I
Edgar Allan Poe escribió en un cuento que nadie quiso traducir: “¿Sabían ustedes que
en Esparta (que hoy es Palaeochori), al oeste de la ciudadela, entre un caos de ruinas
apenas visible, se encuentra un pedestal donde aún se pueden leer las letras ΛΑΣΜ?
Es, evidentemente, la mutilación de ΓΕΛΑΣΜ. Ahora bien, en Esparta había mil
templos y altares consagrados a mil divinidades diversas. ¿No es extraño que la estela
de la RISA haya sobrevivido a todas las otras?”.
Me gustaría pensar que nuestra lejana posteridad retendrá, de todos los escombros
literarios de nuestra época, únicamente dos o tres buenas bromas. Ya no encontramos
en las orillas del Eurotas la pesada y lúgubre moneda de hierro de la cual se servían
torpemente los lacedemonios. Sus dioses han desaparecido y debe haber habido
algunos bastante célebres. Sin duda las ofrendas que los dorios hacían a la diosa Risa
eran pagadas con estas graves monedas. De la misma manera pagaremos con la
gruesa moneda de la novela los pequeños libros que tal vez emerjan de nuestro
océano de papel ennegrecido. Cuando los dioses septentrionales se hayan
derrumbado, algunos miles de años después que los dioses de Grecia y de Italia, no se
encontrará entre nuestras ruinas ni siquiera el pedestal de la diosa Risa, y habrá que ir
hasta China para admirar el ídolo de madera de la Misericordia.
II
La risa está probablemente destinada a desaparecer. No hay razón para que, entre
tantas especies extintas de animales, persista el tic de una de ellas. Esta burda
comprobación física del sentido que tenemos de que hay una cierta falta de armonía
en el mundo deberá desaparecer ante el escepticismo completo, la ciencia absoluta, la
piedad general y el respeto por todas las cosas.
Reír es dejarse sorprender por una negligencia de las leyes: ¿Creíamos entonces
en el orden universal y en una magnífica jerarquía de causas finales? Pues cuando
hayamos sujetado todas las anomalías a un mecanismo cósmico, los hombres no
reirán más. Sólo podemos reír en tanto que individuos. Las ideas generales no afectan
a la glotis.
Reír es sentirse superior. Cuando nos arrodillemos en las esquinas para hacer
nuestras confesiones públicas, cuando nos humillemos para poder amar mejor,
habremos superado lo grotesco. Y los que hayan descubierto, más allá de toda
relatividad, el valor idéntico de su yo y de una célula componente o solitaria, sin
comprender las cosas, las respetarán. El reconocimiento de la igualdad entre todos los
individuos del universo hará que los labios ya no se levanten sobre los caninos.
He aquí cómo podremos interpretar en esa época un juego abolido del rostro:
“Esta especie de contracción de los músculos cigomáticos era propia del hombre.
Le servía para indicar a un mismo tiempo su falta de inteligencia hacia el sistema del
mundo y su persuasión de que era superior al resto”.
La religión, la ciencia y el escepticismo de los tiempos futuros solamente
conservarán una pequeña parte de nuestras lamentables ideas sobre estas materias, y
es seguro que la contracción de los músculos cigomáticos ya no tendrá lugar. Me
gustaría entonces señalar a quienes se interesarán por las cosas del pasado, la obra
que excitó, en nuestra época bárbara, la mayor efusión de esta desaparecida risa. Sé
que se sorprenderán ante la boca convulsionada, los ojos lacrimosos, los hombros
sacudidos, el vientre agitado, tal como nos sorprendemos nosotros de las extrañas
costumbres de los primeros hombres; pero suplico a las personas esclarecidas que
reflexionen sobre el gran interés que tienen los documentos históricos, sean de la
índole que sean.
III
Cuando la risa, entonces, haya desaparecido, encontraremos una representación
completa de ésta en las obras de Georges Courteline.
Esta representación de la risa será total, ya que reúne la comicidad de los antiguos
y la forma de hilaridad propia del siglo diecinueve.
No sabemos desde cuándo ocurre que la incoherencia en la visión de las cosas
producida por la confusión del lenguaje o de la inteligencia excita la alegría de los
hombres.
Antes de la era cristiana ya los cartagineses de Plauto deleitaban al público
cuando los dos romanos juzgaban, por la jerigonza de Mebarbocca, que éste estaba
quejándose de un dolor en la boca. No es menos divertido escuchar a Piégelé, en el
papel de Rolando, cuando repite: “Salut aux nez creux” porque le soplaron: “Salut,
ô mes preux”. La farsa de los dos esclavos que interpretan un oráculo ininteligible en
Los caballeros, de Aristófanes, no es muy distinta de la de los dos dragones que
examinan en el muelle de Orsay el oscuro problema del número veintiséis, donde
vive Marabout. El padre Soupe prepara su chocolate, se lava los pies, y va a
encargarse de sus asuntos con la inocente ingenuidad de Strepsiade, y razona un poco
como él.
Sin embargo, la distinción esencialmente moderna entre sujeto y objeto nos
permite un tipo de risa particular. El diálogo que imaginaba Esopo entre un zorro y
una máscara de teatro no era cómico. Se podía suponer, aun con melancolía, que
piedras y árboles siguieran a un músico cuando éste tocaba la lira. Pero la gente del
siglo XIX se ríe del Jack de Mark Twain, que espera bajo un sol inclemente a que una
tortuga de Palestina se ponga a cantar. Ríen también cuando Courteline les cuenta que
un loco intenta hacerles bromas pesadas a unos quesos blandos. Y siempre de la
siguiente historia:
Viaje a las Islas Bermudas. En las Islas Bermudas no encontramos ningún insecto o cuadrúpedo digno de ser mencionado. Los habitantes pretenden que sus arañas son grandes. No he visto ninguna cuyas dimensiones superaran las de un plato de sopa ordinario. Una mañana, el reverendo L…, que viajaba
conmigo, entró a mi dormitorio con un botín en la mano.
—¿Este botín es suyo? —preguntó.
—Sí —le respondí.
Pues es una suerte —continuó—. Imagínese que acabo de encontrar una araña que se lo estaba llevando.
Al día siguiente, al amanecer, esta misma araña estaba levantando mi ventana con el fin de agarrar mi camisa.
—¿Se llevó su camisa?
—No.
—¿Cómo sabe usted que quería llevársela?
—Lo leí en sus ojos.
He citado esta simple anécdota porque revela las dos etapas de la risa.
Primera etapa: nos sorprendemos de ver un insecto clasificado con los
cuadrúpedos y nos choca la contradicción que hay entre el tamaño de las arañas que
conocemos y el de un par de botines ordinarios.
Segunda etapa: lo absurdo de suponer en una araña la intención premeditada de
tomar objetos que sólo usamos nosotros, y de imaginar que hemos leído sus
intenciones en sus ojos (lo que nos vuelve a la primera etapa) excita nuestra hilaridad.
He notado que en nuestra época esta segunda forma de comicidad nos afecta
especialmente. Los hombres han tomado una excesiva conciencia de su yo. La sola
idea de que se pueda atribuir a un objeto o a un animal las costumbres personales del
alma humana les parece grotesca. Courteline nos habla del capitán Hurluret, que
amenaza con convertirse en un molino de café o en una ensaladera, y Lahrier promete
a Soupe provocar en él una vaga metamorfosis de la misma clase. Los personajes de
Las mil y una noches temían este tipo de cosas, que se producían en una época en la
cual la personalidad del hombre aún no había sido violentamente separada de los
objetos por Kant. Hoy, el yo glorioso se burla de esta parodia vana.
En otras épocas, encontrábamos frecuentemente en los asilos locos acurrucados
que se creían jarros de arcilla y otros que, creyéndose quesos de Córdoba, nos
ofrecían, cuchillo en mano, una tajada de pantorrilla; otros aun que humeaban como
teteras, espumeaban como botellas de champán, se doblaban como una camisa recién
lavada. Las estadísticas nos dicen que este tipo de locura se ha vuelto muy rara. La
única causa de ello es el progreso de la conciencia. Aun los locos tienen una alta idea
de la personalidad.
IV
Los biógrafos del poeta norteamericano Walt Whitman dicen que nadie lo vio reír ni
una sola vez en su vida. Era un hombre dulce y alegre, que comprendía todas las
cosas. Las anomalías no eran para él milagros de lo absurdo. No se creía superior a
ningún ser. Podemos poner en los dos extremos de la humanidad a Filemón, que
murió de risa cuando vio a un asno comiendo higos, y a este gran poeta Walt
Whitman. Debemos hacer notar que Filemón se rió con tal exceso porque estaba
seguro de que, siendo poeta, era superior a un asno, y que a pesar de ello este asno,
tan diferente de él, comía el mismo postre. Tenemos un retrato de Walt Whitman en
el cual el viejo poeta paralizado, con expresión grave, comprende el error de una
mariposa que se ha posado sobre su brazo como sobre el tronco de un árbol muerto.
Los tics de la humanidad no son inmutables. Aun los dioses cambian algunas
veces. Ya hemos cambiado de forma de reír; sepamos prever con constancia una era
en la que no se reirá más. Los que quieran modelar su cara con esta contracción
podrán imaginarse muy bien cómo era esa costumbre desaparecida leyendo los libros
de Georges Courteline. Que los que quieren reír ahora se apresuren a divertirse. Aún
no tenemos que ir a buscar el pedestal de la diosa Risa entre las ruinas. La diosa Risa
vive entre nosotros. Cuando nuestras estatuas hayan caído y nuestras costumbres
hayan sido abolidas, cuando los hombres cuenten los años de una nueva era, dirán de
aquélla, que supo hacernos tan felices, esta simple leyenda:
“Era una divinidad encantadora, fina y buena, que vivía en Montmartre. Tenía tanta gracia que las palabrotas, buscando un santuario indestructible, lo encontraron en su obra”.
Comments