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Foto del escritorAmenhotep VII

Gustavo Adolfo Bécquer a sus amigos



Queridos amigos:


Si me vieran ustedes en algunas ocasiones con la pluma en la mano y el papel

delante, buscando un asunto cualquiera para emborronar catorce o quince cuartillas,

tendrían lástima de mí. Gracias a Dios que no tengo la perniciosa, cuanto fea

costumbre, de morderme las uñas es caso de esterilidad, pues hasta tal punto me

encuentro apurado e irresoluto en estos trances, que ya sería cosa de haberme comido

la primera falange de los dedos. Y no es precisamente porque se hayan agotado de tal

modo mis ideas, que registrando en el fondo de la imaginación, en donde andan

enmarañadas e indecisas, no pudiese topar con alguna y traerla, a ser preciso, por la

oreja, como dómine de lugar a muchacho travieso. Pero no basta tener una idea; es

necesario despojarla de su extraña manera de ser, vestirla un poco al uso para que esté

presentable, aderezarla y condimentarla, en fin, a propósito, para el paladar de los

lectores de un periódico, político por añadidura. Y aquí está lo espinoso del caso, aquí

la gran dificultad.

Entre los pensamientos que antes ocupaban mi imaginación y los que aquí han

engendrado la soledad y el retiro, se ha trabado una lucha titánica, hasta que, por

último, vencidos los primeros por el número y la intensidad de sus contrarios, han ido

a refugiarse no sé dónde, porque yo los llamo y no me contestan, los busco y no

parecen. Ahora bien: lo que se siente y se piensa aquí en armonía con la profunda

calma y el melancólico recogimiento de estos lugares, ¿podrá encontrar un eco en los

que viven en ese torbellino de intereses opuestos, de pasiones sobreexcitadas, de

luchas continuas que se llama la Corte?

Yo juzgo de la impresión que pueden hacer ideas que nacen y se desarrollan en la

austera soledad de estos claustros, por la que a su vez me producen las que ahí

hierven y de las cuales diariamente me trae El Contemporáneo como un abrasado

soplo. Al periódico que todas las mañanas encontramos en Madrid sobre la mesa del

comedor o en el gabinete de estudio, se le recibe como a un amigo de confianza que

viene a charlar un rato, mientras se hace hora de almorzar con la ventaja de que si

saboreamos un veguero, mientras él nos refiere, comentándola, la historia del día de

ayer, ni siquiera hay necesidad de ofrecerle otro, como al amigo. Y esa historia de

ayer que nos refiere, hasta cierto punto la historia de nuestros cálculos, de nuestras

simpatías o de nuestros intereses; de modo que su lenguaje apasionado, sus frases

palpitantes, suelen hablar a un tiempo a nuestra cabeza, a nuestro corazón y a nuestro

bolsillo: en unas ocasiones repite lo que ya hemos pensado, y nos complace hallarle

acorde con nuestro modo de ver; otras nos dice la última palabra de algo que

comenzábamos a adivinar, o nos da el tema en armonía con las vibraciones de nuestra

inteligencia para proseguir pensando. Tan íntimamente está enlazada su vida

intelectual con la nuestra; tan una es la atmósfera en que se agitan nuestras pasiones y

las suyas. Aquí, por el contrario, todo parece conspirar a un fin diverso. El periódico

llega a los muros de este retiro como uno de esos círculos que se abren en el agua

cuando se arroja una piedra, y que poco a poco se van debilitando a medida que se

alejan del punto de donde partieron, hasta que vienen a morir en la orilla con un

rumor apenas perceptible. El estado de nuestra imaginación, la soledad que nos rodea,

hasta los accidentes locales parecen contribuir a que sus palabras suenen de otro

modo en el oído. Juzgad si no por lo que a mí me sucede.

Todas las tardes, y cuando el sol comienza a caer, salgo al camino que pasa por

delante de las puertas del monasterio para aguardar al conductor de la

correspondencia que me trae los periódicos de Madrid. Frente al arco que da entrada

al primer recinto de la abadía, se extiende una larga alameda de chopos tan altos que,

cuando agita las ramas el viento de la tarde, sus copas se unen y forman una inmensa

bóveda de verdura. Por ambos lados del camino, y saltando y cayendo con un

murmullo apacible por entre las retorcidas raíces de los árboles, corren dos arroyos de

agua cristalina y transparente, fría como la hoja de una espada y delgada como su

filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de los chopos, salpicadas de manchas

inquietas y luminosas, está a trechos cubierto de una yerba alta, espesa y finísima,

entre la que nacen tantas margaritas blancas, que semejan a primera vista esa lluvia

de flores con que alfombran el suelo los árboles frutales en los templados días de

abril. En los ribazos, y entre los zarzales y los juncos del arroyo; crecen las violetas

silvestres, que, aunque casi ocultas entre sus rastreras hojas, se anuncian a gran

distancia con su intenso perfume; y, por último, también cerca del agua y formando

como un segundo término, déjase ver por entre los huecos que quedan de tronco a

tronco una doble fila de nogales corpulentos con sus copas redondas, compactas y

oscuras.

Como a la mitad de esta alameda deliciosa, y en un punto en que varios olmos

dibujan un círculo pequeño, enlazando entre sí sus espesas ramas, que recuerdan, al

tocarse en la altura, la cúpula de un santuario; sobre una escalinata formada de

grandes sillares de granito, por entre cuyas hendiduras nacen y se enroscan los tallos

y las flores trepadoras, se levanta gentil, artística y alta, casi como los árboles, una

cruz de mármol, que, merced a su color, es conocida en estas cercanías por la Cruz

negra de Veruela. Nada más hermosamente sombrío que este lugar. Por un extremo

del camino limita la vista el monasterio con sus arcos ojivales, sus torres puntiagudas

y sus muros almenados e imponentes; por el otro, las ruinas de una pequeña ermita se

levantan al pie de una eminencia sembrada de tomillos y romeros en flor. Allí,

sentado al pie de la cruz, y teniendo en las manos un libro que casi nunca leo, y que

muchas veces dejo olvidado en las gradas de piedra, estoy una o dos y a veces hasta

cuatro horas aguardando el periódico. De cuando en cuando veo atravesar a lo lejos

una de esas figuras aisladas que se colocan en un paisaje para hacer sentir mejor la

soledad del sitio. Otras veces, exaltada la imaginación, creo distinguir confusamente,

sobre el fondo oscuro del follaje, a los monjes blancos que van y vienen silenciosos

alrededor de su abadía, o a una muchacha de la aldea que pasa por ventura al pie de la

cruz con un manojo de flores en el halda, se arrodilla un momento y deja un lirio azul

sobre los peldaños. Luego, un suspiro que se confunde con el rumor de las hojas;

después…, ¡qué sé yo!…, escenas sueltas de no sé qué historia que yo he oído o que

inventaré algún día; personajes fantásticos, que, unos tras otros; van pasando ante mi

vista, y de los cuales cada uno me dice una palabra o me sugiere una idea: ideas y

palabras que más tarde germinarán en mi cerebro y acaso den fruto en el porvenir.

La aproximación del correo viene siempre a interrumpir una de estas maravillosas

historias. En el profundo silencio que me rodea, el lejano rumor de los pasos de su

caballo que cada vez se percibe más distinto, lo anuncia a larga distancia; por fin

llega a donde estoy, saca el periódico de la bolsa de cuero que trae terciada al

hombro, me lo entrega, y después de cambiar algunas palabras o un saludo,

desaparece por el extremo opuesto del camino que trajo.

Como lo he visto nacer, como desde que vino al mundo he vivido con su vida

febril y apasionada, El Contemporáneo no es para mí un papel como otro cualquiera,

sino que sus columnas son ustedes todos, mis amigos, mis compañeros de esperanzas

o desengaños, de reveses o de triunfos, de satisfacciones o de amarguras. La primera

impresión que siento, pues, al recibirle, es siempre una impresión de alegría, como la

que se experimenta al romper la cubierta de una carta en cuyo sobre hemos visto una

letra querida, o como cuando en un país extranjero se estrecha la mano de un

compatriota y se oye hablar el idioma nativo. Hasta el olor particular del papel

húmedo y la tinta de imprenta, olor especialísimo que por un momento viene a

sustituir el perfume de las flores que aquí se respira por todas partes, parece que hiere

la memoria del olfato, memoria extraña y viva que indudablemente existe, y me trae

un pedazo de mi antigua vida; de aquella inquietud, de aquella actividad, de aquella

fiebre fecunda del periodismo. Recuerdo el incesante golpear y crujir de la máquina

que multiplicaba por miles las palabras que acabábamos de escribir y que salían aún

palpitando de la pluma; recuerdo el afán de las últimas horas de redacción, cuando la

noche va de vencida y el original escasea; recuerdo, en fin, las veces que nos ha

sorprendido el día corrigiendo un artículo o escribiendo una noticia última sin hacer

más caso de las poéticas bellezas de la alborada que de la carabina de Ambrosio. En

Madrid, y para nosotros en particular, ni sale ni se pone el sol: se apaga o se enciende

la luz, y es por la única cosa que lo advertimos.

Al fin rompo la faja del periódico, y comienzo a pasar la vista por sus renglones

hasta que gradualmente me voy engolfando en su lectura, y ya ni veo ni oigo nada de

lo que se agita a mi alrededor. El viento sigue suspirando entre las copas de los

árboles, el agua sonriendo a mis pies, y las golondrinas, lanzando chillidos agudos,

pasan sobre mi cabeza; pero yo, cada vez más absorto y embebido con las nuevas

ideas que comienzan a despertarse a medida que me hieren las frases del diario, me

juzgo transportado a otros sitios y a otros días. Paréceme asistir de nuevo a la

Cámara, oír los discursos ardientes, atravesar los pasillos del Congreso, donde entre

el animado cuchicheo de los grupos se forman las futuras crisis; y luego veo las

secretarias de los ministerios en donde se hace la política oficial; las redacciones

donde hierven las ideas que han de caer al día siguiente como la piedra en el lago, y

los círculos de la opinión pública que comienzan en el casino, siguen en las mesas de

los cafés y acaban en los guardacantones de las calles. Vuelvo a seguir con interés las

polémicas acaloradas, vuelvo a reanudar el roto hilo de las intrigas, y ciertas fibras

embotadas aquí, las fibras de las pasiones violentas, la inquieta ambición, el ansia de

algo más perfecto, el afán de hallar la verdad escondida a los ojos humanos, tornan a

vibrar nuevamente y a encontrar en mi alma un eco profundo. «El Diario Español, El

Pensamiento o La Iberia, hablan de esto, afirman aquello o niegan lo de más allá»,

dice El Contemporáneo; y yo sin saber apenas dónde estoy, tiendo las manos para

cogerlos, creyendo que están allí a mi alcance, como si me encontrara sentado a le

mesa de la redacción.

Pero esa tromba de pensamientos tumultuosos, que pasan por mi cabeza como

una nube de tronada, se desvanecen apenas nacidos. Aún no he acabado de leer las

primeras columnas del periódico, cuando el último reflejo del sol, que dobla

lentamente la cumbre del Moncayo, desaparece de la más alta de las torres del

monasterio, en cuya cruz de metal llamea un momento antes de extinguirse. Las

sombras de los montes bajan a la carrera y se extienden por la llanura; la luna

comienza a dibujarse en el Oriente como un círculo de cristal que transparenta el

cielo, y la alameda se envuelve en la indecisa luz del crepúsculo. Ya es imposible

continuar leyendo. Aún se ven por una parte y entre los huecos de las ramas

chispazos rojizos del sol poniente, y por la otra una claridad violada y fría. Poco a

poco comienzo a percibir otra vez, semejante a una armonía confusa, el ruido de las

hojas y el murmullo del agua, fresco, sonoro y continuado, a cuyo compás vago y

suave vuelven a ordenarse las ideas y se van moviendo con más lentitud en una danza

cadenciosa, que languidece al par de la música, hasta que por último se aguzan unas

tras otras como esos puntos de luz apenas perceptibles que de pequeños nos

entreteníamos en ver morir en las pavesas de un papel quemado. La imaginación

entonces, ligera y diáfana; se mece y flota al rumor del agua, que la arrulla como una

madre arrulla a un niño. La campana del monasterio, la única que ha quedado colgada

en su ruinosa torre bizantina, comienza a tocar la oración, y una cerca, otra lejos,

éstas con una vibración metálica y aguda, aquéllas con un tañido sordo y triste, les

responden las otras campanas de los lugares del Somontano. De estos pequeños

lugares, unos están en las puntas de las rocas colgados como el nido de una águila, y

otros medio escondidos en las ondulaciones del monte o en lo más profundo de los

valles. Parece una armonía que a la vez baja del cielo y sube de la tierra, y se

confunde y flota en el espacio, mezclándose al último rumor del día que muere el

primer suspiro de la noche que nace.

Ya todo pasó, Madrid, la política, las luchas ardientes, las miserias humanas, las

pasiones, las contrariedades, los deseos, todo se ha ahogado en aquella música divina.

Mi alma está ya tan serena como el agua inmóvil y profunda. La fe en algo más

grande, en un destino futuro y desconocido, más allá de esta vida, la fe de la

eternidad, en fin, aspiración absorbente, única e inmensa, mata esa fe al por menor

que pudiéramos llamar personal, la fe en el mañana, especie de aguijón que espolea

los espíritus irresolutos, y que tanto se necesita para luchar y vivir y alcanzar

cualquier cosa en la tierra.

Absorto en estos pensamientos doblo el periódico y me dirijo a mi habitación.

Cruzo la sombría calle de árboles y llego a la primera cerca del monasterio, cuya

dantellada silueta se destaca por oscuro sobre el cielo en un todo semejante a la de un

castillo feudal; atravieso el patio de armas con sus arcos redondos y timbrados, sus

bastiones llenos de saeteras y coronados de almenas puntiagudas, de las cuales

algunas yacen en el foso, medio ocultas entre los jaramagos y los espinos. Entre dos

cubos de muralla, altos, negros e imponentes, se alza la torre que da paso al interior;

una cruz clavada en la punta indica el carácter religioso de aquel edificio, cuyas

enormes puertas de hierro y muros fortísimos, más parece que deberían guardar

soldados que monjes.

Pero apenas las puertas se abren rechinando sobre sus goznes enmohecidos, la

abadía aparece con todo su carácter. Una larga fila de olmos, entre los que se elevan

algunos cipreses, deja ver en el fondo la iglesia bizantina con su portada semicircular

llena de extrañas esculturas, por la derecha se extiende la remendada tapia de un

huerto, por encima de la cual asoman las copas de los árboles, y a la izquierda se

descubre el palacio abacial, severo y majestuoso en medio de su sencillez. Desde este

primer recinto se pasa al inmediato por un arco de medio punto, después del cual se

encuentra el sitio donde en otro tiempo estuvo el enterramiento de los monjes. Un

arroyuelo, que luego desaparece y se oye gemir por debajo de tierra, corre al pie de

tres o cuatro árboles viejos y nudosos: a un lado se descubre el molino medio

agazapado entre unas ruinas, y más allá, oscura como la boca de una cueva, la

portada monumental del claustro con sus pilastras platerescas llenas de hojarascas,

bichos, ángeles, cariátides y dragones de granito que sostienen emblemas de la

Orden, mitras y escudos.

Siempre que atravieso este recinto cuando la noche se aproxima y comienza a

influir en la imaginación con su alto silencio y sus alucinaciones extrañas, voy

pisando quedo y poco a poco las sendas abiertas entre los zarzales y las yerbas

parásitas, como temeroso de que al ruido de mis pasos despierte en sus fosas y

levante la cabeza alguno de los monjes que duermen allí el sueño de la eternidad. Por

último, entro en el claustro; donde ya reina una oscuridad profunda: la llama del

fósforo que enciendo para atravesarlo vacila agitada por el aire, y los círculos de luz

que despide luchan trabajosamente con las tinieblas. Sin embargo, a su incierto

resplandor, pueden distinguirse las largas series de ojivas, festoneadas de hojas de

trébol, por entre las que asoman, con una mueca muda y horrible, esas mil fantásticas

y caprichosas creaciones de la imaginación que el arte misterioso de la Edad Media

dejó grabadas en el granito de sus basílicas: aquí un endriago que se retuerce por una

columna y saca su deforme cabeza por entre la hojarasca del capitel; allí un ángel que

lucha con un demonio y entre los dos soportan la recaída de un arco que se apunta al

muro; más lejos, y sombreadas por el batiente oscuro del lucillo que las contiene, las

urnas de piedra donde bien con la mano en el montante o revestidas de la cogulla, se

ven las estatuas de los guerreros y abades más ilustres que han patrocinado este

monasterio o lo han enriquecido con sus dones.

Los diferentes y extraordinarios objetos que unos tras otros van hiriendo la

imaginación, la impresionan de una manera tan particular, que cuando, después de

haber discurrido por aquellos patios sombríos, aquellas alamedas misteriosas y

aquellos claustros imponentes penetro al fin en mi celda y desdoblo otra vez El

Contemporáneo para proseguir su lectura, paréceme que está escrito en un idioma que

no entiendo. Bailes, modas, el estreno de una comedía, un libro nuevo, un cantante

extraordinario, una comida en la embajada de Rusia, la compañía de Price, la muerte

de un personaje, los clownes, los banquetes políticos, la música, todo revuelto: una

obra de caridad con un crimen, un suicidio con una boda, un entierro con una función

de toros extraordinaria.

A esta distancia y en este lugar me parece mentira que existe aún ese mundo que

yo conocía, el mundo del Congreso y las redacciones, del casino y de los teatros, del

Suizo y de la Fuente Castellana, y que existe tal como yo le dejé, rabiando y

divirtiéndose, hoy en una broma, mañana en un funeral, todos deprisa, todos

cosechando esperanzas y decepciones, todos corriendo detrás de una cosa que no

alcanzan nunca, hasta que corriendo den en uno de esos lazos silenciosos que nos va

tendiendo la muerte, y desaparezcan como por escotillón con una gacetilla por

epitafio.

Cuando me asaltan estas ideas, en vano hago esfuerzos por templarme como

ustedes y entrar a compás de la danza. No oigo la música que lleva a todos envueltos

como en un torbellino; no veo en esa agitación continua, en ese ir y venir, más que lo

que ve el que mira un baile desde lejos; una pantomima muda e inexplicable, grotesca

unas veces, terrible otras. Ustedes, sin embargo, quieren que escriba alguna cosa, que

lleve mi parte en la sinfonía general, aun a riesgo de salir desafinado. Sea, y sirva esto

de introducción y preludio: quiere decir que si alguno de mis lectores ha sentido otra

vez algo de lo que yo siento ahora, mis palabras le llevarán el recuerdo de más

tranquilos días, como el perfume de un paraíso distante; y los que no, tendrán en

cuenta mi especial posición para tolerar que de cuando en cuando rompa con una nota

desacorde la armonía de un periódico político.

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