En cuanto leía a un escritor, distinguía muy pronto bajo las palabras la
tonada de la canción, que es diferente en cada autor a la que existe en los
demás, y leyendo, sin darme cuenta, la canturreaba, aceleraba las notas, las
moderaba, o las interrumpía, para señalar su compás y su repetición, como se
hace cuando se canta, y se espera a veces mucho tiempo según el compás de la
música, antes de pronunciar el final de una palabra.
Sabía muy bien que si, al no haber podido trabajar nunca, no sabía escribir,
tenía el oído más fino y más entonado que muchos otros, lo que me ha
permitido hacer pastiches, pues en un escritor, cuando se tiene la música, las
palabras llegan pronto. Pero este don no lo he utilizado, y de vez en cuando, en
períodos diferentes de mi vida, ése, como el de descubrir una relación profunda
entre dos ideas, dos sensaciones, siempre lo siento vivo en mí, pero no
fortalecido, y que pronto estará debilitado y muerto. Sin embargo, será difícil,
pues con frecuencia al estar más enfermo, cuando ya no me acuden ideas a la
mente y se me van las fuerzas, cuando ese yo que a veces reconozco percibe
esos vínculos entre dos ideas, como suele ocurrir en otoño, cuando no quedan
ya flores ni hojas, que es cuando se oyen en los paisajes los acordes más
profundos. Y este muchacho que juega así en mi interior, sobre las ruinas, no
necesita ningún alimento, se nutre sólo del placer que la visión de la idea que
descubre le proporciona, él la crea, ella lo crea, él muere, pero una idea lo
resucita, como esas semillas que interrumpen su germinar en una atmósfera
demasiado seca, que se mueren: pero un poco de humedad y calor basta para
hacerlas renacer.
Y creo que el muchacho que en mí se entretiene en eso debe ser el mismo
que tiene también el oído fino y entonado para percibir entre dos impresiones,
entre dos ideas, una armonía muy delicada que otros no advierten. Lo que es
este ser no lo sé. Pero si crea de algún modo éstas armonías, vive de ellas, se
agita al instante, germina, crece, con todo lo que ellas le dan de vida, y muere
en seguida no pudiendo vivir más que de ellas. Más, por muy prolongado que
sea el sueño en que se sume pronto (como las semillas de Becquerel), no
muere, o mejor muere pero para renacer si otra armonía se presenta, incluso si
tan sólo entre dos cuadros de un mismo pintor percibe una misma sinuosidad
de perfiles, una misma pieza de tela, una misma silla, que muestra algo de
común entre los dos cuadros: la predilección y la esencia del alma del pintor.
Lo que hay en el cuadro de un pintor no puede alimentarlo, ni tampoco en un
libro ni en un segundo cuadro del pintor ni en un segundo libro del autor. Pero
si en el segundo cuadro o en el segundo libro percibe algo que no está en el
segundo ni el primero, pero que está de alguna forma entre los dos, en una
especie de cuadro ideal que ve modelarse en sustancia espiritual fuera del
cuadro, ha recibido su alimento y comienza a existir y a ser dichoso. Pues para
él existir y ser dichoso no es más que una sola cosa. Y si entre ese cuadro ideal
y ese libro ideal, cada uno de los cuales basta para hacerle feliz, descubre un
vínculo más excelso todavía, su gozo aumenta también. Pues muere
instantáneamente en lo individual, y empieza inmediatamente a flotar y a vivir
en lo general. No vive más que de lo general, lo general lo anima y le nutre, y
muere al instante en lo particular. Pero mientras vive, su vida no es más que un
éxtasis y una felicidad. Sólo él debería escribir mis libros. ¿Pero serían
realmente más bellos?
Qué importa que se nos diga: con ello pierde usted su habilidad. Lo que
nosotros hacemos es volver a la vida, romper con todas nuestras fuerzas el
cristal de la costumbre y del razonamiento que se prende inmediatamente en la
realidad y hace que no la veamos nunca, es hallar el mar libre. ¿Por qué esta
coincidencia entre dos impresiones nos devuelve la realidad? Acaso porque ella
resucita entonces con lo que omite, mientras que si razonamos, si tratamos de
acordarnos, añadimos o quitamos.
Los libros bellos se escriben en una especie de lengua extranjera. En cada
palabra vierte cada uno de nosotros su sentido o su imagen al menos, que suele
ser un contrasentido. Pero en los libros bellos, los contrasentidos en que se
incurre son bellos. Cuando leo el pastor de L'Ensorcelée, veo un hombre a la
manera de Mantegna, y con el color de la T… de Botticelli. Pero quizá no es en
absoluto lo que ha visto Barbey. Ahora bien, hay en su descripción un conjunto
de relaciones que, supuesto el punto de partida falso de mi contrasentido, le
confieren la misma progresión en belleza. Por eso las variantes, las
correcciones, las mejores ediciones, no revisten tanta importancia. Varias
versiones del soneto de Verlaine Tite el Bérenice.
Parece que la originalidad de un hombre de genio no sea más que como
una flor, una cima superpuesta al mismo yo que el de las personas de talento
mediocre de su generación; pero ese mismo yo, ese mismo talento mediocre,
existe en ellos.
Es tan personal, tan único, el principio que actúa en nosotros cuando
escribimos y crea poco a poco nuestra obra, que dentro de la misma generación
los temperamentos de la misma especie, de la misma familia, de la misma
cultura, de la misma inspiración, del mismo medio, de la misma condición,
toman la pluma para escribir casi de la misma forma, la misma cosa descrita, y
añade cada uno la fioritura particular suya que hace de la misma cosa algo
completamente nuevo, en donde todas las proporciones de las cualidades de
los otros quedan desplazadas. Y así continúa el género de los escritores
originales, cada uno dejando oír una nota esencial que no obstante, en un
intervalo imperceptible, es irreductiblemente distinta de la que la precede, de la
que la sigue. Mirad, uno junto al otro, a todos nuestros escritores: sólo los
originales así como los grandes, que son también escritores originales, y que por
eso no cabe aquí distinguirlos. Mira cómo se parecen y cuántos difieren.
Sigúelos con la mirada el uno a continuación del otro, como en una guirnalda
enlazada al alma y hecha flores innumerables, pero diferentes todas, en una
hilera, France, Henri de Régnier, Boylesve, Francis Jammes, en una misma fila,
mientras que en otra verás a Barrès y en otra a Loti.
Sin duda cuando Régnier y France empezaron a escribir tenían la misma
cultura, la misma concepción del arte, trataron de describir lo mismo. Y esos
cuadros que trataban de pintar tenían poco más o menos el mismo concepto de
su realidad objetiva. Para France la vida es el sueño de un sueño, para Régnier
las cosas tienen el semblante de los sueños. Pero esta similitud de nuestros
pensamientos y de las cosas. Régnier, meticuloso y honrado, se atormenta
inmediatamente por no olvidarse nunca de comprobarla, en demostrar la
coincidencia; vierte en su obra su pensamiento, su frase se alarga, se precisa, se
retuerce, oscura y minuciosa como una aguileña, mientras que la de France,
resplandeciente, abierta y lisa, es como una rosa de Francia.
Y como esa realidad verdadera es interior, puede derivarse de una impresión
conocida, frivola incluso, o mundana, cuando se halla a una cierta profundidad
y liberada de esas apariencias, no establezco ninguna diferencia entre el arte
elevado, que no se ocupa más que del amor, de las nobles ideas, y el arte
inmoral o fútil, los que retratan la psicología de un sabio o de un santo y no la
de un hombre de mundo. Por lo demás, en todo lo que se refiere al carácter y
las pasiones, los reflejos, no existe diferencia; el carácter es el mismo en los dos,
como los pulmones y los huesos, y el fisiólogo, para demostrar las grandes leyes
de la circulación de la sangre, no se preocupa de que las visceras se hayan
extraído del cuerpo de un artista o de un tendero. Quizá cuando nos veamos
ante un verdadero artista, que habiendo roto las apariencias baje a la
profundidad de la verdadera vida, podamos entonces, al haber obra de arte,
interesarnos en una obra planteando problemas de mayor amplitud (no dejar
este horrible estilo). Pero primero, que haya profundidad, que se hayan
alcanzado las regiones de la vida espiritual en donde pueda crearse la obra de
arte. Ahora bien, cuando veamos que un escritor en cada página, en cada
situación en la que se encuentra su personaje, no la profundiza nunca, no lo
vuelve a replantear en función de sí mismo, si no que se sirve de expresiones ya
hechas, que a su propósito nos sugiere lo que debemos a los demás —a los
peores de entre ellos— cuando queremos hablar de algo; si no descendemos a
esa calma profunda donde el pensamiento escoge las palabras en que se
reflejará por entero; un escritor que no ve su propio pensamiento, invisible
entonces para él, sino que se contenta con la grosera apariencia, que lo oculta a
cada uno de nosotros en cada momento de nuestra vida, con el que el vulgo se
contenta en su perpetua ignorancia, y que el escritor aleja, tratando de ver lo
que hay en el fondo; cuando por la selección o más bien la ausencia absoluta
de selección de sus palabras, de sus frases, la banalidad trillada de todas sus
imágenes, la ausencia de ahondamiento en cualquier situación,
comprenderemos que un libro semejante, incluso si en cada página infama al
arte amanerado, al arte inmoral, al arte materialista, es él mismo mucho más
materialista, pues no desciende a la región espiritual de donde han salido las
páginas que no han hecho quizá más que describir cosas materiales, pero con
ese talento que es la prueba innegable de que proceden del espíritu. Por más
que nos diga que el otro arte no es arte popular, sino arte para unos cuantos,
pensaremos nosotros que ese arte es el suyo, pues no hay más que una manera
de escribir para todos, y es escribir sin pensar en nadie, para lo que hay en uno
de esencial y de profundo. Mientras que él escribe pensando en algunos, en
esos artistas llamados amanerados, y sin intentar ver cuál es su pecado, sin
profundizar hasta hallar lo eterno de la impresión que le producen, eternidad
que esa impresión contiene como lo contiene el temblor de un espino, o
cualquier otra cosa en la que se sepa penetrar; pero en esto, como en todo,
ignorando lo que pasa en su fondo, contentándose con fórmulas trilladas y con
su mala disposición, sin tratar de ver el fondo: «Aire viciado de capilla, sal pues
afuera. Qué me importan sus ideas, pues bien, qué importa que se sea clerical.
Usted me desagrada, a esas mujeres habría que azotarlas. Ya hay, pues, sol en
Francia. No puede usted, por tanto, componer una música ligera. Hace falta
que usted lo ensucie todo, etc». Por lo demás, está de alguna manera obligado
a esa superficialidad y a esa mentira, puesto que escoge por héroe a una
persona de mal genio cuyas ocurrencias terriblemente banales son
exasperantes, pero podrían encontrarse en un hombre de talento.
Desgraciadamente, cuando Jean Christophe, pues es a él a quien me refiero,
deja de hablar, Romain Rolland sigue amontonando trivialidad tras trivialidad, y
cuando busca una imagen más precisa es una obra de investigación y no un
hallazgo, y en donde se muestra inferior a cualquier escritor de hoy día. Los
campanarios de sus iglesias, que son como grandes brazos, son inferiores a todo
lo que descubrieron Renard, Adam y quizás el mismo Leblond.
Por eso ese arte es el más superficial, el más insincero, el más material
(incluso si su tema es el alma, pues la única manera de que en un libro haya
alma no consiste en que tenga por tema al alma, sino que ésta lo haya creado.
Hay más en Curé de Tours de Balzac, que en su personaje del pintor
Steinbock), y también el más común. Pues sólo las personas que no saben qué
es la profundidad y que, viendo en todo momento banalidades, falsos
razonamientos, fealdades, no las perciben, sino que se embriagan con el elogio
de la profundidad, que dicen: «¡Ahí está el arte profundo!», lo mismo que
cuando alguien dice sin cesar: «¡Ah!, yo soy franco, no necesito que nadie diga
en mi lugar lo que pienso, todos estos grandes señores son unos aduladores, yo
soy un zafio», y alude a las personas que no saben, un hombre educado sabe
que esas declaraciones nada tienen que ver con la verdadera franqueza en el
arte. Sucede en esto como en la moral: la pretensión no puede sustituir al
hecho. En el fondo toda mi filosofía se resume, como toda filosofía verdadera,
en justificar, en reconstruir, lo que es. (En moral, en arte, ya no se juzga sólo un
cuadro por sus pretensiones de gran pintura, ni la valía moral de un hombre por
sus discursos). La sensatez de los artistas, el único criterio de la espiritualidad de
una obra, es el talento.
El talento es el criterio de la originalidad, la originalidad es el criterio de la
sinceridad, el placer (para quien escribe) es quizás el criterio de la verdad del
talento.
Casi resulta tan estúpido decir al hablar de un libro: «Es muy inteligente»,
como «quería mucho a su madre». Aunque lo primero todavía está por
demostrar.
Los libros son obra de la soledad e hijos del silencio. Los hijos del silencio
no deben tener nada en común con los hijos de la palabra, las ideas nacidas del
deseo de decir algo, de una culpa, de una opinión, es decir, de una idea oscura.
La materia de nuestros libros, la sustancia de nuestras frases, tiene que ser
inmaterial, no tomada tal cual de la realidad, sino que nuestras mismas frases y
hasta los episodios deben estar hechos de la sustancia transparente de nuestros
mejores momentos, en donde estamos fuera de la realidad y del presente. El
estilo y el asunto de un libro tienen que formarse con esas gotas de luz
ensambladas.
Además, es tan vano escribir especialmente para el pueblo como para los
niños. Lo que enriquece a un niño no es un libro de niñerías. ¿Por qué hay que
creer que un obrero electricista necesita que escribáis mal y habléis de la
Revolución francesa para que os comprenda? En primer lugar, sucede
precisamente lo contrario. De la misma forma que a los parisinos les gusta leer
los viajes a Oceanía y a los ricos los relatos de la vida de los mineros rusos, al
pueblo le gusta leer cosas que no se relacionen con su vida. Además, ¿por qué
trazar esta barrera? Un obrero (véase Halévy) puede ser baudelairiano.
Esta mala disposición que no quiere ver en el fondo de sí (que es en estética
lo semejante a un hombre que tiene empeño en conocer a alguien y que dice
con esnobismo: «¿Necesito yo a ese señor? De qué me puede servir conocerlo;
me desagrada») es, aumentado, lo que yo reprocho a Sainte-Beuve, es (aunque
el autor no hable más que de Ideas, etc.), una crítica materialista, hecha con
palabras que dan placer a los sabios, a las comisuras de la boca, a las cejas
enarcadas, a los hombros, y cuya contracorriente no tiene el espíritu, el coraje,
de remontar para ver lo que hay allí. Pero a pesar de todo, en Sainte-Beuve
mucho más arte acredita mucho más pensamiento.
Los escritores que admiramos no pueden servirnos de guía, pues poseemos
en nosotros como la aguja imantada o la paloma mensajera, el sentido de
nuestra orientación. Pero mientras que guiados por ese instinto interior volamos
hacia adelante y seguimos nuestro camino, a veces, cuando echamos la mirada
de derecha a izquierda sobre la obra nueva de Francis Jammes o de
Maeterlinck, sobre una página de Joubert o de Emerson que no conocíamos, las
reminiscencias anticipadas que encontramos de la misma idea, de la misma
sensación, del mismo esfuerzo artístico que expresamos en ese momento, nos
agradan, como bondadosos postes indicadores que nos indican que no nos
hemos equivocado, o como mientras descansamos un instante en un bosque,
nos sentimos reafirmados en nuestro camino por el paso muy cerca de nosotros,
a tiro de piedra, de palomas fraternas que no nos han visto. Superfluas si se
quiere. Pero en modo alguno inútiles.
Las cosas bellas que escribiremos si tenemos talento están en nosotros,
indistintas, como el recuerdo de una tonada, que nos encanta sin que podamos
hallar el contorno, tararearlo, ni siquiera dar una impresión cuantitativa, decir si
hay pausas, o sucesión de notas rápidas. A los que les obsesiona el recuerdo
confuso de las verdades que nunca conocieron, son los hombres dotados. Pero
si se contentan con decir que oyen un aire delicioso, no muestran nada a los
demás, no tienen talento. El talento es como una especie de memoria que les
permitirá llegar a acercarles a esa música confusa, oírla cairamente, anotarla,
reproducirla y cantarla. Llega una edad en que el talento se debilita como la
memoria, en que el músculo mental que acerca los recuerdos interiores y los
exteriores carece ya de fuerza. Algunas veces esa edad dura toda la vida, por
falta de ejercicio, por una satisfacción demasiado rápida de sí mismo. Y nadie
sabrá jamás, ni siquiera uno mismo, la tonadilla que le perseguía con su ritmo
inaprehensible y delicioso.
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