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Foto del escritorAmenhotep VII

La ley de la naturaleza humana - C. S. Lewis



Todos hemos oído discutir a los demás. A veces nos resulta gracioso y a veces

simplemente desagradable, pero, sea como sea, creo que podemos aprender algo muy

importante escuchando la clase de cosas que dicen. Dicen cosas como éstas: «¿Qué te

parecería si alguien te hiciera a ti algo así?» «Ese es mi asiento; yo llegué primero.»

«Déjalo en paz; no te está haciendo ningún daño.» «¿Por qué vas a colarte antes que

yo?» «Dame un trozo de tu naranja; yo te di un trozo de la mía.» «Vamos, lo

prometiste.» La gente dice cosas como esas todos los días, la gente educada y la que

no lo es, y los niños igual que los adultos.

Lo que me interesa acerca de estas manifestaciones es que el hombre que las hace

no está diciendo simplemente que el comportamiento del otro hombre no le agrada.

Está apelando a un cierto modelo de comportamiento que espera que el otro hombre

conozca. Y el otro hombre rara vez contesta: «Al diablo con tu modelo.» Casi

siempre intenta demostrar que lo que ha estado haciendo no va realmente en contra

de ese modelo, o que si lo hace hay una excusa especial para ello. Pretende que hay

una razón especial en este caso en particular por la cual la persona que cogió el

asiento debe quedarse con él, o que las cosas eran muy diferentes cuando se le dio el

trozo de naranja, o que ha ocurrido algo que lo exime de cumplir su promesa. Parece,

de hecho, como si ambas partes tuvieran presente una especie de ley o regla de juego

limpio o comportamiento decente o moralidad o como quiera llamársele, acerca de la

cual sí están de acuerdo. Y la tienen. Si no la tuvieran podrían, por supuesto, luchar

como animales, pero no podrían discutir en el sentido humano de la palabra. Discutir

significa intentar demostrar que el otro hombre está equivocado. Y no tendría sentido

intentar hacer eso a menos que tú y él tuvierais un determinado acuerdo en cuanto a

lo que está bien y lo que está mal, del mismo modo que no tendría sentido decir que

un jugador de fútbol ha cometido una falta a menos que hubiera un determinado

acuerdo sobre las reglas de fútbol.

Esta ley o regla sobre lo que está bien o lo que está mal solía llamarse la ley

natural. Hoy en día, cuando hablamos de las «leyes de la naturaleza», solemos

referirnos a cosas como la ley de la gravedad o las leyes de la herencia o las leyes de

la química. Pero cuando los antiguos pensadores llamaban a la ley de lo que está bien

y lo que está mal «la ley de la naturaleza» se referían en realidad a la ley de la

naturaleza humana. La idea era que, del mismo modo que todos los cuerpos están

gobernados por la ley de la gravedad y los organismos por las leyes biológicas, la

criatura llamada hombre también teñía su ley… con esta gran diferencia: que un

cuerpo no puede elegir si obedece o no a la ley de la gravedad, pero un hombre puede

elegir obedecer a la ley de la naturaleza o desobedecerla.

Podemos decirlo de otra manera. Todo hombre se encuentra en todo momento

sujeto a varios conjuntos de leyes, pero sólo hay una que es libre de desobedecer.

Como cuerpo está sujeto a la ley de la gravedad y no puede desobedecerla; si se lo

deja sin apoyo en el aire no tiene más elección sobre su caída de la que tiene una

piedra. Como organismo, está sujeto a varias leyes biológicas que no puede

desobedecer, como tampoco puede desobedecerlas un animal. Es decir, que no puede

desobedecer aquellas leyes que comparte con otras cosas, pero la ley que es peculiar a

su naturaleza humana, la ley que no comparte con animales o vegetales o cosas

inorgánicas es la que puede desobedecer si así lo quiere.

Esta ley fue llamada la ley de la naturaleza humana porque la gente pensaba que

todo el mundo la conocía por naturaleza y no necesitaba que se le enseñase. No

querían decir, por supuesto, que no podía encontrarse un raro individuo aquí y allá

que no la conociera, del mismo modo que uno se encuentra con personas daltónicas o

que no tienen oído para la música. Pero tomando la raza como un todo, pensaban que

la idea humana de un comportamiento decente era evidente para todo el mundo. Y yo

creo que tenían razón. Si no la tuvieran, todas las cosas que dijimos sobre la guerra

no tendrían sentido. ¿Qué sentido tendría decir que el enemigo estaba haciendo mal a

menos que el bien sea una cosa real que los nazis en el fondo conocían tan bien como

nosotros y debieron haber practicado? Si no tenían noción de lo que nosotros

conocemos como bien, entonces, aunque hubiéramos tenido que luchar contra ellos,

no podríamos haberles culpado más de lo que podríamos culparles por el color de su

pelo.

Sé que algunos dicen que la idea de la ley de la naturaleza o del comportamiento

decente conocida por todos los hombres no se sostiene, dado que las diferentes

civilizaciones y épocas han tenido pautas morales diferentes. Pero esto no es verdad.

Ha habido diferencias entre sus pautas morales, pero éstas no han llegado a ser tantas

que constituyan una diferencia total. Si alguien se toma el trabajo de comparar las

enseñanzas morales de, digamos, los antiguos egipcios, babilonios, hindúes, chinos,

griegos o romanos, lo que realmente le llamará la atención es lo parecidas que son

entre sí y a las nuestras. He recopilado algunas pruebas de esto en el apéndice de otro

libro llamado La abolición del hombre, pero para nuestro presente propósito sólo

necesito preguntar al lector qué significaría una moralidad totalmente diferente.

Piénsese en un país en el que la gente fuese admirada por huir en la batalla, o en el

que un hombre se sintiera orgulloso de traicionar a toda la gente que ha sido más

bondadosa con él. Lo mismo daría imaginar un país en el que dos y dos sumaran

cinco. Los hombres han disentido en cuanto a sobre quiénes ha de recaer nuestra

generosidad —la propia familia, o los compatriotas, o todo el mundo—. Pero siempre

han estado de acuerdo en que no debería ser uno el primero. El egoísmo nunca ha

sido admirado. Los hombres han disentido sobre si se deberían tener una o varias

esposas. Pero siempre han estado de acuerdo en que no se debe tomar a cualquier

mujer que se desee.

Pero lo más asombroso es esto: cada vez que se encuentra a un hombre que dice

que no cree en lo que está bien o lo que está mal, se verá que este hombre se desdice

casi inmediatamente. Puede que no cumpla la promesa que os ha hecho, pero si

intentáis romper una promesa que le habéis hecho a él, empezará a quejarse diciendo

«no es justo» antes de que os hayáis dado cuenta. Una nación puede decir que los

tratados no son importantes, pero a continuación estropeará su argumento diciendo

que el tratado en particular que quiere violar era injusto. Pero si los tratados no son

importantes, y si no existe tal cosa como lo que está bien y lo que está mal —en otras

palabras, si no hay una ley de la naturaleza—, ¿cuál es la diferencia entre un tratado

injusto y un tratado justo? ¿No se han delatado demostrando que, digan lo que digan,

realmente conocen la ley de la naturaleza como todos los demás?

Parece, entonces, que nos vemos forzados a creer en un auténtico bien y mal. La

gente puede a veces equivocarse acerca de ellos, del mismo modo que la gente se

^equivoca haciendo cuentas, pero no son cuestión de simple gusto u opinión, del

mismo modo que no lo son las tablas de multiplicar. Bien; si estamos de acuerdo en

esto, pasaré a mi siguiente punto, que es éste: ninguno de nosotros guarda realmente

la ley de la naturaleza. Si hay alguna excepción entre vosotros me disculpo. Será

mucho mejor que leáis otro libro, ya que nada de lo que voy a decir os concierne. Y

ahora, me dirigiré a los demás seres humanos que quedan:

Espero que no interpretéis mal lo que voy a decir. No estoy predicando, y Dios

sabe que no pretendo ser mejor que los demás. Sólo intento llamar la atención

respecto a un hecho: el hecho de que este año, o este mes, o, más probablemente, este

mismo día, hemos dejado de practicar la clase de comportamiento que esperamos de

los demás. Puede que tengamos toda clase de excusas. Aquella vez que fuiste tan

injusto con los niños era porque estabas muy cansado. Aquel asunto de dinero

ligeramente turbio —el que casi habías olvidado— ocurrió cuando estabas en apuros

económicos. Y lo que prometiste hacer por el viejo Fulano de Tal y nunca hiciste…

bueno, no lo habrías prometido si hubieras sabido lo terriblemente ocupado que ibas a

estar. Y en cuanto a tu comportamiento con tu mujer (o tu marido), o tu hermano (o

hermana), si yo supiera lo irritantes que pueden llegar a ser, no me extrañaría… ¿Y

quién diablos soy yo, después de todo? Yo soy igual. Es decir, yo no consigo cumplir

muy bien con la ley de la naturaleza, y en el momento en que alguien me dice que no

la estoy cumpliendo empieza a fraguarse en mi mente una lista de excusas tan larga

como mi brazo. La cuestión ahora no es si las excusas son buenas. El hecho es que

son una prueba más de cuán profundamente, nos guste o no, creemos en la ley de la

naturaleza. Si no creemos en un comportamiento decente, ¿por qué íbamos a estar tan

ansiosos de excusarnos por no habernos comportado decentemente? La verdad es que

creemos tanto en la decencia —tanto sentimos la ley de la naturaleza presionando

sobre nosotros— que no podemos soportar enfrentarnos con el hecho de

transgredirla, y en consecuencia intentamos evadir la responsabilidad. Porque os

daréis cuenta de que es sólo para nuestro mal comportamiento para los que

intentamos buscar tantas explicaciones. Es sólo nuestro mal carácter lo que

atribuimos al hecho de sentirnos cansados, o preocupados, o hambrientos; nuestro

buen carácter lo atribuimos a nosotros mismos.

Estos, pues, son los dos puntos que quería tratar. Primero, que los seres humanos

del mundo entero tienen esta curiosa idea de que deberían comportarse de una cierta

manera, y no pueden librarse de ella. Segundo, que de hecho no se comportan de esa

manera. Conocen la ley de la naturaleza, y la infringen. Estos dos hechos son el

fundamento de todas las ideas claras acerca de nosotros mismos y del universo en que

vivimos.


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