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Foto del escritorAmenhotep VII

Las Naturalezas Maravillosas del Fuego y de la Tierra - Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim



Para operar toda clase de efectos maravillosos, Hermes dice que bastan el Fuego y

la Tierra: el primero es activo, la segunda, pasiva. El Fuego, dice Díonisio, aparece

claramente sobre todas las cosas y en todas las cosas, y se aleja; da luz a todas las

cosas; todo en conjunto permanece oculto y desconocido cuando existe por sí mismo

sin mezcla de materia sobre la que haga aparecer su acción. Es inmenso e invisible,

dispone de sí mismo en su propia acción, es móvil, comunicándose de cierta manera

con todo lo que se le aproxima; renueva las fuerzas y conserva la naturaleza, es

iluminativo, incomprensible por el esplendor diferente que le rodea y con que se

cubre; es claro, dividido, subiendo y avanzando hacia lo alto, aguzándose, elevado sin

disminución alguna, moviéndose siempre desde su impulso; abarca a los otros

elementos, siendo inaprehensible sin tener necesidad de ninguno de ellos, creciendo

imperceptiblemente de sí mismo, y haciendo aparecer su grandor en los objetos con

los que se comunica; es activo, potente, presente invisiblemente en todas las cosas; no

admite que se le descuide, reduciendo súbitamente la materia como por una especie

de venganza, general y apropiadamente de un modo natural, impalpable, sin

disminución, aunque se comunica liberalmente con toda clase de cosas.

El fuego, dice Plinio, es una porción de cosas naturales, que es inmensa y de una

actividad infinita; de él no es fácil decir si es más fecundo para producir que potente

para destruir. El fuego es de un género particular, penetra por todo, como dicen los

pitagóricos, se dilata en lo alto hacia el cielo, es iluminador, restringido en lo bajo,

tenebroso y mortificante, conservando en el medio una parte de cada una de sus

propiedades. El fuego es, por tanto, único en su especie, actuando de modo diferente

sobre el sujeto al que se acopla, distribuyéndose de manera diferente sobre las

diversas cosas, como Cleanto lo hace ver en Cicerón.

El fuego de que nos servimos es, pues, un fuego que se halla en todos los seres;

está en las piedras, ya que un golpe de acero lo hace brotar, en la tierra que humea al

ser cavada, en el agua, ya que calienta las fuentes y los pozos, en el aire que vernos

calentarse a menudo. En fin, todos los animales y todo lo que tiene vida, y las plantas,

se nutren del calor, y todo lo que tiene vida no vive sino debido al fuego que encierra.

Las propiedades del fuego en lo bajo son el ardor que consume todo y la

oscuridad que torna todo estéril. Mas el fuego celeste y reluciente expulsa a los

espíritus tenebrosos; lo mismo efectúa nuestro fuego que tiene el parecido y el

aspecto de esa luz superior de la que se dice “Yo soy la luz del mundo”, que es el

verdadero fuego, padre de las luces, del que hemos recibido todas las cosas buenas,

que ha venido a esparcir el esplendor de su fuego, comunicándolo primeramente al

sol y a los otros cuerpos celestes, influyendo con su capacidad y propiedades, a través

de instrumentos mediadores, a nuestro fuego. Tal como los espíritus de las tinieblas

son más fuertes en las tinieblas mismas, lo mismo ocurre con los espíritus buenos que

son los ángeles de la luz que se tornan más fuertes por la luz no sólo divina, solar y

celeste, sino también por el fuego que está entre nosotros.

Es por esa razón que los primeros autores de las religiones y las ceremonias

ordenaron no efectuar oraciones, salmodias ni ceremonia alguna antes de encender

cirios (por ello dijo Pitágoras que no debía hablarse de Dios sin tener luz) y quisieron

que se tuvieran cirios y luces cerca de los cadáveres para expulsar a los espíritus

malignos, y pretendieron que no podía alejárselos ni depositárselos en tierra sino por

medio de ceremonias misteriosas; y el mismo Omnipotente quiso, en la antigua Ley,

que todos los sacrificios que le fuesen ofrecidos se hiciesen con fuego, y que éste

brillase siempre sobre el altar; esto lo hacían corrientemente las vestales entre los

romanos; ellas lo conservaban y custodiaban continuamente.

Mas la base y el fundamento de todos los Elementos es la Tierra; pues ésta es el

objeto, el sujeto y el receptáculo de todos los rayos y de todas las influencias celestes.

Ella encierra las simientes de todas las cosas y contiene todas las virtudes seminales;

esto es lo que hace que se la llame animal, vegetal y mineral, pues al ser fecundada

por otros Elementos y los cielos, es capaz ella misma de engendrar todas las cosas.

Ella es susceptible de toda clase de fecundidades, y como la madre primera, capaz de

hacer brotar y dar nacimiento sin fin y acrecentamiento infinito a todas las cosas y, de

esa manera, es el centro, el fundamento y la madre de todo. Aunque se le quiten sus

secretos naturales, purificados y sutilizados, a poco que se refresque y se la exponga

al aire, se torna al punto fértil y fecunda por las virtudes de los cuerpos celestes, y por

sí misma produce las plantas, los gusanos, los animales, las piedras y los metales.

Tiene en sí misma secretos potentísimos, una vez purificada que la hace

retornar a su antigua simplicidad y pureza. Ella es la materia primera de nuestra

creación y el verdadero remedio de nuestra restauración y conservación.

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