El
daño para el matador es lamentable como lo es el dolor en una operación quirúrgica.
Puede ser igualmente necesario, pero no es un tema de regocijo. El sentimiento de
venganza llamado «indignación moral» es sólo una forma de crueldad. El sufrimiento
que se hace padecer a un criminal nunca se debe justificar por la noción del castigo
vengativo. Si la educación combinada con la benevolencia es igualmente eficaz
resulta preferible; y es más preferible aun si es más eficaz. Claro que la prevención
del crimen y el castigo del crimen son dos cosas diferentes; el objeto de causar dolor
a un criminal disuade presumiblemente. Si las prisiones fueran humanizadas de modo
que el preso obtuviera una buena educación por nada, la gente cometería delitos con
el fin de poder entrar en ellas. Sin duda, la prisión tiene que ser menos agradable que
la libertad; pero el mejor modo de asegurar este resultado es hacer que la libertad sea
más agradable de lo que es actualmente. No deseo, sin embargo, embarcarme en el
tema de la Reforma Penal. Meramente deseo sugerir que se debe tratar al criminal
como al apestado. Los dos son un peligro público, los dos tienen que estar privados
de la libertad hasta que dejen de ser un peligro. Pero el apestado es un objeto de
simpatía y conmiseración, mientras que el criminal es un objeto de execración. Esto
es completamente irracional. Y a causa de esta diferencia de actitud nuestras
prisiones tienen mucho menos éxito en curar las tendencias criminales que los
hospitales en curar la enfermedad.
Salvación: individual y social
Uno de los defectos de la religión tradicional es su individualismo, y este defecto
pertenece también a la moralidad asociada con ella. Tradicionalmente, la vida
religiosa era, por así decirlo, un diálogo entre el alma y Dios. Obedecer la voluntad
de Dios era virtud; y esto era posible para el individuo sin tener en cuenta el estado de
la comunidad. Las sectas protestantes desarrollaron la idea de «hallar la salvación»
pero ella estuvo siempre presente en la enseñanza cristiana. Este individualismo del
alma tuvo su valor en ciertas fases de la historia, pero en el mundo moderno
necesitamos más un concepto social del bien que un concepto individual. En el
presente capítulo quiero considerar cómo esto afecta nuestro concepto de la vida
buena.
El cristianismo surgió en el Imperio Romano entre poblaciones totalmente
privadas de poder político, cuyos Estados nacionales habían sido destruidos y se
habían unido formando un vasto conglomerado impersonal. Durante los tres primeros
siglos de la era cristiana los individuos que adoptaron el cristianismo no pudieron
alterar las instituciones sociales o políticas bajo las cuales vivían, aunque estaban
profundamente convencidos de que eran malas. En esas circunstancias, era natural
que adoptasen la creencia de que un individuo podía ser perfecto en un mundo
imperfecto y que la vida buena no tiene nada que ver con este mundo. Lo que quiero
decir se ve claramente comparándolo con la República de Platón. Cuando Platón
quiso describir la vida buena describió una comunidad total, no un individuo; lo hizo
con el fin de definir la justicia, que es un concepto esencialmente social. Estaba
acostumbrado a la ciudadanía de una república, y la responsabilidad política era algo
que daba por sentado. Con la pérdida de la libertad griega viene el estoicismo, que es
semejante al cristianismo y, contrariamente a Platón, tiene un concepto individual de
la vida buena.
Nosotros, que pertenecemos a grandes democracias, hallaríamos una moralidad
más apropiada en la libre Atenas que en la despótica Roma Imperial. En la India,
donde las circunstancias políticas son muy similares a las de Judea en la época de
Cristo, hallamos que Gandhi predica una moralidad muy semejante a la cristiana,
siendo castigado por ello por los cristianizados sucesores de Poncio Pilatos. Pero los
nacionalistas indios más extremos no se contentan con la salvación individual:
quieren la salvación nacional. En esto han adoptado el criterio de las libres
democracias occidentales. Quiero sugerir algunos aspectos en los cuales este criterio,
debido a las influencias cristianas, no es lo bastante audaz y consciente, sino que está
aún limitado por la creencia en la salvación individual.
La vida buena, tal como la concebimos, exige una multitud de condiciones
sociales y no se puede realizar sin ellas. La vida buena, decimos, es una vida
inspirada en el amor y guiada por el conocimiento. El conocimiento requerido puede
existir sólo donde los gobiernos o los millonarios se dedican a su descubrimiento y
difusión. Por ejemplo, la extensión del cáncer es alarmante: ¿qué vamos a hacer
acerca de ello? Por el momento, nadie puede responder a la pregunta por falta de
conocimiento; y el conocimiento no va a surgir, como no sea por medio de
fundaciones dedicadas a la investigación. Igualmente, el conocimiento de la ciencia,
la historia, la literatura y el arte debería estar abierto a todos los que lo deseasen; esto
requiere complicadas disposiciones de parte de las autoridades públicas, y no puede
lograrse mediante la conversión religiosa. Luego está el comercio exterior, sin el cual
la mitad de los habitantes de Gran Bretaña se morirían de hambre; y si nos
estuviéramos muriendo de hambre, muy pocos de nosotros viviríamos una vida
buena. No se necesita multiplicar los ejemplos. Lo importante es que, en todo lo que
diferencia una vida buena de una mala, el mundo es una unidad, y el hombre que
pretende vivir independientemente es un parásito, consciente o inconsciente.
La idea de la salvación individual, con que los primeros cristianos se consolaron
de su sujeción política, se hace imposible en cuanto escapemos a un estrecho
concepto de la vida buena. En el concepto cristiano ortodoxo la vida buena es la vida
virtuosa, y la virtud consiste en la obediencia a la voluntad de Dios, y la voluntad de
Dios se revela a cada individuo por la voz de su conciencia. Es el concepto de los
hombres sometidos a un despotismo extranjero. La vida buena supone más cosas que
la virtud: inteligencia, por ejemplo. Y la conciencia es la guía más falaz, ya que
consiste en vagas reminiscencias de preceptos oídos en la infancia, de modo que
nunca va más allá de la sabiduría de la madre o del aya de su poseedor. Para vivir una
buena vida, en su pleno sentido, un hombre necesita tener una buena educación,
amigos, amor, hijos (si los desea), una renta suficiente para no tener miseria ni
angustias, buena salud y un trabajo interesante. Todas estas cosas, en varios grados,
dependen de la comunidad, y los acontecimientos políticos las fomentan o las
estorban. La vida buena tiene que ser vivida en una buena sociedad, y de lo contrario
no es posible. Éste es el defecto fundamental del ideal aristocrático. Ciertas cosas
buenas, como el arte, la ciencia y la amistad, pueden florecer muy bien en una
sociedad aristocrática. Existieron en Grecia, con una base de esclavitud; existen entre
nosotros, con una base de explotación. Pero el amor, en forma de simpatía, o
benevolencia, no puede existir libremente en una sociedad aristocrática. El aristócrata
tiene que convencerse de que el esclavo, el proletario, o el hombre de color son de
arcilla inferior y de que sus padecimientos carecen de importancia. Actualmente, los
cultos caballeros ingleses azotan con tanta crueldad a los africanos que éstos mueren
después de horas de angustia indecible. Aun cuando estos caballeros sean bien
educados, artistas y admirables conversadores, no puedo reconocer que vivan una
vida buena. La naturaleza humana impone cierta limitación de la compasión, pero no
hasta tal extremo. En una sociedad democrática sólo un maníaco procedería de este
modo. La limitación de la compasión que supone el ideal aristocrático es su
condenación. La salvación es un ideal aristocrático, porque es individualista. Por esta
razón, también, la idea de la salvación personal, de cualquier modo que se interprete
y difunda, no puede servir para la definición de la vida buena.
Otra característica de la salvación es que procede de un cambio catastrófico,
como la conversión de San Pablo. Los poemas de Shelley nos proporcionan una
ilustración de este concepto, aplicado a las sociedades; llega un momento en que
todos se convierten, huyen los «anarquistas» y «comienza de nuevo la gran época del
mundo». Puede decirse que un poeta es una persona sin importancia, cuyas ideas son
intrascendentes. Pero yo estoy persuadido de que una gran proporción de líderes
revolucionarios tienen ideas extremadamente semejantes a las de Shelley. Han
pensado que la miseria, la crueldad y la degradación se debían a los tiranos, los
sacerdotes, los capitalistas o los alemanes, y que si estas fuentes del mal eran
derrocadas habría un cambio general y todos vivirían felices de allí en adelante. Con
estas creencias han estado dispuestos a «hacer la guerra a la guerra». Los que
sufrieron la muerte o la derrota fueron relativamente afortunados; los que tuvieron la
desgracia de salir victoriosos fueron reducidos al cinismo o a la desesperación por el
fracaso de sus esperanzas. La última fuente de estas esperanzas era la doctrina
cristiana de la conversión catastrófica como el camino de la salvación.
No quiero sugerir que las revoluciones no sean nunca necesarias, sino que no
constituyen atajos al milenio. No hay atajos de la vida buena, ya individual o social.
Para hacer una vida buena tenemos que desarrollar la inteligencia, el dominio de
nosotros mismos y la compasión. Es un asunto cuantitativo, un asunto de mejora
gradual, de aprendizaje temprano, de experimento educacional. Sólo la impaciencia
inspira la creencia en la posibilidad de una mejora súbita. El mejoramiento gradual
posible, los métodos por los cuales puede lograrse, son de incumbencia de la ciencia
futura.
Ciencia y felicidad
El fin del moralista es mejorar la conducta del hombre. Es una ambición laudable, ya
que la conducta humana es, en la mayoría, deplorable. Pero no puedo celebrar al
moralista ni por las mejoras particulares que desea ni por los métodos con que espera
lograrlas. Su método ostensible es la exhortación moral; su método real (si es
ortodoxo) es un sistema de premios y castigos económicos. El primero no efectúa
nada permanente o importante; la influencia de los sacerdotes que tratan de despertar
la fe, desde Savonarola en adelante, ha sido siempre muy transitoria. El último —los
premios y los castigos—, tiene un efecto muy considerable. Hacen que un hombre,
por ejemplo, prefiera casuales prostitutas a una querida casi permanente, porque es
necesario adoptar el método que se oculta con más facilidad. Así, se mantiene una
profesión muy peligrosa y se asegura el prevalecimiento de las enfermedades
venéreas. Éstos no son los objetos que desea el moralista y, como éste es
anticientífico, no advierte que tales son los objetos que realmente logra. ¿Hay algo
mejor que sustituya a esta mezcla anticientífica de sermones y sobornos? Yo creo que
sí.
Los actos del hombre son dañinos ya por ignorancia o por malos deseos. Los
«malos» deseos, cuando hablamos desde un punto de vista social, pueden ser
definidos como los tendientes a frustrar los deseos de otros o, más exactamente, los
que frustran más deseos de los que facilitan. No es necesario insistir acerca de los
daños que nacen de la ignorancia; en este caso todo lo que se necesita es un
conocimiento mayor, de modo que el camino de mejorar está en la investigación y en
la educación. Pero el daño que nace de los malos deseos es un asunto un poco más
complicado.
En el hombre y la mujer medios hay una cierta cantidad de malevolencia activa,
una mala voluntad, especial dirigida contra los enemigos particulares, y un placer
general impersonal por las desdichas de los otros. Se acostumbra ocultar esto con
frases amables; la mitad de la moral convencional está dedicada a ocultarlo. Pero hay
que tener esto en cuenta si se quiere lograr el fin de los moralistas de mejorar
nuestros actos. Ello se demuestra en mil modos grandes y chicos: en la alegría con
que la gente repite y cree en el escándalo, en el mal trato dado a los criminales a pesar
de las claras pruebas de que un buen trato contribuiría más a reformarlos, en la
increíble barbarie con que los blancos tratan a los negros, y en el gusto con que las
mujeres ancianas y los sacerdotes recomiendan el servicio militar a los jóvenes
cuando hay guerra. Incluso los niños son objeto de una desenfrenada crueldad: David
Copperfield y Oliver Twist no son imaginarios. Esta malevolencia activa es el peor
aspecto de la naturaleza humana y uno de los que es más necesario cambiar para que
el mundo sea más feliz. Probablemente esta causa tiene más que ver con la guerra que
todas las consecuencias económicas y políticas juntas.
Dado el problema de la prevención de la malevolencia ¿cómo vamos a tratarlo?
Primero hay que entender las causas, que son, a mi entender, en parte sociales y en
parte fisiológicas. El mundo, ahora como antes, está basado en una competición de
vida o muerte; lo que se disputaba en la guerra era qué niños, si los alemanes o los
aliados, debían morir de hambre y de miseria. (Aparte de la malevolencia en ambos
lados, no había la menor razón para que ninguno muriera de hambre.) La mayoría de
la gente está acosada por el miedo a la ruina; esto es especialmente verdad en la gente
que tiene hijos. Los ricos temen que los bolcheviques confisquen sus riquezas; los
pobres temen perder su trabajo o su salud. Todos están dedicados a la frenética
búsqueda de la «seguridad» e imaginan que ella puede lograrse manteniendo
sometidos a los enemigos potenciales. En los momentos de pánico la crueldad se
extiende y se hace más atroz. Los reaccionarios de todas partes apelan al miedo: en
Inglaterra, al miedo al bolchevismo; en Francia, al miedo a Alemania; en Alemania,
al miedo a Francia. Y el único efecto de estas apelaciones es aumentar el peligro
contra el cual quieren protegerse.
Por lo tanto, uno de los principales cuidados del moralista científico es combatir
el miedo. Esto puede hacerse de dos modos: aumentando la seguridad y cultivando el
valor. Hablo del miedo como de una pasión irracional, no de la previsión racional de
una posible desgracia. Cuando un teatro se incendia, el hombre racional previene el
desastre tan claramente como el hombre que sufre de pánico, pero adopta métodos
que disminuyen el desastre, mientras que el hombre atacado de pánico lo aumenta.
Desde 1914, Europa ha sido como un público atacado de pánico en un teatro
incendiado; lo que se necesita es calma, indicaciones autorizadas para salir sin
pisotearse. La época victoriana, a pesar de toda su farsa, fue un período de rápido
progreso, porque los hombres estaban dominados por la esperanza, en lugar del
miedo. Si hemos de tener nuevamente progreso, tenemos que estar de nuevo
dominados por la esperanza.
Todo lo que aumenta la seguridad general disminuye la crueldad. Esto se aplica a
la prevención de la guerra, ya mediante la Sociedad de Naciones, ya por otro
organismo; a la prevención de la miseria; a una mejor salud mediante las mejoras en
medicina, higiene y sanidad; y a todos los medios de disminuir los terrores que
acechan en los abismos de la mente humana y que emergen como pesadillas durante
el sueño. Pero no se puede lograr nada tratando de hacer segura una porción de la
humanidad a expensas de otra porción: los franceses a expensas de los alemanes, los
capitalistas a expensas de los jornaleros, los blancos a expensas de los amarillos, etc.
Tales métodos sólo aumentan el terror del grupo dominante, por miedo a que el justo
resentimiento haga rebelarse a los oprimidos. Sólo la justicia puede dar seguridad; y
por «justicia» entiendo el reconocimiento de la igualdad de derechos en todos los
seres humanos.
Además de los cambios sociales destinados a dar seguridad, hay otros medios más
directos destinados a disminuir el miedo, a saber, mediante un régimen destinado a
aumentar el valor. Debido a la importancia del valor en la batalla, los hombres
descubrieron pronto modos de aumentarlo mediante la educación y la dieta: por
ejemplo, el comer carne humana se consideraba útil. Pero el valor militar era
prerrogativa de la casta directora: los espartanos debían tenerlo más que los ilotas, los
oficiales británicos más que los soldados indios, los hombres más que las mujeres,
etc. Durante siglos se consideró el valor como privilegio de la aristocracia. Todo
aumento del valor en la casta dirigente se empleaba para aumentar las cargas de los
oprimidos y, por lo tanto, para aumentar el motivo del miedo en los opresores y no
disminuir así las causas de la crueldad. Hay que democratizar el valor para que haga
humanos a los hombres.
Hasta cierto punto, el valor ha sido ya democratizado por los acontecimientos
recientes. Las sufragistas demostraron que poseían tanto valor como el más valiente
de los hombres; esta demostración fue esencial para que conquistasen el voto. El
soldado raso necesita en la guerra tanto valor como un capitán o un teniente y mucho
más que un general; esto contribuyó en gran parte a su falta de servilismo después de
la desmovilización. Los bolcheviques, que se proclaman campeones del proletariado,
no están faltos de valor, dígase lo que se quiera de ellos; lo prueba su historial
prerrevolucionario. En el Japón, donde antiguamente el samurai tenía el monopolio
del ardor marcial, la conscripción trajo la necesidad del valor a toda la población
masculina. Así, entre todas las grandes potencias durante los últimos cincuenta años
se ha hecho mucho para que el valor no fuese un monopolio aristocrático: si no fuera
así, el peligro de la democracia sería mucho mayor de lo que es.
Pero el valor en la lucha no es, en modo alguno, la única forma, ni siquiera,
quizás, la más importante. Hay valor en enfrentarse con la pobreza, en hacer frente a
las burlas, en hacer frente a la hostilidad del propio rebaño. En estas cosas, los
soldados más valientes suelen tener una deficiencia lamentable. Y sobre todo está el
valor de pensar con calma y racionalmente frente al peligro, y dominar el impulso del
miedo o la rabia pánicos. Hay cosas que la educación puede ayudar a proporcionar. Y
la enseñanza de toda forma de valor se facilita mediante la buena salud, el buen
físico, la nutrición adecuada, y el libre juego de los impulsos vitales fundamentales.
Quizás las causas fisiológicas del valor podrían ser descubiertas comparando la
sangre de un gato con la de un conejo. Probablemente no hay límite al que la ciencia
no pueda llegar en lo respectivo a aumentar el valor, por ejemplo, con la experiencia
del peligro, la vida atlética y la dieta adecuada. Todas estas cosas las disfrutan hasta
cierto punto los muchachos de la clase alta, pero, en general, son la prerrogativa de la
riqueza. El valor fomentado en las clases pobres es un valor bajo las órdenes, no la
clase de valor que supone iniciativa y caudillaje. Cuando las cualidades que ahora
confieren caudillaje se hagan universales no habrá ya conductores ni conducidos y la
democracia será realizada al fin.
Pero el miedo no es la única fuente de malevolencia: la envidia y la decepción
tienen también su parte. La envidia de los lisiados y jorobados es una proverbial
fuente de malignidad, pero otras desgracias producen también resultados similares. El
hombre o la mujer que han sido frustrados sexualmente suelen estar llenos de envidia;
esto generalmente toma la forma de condena moral de los más afortunados. Gran
parte de la fuerza de los movimientos revolucionarios se debe a la envidia a los ricos.
Los celos son, claro está, una forma especial de envidia: envidia del amor. Los viejos
con frecuencia envidian a los jóvenes; cuando es así, suelen tratarlos con crueldad.
No hay, que yo sepa, modo de evitar la envidia, como no sea hacer más plenas y
dichosas las vidas de los envidiosos, y fomentar en la juventud la idea de las
empresas colectivas en lugar de la competencia. Las peores formas de la envidia son
las de los que no han tenido una vida plena en lo respectivo al matrimonio, los hijos o
la carrera. Tales desdichas pueden evitarse en la mayoría de los casos mediante
instituciones sociales mejores. Sin embargo, hay que reconocer que suele quedar un
residuo de envidia. Hay muchos casos en la historia de generales tan envidiosos el
uno del otro que han preferido la derrota a realzar la reputación del colega. Dos
políticos del mismo partido, o dos artistas de la misma escuela, casi seguramente
tienen celos el uno del otro. En tales casos, sólo queda disponer, en todo lo posible,
que cada competidor no pueda dañar al otro, y sólo sea capaz de ganar mediante la
superioridad de su mérito. Los celos que un artista tiene de su rival generalmente
causan poco daño, ya que el único medio eficaz de darles salida es pintar cuadros
mejores que el otro, pues no cabe la posibilidad de destruir los cuadros del rival
afortunado. Cuando la envidia es inevitable debe ser usada como un estímulo de los
propios esfuerzos, no para frustrar los esfuerzos de los rivales.
Las posibilidades de la ciencia en lo relativo a aumentar la dicha humana no están
limitadas a disminuir los aspectos de la naturaleza humana que contribuyen a la
mutua derrota y que, por lo tanto, llamamos «malos». Probablemente no hay límite en
lo que la ciencia puede hacer para aumentar la excelencia positiva. La salud ha sido
ya grandemente aumentada; a pesar de las lamentaciones de los que idealizan el
pasado, vivimos más y tenemos menos enfermedades que cualquier clase o nación del
siglo XVIII. Con un poco más de aplicación del conocimiento que poseemos ya,
podríamos ser más sanos de lo que somos. Y es probable que los futuros
descubrimientos acelerarán enormemente este proceso.
Hasta ahora, la ciencia física es la que ha tenido mayor efecto sobre nuestras
vidas, pero la fisiología y la psicología del futuro van a ser más potentes con toda
probabilidad. Cuando hayamos descubierto hasta qué punto nuestro carácter depende
de las condiciones fisiológicas podremos, si queremos, producir mucho más el tipo de
ser humano que admiramos. La inteligencia, la capacidad artística, la benevolencia,
todas estas cosas pueden ser indudablemente aumentadas por la ciencia. No parece
haber límite en lo que podría hacerse para construir un mundo bueno si los hombres
usaran la ciencia prudentemente. En otro lugar he expresado mis temores de que los
hombres no supieran usar bien del poder derivado de la ciencia. En este momento
me preocupa el bien que podrían hacer los hombres si quisieran, no la cuestión de si
van a preferir hacer el mal.
Hay una cierta actitud acerca de la aplicación de la ciencia a la vida humana con
la que yo simpatizo, aunque, en último análisis, no estoy de acuerdo con ella. Es la
actitud de los que temen todo lo que no es «natural». Rousseau es, claro está, el
protagonista de este criterio en Europa. En Asia, Lao-Tsé expuso tales ideas de un
modo más persuasivo, y 2.400 años antes. Creo que hay una mezcla de verdad y
mentira en la admiración de la «naturaleza» que es importante aclarar. Para empezar,
¿qué es lo «natural»? Hablando en términos generales, todo a lo que se está
acostumbrado desde la niñez. Lao-Tsé protesta contra los caminos, los coches y las
embarcaciones, cosas que probablemente eran desconocidas en el pueblo donde
nació. Rousseau estaba acostumbrado a tales cosas y no las consideraba como
contrarias a la naturaleza. Pero sin duda habría execrado los ferrocarriles sí hubiera
vivido hasta verlos. Los vestidos y las comidas son demasiado antiguos para que los
denuncien la mayoría de los apóstoles de la naturaleza, aunque protestan contra las
innovaciones en ambos. El control de la natalidad se considera malo por la gente que
tolera el celibato, porque lo primero es una nueva violación de la naturaleza y lo
último una violación antigua. En todos estos aspectos, los que predican la
«naturaleza» son inconsecuentes y uno se siente tentado a mirarlos como meros
conservadores.
Sin embargo, puede decirse algo en su favor. Tomemos por ejemplo las vitaminas,
cuyo descubrimiento ha producido una reacción en favor de los alimentos
«naturales». Sin embargo, parece que se pueden obtener vitaminas del aceite de
hígado de bacalao y de la luz eléctrica, que no son ciertamente parte de la dieta
«natural» del ser humano. Este caso ilustra el que, cuando no hay conocimiento, se
puede causar un inesperado daño mediante un nuevo alejamiento de la naturaleza;
pero cuando se llega a un entendimiento del mal, éste generalmente se remedia con
una nueva artificialidad. Con respecto a nuestro ambiente físico y a los medios físicos
de complacer nuestros deseos, no creo que la doctrina de la «naturaleza» justifique
nada, aparte de una cierta prudencia experimental en la adopción de nuevos
expedientes. Los vestidos, por ejemplo, son contrarios a la naturaleza y necesitan
estar complementados por alguna otra práctica antinatural, a saber, el lavado, para
que no traigan enfermedades. Pero las dos prácticas juntas hacen al hombre más sano
que el salvaje, que las huye.
Hay algo más que decir acerca de la «naturaleza» en el reino de los deseos
humanos. El obligar a un hombre, a una mujer o a un niño a una vida que frustra sus
más fuertes deseos es a la vez cruel y peligroso; en este sentido, una vida de acuerdo
con la «naturaleza» debe recomendarse con ciertos requisitos. No hay nada más
artificial que un ferrocarril subterráneo, pero no se violenta la naturaleza de un niño
cuando se le hace viajar en él; por el contrario, casi todos los niños hallan
encantadora la experiencia. Las artificialidades que satisfacen los deseos de los seres
humanos ordinarios son buenas, cuando son iguales las otras cosas. Pero no se dice
nada de los modos de vida que son artificiales en el sentido de estar impuestos por la
autoridad o la necesidad económica. Tales modos de vida son, sin duda, necesarios,
hasta cierto punto, en la actualidad; los viajes por mar serían muy difíciles si no
hubiera fogoneros a bordo. Pero las necesidades de esta clase son lamentables y
debemos buscar medios de evitarlas. Una determinada cantidad de trabajo no es algo
para quejarse; en realidad, de nueve casos por cada diez, hace al hombre más feliz
que la completa ociosidad. Pero la cantidad y clase de trabajo que la mayoría de la
gente tienen que hacer ahora es un mal grave; especialmente malo es la condena
perpetua a la rutina. La vida no debe ser regulada con exceso ni metódica; nuestros
impulsos, cuando no son positivamente destructores o dañinos para los demás, deben
tener en lo posible un libre juego; es necesario que haya lugar para la aventura.
Debemos respetar la naturaleza humana porque nuestros impulsos y deseos
constituyen nuestra felicidad. Es inútil dar a los hombres algo que se considera
«bueno» abstractamente; tenemos que darles algo que deseen o necesiten, si
queremos acrecentar su dicha. La ciencia tiene que aprender con el tiempo a moldear
nuestros deseos de modo que no choquen con los de otra gente hasta el punto en que
lo hacen ahora; entonces podremos satisfacer una mayor proporción de nuestros
deseos. En ese sentido, pero sólo en ese sentido, nuestros deseos se habrán hecho
«mejores». Un solo deseo no es mejor ni peor, considerado aisladamente, que
cualquier otro; Pero un grupo de deseos es mejor que otro grupo si todos los del
primer grupo pueden ser satisfechos simultáneamente, mientras que los del segundo
grupo son incompatibles con otros. Por esta razón, el amor es mejor que el odio.
Respetar la naturaleza física es una necedad; la naturaleza física debe estudiarse
con el fin de que sirva en todo lo posible a los fines humanos, pero éticamente no es
buena ni mala. Y cuando la naturaleza física y la naturaleza humana se influyen
mutuamente, como en la cuestión de la población, no hay necesidad de cruzarse de
brazos en adoración pasiva y aceptar la guerra, la peste y el hambre como los únicos
medios de solucionar la fecundidad excesiva. Los teólogos dicen: es malo, en este
asunto, aplicar la ciencia al aspecto divino del problema; tenemos que aplicar la
moral al aspecto humano y practicar la abstinencia. Aparte del hecho de que todos,
incluso los sacerdotes, saben que su consejo no se sigue, ¿por qué ha de ser malo
resolver la cuestión de la población adoptando los medios físicos para evitar la
concepción? No hay ninguna respuesta, como no sea una basada en dogmas
anticuados. Y, claramente, la violencia a la naturaleza patrocinada por los teólogos es
por lo menos tan grande como la que supone el control de la natalidad. Los teólogos
prefieren la violencia a la naturaleza humana, que, cuando se practica triunfalmente,
supone desdicha, envidia, la tendencia a la persecución y con frecuencia la locura. Yo
prefiero una «violencia» a la naturaleza física de la misma clase, que la que supone la
máquina de vapor y el uso del paraguas. Este ejemplo muestra lo ambigua e incierta
que es la aplicación del principio de que debemos seguir la «naturaleza».
La naturaleza, incluso la naturaleza humana, cesarán cada vez más de ser un dato
absoluto; cada vez más se convertirá en lo que ha hecho de ella la manipulación
científica. La ciencia puede, si quiere, facilitar que nuestros nietos vivan una vida
buena, dándoles conocimiento, dominio de sí mismos y caracteres que produzcan
armonía en lugar de luchas. En la actualidad enseña a nuestros hijos a matarse entre sí
porque muchos hombres de ciencia están dispuestos a sacrificar el futuro de la
humanidad a su momentánea prosperidad. Pero esta fase pasará cuando los hombres
hayan adquirido el mismo dominio sobre sus pasiones que tienen ya sobre las fuerzas
físicas del mundo exterior. Entonces, por fin, habremos conquistado nuestra libertad.
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