CÓMO NACIÓ EL LSD
Una y otra vez se dice y escribe que el descubrimiento del LSD fue casual. Ello es
cierto sólo en parte, pues se lo elaboró en el marco de una investigación planificada, y
tan sólo más tarde intervino el azar: cuando el LSD ya tenía cinco años experimenté
sus efectos en carne propia… mejor dicho, en espíritu propio.
Si recorro en el pensamiento mi trayectoria profesional, para averiguar todas las
decisiones y todos los acontecimientos que dirigieron finalmente mi actividad a ese
terreno de investigación en el que sinteticé el LSD, ello me lleva hasta la elección del
lugar de trabajo al concluir mis estudios de química: si en algún momento hubiera
tomado otra decisión, muy probablemente jamás se habría creado esa sustancia activa
que con el nombre de LSD adquirió fama universal. Al narrar la historia del
nacimiento del LSD, debo hacer, por tanto, una breve referencia a mi carrera de
químico, a la que se halla indisolublemente ligada.
Tras la conclusión de mis estudios de química en la universidad de Zurich,
ingresé en la primavera de 1929 en el laboratorio de investigación químicofarmacéutica de la empresa Sandoz de Basilea, como colaborador del profesor Dr.
Arthur Stoll, fundador y director de la sección farmacéutica. Elegí este puesto de
trabajo porque aquí se me ofrecía la oportunidad de ocuparme en sustancias naturales.
Por eso también deseché las ofertas de otras dos empresas de la industria química de
Basilea que se dedicaban a la síntesis química.
Mi preferencia por la química de los reinos animal y vegetal había ya
determinado el tema de mi tesis doctoral, dirigida por el profesor Paul Karrer.
Mediante el jugo gástrico del caracol común había logrado por vez primera la
descomposición enzimática de la quitina, la materia esquelética que forma la
caparazón, las alas y pinzas de los insectos, los cangrejos y otros animales inferiores.
A partir del producto de escisión obtenido en la desintegración, un azúcar
nitrogenado, podía deducirse la estructura química de la quitina, que es análoga a la
de la celulosa, la materia esquelética vegetal. Este importante resultado de la
investigación, que duró sólo tres meses, condujo a una tesis doctoral calificada con
«sobresaliente».
Cuando ingresé en la empresa Sandoz, la plantilla de la sección químicofarmacéutica era aún muy modesta. Había cuatro licenciados en química en la sección
investigación y tres en la producción.
En el laboratorio de Stoll encontré una actividad que, como químico investigador,
me satisfacía mucho. El profesor Stoll se había planteado el objetivo de aislar, con
métodos cuidadosos, los principios activos indemnes de plantas medicinales
probadas, y de presentarlos en forma pura. Ello es especialmente conveniente en el
caso de plantas medicinales cuyas sustancias activas se descomponen fácilmente y
cuyo contenido de sustancias activas está sometido a grandes fluctuaciones, lo cual se
contradice con una dosificación exacta. Si en cambio se tiene la sustancia activa en
forma pura, está dada la condición para la producción de un preparado farmacéutico
estable y exactamente dosificable con la balanza. A partir de tales consideraciones,
Stoll había iniciado el análisis de drogas vegetales bien conocidas y valiosas como el
digital (Digitalis), la escila (Scilla maritima) y el cornezuelo de centeno (Secale
cornutum), pero hasta entonces sólo habían encontrado una aplicación restringida en
la medicina, debido a su fácil descomposición y a su dosificación insegura.
Los primeros años de mi actividad en el laboratorio Sandoz estuvieron dedicados
casi exclusivamente a la investigación de las sustancias activas de la escila. Quien me
introdujo en este campo fue el Dr. Walter Kreis, uno de los primeros colaboradores
del profesor Stoll. Existían ya en forma pura los componentes activos más
importantes de la escila. El Dr. Kreis, con una extraordinaria pericia experimental,
había llevado a cabo el aislamiento, así como la representación pura, de las sustancias
contenidas en la digitalis lanata.
Las sustancias activas de la escila pertenecen al grupo de los glicósidos
(sustancias sacaríferas) cardioactivas, y sirven, igual que las del digital, para el
tratamiento del debilitamiento del miocardio. Los glicósidos cardíacos son sustancias
altamente activas. Sus dosis terapéutica (curativa) y tóxica (venenosa) están tan
próximas, que es muy importante una dosificación exacta con la ayuda de las
sustancias puras.
Al comienzo de mis investigaciones, Sandoz había introducido en la terapia un
preparado farmacéutico que contenía glicósidos de la escila, pero la estructura
química de estas sustancias activas era aún totalmente desconocida a excepción de la
parte del azúcar.
Mi principal contribución en la investigación de la escila, en la que participé con
gran entusiasmo, consistía en el esclarecimiento de la estructura química de la
sustancia fundamental de los glicósidos de la escila, de lo cual surgió, por una parte,
la diferencia respecto de los glicósidos del digital, y, por otra, el parentesco
estructural estrecho con las sustancias tóxicas de las glándulas cutáneas de los sapos.
Estos trabajos concluyeron, por el momento, en 1935.
A la búsqueda de un nuevo campo de actividades pedí al Dr. Stoll autorización
para retomar las investigaciones sobre los alcaloides del cornezuelo de centeno, que
él había iniciado en 1917 y que ya en 1918 habían llevado a aislar la ergotamina. La
ergotamina, descubierta por Stoll, fue el primer alcaloide obtenido en forma
químicamente pura a partir del cornezuelo de centeno. Pese a que la ergotamina
ocupó muy pronto un sitio destacado entre los medicamentos, con su aplicación
hemostática en los partos y como medicamento contra la migraña, la investigación
química del cornezuelo de centeno se había detenido, en los laboratorios Sandoz,
después de la obtención de la ergotamina pura y de su fórmula química aditiva. Pero
en el interín, durante la década del treinta, unos laboratorios ingleses y americanos
habían comenzado a determinar la estructura química de alcaloides del cornezuelo de
centeno. Se había descubierto allí además un nuevo alcaloide soluble en agua, que
podía aislarse también de la lejía madre de la fabricación de ergotamina. Por eso
juzgué que había llegado el momento de retomar el procesamiento químico de los
alcaloides del cornezuelo de centeno, si Sandoz no quería correr el peligro de perder
su puesto destacado en el sector de los medicamentos, que ya entonces era muy
importante.
El profesor Stoll estuvo de acuerdo con mi pedido, pero observó: «Le prevengo
contra las dificultades con que se encontrará al trabajar con alcaloides del cornezuelo
de centeno. Se trata de sustancias sumamente delicadas, de fácil descomposición y, en
cuanto a estabilidad se refiere, muy distintas de los que usted ha trabajado en el
terreno del glicósido cardíaco. Pero si así lo desea, inténtelo».
Así quedó sellado el sino y tema principal de toda mi carrera profesional. Aún
hoy recuerdo exactamente la sensación que me invadió, una sensación de esperanza y
confianza en la suerte del creador en mis planeadas investigaciones de los alcaloides
del cornezuelo de centeno, hasta entonces poco explorados.
EL ÁCIDO LISÉRGICO Y SUS COMPUESTOS
El ácido lisérgico demostró ser una sustancia de fácil descomposición, y su
combinación con restos alcalinos ofrecía dificultades. Finalmente encontré en el
método conocido como síntesis de Curtius un procedimiento que permitía combinar
el ácido lisérgico con restos básicos.
Con este método produje una gran cantidad de compuestos de ácido lisérgico. Al
combinar el ácido lisérgico con el aminoalcohol propanolamina surgió un compuesto
idéntico a la ergobasina, el alcaloide natural del cornezuelo. Había tenido éxito, pues,
la primera síntesis parcial de un alcaloide del cornezuelo (síntesis parcial es una
producción artificial en la que se emplea, sin embargo, un componente natural; en
este caso el ácido lisérgico). No sólo tenía un interés científico como confirmación de
la estructura química de la ergobasina, sino también una importancia práctica, puesto
que el factor específico contractor del útero y hemostático, la ergobasina, se
encuentra en el cornezuelo sólo en cantidad muy pequeña. Con esta síntesis parcial,
se posibilitó transformar los otros alcaloides, presentes en abundancia en el
cornezuelo, en la ergobasina, valiosa para la obstetricia.
Después de este primer éxito en el terreno del cornezuelo, mis investigaciones
continuaron en dos direcciones. Primero intenté mejorar las propiedades
farmacológicas de la ergobasina modificando su parte de aminoalcohol. Junto con
uno de mis colegas, el Dr. J. Peyer, desarrollamos un procedimiento para la
producción racional de propanolamina y de otros aminoalcoholes. El reemplazo de la
propanolamina contenida en la ergobasina por el aminoalcohol butanolamina dio
efectivamente una sustancia activa que superaba el alcaloide natural en sus
propiedades terapéuticas. Esta ergobasina mejorada, con el nombre de marca
«Methergin», ha hallado una aplicación universal como citócico y hemostático, y es
hoy día el medicamento más importante para esta indicación obstétrica.
Además introduje mi método de síntesis para producir nuevos compuestos del
ácido lisérgico, en los que lo principal no era su efecto sobre el útero, pero de los que,
por su estructura química, podían esperarse otras propiedades farmacológicas
interesantes. La sustancia n.° 25 en la serie de estos derivados sintéticos del ácido
lisérgico, la dietilamida del ácido lisérgico (N. d. T.: en alemán, Lysergsäurediäthylamid), que para el uso del laboratorio abrevié LSD-25, la sinteticé por primera
vez en 1938. Había planificado la síntesis de este compuesto con la intención de
obtener un estimulante para la circulación y la respiración (analéptico). Se podían
esperar esas cualidades estimulantes de la dietilamida del ácido lisérgico, porque su
estructura química presentaba similitudes con la dietilamida del ácido nicotínico
(«coramina»), un analéptico ya conocido en aquel entonces. Al probar el LSD-25 en
la sección farmacológica de Sandoz, cuyo director era el profesor Ernst Rothlin, se
comprobó un fuerte efecto sobre el útero, con aproximadamente un 70 % de la
actividad de la ergobasina. Por lo demás se consignó en el informe que los animales
de prueba se intranquilizaron con la narcosis. Pero la sustancia no despertó un interés
ulterior entre nuestros farmacólogos y médicos; por eso se dejaron de lado otros
ensayos.
Durante cinco años reinó el más absoluto silencio en torno al LSD-25. En el
interín, mis trabajos en el terreno del cornezuelo de centeno prosiguieron en otra
dirección. Al purificar la ergotoxina, el material de partida para el ácido lisérgico,
tuve, como ya he dicho, la impresión de que éste preparado de alcaloides no podía ser
uniforme, sino que tenía que ser una mezcla de diversas sustancias. Las dudas sobre
la uniformidad de la ergotoxina se acentuaron cuando una hidrogenación dio dos
productos claramente distintos, mientras que en las mismas condiciones el alcaloide
ergotamina daba un solo producto hidrogenado. Unos prolongados ensayos
sistemáticos para descomponer la sospechada mezcla de ergotoxina finalmente dieron
resultado, cuando logré descomponer este preparado de alcaloides en tres
componentes uniformes. Uno de los tres alcaloides químicamente uniformes resultó
ser idéntico a un alcaloide aislado poco antes en la sección de producción; A. Stoll y
E. Burckhardt lo habían llamado ergocristuia. Los otros dos alcaloides eran nuevos.
Uno de ellos lo llamé ergocornina, y al otro, que había quedado mucho tiempo en las
aguamadres, lo designé ergocriptina (Kryptos = oculto). Más tarde se comprobó que
la ergocriptina se presenta en dos isómeros estructurales, que se distinguen como alfa
y beta ergocriptina.
La solución del problema de la ergotoxina no sólo tenía un interés científico, sino
que también tuvo consecuencias prácticas. De allí surgió un medicamento valioso.
Los tres alcaloides hidrogenados de la ergotoxina: la dihidro-ergocristina, la dihidroergocriptina y la dihidro-ergocornina, que produje en el curso de esta investigación,
evidenciaron interesantes propiedades medicinales durante la prueba en la sección
farmacológica del profesor Rothlin. Con estas tres sustancias activas se desarrolló el
preparado farmacéutico «hidergina», un medicamento para fomentar la irrigación
periférica y cerebral y mejorar las funciones cerebrales en la lucha contra los
trastornos de la vejez. La hidergina ha respondido a las expectativas como
medicamento eficaz para esta indicación geriátrica. Hoy día ocupa el primer puesto
en las ventas de los productos farmacéuticos de Sandoz.
Asimismo ha ingresado en el tesoro de medicamentos la dihidro-ergotamina, que
había sintetizado también en el marco de estas investigaciones. Con el nombre de
marca «Dihydergot» se lo emplea como estabilizador de la circulación y la presión
sanguínea.
Mientras que hoy en día la investigación de proyectos importantes se realiza casi
exclusivamente como trabajo en grupo, teamwork, estas investigaciones sobre los
alcaloides del cornezuelo aún las realicé yo solo. También siguieron en mis manos los
pasos químicos posteriores del desarrollo hasta el preparado de venta en el mercado,
es decir, la producción de cantidades mayores de sustancia para las pruebas químicas
y finalmente la elaboración de los primeros procedimientos para la producción
masiva de «Methergin», «Hydergin» y «Dihydergot». Ello regía también para el
control analítico en el desarrollo de las primeras formas galénicas de estos tres
preparados, las ampollas, las soluciones para instilar y los comprimidos. Mis
colaboradores eran, en aquella época, un laborante y un ayudante de laboratorio, y
luego una laborante y un técnico químico adicionales.
EL DESCUBRIMIENTO DE LOS EFECTOS PSÍQUICOS DEL LSD
Todos los fructíferos trabajos, aquí sólo brevemente reseñados, que surgieron a
partir de la solución del problema de la ergotoxina, de todos modos no me hicieron
olvidar por completo la sustancia LSD-25. Un extraño presentimiento de que esta
sustancia podría poseer otras cualidades que las comprobadas en la primera
investigación me motivaron a volver a producir LSD-25 cinco años después de su
primera síntesis para enviarlo nuevamente a la sección farmacológica a fin de que se
realizara una comprobación ampliada. Esto era inusual, porque las sustancias de
ensayo normalmente se excluían definitivamente del programa de investigaciones si
no se evaluaban como interesantes en la sección farmacológica.
En la primavera de 1943, pues, repetí la síntesis de LSD-25. Igual que la primera
vez, se trataba sólo de la obtención de unas décimas de gramo de este compuesto.
En la fase final de la síntesis, al purificar y cristalizar la diamida del ácido
lisérgico en forma de tartrato me perturbaron en mi trabajo unas sensaciones muy
extrañas. Extraigo la descripción de este incidente del informe que le envié entonces
al profesor Stoll.
El viernes pasado, 16 de abril de 1943, tuve que interrumpir a media tarde mi trabajo en el laboratorio y marcharme a casa, pues me asaltó una extraña intranquilidad acompañada de una ligera sensación de mareo. En casa me acosté y caí en un estado de embriaguez no desagradable, que se caracterizó por una fantasía sumamente animada. En un estado de semipenumbra y con los ojos cerrados (la luz del día me resultaba desagradablemente chillona) me penetraban sin cesar unas imágenes fantásticas de una plasticidad extraordinaria y con un juego de colores intenso, caleidoscópico. Unas dos horas después este estado desapareció.
La manera y el curso de estas apariciones misteriosas me hicieron sospechar una
acción tóxica externa, y supuse que tenía que ver con la sustancia con la que acababa
de trabajar, el tartrato de la dietilamida del ácido lisérgico. En verdad no lograba
imaginarme cómo podría haber reabsorbido algo de ésta sustancia, dado que estaba
acostumbrado a trabajar con minuciosa pulcritud, pues era conocida la toxicidad de
las sustancias del cornezuelo. Pero quizás un poco de la solución de LSD había
tocado de todos modos a la punta de mis dedos al recristalizarla, y un mínimo de
sustancia había sido reabsorbida por la piel. Si la causa del incidente había sido el
LSD, debía tratarse de una sustancia que ya en cantidades mínimas era muy activa.
Para ir al fondo de la cuestión me decidí por el autoensayo. Quería ser prudente, por
lo cual comencé la serie de ensayos en proyecto con la dosis más pequeña de la que,
comparada con la eficacia de los alcaloides de cornezuelo conocidos, podía esperarse
aún algún efecto, a saber, con 0,25 mg (mg = miligramos = milésimas de gramo) de
tartrato de dietilamida de ácido lisérgico.
Autoensayos
19.IV/16.20: toma de 0,5 cm3 de una solución acuosa al 1/2 por mil de
solución de tartrato de dietilamida peroral. Disuelta en unos 10 cm3 de agua
insípida.
17.00: comienzo del mareo, sensación de miedo. Perturbaciones en la
visión. Parálisis con risa compulsiva.
Añadido el 21.IV: Con velomotor a casa. Desde las 18 hs. hasta
aproximadamente las 20 hs.: punto más grave de la crisis (cf. informe
especial).
Escribir las últimas palabras me costó un ingente esfuerzo. Ya ahora sabía
perfectamente que el LSD había sido la causa de la extraña experiencia del viernes
anterior, pues los cambios de sensaciones y vivencias eran del mismo tipo que
entonces, sólo que mucho más profundos. Ya me costaba muchísimo hablar
claramente, y le pedí a mi laborante, que estaba enterada del autoensayo, que me
acompañara a casa. En el viaje en bicicleta —en aquel momento no podía
conseguirse un coche; en la época de posguerra los automóviles estaban reservados a
unos pocos privilegiados— mi estado adoptó unas formas amenazadoras. Todo se
tambaleaba en mi campo visual, y estaba distorsionado como en un espejo alabeado.
También tuve la sensación de que la bicicleta no se movía. Luego mi asistente me
dijo que habíamos viajado muy deprisa. Pese a todo llegué a casa sano y salvo y con
un último esfuerzo le pedí a mi acompañante que llamara a nuestro médico de
cabecera y les pidiera leche a los vecinos.
A pesar de mi estado de confusión embriagada, por momentos podía pensar clara
y objetivamente: leche como desintoxicante no específico.
El mareo y la sensación de desmayo de a ratos se volvieron tan fuertes, que ya no
podía mantenerme en pie y tuve que acostarme en un sofá. Mi entorno se había
transformado ahora de modo aterrador. Todo lo que había en la habitación estaba
girando, y los objetos y muebles familiares adoptaron formas grotescas y
generalmente amenazadoras. Se movían sin cesar, como animados, llenos de un
desasosiego interior. Apenas reconocí a la vecina que me trajo leche —en el curso de
la noche bebí más de dos litros. No era ya la señora R., sino una bruja malvada y
artera con una mueca de colores. Pero aún peores que estas mudanzas del mundo
exterior eran los cambios que sentía en mí mismo, en mi íntima naturaleza. Todos los
esfuerzos de mi voluntad de detener el derrumbe del mundo externo y la disolución
de mi yo parecían infructuosos. En mí había penetrado un demonio y se había
apoderado de mi cuerpo, mis sentidos y el alma. Me levanté y grité para liberarme de
él, pero luego volví a hundirme impotente en el sofá. La sustancia con la que había
querido experimentar me había vencido. Ella era el demonio que triunfaba haciendo
escarnio de mi voluntad. Me cogió un miedo terrible de haber enloquecido. Me había
metido en otro mundo, en otro cuarto con otro tiempo. Mi cuerpo me parecía
insensible, sin vida, extraño. ¿Estaba muriendo? ¿Era el tránsito? Por momentos creía
estar fuera de mi cuerpo y reconocía claramente, como un observador externo, toda la
tragedia de mi situación. Morir sin despedirme de mi familia… mi mujer había
viajado ese día con nuestros tres hijos a visitar a sus padres en Lucerna. ¿Entendería
alguna vez que yo no había actuado irreflexiva, irresponsablemente, sino que había
experimentado con suma prudencia y que de ningún modo podía preverse semejante
desenlace? No sólo el hecho de que una familia joven iba a perder prematuramente a
su padre, sino también la idea de tener que interrumpir antes de tiempo mi labor de
investigador, que tanto me significaba, en medio de un desarrollo fructífero,
promisorio e incompleto, aumentaban mi miedo y mi desesperación. Llena de amarga
ironía se entrecruzaba la reflexión de que era esta dietilamida del ácido lisérgico que
yo había puesto en el mundo la que ahora me obligaba a abandonarlo
prematuramente.
Cuando llegó el médico yo había superado el punto más alto de la crisis. Mi
laborante le explicó mi autoensayo, pues yo mismo aún no estaba en condiciones de
formular una oración coherente. Después de haber intentado señalarle mi estado
físico presuntamente amenazado de muerte, el médico meneó desconcertado la
cabeza, porque fuera de unas pupilas muy dilatadas no pudo comprobar síntomas
anormales. El pulso, la presión sanguínea y la respiración eran normales. Por eso
tampoco me suministró medicamentos, me llevó al dormitorio y se quedó
observándome al lado de la cama. Lentamente volvía yo ahora de un mundo
ingentemente extraño a mi realidad cotidiana familiar. El susto fue cediendo y dio
paso a una sensación de felicidad y agradecimiento crecientes a medida que
retornaban un sentir y pensar normales y creía la certeza de que había escapado
definitivamente del peligro de la locura.
Ahora comencé a gozar poco a poco del inaudito juego de colores y formas que se
prolongaba tras mis ojos cerrados. Me penetraban unas formaciones coloridas,
fantásticas, que cambiaban como un calidoscopio, en círculos y espirales que se
abrían y volvían a cerrarse, chisporroteando en fontanas de colores, reordenándose y
entrecruzándose en un flujo incesante. Lo más extraño era que todas las percepciones
acústicas, como el ruido de un picaporte o un automóvil que pasaba, se transformaban
en sensaciones ópticas. Cada sonido generaba su correspondiente imagen en forma y
color, una imagen viva y cambiante.
A la noche regresó mi esposa de Lucerna. Se le había comunicado por teléfono
que yo había sufrido un misterioso colapso. Dejó a nuestros hijos con los abuelos. En
el interín me había recuperado al punto de poder contarle lo sucedido.
Luego me dormí exhausto y desperté a la mañana siguiente reanimado y con la
cabeza despejada, aunque físicamente aún un poco cansado. Me recorrió una
sensación de bienestar y nueva vida. El desayuno tenía un sabor buenísimo, un
verdadero goce.
Cuando más tarde salí al jardín, en el que ahora, después de una lluvia primaveral,
brillaba el sol, todo centelleaba y refulgía en una luz viva. El mundo parecía recién
creado. Todos mis sentidos vibraban en un estado de máxima sensibilidad que se
mantuvo todo el día.
Este autoensayo mostró que el LSD-25 era una sustancia psicoactiva con
propiedades extraordinarias. Que yo sepa, no se conocía aún ninguna sustancia que
con una dosis tan baja provocara efectos psíquicos tan profundos y generara cambios
tan dramáticos en la experiencia del mundo externo e interno y en la conciencia
humana.
Me parecía asimismo muy importante el hecho de que pudiera recordar todos los
detalles de lo vivenciado en el delirio del LSD. La única explicación posible era que,
pese a la perturbación intensa de la imagen normal del mundo, la conciencia capaz de
registrar no se anulaba ni siquiera en el punto culminante de la experiencia del LSD.
Además, durante todo el tiempo del ensayo había sido consciente de estar en medio
del experimento, sin que, sin embargo, hubiera podido espantar el mundo del LSD a
partir del reconocimiento de mi situación y por más que esforzara mi voluntad. Lo
vivía, en su realidad terrorífica, como totalmente real, aterradora, porque la imagen
de la otra, la familiar realidad cotidiana, había sido plenamente conservada en la
conciencia.
Lo que también me sorprendió fue la propiedad del LSD de provocar un estado de
embriaguez tan abarcador e intenso sin dejar resaca. Al contrario: al día siguiente me
sentí —como lo he descrito— en una excelente disposición física y psíquica.
Era consciente de que la nueva sustancia activa LSD, con semejantes
propiedades, tenía que ser útil en farmacología, en neurología y sobre todo en
psiquiatría, y despertar el interés de los especialistas. Pero lo que no podía
imaginarme entonces era que la nueva sustancia se usaría fuera del campo de la
medicina, como estupefaciente en la escena de las drogas. Como en mi primer
autoensayo había vivido el LSD de manera terroríficamente demoníaca, no podía
siquiera sospechar que esta sustancia hallaría una aplicación como estimulante, por
así decirlo.
También reconocí sólo después de otros ensayos, llevados a cabo con dosis
mucho menores y bajo otras condiciones, la significativa relación entre la embriaguez
del LSD y la experiencia visionaria espontánea.
Al día siguiente escribí el ya mencionado informe al profesor Stoll sobre mis
extraordinarias experiencias con la sustancia LSD-25; le envié una copia al director
de la sección farmacológica, profesor Rothlin.
Como no cabía esperarlo de otro modo, mi informe causó primero una extrañeza
incrédula. En seguida me telefonearon desde la dirección; el profesor Stoll
preguntaba: «¿Está seguro de no haber cometido un error en la balanza? ¿Es
realmente correcta la indicación de la dosis?». El profesor Rothlin formuló la misma
pregunta. Pero yo estaba seguro, pues había pesado y dosificado con mis propias
manos. Las dudas expresadas estaban justificadas en la medida en que hasta ese
momento no se conocía ninguna sustancia que en fracciones de milésimas de gramo
surtiera el más mínimo efecto psíquico. Parecía casi increíble una sustancia activa de
tamaña potencia.
El propio profesor Rothlin y dos de sus colaboradores fueron los primeros que
repitieron mi autoensayo, aunque sólo con un tercio de la dosis que yo había
empleado. Pero aún así los efectos fueron sumamente impresionantes y fantásticos.
Todas las dudas respecto de mi informe quedaron disipadas.
EL PRIMER AUTOENSAYO DE UN PSIQUIATRA
En su publicación, W. A. Stoll dio también una amplia descripción de su propia
experiencia con LSD. Como se trata de la primera publicación del autoensayo de un
psiquiatra, y muestra muchos rasgos característicos de la embriaguez del LSD,
conviene reproducirla aquí, un poco abreviada. Le agradezco a su autor el permitir la
reproducción de su informe:
A las 8.00 horas ingerí 60 (0,06 miligramos) de LSD. Unos 20 minutos
más tarde se presentaron los primeros síntomas: pesadez en los miembros,
suaves indicios atáxicos. Comenzó una fase subjetivamente muy desagradable
de malestar generalizado, paralela a la hipotensión objetivamente medida…
Luego se presentó cierta euforia, que sin embargo me parecía menor que
en un ensayo anterior. Aumentó la ataxia; caminé con largos pasos
«navegando» por la habitación. Me sentí un poco mejor, pero preferí
acostarme.
Después de dejar la habitación a oscuras (experimento de oscuridad), se
presentó —en medida creciente— una experiencia desconocida de
inimaginable intensidad. Se caracterizaba por una increíble variedad de
alucinaciones ópticas, que surgían y desaparecían muy rápidamente, para dar
paso a formaciones nuevas. Era un alzarse, circular, burbujear, chisporrotear,
llover, cruzarse y entrelazarse en un torrente incesante.
El movimiento parecía fluir hacia mí predominantemente desde el centro
o la esquina inferior izquierda de la imagen. Cuando se dibujaba una forma en
el centro, simultáneamente el resto del campo visual estaba lleno de un
sinnúmero de esas imágenes. Todas eran coloridas; predominaban el rojo
brillante, el amarillo y el verde.
Nunca lograba detenerme en una imagen. Cuando el director del ensayo
remarcaba mi vasta fantasía, la riqueza de mis indicaciones, no podía menos
que sonreírme compasivamente. Sabía que podía fijar sólo una fracción de las
imágenes, y mucho menos darles un nombre. Tenía que obligarme a describir.
La caza de colores y formas, para los que conceptos como fuegos artificiales o
calidoscopio eran pobres y nunca suficientes, despertó en mí la creciente
necesidad de profundizar en este mundo extraño y fascinante; la
superabundancia me llevaba a dejar actuar esta riqueza inimaginable sobre mí
sin más ni más.
Al principio las alucinaciones eran del todo elementales: rayos, haces de
rayos, lluvia, aros, torbellinos, moños, sprays, nubes, etc., etc. Luego
aparecieron también imágenes más organizadas: arcos, series de arcos, mares
de techos, paisajes desérticos, terrazas, fuegos con llamas, cielos estrellados
de una belleza insospechada. Entre estas formaciones organizadas reaparecían
también las elementales que habían prevalecido al comienzo. En particular
recuerdo las siguientes imágenes:
—Una fila de elevados arcos góticos, un coro inmenso, sin que se vieran
las partes de abajo.
—Un paisaje de rascacielos, como se lo conoce de la entrada al puerto de
Nueva York; torres apiladas una detrás de otra y una al lado de otra, con
innumerables series de ventanas. Nuevamente faltaba la base.
—Un sistema de mástiles y cuerdas, que me recordaba una reproducción
de pinturas (el interior de una tienda de circo) vista el día anterior.
—Un cielo de atardecer con un azul increíblemente suave sobre los techos
oscuros de una ciudad española. Sentí una extraña expectativa, estaba
contento y notablemente dispuesto a las aventuras. De pronto las estrellas
resplandecieron, se acumularon y se convirtieron en una densa lluvia de
estrellas y chispas que fluía hacia mí. La ciudad y el cielo habían
desaparecido.
—Estaba en un jardín; a través de una reja oscura veía caer refulgentes
luces rojas, amarillas y verdes. Era una experiencia indescriptiblemente
gozosa.
Lo esencial era que todas las imágenes estaban construidas por
incalculables repeticiones de los mismos elementos: muchas chispas, muchos
círculos, muchos arcos, muchas ventanas, muchos fuegos, etc. Nunca vi algo
solo, sino siempre lo mismo infinitas veces repetido.
Me sentí identificado con todos los románticos y fantaseadores, pensé en
E.T.A. Hoffman, vi al Malstrom de Poe, pese a que en su momento esa
descripción me había parecido exagerada. A menudo parecía hallarme en las
cimas de la vivencia artística, me abandonaba al goce de los colores del altar
de Isenheim y sentía lo dichoso y sublime de una visión artística. También
debo de haber hablado repetidas veces de arte moderno; pensaba en cuadros
abstractos que de pronto parecía comprender. Luego, las impresiones eran
extremadamente cursis, tanto por sus formas cuanto por su combinación de
colores. Me vinieron a la mente las decoraciones más baratas y horribles de
lámparas y cojines de sofá. El ritmo de pensamientos se aceleró. Pero no me
parecía tan veloz que el director del ensayo no pudiera seguirme. A partir del
puro intelecto por cierto sabía que lo estaba apurando. Al principio se me
ocurrían rápidamente denominaciones adecuadas. Con la creciente
aceleración del movimiento se fue haciendo imposible terminar de pensar una
idea. Muchas oraciones las debo de haber comenzado solamente…
En general fracasaba el intento de concentrarme en determinadas
imágenes. Incluso se presentaban cuadros en cierto sentido contradictorios: en
vez de una iglesia, rascacielos; en vez de una cadena montañosa, un vasto
desierto.
Creo haber calculado bien el tiempo transcurrido. No fui muy crítico al
respecto, puesto que esta cuestión no me interesaba en lo más mínimo.
El estado de ánimo era de una euforia consciente. Gozaba con la situación,
estaba contento y participaba muy activamente en lo que me sucedía. De a
ratos abría los ojos. La tenue luz roja resultaba mucho más misteriosa que de
costumbre. El director del ensayo, que escribía sin cesar, me parecía muy
lejano. A menudo tenía sensaciones físicas peculiares. Creía, por ejemplo, que
mis manos descansaban sobre algún cuerpo; pero no estaba seguro de que
fuera el mío.
Terminado este primer ensayo de oscuridad comencé a caminar por el
cuarto. Mi andar era vacilante y volví a sentirme peor. Tenía frío y le agradecí
al director que me envolviera en una manta. Me sentía abandonado, no
afeitado y sin lavar. El cuarto parecía ajeno y lejano. Luego me senté en la
silla del laboratorio, y pensaba continuamente que estaba sentado como un
pájaro en una estaca.
El director del ensayo recalcó mi mal aspecto. Parecía extrañamente
delicado. Yo mismo tenía manos pequeñas y sutiles. Cuando me las lavé, ello
ocurrió lejos de mí, en algún sitio abajo a la derecha. Era dudoso que fueran
las mías, pero ello carecía de importancia.
En el paisaje que me era bien conocido parecía haber cambiado una
cantidad de cosas. Al lado de lo alucinado pude ver al principio también lo
real. Luego eso ya no fue posible, aunque seguía sabiendo que la realidad era
distinta…
Un cuartel y el garage situado delante a la izquierda de pronto se convirtió
en un paisaje de ruinas derribadas a cañonazos. Vi escombros de paredes y
vigas salientes, sin duda desencadenados por el recuerdo de las acciones de
guerra habidas en esta zona.
En el campo regular, extenso, veía sin cesar unas figuras que traté de
dibujar, sin poder superar los primeros trazos burdos. Era una ornamentación
inmensamente rica, en flujo continuo. Sentí recordar todo tipo de culturas
extrañas, vi motivos mejicanos, hindúes. Entre un enrejado de maderitas y
enredaderas aparecían pequeñas muecas, ídolos, máscaras, entre los que
curiosamente de pronto se mezclaban «Manöggel» (hombrecillos de cuentos)
infantiles. El ritmo era ahora menor que durante el ensayo de oscuridad.
La euforia se había perdido; me deprimí, lo cual se mostró especialmente
en un segundo ensayo de oscuridad. Mientras que en el primer ensayo de
oscuridad las alucinaciones se habían sucedido con la mayor velocidad en
colores claros y luminosos, ahora predominaban el azul, el violeta, el verde
oscuro. El movimiento de las figuras mayores era más lento, más suave, más
tranquilo, si bien sus contornos estaban formados por una llovizna de «puntos
elementales» que giraban y fluían a gran velocidad. Mientras que en el primer
ensayo de oscuridad el movimiento a menudo se dirigía hacia mí, ahora a
menudo se alejaba de mí, hacia el centro del cuadro, donde se dibujaba una
abertura succionadora. Veía grutas con paredes fantásticamente derrubiadas y
cuevas de estalactitas y estalagmitas, y me acordé del libro infantil «En el
reino maravilloso del rey de la montaña». Se combaban tranquilos sistemas de
arcos. A la derecha apareció una serie de techos de cobertizos y pensé en una
cabalgata vespertina durante el servicio militar. Se trataba significativamente
de un cabalgar a casa. Allí no había nada de gana de partir ni de sed de
aventuras. Me sentía protegido, envuelto en maternidad, estaba tranquilo. Las
alucinaciones ya no eran excitantes, sino suaves y amansadoras. Un poco más
tarde tuve la sensación de poseer yo mismo fuerza maternal; sentía cariño,
deseos de ayudar y hablaba de manera muy sentimental y cursi sobre la ética
médica. Así lo reconocí y pude dejar de hacerlo.
Pero el estado de ánimo depresivo continuó. Repetidas veces intenté ver
cuadros claros y alegres. Era imposible; surgían únicamente formaciones
oscuras, azules y verdes. Quería imaginarme fuegos lucientes como en el
primer ensayo de oscuridad. Y vi fuegos: pero eran holocaustos en la almena
de un castillo nocturno en una pradera otoñal. Una vez logré divisar un grupo
luminoso de chispas que se elevaba; pero a media altura se convirtió en un
grupo de pavones oscuros que pasaba tranquilamente. Durante el ensayo
estuve muy impresionado de que mi estado de ánimo guardara una
interrelación tan estrecha e inquebrantable con el tipo de alucinaciones.
Durante el segundo ensayo de oscuridad observé que los ruidos casuales y
luego también los emitidos adrede por el director del ensayo producían
modificaciones sincrónicas de las impresiones ópticas (sinestesias).
Asimismo, una presión ejercida sobre el globo ocular provocaba cambios en
la visión.
Hacia fines del segundo ensayo de oscuridad me fijé en fantasías sexuales,
que estaban, sin embargo, ausentes por completo. No podía sentir deseo
sexual alguno. Quise imaginarme una mujer; sólo apareció una escultura
abstracta moderno-primitiva, que no producía ningún efecto erótico y cuyas
formas fueron asumidas y reemplazadas inmediatamente por círculos y lazos
movedizos.
Tras concluir el segundo ensayo de oscuridad me sentí obnubilado y con
malestar físico. Transpiraba, estaba cansado. Gracias a Dios, no necesitaba ir
hasta la cantina para comer. La laborante que nos trajo la comida me pareció
pequeña y lejana, dotada de la misma y extraña delicadeza que el director del
ensayo…
Hacia las 15 horas me sentí mejor, de modo que el director pudo continuar
con sus tareas. Con dificultades, comencé a estar en condiciones de redactar
yo mismo el protocolo. Estaba sentado a la mesa, quería leer, pero no podía
concentrarme. Me sentía como un personaje de cuadros surrealistas, cuyos
miembros no están unidos al cuerpo, sino que están sólo pintados a su lado…
Estaba deprimido, y por interés pensé en la posibilidad de mi suicidio.
Con algún susto comprobé que tales pensamientos me resultaban
extrañamente familiares. Me parecía peculiarmente comprensible que un
individuo depresivo se suicide…
En el camino a casa y a la noche volví a estar eufórico y pleno de los
acontecimientos de la mañana. Sin saberlo, lo experimentado me había
causado una impresión indeleble. Me parecía que un período completo de mi
vida se había concentrado en unas pocas horas. Me seducía repetir el intento.
Al día siguiente mi pensar y actuar fue incitante, me costaba un gran
esfuerzo concentrarme, todo me daba igual… Este estado voluble, levemente
ensoñado, continuó por la tarde. Tenía dificultades para informar más o menos
ordenadamente acerca de una tarea simple. Crecía un cansancio general y la
sensación de que volvía a situarme en la realidad.
Al segundo día después del ensayo mi naturaleza era indecisa…
Depresión suave pero clara durante toda la semana, cuya relación con el LSD,
desde luego, era sólo mediata.
ENCUENTRO CON TIMOTHY LEARY
Leary vivía con su esposa Rosemary en Villars-sur-Ollon, un lugar de veraneo en
el Valais. Por mediación del Dr. Mastronardi, el abogado del Dr. Leary, se arregló un
encuentro conmigo. El 3 de setiembre de 1971 me encontré con él en el bar de la
estación ferroviaria de Lausanne. El saludo, bajo el signo de la comunidad de destino
debida al LSD, fue cordial. De mediana estatura, delgado, flexible, movedizo, la cara
enmarcada por cabello castaño, entrecano, levemente ondulado, de aspecto juvenil,
con ojos claros y sonrientes… Leary parecía más bien un campeón de tenis que un
antiguo docente de Harvard. Viajamos en coche a Buchillons, donde en el cenador del
restaurante A la Grande Forêt, con pescado y una botella de vino blanco, se inició el
diálogo entre el padre y el apóstol del LSD.
Le dije que lamentaba que las promisorias investigaciones con LSD y psilocybina
en la Universidad de Harvard hubieran tomado un rumbo que hacía imposible su
prosecución en el marco académico.
El reproche más serio que le formulé a Leary se refirió, sin embargo, a la
propagación de LSD entre los jóvenes. Leary no intentó refutar mis opiniones acerca
de los peligros especiales de LSD para la juventud. Con todo, opinó que mi reproche
de haber seducido a personas inmaduras al consumo de drogas no estaba justificado,
porque los teenager estadounidenses se podrían equiparar a europeos adultos en lo
que respecta a información y experiencia vital exterior. Alcanzarían muy
tempranamente un estado de madurez, pero también un simultáneo estado de
saturación y de estancamiento espiritual. Por eso consideraba que la experiencia de
LSD también tenía sentido y era útil y enriquecedora para esas personas
relativamente jóvenes.
Luego le critiqué a Leary en esta conversación la gran publicidad que les daba a
sus experimentos con LSD y psilocybina, al invitar a periodistas de diarios y revistas,
movilizar a la radio y la televisión y hacerles informar al gran público. Lo que allí
importaba no era la información objetiva sino el éxito publicitario. Leary defendió
esta exagerada actividad publicitaria argumentando que era su papel providencial
hacer conocer el LSD en todo el mundo. Ello habría tenido efectos tan positivos sobre
todo en la generación joven de la sociedad norteamericana, que no debían entrar en
cuenta los pequeños perjuicios y los lamentables incidentes causados por un empleo
equivocado del LSD.
En esta conversación pude comprobar que se es injusto si se califica a Leary sin
más ni más como apóstol de las drogas. Leary distinguía severamente las drogas
psicodélicas —LSD, psilocybina, mescalina, hashish—, de cuyos efectos
beneficiosos estaba convencido, de los estupefacientes conducentes a la toxicomanía:
morfina, heroína, etc., y alertaba repetidamente contra el uso de estos últimos.
Este encuentro personal con Leary me dejó la impresión de una personalidad
afable, convencida de su misión, que defiende sus opiniones a veces bromeando, pero
sin transigir y que, trasuntado por la fe en los efectos mágicos de las drogas
psicodélicas y del optimismo resultante, navega entre nubes y tiende a subestimar o
incluso a no ver las dificultades prácticas, los hechos desagradables y los peligros.
Esta despreocupación Leary también la evidenciaba frente a las acusaciones y
peligros que afectaban a su propia persona, como lo muestra patentemente su vida en
los años siguientes.
Durante su estancia en Suiza volví a ver a Leary casualmente en febrero de 1972
en Basilea, con motivo de una visita a la casa de Michael Horowitz, el curador de la
Fitz Hugh Ludlow Memorial Library, una biblioteca de Chicago especializada en
literatura sobre drogas. Viajamos juntos a mi casa en el campo, donde proseguimos
nuestra conversación de setiembre. Leary parecía haber cambiado. Se mostraba
inquieto y distraído, de modo que en esta oportunidad no se dio un diálogo
productivo. Éste fue mi último encuentro con el Dr. Leary.
Abandonó Suiza a fin de año con su nuevo amor Joanna Harcourt-Smith, tras
haberse separado de su esposa Rosemary. Después de una breve estancia en Austria,
donde Leary participó en una película esclarecedora sobre la heroína, Leary siguió
viaje con su amiga a Afganistán. En el aeropuerto de Kabul fue detenido por agentes
del servicio secreto norteamericano y llevado de nuevo a California a la cárcel de San
Luis Obispo.
Después que ya no se hablaba de Leary, reapareció su nombre en los diarios en el
verano de 1975. Leary habría conseguido que lo pusieran en libertad antes de tiempo.
Pero fue liberado sólo en la primavera de 1976. Sus amigos me contaron que estaba
ocupándose ahora en problemas psicológicos de la navegación espacial y en la
investigación de las correspondencias cósmicas del sistema nervioso humano en el
espacio interestelar, es decir, en problemas cuyo estudio seguramente ya no le
acarreará problemas con las autoridades.
UN ALEGRE CÁNTICO DEL SER
Los apuntes siguientes, de un agente de publicidad de 25 años de edad,
pertenecen al libro n.° 627 de la Editorial Ullstein, «LSD - Die Wunderdroge» («LSD
- La Droga Maravillosa») de John Cashman. La hemos incluido en la presente
selección de informes sobre el LSD, porque la secuencia de máxima felicidad
después de visiones de terror, que se expresa en la vivencia de muerte y resurrección
aquí descrita, es típica del desarrollo de muchos experimentos con LSD:
Mi primera experiencia con LSD se desarrolló en la casa de un amigo que
me sirvió de guía. El ambiente me resultaba familiar, la atmósfera era cómoda
y relajada. Tomé dos ampollas de LSD (200 microgramos), mezcladas con
medio vaso de agua pura. El efecto de la droga duró casi once horas, a partir
del sábado a las 20 hs. hasta poco antes de las 7 hs. de la mañana siguiente.
Desde luego, no tengo posibilidades de comparación… pero estoy convencido
de que ningún santo ha tenido visiones más sublimes o hermosas ni vivido un
estado más dichoso de trascendencia que yo. Mi talento para comunicarles
estas maravillas a otros es muy reducido; soy incapaz de hacerlo. Tendrá que
bastar un bosquejo casero, mientras que en realidad haría falta la rica paleta
de un gran pintor. Debo disculparme por el intento de expresar con débiles
palabras la experiencia más impresionante de mi vida. Mi aire de superioridad
al ver la falta de recursos de otros para explicarme sus propias visiones
celestiales se ha convertido en la sonrisa sabia del conspirador —las
experiencias comunes no necesitan palabras.
Mi primer pensamiento después de haber bebido el LSD fue que la droga
no tiene ningún efecto. Me habían asegurado que unos treinta minutos
después se presentarían los primeros síntomas: una comezón en la piel. No
sentí comezón alguna. Formulé una observación al respecto, pero me
contestaron que aguardara tranquilo el curso de los acontecimientos. Como no
tenía nada mejor que hacer, miré fijamente el dial iluminado de la radio y
meneé la cabeza al compás de una canción de moda que desconocía. Creo que
pasaron unos minutos antes de que notara que la luz del dial variaba sus
colores como un calidoscopio. Veía colores rojos y amarillos claros que
acompañaban a los tonos agudos, y púrpura y violeta con los tonos graves.
Me reí. No tenía idea de cuándo había comenzado el juego de colores. Sólo
sabía que ahora era un acontecimiento. Cerré los ojos, pero los tonos de
colores no desaparecieron. Estaba dominado por el extraordinario poder
lumínico de los colores. Quería hablar, explicar lo que veía, describir los
colores vibrantes, brillantes. Pero luego eso no me parecía tan importante.
Mientras lo observaba, unos colores radiantes inundaban el cuarto y se
disponían en capas horizontales al ritmo de la música. De pronto fui
consciente de que los colores eran la música, pero este descubrimiento no
pareció sorprenderme. Quise hablar de la música de colores, pero no pude
proferir palabra alguna, sino sólo un balbuceo monosilábico, mientras que
atravesaban mi conciencia con la velocidad de la luz unas impresiones
polisilábicas. Entraron en movimiento las dimensiones del cuarto, se
modificaban continuamente, se desplazaron primero formando un rombo
tembloroso, luego se dilataron en un óvalo, como si alguien inflara la
habitación con aire hasta que las paredes amenazaran con estallar. Me costaba
concentrarme en los objetos. Se derretían en una nada turbia o salían volando
al espacio; hacían excursiones en cámara lenta que me interesaban
sobremanera. Quería mirar el reloj, pero las manecillas huían de mi mirada.
Quería preguntar la hora, pero no lo hice. Estaba demasiado fascinado con lo
que veía y oía: sonidos alegres y armónicos… caras únicas.
Estaba fascinado. No tengo idea de cuánto duró este éxtasis. Sólo sé que
lo siguiente fue el huevo.
El huevo —grande, palpitante, verde brillante— ya estaba allí antes de
que lo descubriera. Sentí que estaba. Estaba suspendido en medio del cuarto.
Yo estaba embelesado con su tremenda belleza, pero temía que pudiera caerse
al suelo y romperse. Pero antes que pudiera completar este pensamiento el
huevo se disolvió y descubrió una gran flor colorida. Jamás había visto una
flor así. Pétalos de increíble delicadeza se abrían en el espacio y esparcían los
colores más hermosos en todas las direcciones. Sentía los colores y los oía
cuando acariciaban mi cuerpo, frescos y tibios, sonantes y aflautados.
El primer sentimiento de miedo sobrevino después, cuando el centro de la
flor fue comiéndose lentamente los pétalos. Era negro y brillante y parecía
estar formado por las espaldas de innumerables hormigas. Se comía los
pétalos con una lentitud torturadora. Quise gritar que lo dejara o se apresurara.
Me daba pena ver extinguirse lentamente estos hermosos pétalos, como si los
devorara una enfermedad insidiosa. Luego, en una iluminación repentina,
reconocí con espanto que esta cosa negra estaba deglutiéndome a mí. ¡Yo era
la flor, y éste algo extraño y reptante estaba devorándome! Grité o chillé; no
lo recuerdo exactamente. La angustia y el asco desplazaron todo lo demás. Oí
que mi guía decía: «Tranquilo, acompáñame, no te apoyes, acompáñame».
Intenté seguir su consejo, pero esta asquerosa cosa negra me causaba tal
repugnancia que grité: «¡No puedo! ¡Por Dios, ayúdame!». La voz me calmó
y consoló: «Déjalo llegar. Todo está bien. No tengas miedo. Acompáñame y
no te resistas».
Sentí que me disolvía en esta horrible aparición. Mi cuerpo se derretía en
olas, se unía con el núcleo de este algo negro, y mi espíritu era liberado del
yo, de la vida e incluso de la muerte. En un único momento de claridad total
reconocí que era inmortal. Pregunté: «¿Estoy muerto?». Pero esta pregunta no
tenía sentido. De pronto hubo luz radiante y la belleza resplandeciente de la
unidad. Todo estaba lleno de esta luz, luz blanca de una claridad
indescriptible. Yo estaba muerto, y había nacido, y todo era un encanto puro y
sagrado. Mis pulmones estallaban en el alegre cántico del ser. Era unidad y
vida, y el amor sagrado que llenaba mi ser era ilimitado. Mi conciencia era
aguda y universal. Vi a Dios y al diablo y a todos los santos, y reconocí la
verdad. Sentí que salía volando al cosmos, ingrávido y sin ataduras, liberado,
para bañarme en el resplandor bienaventurado de las apariciones celestiales.
Quería dar gritos de júbilo, cantar acerca de la nueva vida y el sentimiento
y la forma. Sabía y entendía todo lo que puede saberse y entenderse. Era
inmortal, más sabio que la sabiduría y capaz del amor que supera a todo amor.
Cada uno de los átomos de mi cuerpo y de mi alma había visto y sentido a
Dios. El mundo era calidez y bondad. No había tiempo ni lugar ni yo. Sólo
existía la armonía cósmica. Todo estaba en la luz blanca. Con cada fibra de mi
ser sabía que esto era así.
Incorporé esta iluminación dentro de mí y me entregué a ella por
completo. Cuando comenzó a empalidecer me sentí impelido a retenerla, y me
resistí obstinado a la invasión de la realidad de espacio y tiempo. Para mí las
realidades de nuestra limitada existencia ya no eran válidas. Había visto las
verdades últimas, y no podrían subsistir otras frente a ellas. Mientras me
retornaban lentamente al reino despótico de los relojes, agendas y pequeñas
maldades, intenté informar sobre mi viaje, mi iluminación, el susto, la belleza,
todo. Debo de haber balbuceado como un demente. Mis pensamientos se
arremolinaban con una velocidad impresionante, y mis palabras no lograban
guardar el paso. Mi guía sonrió y dijo que había comprendido.
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