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Foto del escritorAmenhotep VII

Lo demás es silencio - aldous huxley



Desde la sensación pura hasta la intuición de la belleza, desde el placer y el dolor

hasta el éxtasis místico y la muerte, todo lo que es fundamental, todas las cosas que

son para el espíritu humano más hondamente significativas, tan sólo pueden

experimentarse, no expresarse. Lo demás, siempre y por doquiera, es silencio.

Después del silencio, aquello que más se aproxima a la expresión de lo inefable es

la música. (Y es sumamente significativo que el silencio sea parte integrante de toda

buena música. Por comparación con Beethoven o Mozart, en el torrente incesante de

la música de Wagner escasean mucho los silencios. Tal vez sea ésa una de las razones

por las cuales parece de menor importancia que los dos primeros. «Dice» menos,

pues no para de hablar).

En otro orden de cosas, en un plano distinto del ser, la música es el equivalente de

algunas de las experiencias más significativas y más inefables del ser humano.

Debido a una misteriosa analogía a veces evoca en el ánimo de quien la escucha el

fantasma de tales experiencias, a veces la experiencia misma en la plenitud de su

fuerza vital: mera cuestión de intensidad, pues el fantasma es tenue y difuso, y la

realidad inmediata y ardiente. La música es capaz de suscitar tanto una cosa como la

otra, es el azar o la providencia quienes deciden. Las intermitencias del corazón no

están sujetas a ninguna ley conocida. Otra de las peculiaridades de la música es su

capacidad (que en cierta medida comparte con las otras artes) de evocar experiencias

en tanto un todo perfecto (perfecto y completo, esto es, en relación con la capacidad

que tenga el oyente de tener una experiencia determinada), por más parciales, por

más oscuras y confusas que puedan haber sido las experiencias originales así

rememoradas. Estamos agradecidos al artista, al músico en especial, «por decir a las

claras lo que siempre hemos sentido, lo que en cambio nunca hemos sido capaces de

expresar». Al escuchar una música expresiva, como es natural, no disponemos de la

experiencia original (que está muy lejos de nuestro alcance, pues no se pueden pedir

peras al olmo), sino de la mejor experiencia que en su especie puede brindarnos

nuestra naturaleza: una experiencia mejor y más completa que la que nunca hayamos

tenido antes de escuchar la música.

La aptitud de la música al expresar lo inefable es algo que supo reconocer el más

grande de los artífices de la palabra. El hombre que escribió Otelo y Cuento de

invierno fue capaz de forjar en palabras todo lo que las palabras puedan expresar. A

pesar de todo (y llegado a este punto estoy en deuda con un interesantísimo ensayo de

Wilson Knight), cada vez que era preciso comunicar algo rayano en la emoción o la

intuición mística, Shakespeare recurría asiduamente a la música para «ponerlo de

relieve». Mi propia experiencia de las producciones teatrales, bien que sea

infinitesimalmente reducida, me ha convencido de que si escogió con acierto la

música nunca recurrió a ella en vano.

En el último acto de la obra teatral que se basó en mi novela Punto Contrapunto,

ciertos pasajes del movimiento lento del Cuarteto en Do menor de Beethoven forman

parte integral de la pieza teatral. Ni la adaptación ni la música son mías; por eso gozo

de entera libertad para decir que el Heilige Dankgesang, al ejecutarse durante la

representación, fue de veras prodigioso.

«De haber tenido tiempo y espacio suficientes…». Ésas, sin embargo, son

precisamente las cosas que no puede proporcionarnos el teatro. De la pieza teatral,

por fuerza abreviada, fue preciso omitir prácticamente todo el «contrapunto»

implícito o específico que en la novela atemperaba, o al menos tenía la intención de

atemperar, la áspera presentación del «punto». La adaptación teatral, en conjunto,

resultó curiosamente dura, brutal incluso. Al irrumpir sin previo aviso, en ese

universo de aspereza sin mitigar, el Heilige Dankgesang parecía la manifestación de

algo sobrenatural. Fue casi como si un dios hubiera descendido entre nosotros con

toda su realidad, visible, espantoso y sin embargo alentador, misteriosamente

envuelto en esa paz que sobrepasa todo entendimiento, investido de toda su divina

naturaleza.

Mi novela podría haber sido el Libro de Job; su adaptador, Campbell Dixon,

podría haber sido el autor de Macbeth; al margen de la capacidad que ambos

tuviéramos, al margen de los esfuerzos que hubiéramos llevado a cabo, nos habría

resultado absolutamente imposible expresar por medio de las palabras o de la acción

dramática lo que esos tres o cuatro minutos de violín hacen tan patente, y de un modo

manifiesto, a cualquier oyente sensible.

Cuando había que expresar lo inefable, Shakespeare dejaba la pluma e invocaba

la música. ¿Y si la música fallase? En tal caso, siempre era posible recurrir al

silencio. Siempre, siempre y por doquiera, lo demás es silencio.


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