Queridos amigos:
Si me vieran ustedes en algunas ocasiones con la pluma en la mano y el papel
delante, buscando un asunto cualquiera para emborronar catorce o quince cuartillas,
tendrían lástima de mí. Gracias a Dios que no tengo la perniciosa, cuanto fea
costumbre, de morderme las uñas es caso de esterilidad, pues hasta tal punto me
encuentro apurado e irresoluto en estos trances, que ya sería cosa de haberme comido
la primera falange de los dedos. Y no es precisamente porque se hayan agotado de tal
modo mis ideas, que registrando en el fondo de la imaginación, en donde andan
enmarañadas e indecisas, no pudiese topar con alguna y traerla, a ser preciso, por la
oreja, como dómine de lugar a muchacho travieso. Pero no basta tener una idea; es
necesario despojarla de su extraña manera de ser, vestirla un poco al uso para que esté
presentable, aderezarla y condimentarla, en fin, a propósito, para el paladar de los
lectores de un periódico, político por añadidura. Y aquí está lo espinoso del caso, aquí
la gran dificultad.
Entre los pensamientos que antes ocupaban mi imaginación y los que aquí han
engendrado la soledad y el retiro, se ha trabado una lucha titánica, hasta que, por
último, vencidos los primeros por el número y la intensidad de sus contrarios, han ido
a refugiarse no sé dónde, porque yo los llamo y no me contestan, los busco y no
parecen. Ahora bien: lo que se siente y se piensa aquí en armonía con la profunda
calma y el melancólico recogimiento de estos lugares, ¿podrá encontrar un eco en los
que viven en ese torbellino de intereses opuestos, de pasiones sobreexcitadas, de
luchas continuas que se llama la Corte?
Yo juzgo de la impresión que pueden hacer ideas que nacen y se desarrollan en la
austera soledad de estos claustros, por la que a su vez me producen las que ahí
hierven y de las cuales diariamente me trae El Contemporáneo como un abrasado
soplo. Al periódico que todas las mañanas encontramos en Madrid sobre la mesa del
comedor o en el gabinete de estudio, se le recibe como a un amigo de confianza que
viene a charlar un rato, mientras se hace hora de almorzar con la ventaja de que si
saboreamos un veguero, mientras él nos refiere, comentándola, la historia del día de
ayer, ni siquiera hay necesidad de ofrecerle otro, como al amigo. Y esa historia de
ayer que nos refiere, hasta cierto punto la historia de nuestros cálculos, de nuestras
simpatías o de nuestros intereses; de modo que su lenguaje apasionado, sus frases
palpitantes, suelen hablar a un tiempo a nuestra cabeza, a nuestro corazón y a nuestro
bolsillo: en unas ocasiones repite lo que ya hemos pensado, y nos complace hallarle
acorde con nuestro modo de ver; otras nos dice la última palabra de algo que
comenzábamos a adivinar, o nos da el tema en armonía con las vibraciones de nuestra
inteligencia para proseguir pensando. Tan íntimamente está enlazada su vida
intelectual con la nuestra; tan una es la atmósfera en que se agitan nuestras pasiones y
las suyas. Aquí, por el contrario, todo parece conspirar a un fin diverso. El periódico
llega a los muros de este retiro como uno de esos círculos que se abren en el agua
cuando se arroja una piedra, y que poco a poco se van debilitando a medida que se
alejan del punto de donde partieron, hasta que vienen a morir en la orilla con un
rumor apenas perceptible. El estado de nuestra imaginación, la soledad que nos rodea,
hasta los accidentes locales parecen contribuir a que sus palabras suenen de otro
modo en el oído. Juzgad si no por lo que a mí me sucede.
Todas las tardes, y cuando el sol comienza a caer, salgo al camino que pasa por
delante de las puertas del monasterio para aguardar al conductor de la
correspondencia que me trae los periódicos de Madrid. Frente al arco que da entrada
al primer recinto de la abadía, se extiende una larga alameda de chopos tan altos que,
cuando agita las ramas el viento de la tarde, sus copas se unen y forman una inmensa
bóveda de verdura. Por ambos lados del camino, y saltando y cayendo con un
murmullo apacible por entre las retorcidas raíces de los árboles, corren dos arroyos de
agua cristalina y transparente, fría como la hoja de una espada y delgada como su
filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de los chopos, salpicadas de manchas
inquietas y luminosas, está a trechos cubierto de una yerba alta, espesa y finísima,
entre la que nacen tantas margaritas blancas, que semejan a primera vista esa lluvia
de flores con que alfombran el suelo los árboles frutales en los templados días de
abril. En los ribazos, y entre los zarzales y los juncos del arroyo; crecen las violetas
silvestres, que, aunque casi ocultas entre sus rastreras hojas, se anuncian a gran
distancia con su intenso perfume; y, por último, también cerca del agua y formando
como un segundo término, déjase ver por entre los huecos que quedan de tronco a
tronco una doble fila de nogales corpulentos con sus copas redondas, compactas y
oscuras.
Como a la mitad de esta alameda deliciosa, y en un punto en que varios olmos
dibujan un círculo pequeño, enlazando entre sí sus espesas ramas, que recuerdan, al
tocarse en la altura, la cúpula de un santuario; sobre una escalinata formada de
grandes sillares de granito, por entre cuyas hendiduras nacen y se enroscan los tallos
y las flores trepadoras, se levanta gentil, artística y alta, casi como los árboles, una
cruz de mármol, que, merced a su color, es conocida en estas cercanías por la Cruz
negra de Veruela. Nada más hermosamente sombrío que este lugar. Por un extremo
del camino limita la vista el monasterio con sus arcos ojivales, sus torres puntiagudas
y sus muros almenados e imponentes; por el otro, las ruinas de una pequeña ermita se
levantan al pie de una eminencia sembrada de tomillos y romeros en flor. Allí,
sentado al pie de la cruz, y teniendo en las manos un libro que casi nunca leo, y que
muchas veces dejo olvidado en las gradas de piedra, estoy una o dos y a veces hasta
cuatro horas aguardando el periódico. De cuando en cuando veo atravesar a lo lejos
una de esas figuras aisladas que se colocan en un paisaje para hacer sentir mejor la
soledad del sitio. Otras veces, exaltada la imaginación, creo distinguir confusamente,
sobre el fondo oscuro del follaje, a los monjes blancos que van y vienen silenciosos
alrededor de su abadía, o a una muchacha de la aldea que pasa por ventura al pie de la
cruz con un manojo de flores en el halda, se arrodilla un momento y deja un lirio azul
sobre los peldaños. Luego, un suspiro que se confunde con el rumor de las hojas;
después…, ¡qué sé yo!…, escenas sueltas de no sé qué historia que yo he oído o que
inventaré algún día; personajes fantásticos, que, unos tras otros; van pasando ante mi
vista, y de los cuales cada uno me dice una palabra o me sugiere una idea: ideas y
palabras que más tarde germinarán en mi cerebro y acaso den fruto en el porvenir.
La aproximación del correo viene siempre a interrumpir una de estas maravillosas
historias. En el profundo silencio que me rodea, el lejano rumor de los pasos de su
caballo que cada vez se percibe más distinto, lo anuncia a larga distancia; por fin
llega a donde estoy, saca el periódico de la bolsa de cuero que trae terciada al
hombro, me lo entrega, y después de cambiar algunas palabras o un saludo,
desaparece por el extremo opuesto del camino que trajo.
Como lo he visto nacer, como desde que vino al mundo he vivido con su vida
febril y apasionada, El Contemporáneo no es para mí un papel como otro cualquiera,
sino que sus columnas son ustedes todos, mis amigos, mis compañeros de esperanzas
o desengaños, de reveses o de triunfos, de satisfacciones o de amarguras. La primera
impresión que siento, pues, al recibirle, es siempre una impresión de alegría, como la
que se experimenta al romper la cubierta de una carta en cuyo sobre hemos visto una
letra querida, o como cuando en un país extranjero se estrecha la mano de un
compatriota y se oye hablar el idioma nativo. Hasta el olor particular del papel
húmedo y la tinta de imprenta, olor especialísimo que por un momento viene a
sustituir el perfume de las flores que aquí se respira por todas partes, parece que hiere
la memoria del olfato, memoria extraña y viva que indudablemente existe, y me trae
un pedazo de mi antigua vida; de aquella inquietud, de aquella actividad, de aquella
fiebre fecunda del periodismo. Recuerdo el incesante golpear y crujir de la máquina
que multiplicaba por miles las palabras que acabábamos de escribir y que salían aún
palpitando de la pluma; recuerdo el afán de las últimas horas de redacción, cuando la
noche va de vencida y el original escasea; recuerdo, en fin, las veces que nos ha
sorprendido el día corrigiendo un artículo o escribiendo una noticia última sin hacer
más caso de las poéticas bellezas de la alborada que de la carabina de Ambrosio. En
Madrid, y para nosotros en particular, ni sale ni se pone el sol: se apaga o se enciende
la luz, y es por la única cosa que lo advertimos.
Al fin rompo la faja del periódico, y comienzo a pasar la vista por sus renglones
hasta que gradualmente me voy engolfando en su lectura, y ya ni veo ni oigo nada de
lo que se agita a mi alrededor. El viento sigue suspirando entre las copas de los
árboles, el agua sonriendo a mis pies, y las golondrinas, lanzando chillidos agudos,
pasan sobre mi cabeza; pero yo, cada vez más absorto y embebido con las nuevas
ideas que comienzan a despertarse a medida que me hieren las frases del diario, me
juzgo transportado a otros sitios y a otros días. Paréceme asistir de nuevo a la
Cámara, oír los discursos ardientes, atravesar los pasillos del Congreso, donde entre
el animado cuchicheo de los grupos se forman las futuras crisis; y luego veo las
secretarias de los ministerios en donde se hace la política oficial; las redacciones
donde hierven las ideas que han de caer al día siguiente como la piedra en el lago, y
los círculos de la opinión pública que comienzan en el casino, siguen en las mesas de
los cafés y acaban en los guardacantones de las calles. Vuelvo a seguir con interés las
polémicas acaloradas, vuelvo a reanudar el roto hilo de las intrigas, y ciertas fibras
embotadas aquí, las fibras de las pasiones violentas, la inquieta ambición, el ansia de
algo más perfecto, el afán de hallar la verdad escondida a los ojos humanos, tornan a
vibrar nuevamente y a encontrar en mi alma un eco profundo. «El Diario Español, El
Pensamiento o La Iberia, hablan de esto, afirman aquello o niegan lo de más allá»,
dice El Contemporáneo; y yo sin saber apenas dónde estoy, tiendo las manos para
cogerlos, creyendo que están allí a mi alcance, como si me encontrara sentado a le
mesa de la redacción.
Pero esa tromba de pensamientos tumultuosos, que pasan por mi cabeza como
una nube de tronada, se desvanecen apenas nacidos. Aún no he acabado de leer las
primeras columnas del periódico, cuando el último reflejo del sol, que dobla
lentamente la cumbre del Moncayo, desaparece de la más alta de las torres del
monasterio, en cuya cruz de metal llamea un momento antes de extinguirse. Las
sombras de los montes bajan a la carrera y se extienden por la llanura; la luna
comienza a dibujarse en el Oriente como un círculo de cristal que transparenta el
cielo, y la alameda se envuelve en la indecisa luz del crepúsculo. Ya es imposible
continuar leyendo. Aún se ven por una parte y entre los huecos de las ramas
chispazos rojizos del sol poniente, y por la otra una claridad violada y fría. Poco a
poco comienzo a percibir otra vez, semejante a una armonía confusa, el ruido de las
hojas y el murmullo del agua, fresco, sonoro y continuado, a cuyo compás vago y
suave vuelven a ordenarse las ideas y se van moviendo con más lentitud en una danza
cadenciosa, que languidece al par de la música, hasta que por último se aguzan unas
tras otras como esos puntos de luz apenas perceptibles que de pequeños nos
entreteníamos en ver morir en las pavesas de un papel quemado. La imaginación
entonces, ligera y diáfana; se mece y flota al rumor del agua, que la arrulla como una
madre arrulla a un niño. La campana del monasterio, la única que ha quedado colgada
en su ruinosa torre bizantina, comienza a tocar la oración, y una cerca, otra lejos,
éstas con una vibración metálica y aguda, aquéllas con un tañido sordo y triste, les
responden las otras campanas de los lugares del Somontano. De estos pequeños
lugares, unos están en las puntas de las rocas colgados como el nido de una águila, y
otros medio escondidos en las ondulaciones del monte o en lo más profundo de los
valles. Parece una armonía que a la vez baja del cielo y sube de la tierra, y se
confunde y flota en el espacio, mezclándose al último rumor del día que muere el
primer suspiro de la noche que nace.
Ya todo pasó, Madrid, la política, las luchas ardientes, las miserias humanas, las
pasiones, las contrariedades, los deseos, todo se ha ahogado en aquella música divina.
Mi alma está ya tan serena como el agua inmóvil y profunda. La fe en algo más
grande, en un destino futuro y desconocido, más allá de esta vida, la fe de la
eternidad, en fin, aspiración absorbente, única e inmensa, mata esa fe al por menor
que pudiéramos llamar personal, la fe en el mañana, especie de aguijón que espolea
los espíritus irresolutos, y que tanto se necesita para luchar y vivir y alcanzar
cualquier cosa en la tierra.
Absorto en estos pensamientos doblo el periódico y me dirijo a mi habitación.
Cruzo la sombría calle de árboles y llego a la primera cerca del monasterio, cuya
dantellada silueta se destaca por oscuro sobre el cielo en un todo semejante a la de un
castillo feudal; atravieso el patio de armas con sus arcos redondos y timbrados, sus
bastiones llenos de saeteras y coronados de almenas puntiagudas, de las cuales
algunas yacen en el foso, medio ocultas entre los jaramagos y los espinos. Entre dos
cubos de muralla, altos, negros e imponentes, se alza la torre que da paso al interior;
una cruz clavada en la punta indica el carácter religioso de aquel edificio, cuyas
enormes puertas de hierro y muros fortísimos, más parece que deberían guardar
soldados que monjes.
Pero apenas las puertas se abren rechinando sobre sus goznes enmohecidos, la
abadía aparece con todo su carácter. Una larga fila de olmos, entre los que se elevan
algunos cipreses, deja ver en el fondo la iglesia bizantina con su portada semicircular
llena de extrañas esculturas, por la derecha se extiende la remendada tapia de un
huerto, por encima de la cual asoman las copas de los árboles, y a la izquierda se
descubre el palacio abacial, severo y majestuoso en medio de su sencillez. Desde este
primer recinto se pasa al inmediato por un arco de medio punto, después del cual se
encuentra el sitio donde en otro tiempo estuvo el enterramiento de los monjes. Un
arroyuelo, que luego desaparece y se oye gemir por debajo de tierra, corre al pie de
tres o cuatro árboles viejos y nudosos: a un lado se descubre el molino medio
agazapado entre unas ruinas, y más allá, oscura como la boca de una cueva, la
portada monumental del claustro con sus pilastras platerescas llenas de hojarascas,
bichos, ángeles, cariátides y dragones de granito que sostienen emblemas de la
Orden, mitras y escudos.
Siempre que atravieso este recinto cuando la noche se aproxima y comienza a
influir en la imaginación con su alto silencio y sus alucinaciones extrañas, voy
pisando quedo y poco a poco las sendas abiertas entre los zarzales y las yerbas
parásitas, como temeroso de que al ruido de mis pasos despierte en sus fosas y
levante la cabeza alguno de los monjes que duermen allí el sueño de la eternidad. Por
último, entro en el claustro; donde ya reina una oscuridad profunda: la llama del
fósforo que enciendo para atravesarlo vacila agitada por el aire, y los círculos de luz
que despide luchan trabajosamente con las tinieblas. Sin embargo, a su incierto
resplandor, pueden distinguirse las largas series de ojivas, festoneadas de hojas de
trébol, por entre las que asoman, con una mueca muda y horrible, esas mil fantásticas
y caprichosas creaciones de la imaginación que el arte misterioso de la Edad Media
dejó grabadas en el granito de sus basílicas: aquí un endriago que se retuerce por una
columna y saca su deforme cabeza por entre la hojarasca del capitel; allí un ángel que
lucha con un demonio y entre los dos soportan la recaída de un arco que se apunta al
muro; más lejos, y sombreadas por el batiente oscuro del lucillo que las contiene, las
urnas de piedra donde bien con la mano en el montante o revestidas de la cogulla, se
ven las estatuas de los guerreros y abades más ilustres que han patrocinado este
monasterio o lo han enriquecido con sus dones.
Los diferentes y extraordinarios objetos que unos tras otros van hiriendo la
imaginación, la impresionan de una manera tan particular, que cuando, después de
haber discurrido por aquellos patios sombríos, aquellas alamedas misteriosas y
aquellos claustros imponentes penetro al fin en mi celda y desdoblo otra vez El
Contemporáneo para proseguir su lectura, paréceme que está escrito en un idioma que
no entiendo. Bailes, modas, el estreno de una comedía, un libro nuevo, un cantante
extraordinario, una comida en la embajada de Rusia, la compañía de Price, la muerte
de un personaje, los clownes, los banquetes políticos, la música, todo revuelto: una
obra de caridad con un crimen, un suicidio con una boda, un entierro con una función
de toros extraordinaria.
A esta distancia y en este lugar me parece mentira que existe aún ese mundo que
yo conocía, el mundo del Congreso y las redacciones, del casino y de los teatros, del
Suizo y de la Fuente Castellana, y que existe tal como yo le dejé, rabiando y
divirtiéndose, hoy en una broma, mañana en un funeral, todos deprisa, todos
cosechando esperanzas y decepciones, todos corriendo detrás de una cosa que no
alcanzan nunca, hasta que corriendo den en uno de esos lazos silenciosos que nos va
tendiendo la muerte, y desaparezcan como por escotillón con una gacetilla por
epitafio.
Cuando me asaltan estas ideas, en vano hago esfuerzos por templarme como
ustedes y entrar a compás de la danza. No oigo la música que lleva a todos envueltos
como en un torbellino; no veo en esa agitación continua, en ese ir y venir, más que lo
que ve el que mira un baile desde lejos; una pantomima muda e inexplicable, grotesca
unas veces, terrible otras. Ustedes, sin embargo, quieren que escriba alguna cosa, que
lleve mi parte en la sinfonía general, aun a riesgo de salir desafinado. Sea, y sirva esto
de introducción y preludio: quiere decir que si alguno de mis lectores ha sentido otra
vez algo de lo que yo siento ahora, mis palabras le llevarán el recuerdo de más
tranquilos días, como el perfume de un paraíso distante; y los que no, tendrán en
cuenta mi especial posición para tolerar que de cuando en cuando rompa con una nota
desacorde la armonía de un periódico político.
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