Pforta, 19 de noviembre de 1861
¡Querido amigo!
Algunas exposiciones de tu última carta acerca de Hölderlin me han sorprendido mucho, y me siento movido a entrar en liza contra ti en defensa de este mi poeta preferido. Voy a recordarte tus duras, más aún, injustas palabras; acaso abrigues ya ahora una opinión distinta: “Me resulta completamente inexplicable que Hölderlin pueda ser tu poeta preferido. A mí, al menos, esos sonidos nebulosos, medio dementes, de un alma desgarrada, rota, me han producido únicamente una impresión triste y a veces repulsiva. Oscura palabrería, a veces pensamiento de locos, violentos arrebatos contra Alemania, endiosamiento del mundo pagano, unas veces naturalismo, otras panteísmo, otras politeísmo, en resuelta confusión; todo esto se halla impreso en sus poesías, aunque, eso sí, en bien logrados metros griegos.” ¡En bien logrados metros griegos! ¡Dios mío! ¿Ése es tu único elogio? Esos versos (para hablar únicamente de la forma externa) han brotado de una alma purísima, delicadísima, esos versos, que con su naturalidad y originalidad oscurecen el arte y la elegancia formal de Platón, esos versos que a veces se ondulan con un sublime aliento de odas, y a veces se pierden en los más delicados sonidos de la melancolía, ¿tú no puedes elogiar esos versos con otra palabra que con la insípida y ordinaria de “bien logrados”? Y, desde luego, no es ésta tu mayor injusticia. ¡Oscura palabrería y a veces pensamientos de loco! Estas desdeñosas palabras me hacen ver, primero, que eres víctima de un insulso prejuicio contra Hölderlin, y en segundo lugar, sobre todo, que para ti los versos de ese poeta son oscuras fantasías nada más que porque tú ni sus poesías ni sus otras creaciones. Pareces estar en la creencia de que Hölderlin ha escrito únicamente poesías. Así, pues, no conoces el Empédocles, ese fragmento dramático tan importante, en cuyos melancólicos sonidos se transparenta el futuro del desgraciado poeta, la tumba de una demencia que duró años, pero no, como tú opinas, con una oscura palabrería, sino con el más puro lenguaje sofocleo y con una riqueza infinita de hondísimos pensamientos. Tampoco conoces el Hiperión, que, con el armonioso movimiento de su prosa, con la sublimidad y la belleza de las figuras que en él aparecen, me produce una impresión semejante al oleaje del mar agitado. De hecho, esa prosa es música, dulces sonidos blandos, interrumpidos por disonancias dolorosas, y que acaban en un suspiro de sombrías, inquietantes canciones sepulcrales. Pero lo dicho concernía principalmente a la forma externa; permíteme que añada ahora algunas palabras sobre la riqueza de pensamientos de Hölderlin, que tú pareces considerar como confusión y oscuridad. Si bien tu reproche puede aplicarse en verdad a algunas poesías de la época de su locura, e incluso en las anteriores la profundidad del sentido se debate a veces con la inminente noche de la demencia, sin embargo, la inmensa mayoría de esos poemas son perlas puras, preciosas, de nuestro arte poético. Te remito únicamente a poesías como “Retorno a la patria”, “El río encadenado”, “Puesta de sol”, “El cantor ciego”; voy a aducir incluso las últimas estrofas de “Fantasía vespertina”, poema en el cual se expresan la más profunda melancolía y más hondo anhelo de sosiego.
En el cielo vespertino florece una primavera;
Innumerables brotan las rosas, y tranquilo parece
El mundo de oro; oh, ¡llevadme hacia allá,
Nubes de púrpura! ¡Y que allí arriba
En luz y aire se desvanezcan el amor y la pena!
Pero, como ahuyentado por una loca súplica, huye
El encanto. Comienza a oscurecer, y solitario
Bajo el cielo, como siempre, me encuentro.
¡Ven tú, sueño suave! ¡Demasiadas cosas
Anhela el corazón, y por fin, tú, juventud, te extingues!
¡Tú inquieta, soñadora!
¡Pacífica y jovial es entonces mi vejez!
En otras poesías, como especialmente en “Conmemoración” y en “Peregrinación”, el poeta nos alza hasta la idealidad más elevada, y nosotros sentimos con él que esa identidad era su elemento patrio. Finalmente, es notable toda una serie de poesías, en las que Hölderlin dice amargas verdades a los alemanes, verdades que, con frecuencia, están más que justificadas. También en el Hiperión lanza agudas y cortantes palabras contra la “barbarie” alemana. Sin embargo, este aborrecimiento de la realidad es conciliable con el máximo amor a la patria que Hölderlin poseyó también realmente en alto grado. Pero en el alemán, odiaba al mero especialista, al filisteo.
En la inacabada tragedia, Empédocles, el poeta nos despliega su naturaleza propia. La muerte de Empédocles es una muerte nacida de un orgullo divino, de un desprecio hacia los hombres, de un estar harto de la tierra, y de un panteísmo. La obra entera, siempre que la he leído, me ha conmovido de manera muy especial; una majestad divina alienta en ese Empédocles. En el Hiperión, en cambio, aunque parece estar bañado asimismo en una luminosidad transfiguradora, todo es insatisfactorio e imperfecto; las figuras que el poeta evoca con “imágenes de aire que, despertando nostalgias, nos rodean con sus sonidos, nos embelesan, pero también suscitan un anhelo insatisfecho”. En ningún otro lugar se revela con sonidos más puros que aquí la nostalgia de Grecia; en ningún otro tampoco destaca con mayor claridad que aquí la afinidad anímica de Hölderlin con Schiller y con Hegel, su amigo íntimo.
Muy pocos son los puntos que he podido tocar, pero a tu discreción, querido amigo, he de dejar el que, a base de los rasgos aludidos, te formes una imagen del desgraciado poeta. Si no refuto los reproches que le haces por sus contradictorias opiniones religiosas, has de atribuirlo a mi demasiado escaso conocimiento de la filosofía, en cual exige en gran manera un estudio más detenido de ese fenómeno. Acaso tú te tomes alguna vez la molestia de penetrar con más detalle en ese punto, y con la iluminación del mismo, arrojar algo de luz sobre las causas de su perturbación mental, las cuales, de todos modos, es difícil que tengan ahí sus únicas raíces.
Me perdonarás seguramente el que, en mi entusiasmo, haya empleado a veces palabras duras contra ti; lo único que deseo –y ésta es la finalidad que doy a mi carta- es que, mediante ella, te sientas movido a adquirir un conocimiento y a tener una estimación imparcial de ese poeta que la mayoría del pueblo apenas conoce ni de nombre.
Tu amigo,
F. W. Nietzsche
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