Para operar toda clase de efectos maravillosos, Hermes dice que bastan el Fuego y
la Tierra: el primero es activo, la segunda, pasiva. El Fuego, dice Díonisio, aparece
claramente sobre todas las cosas y en todas las cosas, y se aleja; da luz a todas las
cosas; todo en conjunto permanece oculto y desconocido cuando existe por sí mismo
sin mezcla de materia sobre la que haga aparecer su acción. Es inmenso e invisible,
dispone de sí mismo en su propia acción, es móvil, comunicándose de cierta manera
con todo lo que se le aproxima; renueva las fuerzas y conserva la naturaleza, es
iluminativo, incomprensible por el esplendor diferente que le rodea y con que se
cubre; es claro, dividido, subiendo y avanzando hacia lo alto, aguzándose, elevado sin
disminución alguna, moviéndose siempre desde su impulso; abarca a los otros
elementos, siendo inaprehensible sin tener necesidad de ninguno de ellos, creciendo
imperceptiblemente de sí mismo, y haciendo aparecer su grandor en los objetos con
los que se comunica; es activo, potente, presente invisiblemente en todas las cosas; no
admite que se le descuide, reduciendo súbitamente la materia como por una especie
de venganza, general y apropiadamente de un modo natural, impalpable, sin
disminución, aunque se comunica liberalmente con toda clase de cosas.
El fuego, dice Plinio, es una porción de cosas naturales, que es inmensa y de una
actividad infinita; de él no es fácil decir si es más fecundo para producir que potente
para destruir. El fuego es de un género particular, penetra por todo, como dicen los
pitagóricos, se dilata en lo alto hacia el cielo, es iluminador, restringido en lo bajo,
tenebroso y mortificante, conservando en el medio una parte de cada una de sus
propiedades. El fuego es, por tanto, único en su especie, actuando de modo diferente
sobre el sujeto al que se acopla, distribuyéndose de manera diferente sobre las
diversas cosas, como Cleanto lo hace ver en Cicerón.
El fuego de que nos servimos es, pues, un fuego que se halla en todos los seres;
está en las piedras, ya que un golpe de acero lo hace brotar, en la tierra que humea al
ser cavada, en el agua, ya que calienta las fuentes y los pozos, en el aire que vernos
calentarse a menudo. En fin, todos los animales y todo lo que tiene vida, y las plantas,
se nutren del calor, y todo lo que tiene vida no vive sino debido al fuego que encierra.
Las propiedades del fuego en lo bajo son el ardor que consume todo y la
oscuridad que torna todo estéril. Mas el fuego celeste y reluciente expulsa a los
espíritus tenebrosos; lo mismo efectúa nuestro fuego que tiene el parecido y el
aspecto de esa luz superior de la que se dice “Yo soy la luz del mundo”, que es el
verdadero fuego, padre de las luces, del que hemos recibido todas las cosas buenas,
que ha venido a esparcir el esplendor de su fuego, comunicándolo primeramente al
sol y a los otros cuerpos celestes, influyendo con su capacidad y propiedades, a través
de instrumentos mediadores, a nuestro fuego. Tal como los espíritus de las tinieblas
son más fuertes en las tinieblas mismas, lo mismo ocurre con los espíritus buenos que
son los ángeles de la luz que se tornan más fuertes por la luz no sólo divina, solar y
celeste, sino también por el fuego que está entre nosotros.
Es por esa razón que los primeros autores de las religiones y las ceremonias
ordenaron no efectuar oraciones, salmodias ni ceremonia alguna antes de encender
cirios (por ello dijo Pitágoras que no debía hablarse de Dios sin tener luz) y quisieron
que se tuvieran cirios y luces cerca de los cadáveres para expulsar a los espíritus
malignos, y pretendieron que no podía alejárselos ni depositárselos en tierra sino por
medio de ceremonias misteriosas; y el mismo Omnipotente quiso, en la antigua Ley,
que todos los sacrificios que le fuesen ofrecidos se hiciesen con fuego, y que éste
brillase siempre sobre el altar; esto lo hacían corrientemente las vestales entre los
romanos; ellas lo conservaban y custodiaban continuamente.
Mas la base y el fundamento de todos los Elementos es la Tierra; pues ésta es el
objeto, el sujeto y el receptáculo de todos los rayos y de todas las influencias celestes.
Ella encierra las simientes de todas las cosas y contiene todas las virtudes seminales;
esto es lo que hace que se la llame animal, vegetal y mineral, pues al ser fecundada
por otros Elementos y los cielos, es capaz ella misma de engendrar todas las cosas.
Ella es susceptible de toda clase de fecundidades, y como la madre primera, capaz de
hacer brotar y dar nacimiento sin fin y acrecentamiento infinito a todas las cosas y, de
esa manera, es el centro, el fundamento y la madre de todo. Aunque se le quiten sus
secretos naturales, purificados y sutilizados, a poco que se refresque y se la exponga
al aire, se torna al punto fértil y fecunda por las virtudes de los cuerpos celestes, y por
sí misma produce las plantas, los gusanos, los animales, las piedras y los metales.
Tiene en sí misma secretos potentísimos, una vez purificada que la hace
retornar a su antigua simplicidad y pureza. Ella es la materia primera de nuestra
creación y el verdadero remedio de nuestra restauración y conservación.
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