Ahora piensa, ¡oh, lector!, qué confianza podemos tener en los antiguos que
intentaron definir el alma y la vida —las cuales superan toda prueba— mientras que
aquellas cosas que pueden ser conocidas con claridad en todo momento y probadas
por la experiencia, permanecieron desconocidas durante muchos siglos, o fueron
entendidas erróneamente.
Muchos pensarán que tienen motivo para reprocharme, diciendo que mis pruebas
contradicen la autoridad de ciertos hombres tenidos en gran estima por sus
inexperimentadas teorías, sin considerar que mis obras son el resultado de la
experiencia simple y llana, que es la verdadera maestra.
Estas reglas nos capacitan para discernir lo verdadero de lo falso, nos mueven a
investigar con la debida moderación solamente aquello que es posible, y nos impiden
utilizar el manto de la ignorancia, que no nos llevaría a resultado alguno y nos
conduciría a la desesperación y al consiguiente refugio en la melancolía.
Soy plenamente consciente de que al no ser un hombre de letras, ciertas personas
presuntuosas pueden pensar que tienen motivos para reprochar mi falta de
conocimientos. ¡Necios! ¿Acaso no saben que puedo contestarles con las palabras
que Mario dijo a los patricios romanos? «Aquellos que se engalanan con las obras
ajenas nunca me permitirán usar las propias». Dirán que al no haber aprendido en
libros, no soy capaz de expresar lo que quiero tratar, pero no se dan cuenta de que la
exposición de mis temas exige experiencia más bien que palabras ajenas. La
experiencia ha sido la maestra de todo buen escritor; por esto será siempre ella la que
yo citaré como maestra.
Aunque yo no puedo hacer citas de autores como ellos, me basaré en algo mucho
más grande y digno: en la experiencia instructora de sus maestros. Ellos se pasean
orgullosos, engreídos y majestuosos, revestidos y engalanados, no con sus propios
méritos, sino con los ajenos, y ni siquiera me permitirán apropiarme de los míos. Y si
ellos me desprecian siendo un inventor, cuanto más deben ser despreciados ellos que
no son inventores, sino pregoneros y repetidores de obras ajenas.
Los inventores y los intérpretes entre el hombre y la naturaleza, comparados con
los pregoneros y repetidores de obras ajenas, se asemejan a la imagen que un objeto
proyecta en el espejo. Aquel, como algo que existe por sí mismo, la imagen como
nada. Gente que debe muy poco a la naturaleza, ya que solamente como por
casualidad han sido revestidos de forma humana y, por ello, podíamos clasificarlos
entre los animales.
Al no encontrar tema alguno de gran utilidad o entretenimiento, por haber sido ya
tratados todos los temas útiles y necesarios por los autores que me han precedido,
haré como aquel que por su pobreza es el último en llegar al mercado y, al no poder
proveerse como los demás, compra aquellas cosas que los otros ya han ojeado y
rechazado por su escaso valor. Yo me encargaré de los quehaceres despreciados y
desechados por otros, las sobras de muchos compradores, e iré distribuyéndolas no en
las grandes ciudades, sino en las pequeñas aldeas, recibiendo en pago lo que sea justo
por lo que ofrezco.
Aquellos que se dedican a resumir obras, perjudican el conocimiento y el deseo,
ya que el deseo de algo es la fuente del conocimiento, y el deseo es tanto más
ferviente cuanto más cierto es el conocimiento. Esta seguridad nace del conocimiento
profundo de todas las partes que componen el conjunto de una cosa.
Por lo tanto, ¿cuál es la utilidad de quien prescinde de la mayor parte de los
elementos de que el todo está compuesto con el fin de resumir? Sin duda alguna es la
impaciencia, madre de toda extravagancia, la que fomenta la concisión, como si tales
personas no tuvieran toda una vida por delante lo suficientemente larga para adquirir
un conocimiento profundo de una sola materia, como, por ejemplo, el cuerpo
humano. Intentan comprender el pensamiento de Dios, que abarca el universo entero,
sopesándolo y desmenuzándolo en infinidad de partes, como si lo hubiesen
atomizado. ¡Qué insensatez! No nos damos cuenta de qué hemos dedicado toda
nuestra vida a nosotros mismos, y aún no somos conscientes de que la pedantería es
nuestra característica principal. De esta forma, despreciando las ciencias matemáticas
en las que se encuentra la verdadera información acerca de las materias que ellas
tratan, nos engañamos a nosotros mismos y a los demás juntamente con la masa de
los sofistas. Así pronto estaremos dispuestos a ocuparnos de fenómenos milagrosos y
a escribir e informar de todo aquello que sobrepasa la inteligencia humana y que en
modo alguno puede ser demostrado naturalmente. Llegaremos a imaginar que hemos
hecho milagros cuando hayamos estropeado el trabajo de algún hombre ingenioso, y
no nos daremos cuenta de que estamos cayendo en el mismo error del que, para
probar que un árbol sirve para hacer tablas, lo despoja de sus ramas cargadas de hojas
entreveradas con flores o frutos. Así hizo Justino resumiendo las obras de Trogo
Pompeyo, quien había escrito las grandes hazañas de sus antepasados en un estilo
florido, lleno de admirables y pintorescas descripciones; al resumirlas, compuso un
trabajo insulso, apropiado únicamente para mentes impacientes que imaginan pierden
el tiempo cuando lo dedican al estudio de obras de la naturaleza y acciones de los
hombres.
El origen de todos nuestros conocimientos está en nuestras percepciones.
El ojo, llamado ventana del alma, es el medio principal por el que podemos
apreciar más plenamente las infinitas obras de la naturaleza.
La experiencia nunca se equivoca; es nuestra apreciación la que únicamente se
equivoca, al esperar resultados no causados por los experimentos. Puesto que una vez
dado un principio, lo que de él se sigue debe ser verdadera consecuencia, a no ser que
exista un impedimento. Y si existe un impedimento, el resultado que se seguirá del
principio fijado sería resultado de ese impedimento en mayor o menor grado, según
que el impedimento fuese más o menos fuerte que el principio fijado. La experiencia
no se equivoca; únicamente se equivoca nuestro dictamen, al esperar de ella lo que
cae fuera de su poder. Los hombres se quejan equivocadamente de la experiencia y le
reprochan con amargura el llevarles al error. Dejemos en paz a la experiencia y
culpemos más bien a nuestra ignorancia, que es la causa de que nos arrastren vanos y
tontos deseos, como el de esperar de la experiencia cosas que no están en su poder, y
luego decimos que es engañosa. Los hombres se equivocan al culpar a la inocente
experiencia, acusándola de falsedad y de demostraciones engañosas.
A mi juicio, todas las ciencias serán vanas y estarán llenas de errores, a menos
que nazcan de la experiencia, madre de toda certeza, y si luego no son probadas por
ella; es decir, si en el principio, en el intermedio o al final no pasan a través de alguno
de los cinco sentidos. Si no estamos seguros de la certeza de cosas que pasan a través
de los sentidos, cuanto más deberemos cuestionar otras contra las que se rebelan los
sentidos, tales como la naturaleza de Dios, del alma y otras semejantes acerca de las
cuales existen un sinfín de disputas y controversias. Esto sucede, sin duda, porque
donde no manda la razón ocupa su lugar el griterío. Por el contrario, esto nunca
sucede cuando las cosas son ciertas. En consecuencia, allí donde hay disputas no hay
verdadera ciencia, ya que la verdad solamente puede acabar de una forma;
dondequiera que exista, desaparecerá definitivamente toda controversia, y si surgiera
de nuevo, con seguridad nuestras conclusiones serían dudosas y confusas y no habría
resurgido la verdad.
Todas las verdaderas ciencias son resultado de la experiencia adquirida a través
de los sentidos, la cual hace acallar las lenguas de los litigantes. La experiencia no
alimenta los sueños de los investigadores, sino que siempre procede de principios
fijados minuciosamente con anterioridad, paso a paso con ilación hasta el final, como
puede apreciarse en los principios matemáticos. En matemáticas nadie discute si dos
veces tres son más o menos que seis, o si los ángulos de un triángulo son menores
que dos ángulos rectos. En esta materia, todas las disputas acaban para siempre, y los
aficionados a estas ciencias pueden disfrutar de ellas en paz. Esto resulta inalcanzable
para las engañosas ciencias especulativas.
Hay que desconfiar de las enseñanzas de estos teóricos, ya que sus razonamientos
no son confirmados por la experiencia.
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