top of page
Foto del escritorAmenhotep VII

La Experiencia - Leonardo Da Vinci




Ahora piensa, ¡oh, lector!, qué confianza podemos tener en los antiguos que

intentaron definir el alma y la vida —las cuales superan toda prueba— mientras que

aquellas cosas que pueden ser conocidas con claridad en todo momento y probadas

por la experiencia, permanecieron desconocidas durante muchos siglos, o fueron

entendidas erróneamente.

Muchos pensarán que tienen motivo para reprocharme, diciendo que mis pruebas

contradicen la autoridad de ciertos hombres tenidos en gran estima por sus

inexperimentadas teorías, sin considerar que mis obras son el resultado de la

experiencia simple y llana, que es la verdadera maestra.

Estas reglas nos capacitan para discernir lo verdadero de lo falso, nos mueven a

investigar con la debida moderación solamente aquello que es posible, y nos impiden

utilizar el manto de la ignorancia, que no nos llevaría a resultado alguno y nos

conduciría a la desesperación y al consiguiente refugio en la melancolía.

Soy plenamente consciente de que al no ser un hombre de letras, ciertas personas

presuntuosas pueden pensar que tienen motivos para reprochar mi falta de

conocimientos. ¡Necios! ¿Acaso no saben que puedo contestarles con las palabras

que Mario dijo a los patricios romanos? «Aquellos que se engalanan con las obras

ajenas nunca me permitirán usar las propias». Dirán que al no haber aprendido en

libros, no soy capaz de expresar lo que quiero tratar, pero no se dan cuenta de que la

exposición de mis temas exige experiencia más bien que palabras ajenas. La

experiencia ha sido la maestra de todo buen escritor; por esto será siempre ella la que

yo citaré como maestra.

Aunque yo no puedo hacer citas de autores como ellos, me basaré en algo mucho

más grande y digno: en la experiencia instructora de sus maestros. Ellos se pasean

orgullosos, engreídos y majestuosos, revestidos y engalanados, no con sus propios

méritos, sino con los ajenos, y ni siquiera me permitirán apropiarme de los míos. Y si

ellos me desprecian siendo un inventor, cuanto más deben ser despreciados ellos que

no son inventores, sino pregoneros y repetidores de obras ajenas.

Los inventores y los intérpretes entre el hombre y la naturaleza, comparados con

los pregoneros y repetidores de obras ajenas, se asemejan a la imagen que un objeto

proyecta en el espejo. Aquel, como algo que existe por sí mismo, la imagen como

nada. Gente que debe muy poco a la naturaleza, ya que solamente como por

casualidad han sido revestidos de forma humana y, por ello, podíamos clasificarlos

entre los animales.

Al no encontrar tema alguno de gran utilidad o entretenimiento, por haber sido ya

tratados todos los temas útiles y necesarios por los autores que me han precedido,

haré como aquel que por su pobreza es el último en llegar al mercado y, al no poder

proveerse como los demás, compra aquellas cosas que los otros ya han ojeado y

rechazado por su escaso valor. Yo me encargaré de los quehaceres despreciados y

desechados por otros, las sobras de muchos compradores, e iré distribuyéndolas no en

las grandes ciudades, sino en las pequeñas aldeas, recibiendo en pago lo que sea justo

por lo que ofrezco.

Aquellos que se dedican a resumir obras, perjudican el conocimiento y el deseo,

ya que el deseo de algo es la fuente del conocimiento, y el deseo es tanto más

ferviente cuanto más cierto es el conocimiento. Esta seguridad nace del conocimiento

profundo de todas las partes que componen el conjunto de una cosa.

Por lo tanto, ¿cuál es la utilidad de quien prescinde de la mayor parte de los

elementos de que el todo está compuesto con el fin de resumir? Sin duda alguna es la

impaciencia, madre de toda extravagancia, la que fomenta la concisión, como si tales

personas no tuvieran toda una vida por delante lo suficientemente larga para adquirir

un conocimiento profundo de una sola materia, como, por ejemplo, el cuerpo

humano. Intentan comprender el pensamiento de Dios, que abarca el universo entero,

sopesándolo y desmenuzándolo en infinidad de partes, como si lo hubiesen

atomizado. ¡Qué insensatez! No nos damos cuenta de qué hemos dedicado toda

nuestra vida a nosotros mismos, y aún no somos conscientes de que la pedantería es

nuestra característica principal. De esta forma, despreciando las ciencias matemáticas

en las que se encuentra la verdadera información acerca de las materias que ellas

tratan, nos engañamos a nosotros mismos y a los demás juntamente con la masa de

los sofistas. Así pronto estaremos dispuestos a ocuparnos de fenómenos milagrosos y

a escribir e informar de todo aquello que sobrepasa la inteligencia humana y que en

modo alguno puede ser demostrado naturalmente. Llegaremos a imaginar que hemos

hecho milagros cuando hayamos estropeado el trabajo de algún hombre ingenioso, y

no nos daremos cuenta de que estamos cayendo en el mismo error del que, para

probar que un árbol sirve para hacer tablas, lo despoja de sus ramas cargadas de hojas

entreveradas con flores o frutos. Así hizo Justino resumiendo las obras de Trogo

Pompeyo, quien había escrito las grandes hazañas de sus antepasados en un estilo

florido, lleno de admirables y pintorescas descripciones; al resumirlas, compuso un

trabajo insulso, apropiado únicamente para mentes impacientes que imaginan pierden

el tiempo cuando lo dedican al estudio de obras de la naturaleza y acciones de los

hombres.

El origen de todos nuestros conocimientos está en nuestras percepciones.

El ojo, llamado ventana del alma, es el medio principal por el que podemos

apreciar más plenamente las infinitas obras de la naturaleza.

La experiencia nunca se equivoca; es nuestra apreciación la que únicamente se

equivoca, al esperar resultados no causados por los experimentos. Puesto que una vez

dado un principio, lo que de él se sigue debe ser verdadera consecuencia, a no ser que

exista un impedimento. Y si existe un impedimento, el resultado que se seguirá del

principio fijado sería resultado de ese impedimento en mayor o menor grado, según

que el impedimento fuese más o menos fuerte que el principio fijado. La experiencia

no se equivoca; únicamente se equivoca nuestro dictamen, al esperar de ella lo que

cae fuera de su poder. Los hombres se quejan equivocadamente de la experiencia y le

reprochan con amargura el llevarles al error. Dejemos en paz a la experiencia y

culpemos más bien a nuestra ignorancia, que es la causa de que nos arrastren vanos y

tontos deseos, como el de esperar de la experiencia cosas que no están en su poder, y

luego decimos que es engañosa. Los hombres se equivocan al culpar a la inocente

experiencia, acusándola de falsedad y de demostraciones engañosas.

A mi juicio, todas las ciencias serán vanas y estarán llenas de errores, a menos

que nazcan de la experiencia, madre de toda certeza, y si luego no son probadas por

ella; es decir, si en el principio, en el intermedio o al final no pasan a través de alguno

de los cinco sentidos. Si no estamos seguros de la certeza de cosas que pasan a través

de los sentidos, cuanto más deberemos cuestionar otras contra las que se rebelan los

sentidos, tales como la naturaleza de Dios, del alma y otras semejantes acerca de las

cuales existen un sinfín de disputas y controversias. Esto sucede, sin duda, porque

donde no manda la razón ocupa su lugar el griterío. Por el contrario, esto nunca

sucede cuando las cosas son ciertas. En consecuencia, allí donde hay disputas no hay

verdadera ciencia, ya que la verdad solamente puede acabar de una forma;

dondequiera que exista, desaparecerá definitivamente toda controversia, y si surgiera

de nuevo, con seguridad nuestras conclusiones serían dudosas y confusas y no habría

resurgido la verdad.

Todas las verdaderas ciencias son resultado de la experiencia adquirida a través

de los sentidos, la cual hace acallar las lenguas de los litigantes. La experiencia no

alimenta los sueños de los investigadores, sino que siempre procede de principios

fijados minuciosamente con anterioridad, paso a paso con ilación hasta el final, como

puede apreciarse en los principios matemáticos. En matemáticas nadie discute si dos

veces tres son más o menos que seis, o si los ángulos de un triángulo son menores

que dos ángulos rectos. En esta materia, todas las disputas acaban para siempre, y los

aficionados a estas ciencias pueden disfrutar de ellas en paz. Esto resulta inalcanzable

para las engañosas ciencias especulativas.

Hay que desconfiar de las enseñanzas de estos teóricos, ya que sus razonamientos

no son confirmados por la experiencia.


8 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comentarios


bottom of page