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Foto del escritorAmenhotep VII

LAS CREENCIAS - Jiddu Krishnamurti



La creencia y el conocimiento están muy íntimamente relacionados con el deseo. Tal

vez, si podemos comprender estos dos puntos, veremos cómo opera el deseo, y

comprenderíamos la naturaleza compleja del mismo.

Una de las cosas que a mi parecer la mayoría de nosotros acepta ávidamente, da

por sentado, es la cuestión de las creencias. Yo no ataco las creencias. Lo que

tratamos de hacer es descubrir por qué aceptamos las creencias; y si podemos

comprender los motivos, las causas de esa aceptación, quizá podamos no sólo

comprender por qué hacemos tal cosa, sino asimismo librarnos de ella. Uno puede ver

cómo las creencias religiosas, políticas, nacionales y de diversos otros tipos, separan

a los hombres, cómo crean conflicto, confusión y antagonismo, lo cual es un hecho

evidente; y, sin embargo, no estamos dispuestos a renunciar a ellas. Existe el credo

hindú, el credo cristiano, el budista, innumerables creencias sectarias y nacionales,

diversas ideologías políticas, todas en lucha unas con otras y procurando convertirse

unas a otras. Claramente podemos ver que las creencias separan a la gente, crean

intolerancia. ¿Pero es posible vivir sin creencia? Eso puede descubrirse tan sólo si

uno logra estudiarse a sí mismo en relación con una creencia. ¿Es posible vivir en

este mundo sin una creencia; no cambiar de creencias, ni substituir una por otra, sino

estar enteramente libre de toda creencia, de suerte que uno encare la vida de un modo

nuevo a cada minuto? La verdad, después de todo, está en esto: en tener la capacidad

de encarar todas las cosas de un modo nuevo, de instante en instante, sin la reacción

condicionante del pasado, para que no haya ese efecto acumulativo que obra como

barrera entre uno mismo y aquello que es.

Si reflexionáis veréis que el temor es una de las razones para que haya deseo de

aceptar una creencia. Porque, si no tuviéramos creencia alguna, ¿qué nos sucedería?

¿No nos causaría pavor lo que pudiera ocurrir? Si no tuviéramos ninguna norma de

acción basada en una creencia (ya sea en Dios, en el comunismo, en el socialismo, en

el imperialismo), o en tal o cual fórmula religiosa, o en algún domina que nos

condicione, nos sentiríamos totalmente perdidos, ¿no es así? Y esa aceptación de una

creencia, la ocultación de ese temor, ¿no es acaso el miedo de no ser realmente nada,

el miedo de estar vacío? Después de todo, una taza sólo es útil cuando está vacía; y

una mente repleta de creencias, de dogmas, de afirmaciones y de citas, en realidad no

es una mente creativa, y lo único que hace es repetir. Y el huir de ese miedo —de ese

miedo al vacío, a la soledad, al estancamiento, de ese miedo de no llegar, de no

triunfar, de no lograr, de no ser algo, de no llegar a ser algo— es sin duda una de las

razones por las cuales aceptamos las creencias tan ávida y codiciosamente. ¿No es

así? ¿Y podemos comprendernos a nosotros mismos mediante la aceptación de una

creencia? Todo lo contrario. Es obvio que una creencia, política o religiosa, impide la

propia comprensión. Obra a modo de pantalla a través de la cual nos miramos a

nosotros mismos. ¿Y podemos mirarnos a nosotros mismos sin creencia alguna? Si

suprimimos esas creencias —las muchas creencias que uno tiene—, ¿queda algo para

mirar? Si no tenemos creencias con las cuales la mente se haya identificado, entonces

la mente, sin identificación alguna, es capaz de mirarse a sí misma tal cual es; y ahí,

ciertamente, está el comienzo de la propia comprensión.

Esta cuestión de la creencia y el conocimiento es en realidad un problema muy

interesante. ¡Cuán extraordinario es el papel que ella desempeña en nuestra vida!

¡Cuántas creencias tenemos! Ciertamente, cuanto más inteligente, cuanto más culta,

cuanto más espiritual —si es que puedo emplear esa palabra— una persona es, menor

es su capacidad de comprender. Los salvajes tienen innumerables supersticiones, aun

en el mundo moderno. Los más reflexivos, los más despiertos, los más alertas, son tal

vez los menos creyentes. Eso es porque la creencia ata, la creencia aísla; y eso lo

vemos a través del mundo, del mundo económico y político, y también en el mundo

llamado espiritual. Vosotros creéis que hay Dios, y tal vez yo creo que no hay Dios; o

vosotros creéis en el completo control de toda cosa y de todo individuo por el Estado,

y yo creo en la empresa privada y todo lo demás; vosotros creéis que sólo hay un

Salvador, y que por su intermedio podéis lograr vuestro fin, y yo no lo creo. De suerte

que vosotros con vuestra creencia y yo con la mía, nos estamos imponiendo. Y sin

embargo ambos hablamos de amor, de paz, de la unidad del género humano, de una

sola vida, lo cual nada significa, absolutamente; porque de hecho la creencia misma

es un proceso de aislamiento. Vosotros sois brahmanes y yo un «no brahmán»;

vosotros sois cristianos, yo musulmán, y así sucesivamente. Pero habláis de

fraternidad y yo también hablo de la misma fraternidad, amor y paz. En la realidad de

los hechos, estamos separados y nos dividimos. Un hombre que quisiera la paz y

deseara crear un mundo nuevo, un mundo feliz, no puede ciertamente aislarse

mediante forma alguna de creencia. ¿Está claro? Puede que ello sea verbal; pero si

veis su significado, su validez y su verdad, ello empezará a actuar.

Vemos, pues, que donde hay un proceso de deseo en operación, tiene que existir

un proceso de aislamiento a través de la creencia; porque, evidentemente, vosotros

creéis a fin de estar asegurados, en lo económico, en lo espiritual, y también

interiormente. No estoy hablando de la gente que cree por razones económicas,

porque se la educa para depender de sus empleos; y por lo tanto ellos serán católicos,

hindúes —no importa qué— mientras haya un empleo para ellos. No discutimos

acerca de esa gente que se apega a una creencia por conveniencia. Tal vez a muchos

de vosotros os ocurra otro tanto. Por conveniencia creemos en ciertas cosas. Echando

a un lado estas razones económicas, debéis ahondar más en esto. Tomad las personas

que creen firmemente en algo: económico, social o espiritual; el proceso que hay

detrás de ello es el deseo psicológico de estar en seguridad. ¿No es así? Luego está el

deseo de continuar. Aquí no estamos discutiendo si hay o no hay continuidad; sólo

discutimos el instinto, el impulso constante que nos lleva a creer. Un hombre de paz,

un hombre que quisiera realmente comprender el proceso íntegro de la existencia

humana, no puede estar atado por una creencia. ¿No es cierto? Él ve su deseo en

acción como medio de llegar a estar en seguridad. Por favor, no vayáis al otro

extremo y digáis que yo predico la «no religión». Eso no es en absoluto lo que yo

sostengo. Lo que sostengo es que, mientras no comprendamos el proceso del deseo

bajo forma de creencia, tiene que haber disputas, tiene que haber conflicto, tiene que

haber dolor, y el hombre estará contra el hombre, lo cual se ve a diario. De suerte que

si percibo, si me doy cuenta de que este proceso toma la forma de creencia —la cual

es una expresión del anhelo de seguridad íntima—, entonces mi problema no es que

yo deba creer esto o aquello, sino que debiera libertarme del deseo de estar en

seguridad. ¿Puede la mente estar libre del deseo de seguridad? Ése es el problema, no

lo que haya de creerse y cuánto haya de creerse. Éstas son meras expresiones del

íntimo anhelo de estar psicológicamente en seguridad, de tener certeza acerca de algo

cuando todo es tan incierto en el mundo.

¿Puede una mente, puede una mente consciente, puede una personalidad, estar

libre de su deseo de estar segura? Queremos estar en seguridad, y por tanto

necesitamos la ayuda de nuestro patrimonio, de nuestros bienes y de nuestra familia.

Queremos estar interiormente en seguridad, y también espiritualmente, erigiendo

muros de creencia, los cuales son un indicio de este anhelo de estar seguro. ¿Podéis

vosotros, como individuos, estar libres de este impulso, de este anhelo de seguridad,

que se expresa en el deseo de creer en algo? Si no estamos libres de todo eso, somos

una fuente de disputas; no somos centros de paz; no hay amor en nuestro corazón. La

creencia destruye, y esto se ve en nuestra vida diaria. ¿Puedo, pues, verme a mí

mismo cuando me hallo atrapado en este proceso del deseo, que se expresa en el

apego a una creencia? ¿Puede la mente librarse de él? No debiera encontrar un

substituto a la creencia sino estar enteramente libre de ella. A esto no podéis contestar

«sí» o «no»; pero podéis definidamente dar una respuesta si vuestra intención es la de

llegar a estar libres de creencia. Entonces llegáis inevitablemente al punto en que

buscáis los medios de libertaros del impulso a estar en seguridad. Interiormente —

ello es obvio— no existe la seguridad que, según os agrada creer, habría de continuar.

Os gusta creer que hay un Dios que atiende con solicitud a vuestras pequeñeces: y os

dice a quién deberíais ver, que debéis hacer y cómo debierais hacerlo. Es obvio que

esto es pensamiento infantil y sin madurez. Creéis que el Gran Padre está observando

a cada uno de nosotros. Eso es simple proyección de vuestro propio gusto personal.

No es verdad, evidentemente. La verdad debe ser algo enteramente diferente.

Nuestro problema siguiente es el del conocimiento. ¿Es necesario el conocimiento

para la comprensión de la verdad? Cuando digo «yo sé» lo que ello implica es que

hay conocimiento. ¿Puede una mente así ser capaz de investigación y búsqueda de lo

que es la realidad? Y aparte de ello, ¿qué es lo que sabemos, de lo cual estamos tan

orgullosos? ¿Qué es lo que realmente sabemos? Conocemos informaciones; estamos

llenos de información y experiencia basada en nuestro condicionamiento, nuestra

memoria y nuestras capacidades. Cuando decís «yo sé», ¿qué queréis significar? O el

reconocimiento que conocéis es el reconocimiento de un hecho o de cierta

información, o es una experiencia que habéis tenido. La constante acumulación de

informaciones, la adquisición de diversas formas de conocimiento, de información,

todo eso constituye el aserto «yo sé»; y empezáis traduciendo lo que habéis leído,

según vuestro trasfondo, vuestro deseo, vuestra experiencia. Vuestro conocimiento es

una cosa en la cual se desarrolla un proceso similar al proceso del deseo. A la

creencia le substituimos el conocimiento. «Yo sé, he tenido experiencia, ello no

puede ser refutado; mi experiencia es ésa, en eso confío completamente»; éstas son

manifestaciones de aquel conocimiento. Mas cuando vayáis tras él, lo analicéis, lo

consideréis más inteligente y cuidadosamente, veréis que la mismísima afirmación

«yo sé» es otro muro que os separa de mí. En busca de comodidad, de seguridad, os

refugiáis detrás de ese muro. Por consiguiente, cuanto mayor es el conocimiento de

que una mente esta cargada, menos capaz es ella de comprensión.

No sé si alguna vez habéis pensado en este problema de la adquisición de

conocimientos, si el conocimiento nos ayuda fundamentalmente a amar, a estar libres

de esas cualidades que producen conflicto en nosotros y con el prójimo; si el

conocimiento jamás libera a la mente de la ambición. Porque, después de todo, la

ambición es una de las cualidades que destruyen la vida de relación, que colocan al

hombre contra el hombre. Y si quisiéramos vivir en paz unos con otros, la ambición

debe por cierto terminar completamente; no sólo la ambición política, económica,

social, sino también la ambición más sutil y perniciosa, la ambición espiritual, la de

ser algo. ¿Será alguna vez posible que la mente esté libre de este proceso acumulativo

del conocimiento, de este deseo de saber?

Resulta algo muy interesante observar cómo en nuestra vida ambas cosas,

conocimiento y creencia, desempeñan un papel extraordinariamente poderoso. ¡Mirad

cómo rendimos culto a los que poseen inmenso conocimiento y erudición! ¿Podéis

comprender el sentido de ello? Si quisierais hallar alguna cosa nueva, experimentar

algo que no es una proyección de vuestra imaginación, vuestra mente debe estar libre.

¿No es cierto? Debe ser capaz de ver algo nuevo. Infortunadamente, empero, cada

vez que veis algo nuevo, traéis toda la información que ya os es conocida, todos

vuestros conocimientos, todos vuestros recuerdos del pasado; es evidente que os

volvéis incapaces de mirar, incapaces de recibir nada que sea nuevo y no pertenezca a

lo viejo. Por favor, no traduzcáis esto inmediatamente a detalles. Si yo no sé cómo

regresar a mi casa, estaré perdido; si yo no sé manejar una máquina, poco serviré. Eso

es cosa enteramente diferente. Aquí no estamos discutiendo eso. Estamos discutiendo

acerca del conocimiento que se emplea como medio para la seguridad, para el deseo

íntimo y psicológico de ser algo. ¿Qué obtenéis por medio del conocimiento? La

autoridad del conocimiento, el peso del conocimiento, el sentido de importancia, de

dignidad, el sentido de vitalidad y tantas otras cosas. Un hombre que dice «yo sé»,

«hay», o «no hay», ha dejado ciertamente de pensar, ha dejado de seguir todo este

proceso del deseo.

Entonces nuestro problema, tal como yo lo veo, es éste: «Estamos atados,

oprimidos por la creencia, por el conocimiento, ¿y es posible para una mente estar

libre del ayer y de las creencias que han sido adquiridas a través del proceso del

ayer?». ¿Comprendéis la pregunta? ¿Es posible, para mí como individuo y para

vosotros como individuos, vivir en esta sociedad y sin embargo estar libres de las

creencias en que la mente ha sido educada? ¿Es posible para la mente estar libre de

todo ese conocimiento, de toda esa autoridad? Leemos las diversas escrituras, los

libros religiosos. Allí han descrito con mucho esmero qué se ha de hacer, qué no se ha

de hacer, cómo se ha de alcanzar la meta, qué es la meta y qué es Dios. Todos

vosotros sabéis eso de memoria, y eso habéis perseguido. Ése es vuestro

conocimiento, eso es lo que habéis adquirido, eso es lo que habéis aprendido; por ese

sendero seguís. Es obvio que lo que perseguís y veis, eso encontraréis. ¿Pero es ello

la realidad? ¿No es la proyección de vuestro propio conocimientos? Eso no es la

realidad. ¿Es posible comprender esto ahora —no mañana sino ahora— y decir «veo

la verdad de ello», y no ocuparse más de ello, para que vuestra mente no esté

mutilada por este proceso de imaginación, de proyección?

¿Es capaz la mente de libertarse de la creencia? Sólo podéis estar libres de ella

cuando comprendéis la naturaleza intima de las causas que os hacen aferraros a ella;

no sólo los móviles conscientes sino también los inconscientes, que os hacen creer.

Después de todo, no somos meros entes superficiales que funcionan en el nivel

consciente. Podemos descubrir las actividades conscientes e inconscientes más

profundas, si a la mente inconsciente le dais la oportunidad, porque es mucho más

rápida en la respuesta que la mente consciente. Mientras vuestra mente consciente

está tranquilamente pensando, escuchando y observando, la mente inconsciente está

mucho más activa, mucho más alerta y mucho más receptiva; ella, por lo tanto, puede

tener una respuesta. ¿Puede la mente que ha sido subyugada, intimidada, forzada,

compelida a creer, puede una mente así estar libre para pensar? ¿Puede mirar de un

modo nuevo y suprimir el proceso de aislamiento entre vosotros y otro? No digáis,

por favor, que la creencia une a la gente. No la une. Eso es obvio. Ninguna religión

organizada jamás lo ha hecho. Miraos a vosotros mismos en vuestro propio país.

Todos sois creyentes, ¿pero hay comunión entre vosotros? ¿Estáis todos de acuerdo?

¿Estáis todos unidos? Vosotros mismos sabéis que no lo estáis. Estáis divididos en

muchísimos pequeños e insignificantes partidos, en castas. Conocéis las innumerables

divisiones. El proceso es el mismo a través del mundo: cristianos que destruyen a

cristianos, que se asesinan por cosas pequeñas y mezquinas, que arrojan a la gente en

campamentos, etcétera. Todo el horror de la guerra. De suerte que la creencia no une

a la gente. Es clarísimo. Si eso es claro y es verdad, y si lo veis, entonces hay que

seguirlo. Pero la dificultad estriba en que la mayoría de nosotros no vemos, porque no

somos capaces de enfrentar aquella inseguridad interior, aquella íntima sensación de

estar solos. Queremos algo en qué apoyarnos, ya sea el Estado, o la casta, o el

nacionalismo, o un Maestro, o un Salvador, o cualquier cosa. Y cuando vemos lo

falso de todo esto, la mente es capaz —así sea temporalmente, durante un segundo—

de ver la verdad al respecto; y aun así, cuando resulta demasiado para ella, la mente

vuelve atrás. Basta, empero, ver temporalmente. Si lo veis durante un fugaz segundo,

es suficiente; porque entonces veréis ocurrir una cosa extraordinaria. Lo inconsciente

está en acción aunque lo consciente pueda rechazar. Y ese segundo no es progresivo

sino la cosa única; y él dará sus propios resultados aun a pesar de que la mente

consciente luche contra ello.

Ésta es, pues, nuestra pregunta: ¿es posible que la mente esté libre de

conocimiento y creencia? ¿No está hecha la mente de conocimiento y creencia? ¿No

es acaso conocimiento y creencia la estructura de la mente? Conocimiento y creencia

son los procesos del reconocimiento, el centro de la mente. El proceso es limitador, el

proceso es tanto consciente como inconsciente. ¿Puede, pues, la mente estar libre de

su propia estructura? ¿Puede la mente dejar de ser? Ése es el problema. La mente, tal

como la conocemos, tiene tras de sí la creencia, el deseo, el impulso de estar en

seguridad, conocimiento y acumulación de fuerza. Y si, con todo su poder y

superioridad, uno no puede pensar por sí mismo, no es posible que haya paz en el

mundo. Podréis hablar acerca de la paz, podréis organizar partidos políticos, podréis

gritar desde los techos de las casas, pero no podréis tener paz; porque en la mente está

la base misma que crea contradicción, que aísla y separa. Un hombre de paz, un

hombre de fervor, no puede aislarse y sin embargo hablar de fraternidad y paz. Ello

resulta un simple juego, político o religioso, un sentido de logro y ambición. Un

hombre que toma esto con verdadero fervor, que quiere descubrir, debe enfrentar el

problema del conocimiento y la creencia; tiene que ir tras él, descubrir todo el

proceso del deseo en acción: deseo de estar en seguridad, deseo de certeza.

Una mente que quisiera hallarse en ese estado en que lo nuevo puede acontecer

—sea ello la verdad, Dios o lo que os plazca— debe por cierto dejar de adquirir, de

acopiar; debe dejar de lado todo conocimiento. Una mente cargada de conocimientos

no puede, en modo alguno, por cierto, comprender aquello que es real,

inconmensurable.


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