Mr. Bernard Shaw fue una de mis más tempranas antipatías. En efecto; casi mi
primer desahogo literario, escrito cuando servía como subalterno en el Ejército de la
India en 1897 (y que jamás vio la luz pública), era un feroz ataque contra aquél, con
motivo de un artículo suyo en que denigraba y ridiculizaba al Ejército británico en
alguna guerra de menor importancia. Pasaron cuatro o cinco años antes de que yo lo
conociese personalmente. Mi madre, siempre en grato contacto con círculos teatrales
y artísticos, me llevó un día a comer con él. Me sentí instantáneamente atraído por la
chispeante alegría de su conversación, e impresionado al no verle comer más que
vegetales y frutas y no beber más que agua. Refiriéndome a este último hábito, le
pregunté: «¿De veras no bebe usted nunca vino alguno?». «Soy lo suficiente
contumaz para encontrarme bien así». Quizá tuviese noticias de mi juvenil prejuicio
contra él. De años posteriores, y especialmente después de la Guerra, puedo recordar
varias agradables y, para mí, memorables charlas sobre política, principalmente
acerca de Irlanda y del socialismo. Supongo que tales encuentros no habrán sido
desagradables para él, pues tuvo la bondad de regalarme un ejemplar de su magnus
opus, The Intelligent Woman’s Guide to Socialism, advirtiéndome (a continuación y
erróneamente): «Es el medio mejor para impedir que usted lo lea». Al contrario,
poseo una tan vívida imagen de ese brillante, ágil, fiero y comprensivo ser que se
llama Jack Frost bailando entre cabrilleos de luz solar, que sentiría mucho perder el
libro.
Uno de sus biógrafos, Edward Shanks, dice de Bernard Shaw: «Es más
importante recordar que empezó a florecer al final del siglo XIX que su nacimiento en
Irlanda»; y es cierto, porque las influencias irlandesas sólo las descubren en él
aquellos que quieren encontrarlas. Por el contrario, la influencia del fin de siglo es
fuerte: no el pálido influjo de los decadentistas, sino el ímpetu ardiente del Nuevo
periodismo, el Nuevo movimiento político, el Nuevo movimiento religioso. Todo el
fervor y la afectación de los Movimientos Nuevos (con mayúsculas) se apoderaron de
él. Durante nueve años había estado viviendo en Londres bajo las punzadas de la
pobreza y el más agudo aguijón del fracaso. Su temo color marrón, su sombrero
puesto del revés (por alguna rara economía), su gabán negro que iba tirando
lentamente a verde, estaban llegando a ser gradualmente conocidos. Pero en todos
aquellos años no ganó más que seis libras, cinco de las cuales lo fueron por un
anuncio. Mientras tanto, vivía a expensas de su madre, y escribió sin lograr
retribución unas cuantas novelas mediocres.
Hallábase aún tan oscurecido que se sobrecogía y vacilaba al escribir hasta la
misma primera frase de sus artículos. Poco a poco se le fueron presentando algunos
trabajos: críticas de música, de teatros, sátiras políticas y artículos; pero hasta 1892
no apareció su primera comedia: Widower’s Houses.
Sus primeros años en Irlanda le habían imbuido en repugnancia contra la
respetabilidad y la religión; en parte porque eran los blancos que estaban de moda
entre la juventud de entonces, y Shaw ha sido siempre hijo de aquella época; y en
parte porque sus familiares, bien por un esfuerzo para mantenerse dignos de su
posición de primos de un baronet, o para encubrir su pobreza, sostenían sumisamente
aquellos principios.
Al verse llevado a la fuerza a los cultos de la capilla evangélica de la Baja Iglesia
y la prohibición de jugar con los hijos de los tenderos, creó en él fuertes complejos de
los que siempre se resintió, y le hizo proferir estruendosos improperios contra la
«moralidad fabricada en serie, contra la mansa conformidad de lo que se considera
como elegante»; en suma, contra lo que hoy se sintetiza en lo llamado por Mr.
Kipling «el alma densa de las cosas». Cuando al fin emergió, lo hizo como un heraldo
de rebeldía, un perturbador de los convencionalismos establecidos, un duende burlón,
malicioso y rebelde que planteaba los más abstrusos enigmas de la Esfinge.
Este hombre de treinta años, irritado y vacilante, pobre y enérgico, autor de varias
novelas sin éxito y de varias tajantes críticas, con buenos conocimientos de música y
de pintura, y un dominio jupiterino de los rayos de la indignación, se encontró a
media edad con Henry George y se afilió en seguida a la «Sociedad Fabiana» con
ardoroso entusiasmo. Habla en hoteles y en las esquinas de las calles. Domina su
nerviosismo. Colorea su estilo con ese matiz polémico que impregna todos los
prólogos de sus comedias. En 1889 manifiesta por primera vez cierta influencia
marxista. Más tarde abandona a Marx por Mr. Sidney Weeb, a quien siempre ha
reconocido como más influyente que nadie sobre sus opiniones. Pero estas fuerzas no
bastan; algo más debió de haber para inclinarse a reponer la religión como la fuerza
de dirección y de freno. Mr. Shanks dice: «Toda su vida ha sufrido un handicap: el de
su timidez para usar… el nombre de Dios, a pesar de no poder encontrarle adecuado
sustituto». Sin embargo, habrá de inventar la Fuerza-Vida, convertir al Salvador en un
socialista no del todo cordial, y crear un cielo a su propia imagen política.
«Las Bellas Artes —declara nuestro héroe en otro inciso— son el único maestro,
excepto el dolor». No obstante, y como suele, él no se somete a la disciplina de su
maestro. Él nunca se para en minucias en cuestiones que estima de poca monta, y
pocos años más tarde escribe: «Todo mi empeño en favor del Arte por el Arte se ha
venido abajo; me resultaba lo mismo que clavar hojas de papel con clavos de diez
peniques». Su gusto versátil le lleva a asociarse con Schopenhauer. Shelley, Goethe,
Morris y otros diversos guías. En un momento en que su facultad crítica parece
dormitar, ¡llega al extremo de parangonar a William Morris con Goethe!
Mientras tanto, continúa atrayendo toda la atención que puede. «Dejo las delicias
del retiro —escribe en Diabolonian Ethics— para aquellos que son señores primero y
trabajadores literarios después. Quédense para mí el carro y la trompeta»; y como la
trompeta sirve para despertar y llamar, con ella difunde grandes cantidades de
retumbantes absurdos como aquel de La quintaesencia del Ibsenismo: «Hay tantas
buenas razones para quemar a un hereje en la hoguera como para rescatar a la
tripulación de un buque náufrago; en realidad, las hay mejores».
El éxito real, vivo y esplendoroso no le llegó hasta fines del siglo XIX, y desde
entonces no le abandonó un momento. A discretos intervalos y con seguridad
creciente, sus obras teatrales triunfaban una tras otra. Cándia, Mayor Bárbara y
Hombre y Superhombre atraían con intensidad redoblada la atención del mundo
intelectual. En el vacío dejado por la anulación de Wilde, avanza armado de un genio
más agudo, un diálogo más tenso, unos temas más atrevidos, una construcción más
fuerte, una comprensión más natural y profunda. Las características y la idiosincrasia
de los dramas de Shaw tienen fama mundial. Sus producciones escénicas se
representan hoy no sólo dentro de las anchas fronteras de la lengua inglesa, sino fuera
de ellas, con más frecuencia que las de cualquier otro dramaturgo, excepto
Shakespeare. Todos los partidos y todas las clases, en todos los países, tuvieron que
aguzar mucho el oído la primera vez que las oyeron, y se felicitaron de volverlas a
oír.
Sus obras resultaban al principio un poco alarmantes. Ibsen había roto con las
«comedias bien construidas» haciéndolas mejor que nunca: Bernard Shaw rompió
con ellas no construyéndolas de ninguna manera. En una ocasión le dijeron que Sir
James Barrie había elaborado muy cuidadosamente la trama de Shall We Join the
Ladies? antes de empezar a escribirla. Bernard Shaw se mostraba escandalizado:
«¡Qué cosa más rara, saber cómo va a terminar una obra de teatro antes de haberla
comenzado! Cuando yo comienzo una obra de teatro, antes, no tengo la menor idea
de lo que va a suceder». Otra innovación principal suya consistió en hacer depender
su drama no del juego de los caracteres, ni del conflicto entre el carácter y las
circunstancias, sino de la pugna de opiniones. Sus ideas se convertían en personajes y
luchaban unas con otras, unas veces con intensos efectos dramáticos, otras no. Sus
seres humanos, con unas pocas excepciones, comparecen en escena por lo que tienen
que decir, no por lo que tienen que hacer. Y, sin embargo viven.
Recientemente, llevé a mis hijos a ver Mayor Bárbara. Veinte años habían
transcurrido desde que yo la había visto por primera vez. Aquellos veinte años eran
los más atroces que el mundo había conocido. Casi todas las instituciones humanas
habían sufrido cambios decisivos. Seculares fronteras habían sido barridas. La ciencia
había transformado las condiciones de nuestra existencia y el aspecto de la ciudad y
del campo. Una silenciosa evolución social, violentos cambios políticos, una extensa
ampliación de los cimientos sociales, una distensión inconmensurable de las
convenciones y restricciones, una transformación de las opiniones individuales y
nacionales, habían seguido la atropellada marcha de esta tremenda época. Pero en
Mayor Bárbara no existía un solo carácter que precisase ser retocado, ni una frase o
una insinuación que resultasen anacrónicas. Mis hijos se asombraron muchísimo al
enterarse de que esta comedia, el ápice mismo de la modernidad, hubiese sido escrita
cinco años antes de que ellos viniesen al mundo.
Pocas personas practican lo que predican, y ninguna menos que Bernard Shaw.
Pocas son más capaces que él en la eficaz utilización de esta norma. Su hogar
espiritual es, sin duda alguna, Rusia; su tierra nativa, el Estado Libre de Irlanda; pero
vive en la cómoda Inglaterra. Sus teorías disolventes sobre la vida y la sociedad han
sido resueltamente barridas de su conducta personal y de sus lares. Nadie ha
practicado una vida más respetable ni ha sido un disidente más formidable de su
propia y subversiva imaginación. Se burla del vínculo matrimonial y hasta a veces del
propio sentimiento amoroso; y, sin embargo, nadie está más felizmente o más
acertadamente casado que él. Disfruta las libertades de un charlatán irresponsable,
hablando por los codos desde por la mañana a la noche, y al mismo tiempo aboga por
la abolición de las instituciones parlamentarias y el establecimiento de una dictadura
de hierro, de la cual sería sin duda la primera víctima. Es otro caso para el comentario
de John Morley sobre Carlyle: «el Evangelio del silencio en 30 volúmenes por Don
Verboso». Promulga en inflexible decreto que todas las rentas deberían ser iguales y
que aquél que tenga más que otro es un culpable —inconsciente quizá— de vileza,
sino de fraude; siempre ha predicado el dominio por el Estado de todas las formas de
riqueza; y, sin embargo, cuando el presupuesto de Lloyd George impuso por primera
vez la iniciación modesta de una sobretasa, nadie puso el grito en el cielo con más
vigor que éste ya opulento fabiano. Es al mismo tiempo un adquisitivo capitalista y
un comunista sincero. Hace hablar alegremente a sus personajes de matar hombres
por una idea; pero él pondrá mucho reparo en matar una mosca. Parece ser que igual
placer le reporta el cultivo de hábitos, posiciones y actitudes contrarias. Se ha reído
de su propio y brillante camino a través de la vida; se complace en reprobar con sus
palabras y con sus actos las tesis y argumentos que ha empleado en circunstancias
análogas; gusta de adoptar el pro y el contra de las cuestiones; se goza en atormentar
y contrariar a su público presentándose como el debelador burlón de las propias
causas que ha defendido. El mundo lleva mucho tiempo contemplando con tolerancia
y regocijo los ágiles sarcasmos y las bufonadas de este único camaleón de dos
cabezas, mientras la criatura se afana en que la tomen en serio.
Supongo que los bufones, que tan importante papel desempeñaban en las Cortes
de la Edad Media, salvarían su piel de ser desollada y sus pescuezos de ser retorcidos,
por la imparcialidad con que distribuían en todas direcciones y en igual medida para
todos, sus satíricos golpes levantadores de ampollas. Antes de que un mandarín o un
potentado pudiesen sacar su tizona para reparar una burla sangrienta, la risa
convulsiva les privaba acaso de toda acción al ver la posición desairada en que el
sarcasmo dejaba a sus compañeros o a su rival. Todos estaban tan ocupados en frotar
la propia espinilla, que nadie tenía tiempo para castigar el puntapié del agresor. Por
eso supervivió el bufón; por eso tuvo acceso a los círculos más encopetados y pudo
permitirse la libertad de mofa bajo la mirada atónita de la tiranía y de la barbarie.
Una vez que la vaca de Shaw —para cambiar de ejemplo— ha rendido el íntegro
producto de sus ubres, vuelca a patadas el cubo de la leche sobre el sediento
ordeñador absorto. Rinde excepcional homenaje a la obra del Ejército de Salvación, y
pocos minutos después lo pone en ridículo y lo abandona. En La otra isla de John
Bull, tan pronto somos cautivados por el encanto y el ambiente de Irlanda como
vemos a una raza irlandesa atrabiliaria, entregada a ruines patrañas y reducida a
mezquinos propósitos. El autonomista liberal que tan confiadamente esperaba de
Bernard Shaw justificación y aplauso por su causa, se encontró en un tris de ser
objeto de la sátira más difícilmente igualada en el escenario. Las emociones intensas
que suscitan en nuestros corazones la sentencia y el martirio de Juana de Arco se
borran inmediatamente por la arlequinada que constituye el acto final. La bandera
roja, el himno internacional del partido laborista, es calificada por éste, el más
brillante de los intelectuales socialistas, como «la marcha fúnebre de una anguila
frita». Su obra más seria sobre el socialismo, una obra maestra de razonamiento, la
encarnación de las más sólidas convicciones de Bernard Shaw, de su larga y variada
experiencia; aquello que constituye una contribución a nuestro pensamiento, y que le
ocupó tres largos años, que podrían servirle para producir media docena de comedias
famosas, es leída con provecho y delectación por la sociedad capitalista y rechazada
por los políticos laboristas. Nadie ha dejado de ser zaherido, todas las ideas han sido
ridiculizadas, y todo, sin embargo, continúa lo mismo que antes. Nos hallamos en
presencia de un pensador original, sugeridor, profundo; pero un pensador que incurre
en contradicciones, y expone su pensamiento tal cual alumbra su mente sin
preocuparse de que se mantenga en relación coherente con lo que ha dicho antes, ni la
repercusión que pueda tener en las convicciones ajenas. Y, sin embargo —y ésta es la
esencia de lo paradójico—, nadie es capaz de decir que Bernard Shaw no sea un
espíritu sincero ni que al mensaje de su vida le haya faltado consistencia.
Y a todos nos parece, sin duda, muy bien que el Bufón haya reído en nuestro
medio ambiente.
Hace algunos años, las referencias publicadas con motivo de su viaje a Rusia me
hicieron feliz. Escogió como codelegada o compañera de excursión a Lady Astor. La
elección fue un verdadero acierto. Lady Astor, como Bernard Shaw, goza de gran
predicamento en todos los continentes. Ejerce su imperio en ambas orillas del
Atlántico, en el Nuevo Mundo lo mismo que en el Viejo, como el más elevado
exponente de la sociedad elegante a la vez que de la democracia feminista. Sabe
combinar una amabilidad exquisita y cordial con un lenguaje insinuante e incisivo,
encarna el portento histórico de ser la primera mujer que ha llegado a ser miembro de
la Cámara de los Comunes. Denuncia el vicio del juego en términos desmesurados y
está íntimamente asociada en la propiedad de una cuadra casi sin rival en las carreras
de caballos. Acepta la hospitalidad y la lisonja de los comunistas y permanece siendo
diputada conservadora por el distrito de Plymouth. Realiza tan opuestas cosas con
tanta naturalidad y acierto, que el público, cansado de murmurar, se limita a abrir la
boca.
Creemos que los jefes de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas no
dejarían de experimentar cierta emoción mientras esperaban la llegada a sus adustos
dominios de semejante jocunda arlequinada. Los rusos han sido siempre aficionados
a los circos ecuestres y a los cómicos de la legua. Y he aquí que llegaba a sus puertas
el más famoso Clown internacional, y Pantalón al mismo tiempo, de todo el mundo y
la más encantadora Colombina de la pantomima capitalista. ¡Ah!, pero no debemos
olvidar que el objeto de la visita era educativo e investigador. Nada más importante
para nuestras figuras públicas que comprobar por sí mismas la verdad acerca de
Rusia; descubrir por inspección personal los resultados de la aplicación del plan
quinquenal. Cuán necesario es saber si el comunismo es realmente mejor que el
capitalismo y enterarse de cómo les va a las ingentes masas rusas bajo el nuevo
régimen en su «lucha por la vida, la libertad y la felicidad». ¿Quién rehusará dedicar
unos cuantos días a tan arduas tareas? Para el viejo Bufón, con su helada sonrisa y su
capital muy seguramente colocado, se presentaba una magnífica ocasión para dar una
serie de desconcertantes pisotones a los callos de sus apasionados huéspedes.
Santo, sabio y clown; venerable, profundo e irreprimible, Bernard Shaw recibe, si
no las salutaciones, por lo menos los aplausos de una generación que lo honra como
un eslabón más en la cadena de los pueblos y como el mayor maestro entre vivos de
las letras inglesas.
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