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Foto del escritorAmenhotep VII

india - Carl Gustav Jung




El viaje a la India (1938) no surgió por mi propia voluntad sino que he de agradecerlo

a una invitación del Gobierno indio-británico a participar en las festividades que

tenían lugar con ocasión del jubileo de los 25 años de la Universidad de Calcuta.

Por entonces había leído ya mucho acerca de la filosofía india y la historia de la

religión y estaba profundamente convencido del valor de la sabiduría oriental. Pero

debía viajar, por así decirlo, como un ser autárquico y permanecí en mí mismo como

un homúnculo en el alambique. La India me impresionó como un sueño, pues

buscaba y me busco a mí mismo, a mi propia verdad. Así, pues, el viaje constituyó un

intermezzo en mi preocupación intensiva de entonces por la filosofía alquímica. Ésta

no me dejaba tranquilo, sino que por el contrario me indujo a llevarme conmigo el

primer tomo del Theatrum Chemicum de 1602 que contiene los escritos más

importantes de Gerardo Dorneo. En el transcurso del viaje estudié el libro desde el

principio hasta el final. De este modo se estableció un constante contacto entre el

ideario de la Europa antigua y las impresiones de un espíritu cultural extraño. Ambas

cosas procedían en línea directa de las primitivas experiencias anímicas del

inconsciente y por ello se establecen consideraciones iguales o semejantes o por lo

menos comparables entre sí.

En la India estuve por vez primera bajo la impresión inmediata de una cultura

extraña, altamente diferenciada. En mi viaje por África fueron decisivas impresiones

distintas por completo a la cultura; y en África del Norte nunca tuve ocasión de

hablar con ningún hombre que fuese capaz de definir su cultura. Pero ahora tuve

ocasión de hablar con representantes del espíritu indio y de comparar éste con el

espíritu europeo. Esto era de suma importancia para mí. Conversé bastante con S.

Subramanya lyer, el gurú del maharajá de Mysore, de quien fui huésped por algún

tiempo, también conversé con muchos otros cuyos nombres por desgracia he

olvidado. Por el contrario, evité el encuentro con los llamados «santones». Los evité

porque debía contentarme con mi propia verdad y no me estaba permitido aceptar

más que lo que yo mismo podía alcanzar. Me hubiera parecido un robo si hubiera

querido aprender de los santones y aceptar para mí su verdad. Su sabiduría pertenece

a ellos y a mí sólo me pertenece lo que procede de mí mismo. Tanto más cuanto que

en Europa no puedo pedir ningún préstamo a oriente, sino que debo vivir por mí

mismo, de lo que dice mi interior o lo que la naturaleza me aporta.

No subestimo por completo la importante figura del santón indio, pero no está a

mi alcance valorarlo correctamente como un fenómeno aislado. Así, por ejemplo, no

sé si la sabiduría que él expresa es una manifestación propia o un proverbio que

circula por el país desde hace mil años. Recuerdo un suceso típico en Ceilán. Dos

campesinos conducían con sus bicicletas sus carros en dirección contraria en una

calle estrecha. En lugar de la esperada disputa cada uno de ellos murmuró palabras de

discreta cortesía que sonaban como «adûkan anâtman» y significaba: «Molestia

pasajera, no hay alma (individual)». ¿Fue algo inusitado? ¿Era típicamente indio?

Lo que me preocupaba principalmente en la India era la cuestión de la naturaleza

psicológica del mal. Me impresionaba cómo es asimilado este problema por la vida

espiritual india y adquirí allí una nueva concepción de ella. También en

conversaciones con chinos instruidos me ha impresionado siempre que es

enteramente posible asimilar el denominado «mal» sin por ello «perder la cara». No

sucede así entre nosotros en occidente. Para el oriental el problema moral no parece

figurar en primer lugar como entre nosotros. Lo bueno y lo malo están contenidos

lógicamente en la naturaleza y en el fondo sólo son graduales diferencias a una

misma cosa.

Me impresionó profundamente el ver que la espiritualidad india tiene tanto de

bueno como de malo. El cristiano aspira al bien y queda a merced del mal; el indio,

por el contrario, se siente al margen del bien y del mal o busca alcanzar este estado

mediante la meditación o el yoga. Sin embargo, aquí surge mi objeción: en una

actitud de este tipo ni el bien ni el mal tienen contorno propio y esto causa una cierta

tranquilidad. No se cree del todo en el bien ni se cree del todo en el mal. A lo sumo

representa mi bien o mi mal, lo que a mí me parece bueno o malo. Se podría decir

paradójicamente que la espiritualidad india está desprovista tanto del bien como del

mal, o que se halla tan abrumada por los antagonismos que necesita del nirvana para

conseguir la liberación de lo contradictorio y de las diez mil cosas más.

El objetivo del indio no es la perfección moral, sino el estado de nirvana. Quiere

liberarse de la naturaleza y, por consiguiente, quiere alcanzar en la meditación el

estado de indiferencia y de vacío. Yo, por el contrario, quiero perseverar en la

concepción viva de la naturaleza y de las imágenes psíquicas. No deseo ni liberarme

de los hombres, ni de mí, ni de la naturaleza, pues todo ello constituye para mí

prodigios indescriptibles. La naturaleza, el alma y la vida se me muestran como la

divinidad manifestándose. ¿Qué otra cosa podría imaginarme? El supremo sentido del

ser no puede consistir para mí sino en que «es» y no en que no es o deja de ser.

Para mí no existe liberación a tout prix. No puedo liberarme de nada que no posea

o no haya experimentado o realizado todavía. La liberación verdadera será sólo

posible cuando haya hecho lo que podía hacer, cuando me haya dedicado

completamente o tomado parte totalmente. Si prescindo de mi participación, amputo

en cierto sentido la parte correspondiente de mi alma. Puede naturalmente suceder

que esta participación me resulte demasiado difícil, y existan buenas razones por las

cuales yo no pueda dedicarme plenamente. Pero entonces me siento forzado al

reconocimiento del non possumus y a admirar que quizás prescindo de algo esencial y

no he llevado a cabo tarea alguna. Un conocimiento de este tipo sobre mi

insuficiencia sustituye la carencia de hechos positivos.

Un hombre que no haya pasado por el infierno de sus pasiones no las habrá

dominado todavía. Las pasiones se encuentran entonces en la casa contigua y, sin que

él lo advierta, puede surgir una llama y pasar a su propia casa. En cuanto uno se

abandona demasiado, se posterga o casi se olvida, existe la posibilidad y el peligro de

que lo abandonado o pospuesto vuelva con redoblada fuerza.

En Konarak (Orissa) me encontré con un pandit que me acompañó y me informó

amablemente durante mi visita al templo y al gran templo ambulante. La pagoda se

encuentra cubierta desde la base hasta la flecha por esculturas exquisitamente

obscenas. Conversamos largamente sobre este hecho curioso que él me interpretó

como un medio de espiritualización. Yo objeté, mostrándole un grupo de jóvenes

campesinos que miraban boquiabiertos aquella magnificencia, que esta gente joven

apenas podía comprender la espiritualización y que por el contrario tenía la cabeza

llena de fantasías sexuales, a lo que él me respondió: «Pero si de esto se trata

precisamente. ¿Cómo podrían espiritualizarse si antes no cumplen con su karma?

¡Las imágenes supuestamente obscenas están ahí para recordar a la gente su dharma

(ley), de lo contrario, podrían olvidarla inconscientemente!».

Me pareció sumamente extraño que creyera que los jóvenes pudieran olvidarse de

su sexualidad como los animales fuera de la época de celo. Pero mi interlocutor

sostenía con firmeza que eran inconscientes como los animales y realmente

necesitaban que se les exhortase vivamente. Para este objetivo, antes de la entrada en

el templo se les llamaba la atención sobre su dharma por medio de esta decoración

externa, sin cuyo requisito no podrían participar de la espiritualización.

Cuando traspasamos la puerta del templo, mi acompañante me señaló a las dos

«tentadoras», las esculturas de dos danzarinas que sonreían al visitante arqueando

seductoramente las caderas. «Mire estas dos bailarinas», dijo, «significan lo mismo.

Naturalmente, esto rige para gente como usted y yo, pues hemos alcanzado ya una

superior consciencia de esas cuestiones. Pero para estos jóvenes campesinos

representa una enseñanza y advertencia imprescindibles».

Cuando abandonamos el templo y paseábamos por una avenida, dijo de pronto:

«¿Ve usted estas piedras? ¿Sabe qué significan? Voy a revelarle un gran secreto».

Quedé asombrado, pues creía que la naturaleza fálica de aquellos dos monumentos

hasta un niño podía reconocerla. Pero me susurró al oído muy seriamente: «These

stones are man’s private parts». Yo esperaba que iba a decirme que significaban el

gran Dios Shiva. Le miré como alelado, pero él asintió con gravedad, como si

quisiera decir: «Sí, así es. No te lo hubieras imaginado en tu ignorancia europea».

Cuando conté esta historia a Zimmer, exclamó fascinado: «¡Por fin oigo algo

auténtico de la India!».


Las stupas de Sanchi me resultan inolvidables. Me impresionaron con

insospechada fuerza y me causaron una emoción que acostumbra a presentárseme

siempre que diviso una cosa o persona, o una idea cuyo significado me es todavía

desconocido. Las stupas se alzan sobre una colina rocosa a la cual se asciende por un

agradable camino de baldosas atravesando un verde prado. Son túmulos o bien

relicarios de forma semiesférica, propiamente dos cascaras de arroz colocadas una

encima de la otra (cóncavo sobre cóncavo), según el precepto de Buda en

Maha-Parinibbana-Sutta. Han sido reconstruidas piadosamente por los ingleses. El

mayor de estos edificios está rodeado por un muro con cuatro primorosas puertas.

Cuando se penetra en su interior, el camino va hacia la izquierda, realizando una

circunvalación en el sentido de las manecillas del reloj. En los cuatro puntos

cardinales se alzan estatuas de Buda. Si se completa una circunvalación se penetra en

un segundo camino circular, situado más alto, que sigue el mismo recorrido. El

amplio panorama de la llanura, la stupa misma, las ruinas del templo y el singular

silencio del lugar sagrado constituyen un conjunto indescriptible que me sobrecogió y

me conmovió. Nunca anteriormente me había sentido tan fascinado por un lugar

semejante.

Me separé de mis compañeros de viaje y quedé sumido en una atmósfera

subyugadora.

Entonces oí en la lejanía un sonido de gong que iba aproximándose rítmicamente.

Era un grupo de peregrinos japoneses que, uno tras otro, marchaban haciendo sonar

un pequeño gong. Con ello subrayaban rítmicamente la primitiva oración: «Om mani

padme hum», y el golpe de gong coincidía con el «hum». Se inclinaban

profundamente ante la stupa y entraban luego por la puerta. Allí hacían otra

reverencia ante la estatua de Buda y entonaban un canto coral. Luego realizaron la

doble circunvalación, entonando un himno ante cada estatua de Buda. Mientras mis

ojos les contemplaban, mi espíritu y mi alma se iban con ellos y algo en mí les

agradecía silenciosamente que me hubieran ayudado tan acertadamente en mi

inarticulación.

Mi estado emotivo me indicaba que la colina de Sanchi representaba algo central

para mí. Era el budismo que allí se me aparecía en una nueva realidad. Comprendí

que la vida de Buda representaba la realidad de la persona, que ha impregnado su

vida personal y la ha reclamado para sí. Para Buda la persona está por encima de

todos los dioses y representa la esencia de la existencia humana y del mundo en

general. Como un unus mundus comprendía tanto el aspecto del ser en sí, como

también el de su ser conocido, sin lo cual el mundo no existe. Buda vio y comprendió

la categoría cosmogónica de la consciencia humana; por ello vio claramente que

cuando a uno le es posible extinguir la luz de la consciencia, el mundo se sume en la

nada. El mérito imperecedero de Schopenhauer consistió en haber reconocido esto.

También Cristo es —como Buda— una encarnación del individuo, pero en otro

sentido totalmente distinto. Ambos son vencedores del mundo: Buda es, por así

decirlo, la comprensión racional, Cristo se convierte en víctima del destino. En el

cristianismo se padece más, en el budismo se ve y se hace. Ambos son correctos, pero

en el sentido indio Buda es el hombre más perfecto. Es una personalidad histórica y

por ello más fácilmente comprensible para los hombres. Cristo es hombre histórico y

Dios y por ello más difícilmente concebible. En el fondo, tampoco Él se comprendió

a sí mismo; sólo sabía que debía sacrificarse tal como le fue ordenado desde su

interior. Su sacrificio le fue impuesto como un destino. Buda actuaba por convicción.

Vivió su vida y murió anciano. Cristo probablemente sólo actuó muy poco tiempo

como tal.

Posteriormente sucedió lo mismo en el budismo que en el cristianismo: Buda se

convirtió en imago del devenir mismo, que se toma por modelo, mientras que él

mismo anunció que mediante la superación de la cadena Nidâna cada hombre en

particular puede llegar a ser el iluminado, el Buda. De modo parecido sucede con el

cristianismo: Cristo es el prototipo que en todo cristiano vive como personalidad

total. La evolución histórica condujo, sin embargo, a la imitatio Christi, en la que el

individuo no sigue su propio y fatal camino hacia la totalidad, sino que busca imitar

el camino que Cristo siguió. Del mismo modo, en oriente se llegó a una imitación de

Buda. Se convirtió en imitado prototipo y de este modo la debilidad de su

pensamiento se manifestó, del mismo modo que en la imitatio Christi la funesta

inactividad es presupuesta en la evolución de la idea cristiana. Al igual que Buda por

su comprensión misma es superior a los dioses Brahma, así Cristo grita a los judíos:

«Vosotros sois dioses» (San Juan X, 34) y no fue escuchado a causa de la

incompetencia de los hombres. Y por ello el mundo occidental, llamado «cristiano»,

se acerca a pasos de gigante a la posibilidad de destruir un mundo, en lugar de crear

uno nuevo.


La India me honró con tres diplomas de doctor: en Allahabad, Benarés y Calcuta.

El primero representa el islam, el segundo el hinduismo y el tercero la medicina y

ciencia anglo-india. Esto fue demasiado y necesitaba un descanso. Una estancia de

diez días en un hospital me lo proporcionó, al enfermar en Calcuta de disentería. De

este modo, apareció para mí en el infinito mar de las impresiones una isla de

salvación y recuperé el suelo bajo mis pies, es decir, un lugar desde el cual podía

contemplar las diez mil cosas y su vorágine abrumadora, las alturas y profundidades,

la magnificencia de la India y su inexpresable miseria, su belleza y su tenebrosidad.

Cuando, ya completamente restablecido regresé al hotel, tuve un sueño que fue

tan característico que deseo contarlo:

Me encontré en una isla desconocida con un grupo de amigos y conocidos de Zurich,

que probablemente se encontraba en las cercanías de la costa del sur de Inglaterra.

Era pequeña y casi deshabitada. Era estrecha y se extendía de norte a sur en unos 30

km. En la parte sur se alzaba un castillo medieval sobre la costa rocosa, en cuyo patio

estábamos nosotros, como grupo de turistas. Ante nosotros se levantaba un imponente

torreón a través de cuya puerta podía verse una amplia escalera de piedra. Tal como

podía verse, conducía a una sala de pilastras que estaba débilmente iluminada por

candelabros. Se decía ser el castillo del Grial y hoy por la noche se «festejaría el

Grial». Esta información parecía ser de carácter secreto, pues un profesor alemán que

se hallaba entre nosotros y que se parecía extraordinariamente al viejo Mommsen, no

sabía nada de ello. Conversé con él vivamente y quedé impresionado por su sabiduría

y brillante inteligencia. Sólo una cosa me molestaba: hablaba incesantemente de un

pasado muerto y disertaba muy convencido sobre la relación de las fuentes británicas

con las francesas en la historia del Grial. Evidentemente desconocía el sentido de la

leyenda, ni conocía su viva actualidad, mientras que yo estaba profundamente

impresionado por ambas cosas. También parecía no percibir el auténtico ambiente

inmediato, pues se comportaba como si hablase en un aula ante sus estudiantes.

Inútilmente intenté llamarle la atención sobre lo singular de la situación. No veía las

escaleras ni el solemne resplandor de la sala.

Miré a mi alrededor algo desanimado y descubrí que estaba frente a la muralla de

un elevado castillo, cuya parte inferior estaba cubierta como por una parra. Sin

embargo no era, como de costumbre, de madera, sino de hierro negro que estaba

diseñado primorosamente como una vid, con hojas, sarmiento y racimos. En las

ramas horizontales había, a una distancia de dos metros cada una, unas casitas

pequeñas, también de hierro, como incubadoras. De pronto percibí un movimiento

entre el follaje; primero pareció que se trataba de un ratón, pero luego vi claramente

un pequeño encapuchado de hierro, un cucullatus, que se deslizaba de una casa a otra.

«Mire», le grité al asombrado profesor, «ya lo ve…».

En este instante se produjo un hiato, y el sueño varió. Estábamos —los mismos de

antes, pero sin el profesor— fuera del castillo en una región rocosa desértica. Sabía

que debía suceder algo, pues el Grial no estaba todavía en el castillo y debía ser

festejado aquella misma noche. Se decía que estaba en la parte norte de la isla, oculto

en una pequeña casa deshabitada, la única que allí se hallaba. Yo sabía que era

nuestra misión ir a buscar allí al Grial. Fuimos unos seis los que marchamos hacia el

norte.

Después de varias horas de agotadora marcha alcanzamos la parte más estrecha

de la isla y descubrí que estaba partida en dos mitades por un brazo de mar. En la

parte más estrecha la anchura del agua llegaba a casi cien metros. El sol se había

puesto y la noche comenzaba. Cansados, nos echamos al suelo. El lugar estaba

despoblado y desierto. Ningún árbol, ningún arbusto, sólo hierba y rocas. No se veía

un puente ni un barco a la redonda. Hacía mucho frío y mis compañeros se durmieron

uno tras otro. Yo meditaba qué podíamos hacer y llegué a la conclusión de que debía

nadar solo a través del canal e ir a buscar el Grial. Me había sacado ya la ropa,

cuando desperté.

Este sueño europeo surgió cuando apenas me había dedicado a poner en orden la

abrumadora diversidad de las impresiones indias. Ya unos diez años antes había

podido comprobar que en Inglaterra en muchos lugares no ha terminado todavía el

sueño del Grial, pese a la amplia divulgación de sus leyendas y poemas. Este hecho

me impresionó tanto más cuanto que me di cuenta de la coincidencia del mito poético

con las expresiones de la alquimia sobre el «Unum Vas», la «Una Medicina» y el

«Unus Lapis». Mitos que el día olvidó se volvían a contar por la noche y poderosas

figuras que la consciencia tildaba de triviales y había reducido a pequeñeces ridículas

son de nuevo rememoradas y supuestamente reavivadas por los poetas; por ello

pueden reconocerse en «una forma transformada» en la meditación. Los grandes

desaparecidos no han muerto como imaginamos, sino que simplemente han cambiado

de nombre. El «Pequeño en la talla y sin embargo grande en poder» proporciona al

embozado cabir una nueva casa.

El sueño ahuyentaba con mano dura las tan intensas impresiones indias de cada

día y me trasladaba al tanto tiempo deseado occidente que se había expresado tanto

en la Gesta del Santo Grial como en la búsqueda de la «piedra filosofal». Me sentí

arrancado al mundo de la India y se me recordaba que la India no era mi misión, sino

sólo un trecho de mi camino —aunque importante— que debía acercarme a mi

objetivo. Era como si el sueno me preguntara: «¿Qué haces tú en la India? Es mejor

que busques para tus semejantes la copa sagrada, el salvator mundi, del que estáis

necesitados urgentemente. Estáis a punto de arruinar todo cuanto ha sido construido a

través de los siglos».

Ceilán, cuyas impresiones son las últimas que me llevé de mi viaje, ya no es la

India, es ya el océano Pacífico y tiene algo del paraíso en el que no es posible

permanecer demasiado tiempo. Colombo, un puerto internacionalmente frecuentado,

donde por la noche, entre las cinco y las seis, caen torrentes de agua del cielo

despejado, lo dejamos pronto detrás nuestro, para llegar al país de las colinas del

interior. Allí está Kandy, la vieja ciudad de los reyes, envuelta en una fina niebla, que

con humedad cálido-fría favorece el crecimiento de una exuberante vegetación. El

templo Dalado Maligava que guarda la reliquia del diente sagrado (de Buda) es

ciertamente pequeño, pero posee un encanto especial. Estuve mucho tiempo en la

biblioteca conversando con los monjes y contemplé los textos del Canon inscritos en

folios de plata.

Allí asistí a una ceremonia nocturna inolvidable. Muchachos y muchachas vertían

ante el altar montañas de flores de jazmín despezonadas y cantaban en voz baja una

oración. Un mantra, para sí. Yo pensaba que oraban a Buda, pero el monje que me

acompañaba me explicó: «No, Buda ya no existe; está en el nirvana, no se le puede

orar. Cantan: Pasajera como la belleza de estas flores es la vida. Quiera mi Dios

compartir conmigo el merecimiento por esta ofrenda». Que los jóvenes canten es

algo auténticamente indio.

La ceremonia se inició por un concierto de tambores que duró una hora en el

Mandapam o donde en el templo indio se llama sala de espera. De los cinco

tamborileros, cuatro se colocaron en las esquinas de sala cuadrada y el quinto —un

hermoso joven— se situó en el centro. Era el solista; un verdadero artista en su

especialidad. Con el torso desnudo, de brillante tez morena, una faja roja, blanca

shoka (una camisa larga hasta los pies) y un turbante blanco, cubiertos los brazos con

brazaletes refulgentes, se colocó con sus dos tambores frente a Buda para «ofrecer el

sonido». Allí tocó solo una melodía maravillosa de consumado arte, moviendo a la

vez graciosamente el cuerpo y las manos. Yo le veía por detrás; estaba ante la entrada

al Mandapam, flanqueada de pequeñas lámparas de aceite. El tambor habla en el

lenguaje primitivo al vientre o plexus solaris; éste no «ruega», sino que produce el

mantra «meritorio» o la «exteriorización» meditativa. No se trata, pues, de una

veneración a un Buda ausente, sino de uno de los muchos actos de autorredención del

hombre al despertar. Hacia principios de primavera emprendí el viaje de regreso a mi

país, tan abrumado por las impresiones que no desembarqué en Bombay, sino que me

engolfé en mis textos alquímicos. La India, sin embargo, no pasó ante mí sin dejar

huellas, por el contrario, me dejó huellas que me llevaron de una infinitud a otra.


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