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Foto del escritorAmenhotep VII

ESBOZOS PARA UNA SEMBLANZA DE WINCKELMANN - Johann Wolfgang von Goethe



El recuerdo de los hombres notables, así como la presencia de las obras de

arte más importantes excita de vez en cuando el espíritu de reflexión. Unos y otras se

constituyen en legados para todas las generaciones. Aquéllos por sus hechos y su

fama póstuma, éstas se conservan como seres inefables. Todo sujeto perspicaz sabe

muy bien que sólo tendría un auténtico valor la contemplación de su peculiar

totalidad, y sin embargo una y otra vez se intenta saber algo de unas y otros mediante

la reflexión y la palabra.

Nos sentimos especialmente incitados a esto cuando se descubre y se divulga algo

nuevo relacionado con estos objetos. De esta manera nuestra renovada atención sobre

Winckelmann, su carácter y sus obras, se encuentra ahora en un momento propicio,

pues sus cartas recién editadas arrojan una viva luz sobre algunos aspectos de su

pensamiento y sus estados anímicos.


Introducción


La naturaleza no ha negado a los hombres comunes un valioso don. Me refiero al

vivaz instinto de aferrarse con placer al mundo externo, conocerlo, ponerse en

relación con él y, ligados a él, formar un todo. Sin embargo los espíritus privilegiados

suelen presentar la propiedad de sentir una especie de horror ante la vida real: se

recogen en sí mismos, crean en su interior un mundo propio y de este modo producen

hacia dentro lo más excelente.

Por el contrario, en hombres especialmente dotados se da la necesidad conjunta

de buscar afanosamente lo que la naturaleza depositó en ellos y al mismo tiempo

encontrar en el mundo externo las réplicas correspondientes. De esta manera elevan

lo íntimo al todo y a la conciencia y se convierten en figuras queridas tanto para el

mundo presente como para la posteridad.

Nuestro Winckelmann era de esa especie, la naturaleza había puesto en él todo lo

que hace y adorna al hombre. Pero él empleó toda su vida en buscar lo excelente y lo

digno en el hombre y en el arte que preferentemente se ocupa del hombre.

Sufrió como otros muchos una humilde infancia, una educación insuficiente

en la adolescencia, estudios incoherentes y desperdigados en la juventud, el agobio de

la profesión escolar y todo lo angustioso y arduo que pueda haber en ésta. Cumplió

los treinta años sin haber gozado de ningún favor del destino, pero en él mismo

estaban latentes los gérmenes de un dicha digna de desearse y también posible.

Ya en esos tristes tiempos encontramos indicios de su afán por cerciorarse con los

propios ojos del mundo y sus estados. Aunque dicho afán aún era vago y confuso, ya

se manifestaba suficientemente. Algunos intentos, no debidamente meditados, de

viajar al extranjero se frustraron. Soñaba con viajar a Egipto, se puso en marcha hacia

Francia, unos problemas imprevistos le hicieron regresar. Mejor dirigido por su

genio, concibió finalmente la idea de dirigirse a Roma. Él presentía qué adecuada

sería para él una estancia allí. Esto no fue una ocurrencia casual, era un plan que

afrontó con sagacidad y tesón.


Lo antiguo


El hombre puede hacer algo considerable mediante el empleo de sus fuerzas

individuales o puede llegar a lo extraordinario mediante el concurso conjunto de

varias capacidades. Pero lo único, lo plenamente inesperado lo puede llevar a cabo

sólo cuando en él se reúnen en igual medida todas las capacidades. En esto último

consistió la suerte que les correspondió a los antiguos, especialmente a los griegos de

su época mejor. Los otros dos aspectos son los que ha reservado el destino para

nosotros.

Supongamos que la sana naturaleza del hombre obrase como una totalidad;

supongamos que éste se percibiese a sí mismo en el mundo como un todo bello, noble

y valioso; supongamos que el bienestar armónico le proporcionase un puro y libre

goce. Entonces el universo, si fuese capaz de sentirse a sí mismo, suspiraría aliviado

por haber llegado a su fin y admiraría la culminación de su devenir y esencia

propias. Pues ¿qué sentido tendría todo un firmamento ataviado con un manto de

soles, planetas y lunas, de estrellas y vías lácteas, de cometas y nebulosas, de mundos

hechos y por hacer si no es para que se regocije un hombre afortunado que hasta

entonces no tenía noticia de su existencia?

El hombre moderno tiende a lanzarse, como acabamos de hacer nosotros, casi en

cada una de sus consideraciones a lo infinito, para finalmente si le es posible, volver

de nuevo a un punto limitado. Por su parte los antiguos sentían, sin rodeos e

inmediatamente, su único placer dentro de los apreciados límites del bello mundo.

Eran su morada, su vocación, en ellos hallaba campo su actividad y objeto y alimento

su pasión.

¿Por qué son sus poetas e historiadores el asombro del hombre perspicaz, la

desesperación de los imitadores? Porque aquellas personas activas de que hablamos

tomaban profundamente parte de su propio yo, del estrecho ámbito de su patria, de la

senda marcada de su vida individual y cívica, y obraban poniendo en ellas todos sus

sentimientos, toda su inclinación y toda su energía sobre el presente. De ahí que a

un expositor de igual mentalidad no pudiera costarle gran trabajo inmortalizar ese

presente.

Aquello que sucedía era lo único que para ellos tenía valor, así como para

nosotros sólo parece tenerlo en algún grado aquello que se piensa o se siente.

Del mismo modo vivía el poeta en el mundo de su imaginación que el historiador

en el de la política y el investigador en el de la naturaleza. Todos se atenían

firmemente a lo próximo a lo verdadero, a lo real, e incluso las imágenes de su

fantasía tenían huesos y médula. El hombre y lo humano se estimaban como lo más

valioso, y todas sus relaciones internas y externas con el mundo se describían con tan

gran sentido como se contemplaban. Aun así el sentimiento y la atención no habían

llegado a fraccionarse, todavía esa apenas curable escisión no se había operado en la

sana fuerza del hombre.

Pero no sólo el gozar de la dicha, sino también el soportar la desdicha eran dones

propios en alto grado de aquellas naturalezas. Pues así como la fibra de calidad resiste

al mal y tras cada ataque morboso se repone en seguida, así también aquel sano

sentido peculiar era capaz de reaccionar rápida y fácilmente contra todo accidente de

dentro o de fuera. Pues una naturaleza así, antigua en cuanto eso puede predicarse de

un contemporáneo nuestro, reapareció en Winckelmann. Desde el principio mismo él

fue superando una ingente cantidad de pruebas. Tras treinta años de humillación,

contrariedades y tribulaciones no lograron domarlo, apartarlo de su camino, ni

mellarle el ánimo. No bien consiguió él conquistarse una libertad conforme a sus

necesidades, aparece ya entero y realizado, en pleno sentido antiguo. Destinado a la

actividad, goce y privación, júbilo y pesar, posesión y pérdida, elevación y

abatimiento, y en tales singulares alternativas siempre contento con la hermosa tierra

en que tan voluble sino nos visita.

Ahora bien, si en la vida su espíritu fue verdaderamente clásico, también se

mantuvo fiel a él en sus estudios. Al tratar las ciencias en toda su amplitud los

antiguos se encontraban ya en una posición incómoda, pues para la aprehensión de

los múltiples y extrahumanos objetos de las mismas es casi inexcusablemente un

fraccionamiento de las potencias y facultades, una desarticulación de la unidad. Más

aventurada resulta aun en semejante caso la situación de un moderno, ya que corre

peligro de dispersarse en la elaboración aislada de lo múltiple y de perderse en

conocimientos incoherentes, sin gozar como los antiguos del don de compensar lo

inasible con lo completo de su personalidad.

Así también Winckelmann merodeó muchas veces por lo cognoscible y lo digno

de ser conocido, en parte por gusto y amor, en parte por necesidad. Sin embargo más

tarde o temprano, siempre volvía a la antigüedad, sobre todo a la griega, de la que tan

afín se sentía y con la que tan venturosamente, en sus mejores días, se había de unir.


Pagano


Esa descripción de lo antiguo, del sentido orientado hacia aquel mundo y sus

productos nos conduce de modo inmediato a la consideración de que tales ventajas

sólo son compatibles con un sentir pagano. Esa fe en sí mismo, ese actuar en el

presente, la pura veneración de los dioses como antepasados, la admiración a ellos

casi exclusivamente como obras de arte, la sumisión a un sino todopoderoso, ese

futuro que, en alto valor de la misma fama postuma, mira nuevamente a este mundo,

forman un todo inseparable. Y es que, al constituirse en una realidad del ser humano

deseada por la naturaleza, tanto en los momentos más elevados del placer como en

los más profundos del sacrificio y la caída mantenemos una salud inquebrantable.

Ese sentir pagano irradia de los actos y los escritos de Winckelmann y se expresa,

sobre todo en sus primeras cartas, en que aún se debatía en el conflicto con las nuevas

ideas religiosas. En su modo de pensar, ese alejamiento de toda mentalidad cristiana,

esa animadversión contra ella, deben tenerse en cuenta si queremos juzgar acerca de

su llamada conversión. Los partidos en los que la religión cristiana se dividió le

eran absolutamente indiferentes, pues con arreglo a su naturaleza jamás perteneció a

ninguna de las iglesias a los que aquéllos se subordinaron.


Amistad


Pero si eran los antiguos, según nosotros los ponderamos, hombres

verdaderamente integrales, por fuerza, en cuanto se sentían a sí mismos y sentían el

mundo con placer, habían de procurar conocer las fusiones de las esencias humanas

en toda su amplitud, y debían no estar privados de ese encanto que se deriva de la

unión de los seres afines.

Aquí también se acusa una notable diferencia entre la época antigua y la moderna.

La relación con la mujer, que entre nosotros se ha vuelto tan tierna y espiritual,

apenas se eleva entre ellos sobre los límites de la necesidad más vulgar. La relación

de los padres con los hijos parece haber sido hasta cierto punto más tierna. Pero por

encima de todos esos sentimientos descollaba entre ellos, la amistad entre personas

del sexo masculino, aunque también Cloris y Tyia, aun en el Hades, se muestran

como inseparables amigas.

El cumplimiento apasionado de los deberes amorosos, el goce de la

inseparabilidad, la entrega del uno al otro, la elección explícita para toda la vida, la

necesaria compañía en la muerte, son cosas que nos llenan de asombro en la unión de

dos efebos, y sentimos hasta sonrojo cuando poetas, historiadores, filósofos y

oradores nos abruman con fábulas, sucesos, sentimientos e ideas de semejantes fondo

y contenido.

Winckelmann se sentía nacido para una amistad de esa clase, y no sólo se

consideraba capaz de ella, sino que, necesitándola en grado sumo, sólo percibía su

propio yo en la forma de la amistad, sólo se reconocía en la imagen del todo que se

completa con un tercero. Ya desde muy temprano se sometió a un objeto acaso

indigno de esa idea, se consagró a él, a vivir y sufrir por él, y para él encontró en su

pobreza medios de ser rico, de dar y sacrificarse. Sin vacilación alguna, empeñó su

existencia, su vida. Aquí es donde Winckelmann, aun en medio del agobio y la

necesidad, se siente grande, rico, pródigo, feliz por poderle dar algo a quien ama

sobre todas las cosas y a quien incluso, como supremo sacrificio, tiene que perdonarle

su ingratitud.

Tan pronto como cambian los tiempos y las circunstancias, Winckelmann, fiel a

su condición, se hace amigo de todo lo digno que se le acerca. Y si muchas de esas

imágenes se le borran pronto y fácilmente, su buena disposición conquista para él el

corazón de lo excelente y tiene la suerte de entablar las más estrechas relaciones con

los mejores de su época y su círculo.


Belleza


Pero si esa profunda necesidad de amistad se crea y se elabora ella misma su

objeto, sólo le proporcionaría al hombre de mentalidad clásica un bienestar unilateral,

moral; poco sería lo que al mundo exterior le ofreciese si no se revelase felizmente

una igual y afín necesidad y un objeto que la satisficiese. Nos referimos a la

exigencia de lo bello sensible y lo bello sensible mismo, ya que el último fruto de la

naturaleza, siempre ascendente, es el hombre bello. Cierto es que sólo raras veces lo

produce, porque a sus ideas se oponen muchos condicionantes, y aun a su

omnipotencia le resulta imposible perdurar mucho tiempo en lo perfecto y dotar de

perfección a lo bello engendrado. Pues, hablando con exactitud, puede decirse que

sólo hay un momento en que sea bello el hombre bello.

Frente a ello entra en escena el arte, pues mientras el hombre está situado en la

cúspide de la naturaleza, vuelve a verse de nuevo como una naturaleza integral, que

ha de producir en sí misma algo supremo. A tal fin se eleva penetrando en todas las

perfecciones y virtudes, apelando a la selección, armonía e importancia y

remontándose finalmente hasta la producción de la obra de arte, que viene a ocupar

un lugar brillante junto a sus demás actividades y obras. Una vez que ella ha sido

producida y se enfrenta, en su realidad ideal, al mundo, surte un perdurable efecto: el

supremo. Y es que, desarrollándose espiritualmente a partir de la totalidad de las

fuerzas, absorbe en sí y eleva todo lo magnífico y digno de admiración y aprecio.

Igualmente, dotando de espíritu a la figura humana, encumbra al hombre más allá de

sí mismo, completa el círculo de su vida y acción y lo diviniza para el presente en que

pasado y futuro se reúnen. De tales sentimientos quedaban poseídos quienes

contemplaban el Júpiter olímpico, según lo que podemos inferir de las descripciones,

noticias y testimonios de los antiguos. El dios se había convertido en hombre, a

fin de elevar al hombre a la altura de un dios. Se contemplaba la dignidad suprema y

se recibía la inspiración de la suprema belleza. En este sentido bien puede dársele la

razón a aquellos antiguos que, con plena convicción, decían que era una desgracia

morir sin haber visto esta obra.

De esta belleza era capaz Winckelmann por su propia naturaleza, pues si por

primera vez la había percibido en los escritos de los antiguos, le llegó a él

personalmente de las obras de la escultura que es donde entramos en contacto con

ella, para luego discernirla y apreciarla en las creaciones de la naturaleza viva.

Cuando esas dos necesidades de amistad y de belleza encuentran alimento al

mismo tiempo en un objeto, parece como si la alegría y la gratitud del hombre se

elevasen sobre todos los límites y todo cuanto él poseyese lo daría de buen grado,

como débil testimonio de su adhesión y su respeto.

Así encontramos a Winckelmann a menudo en relación con bellos jóvenes y en

ningún momento parece más animado y amable que en esos instantes pasajeros.


El catolicismo


Con tales ideas, necesidades y anhelos, Winckelmann se entregó durante mucho

tiempo a finalidades ajenas. No encontró en su entorno la menor esperanza de ayuda

y asistencia.

El conde de Bünau, al que como particular le hubiera bastado destinar lo que

gastaba en uno de sus curiosos libros a abrirle a Winckelmann el camino de Roma, y

como ministro gozaba de bastante influjo como para sacar a aquel hombre excelente

de todos sus apuros, no se avenía de buen grado a prescindir de él como servidor

diligente o no tenía la menor noción del gran logro que supone abrir paso en el

mundo a un hombre valioso. La Corte de Dresde, de la que en todo caso cabía esperar

una protección suficiente, se declaró católica, y para lograr allí favor o merced no

había otro camino que valerse de los confesores y demás miembros del clero.

El ejemplo del príncipe obra poderosamente en su entorno y obliga con secreta

violencia, a todo ciudadano, a llevar a cabo acciones del mismo tipo en su vida

privada, preferentemente en sus costumbres. La religión del príncipe es siempre,

en cierto sentido, la dominante, y la religión romana, como un remolino en continuo

movimiento, arrastra hacia sí y su círculo las olas que, plácidas, pasaban ante ella.

Winckelmann también debía de sentir que para ser un romano en Roma, para

compenetrarse íntimamente con aquella vida y gozar de la confianza en el trato, era

menester agregarse a aquella comunidad, adoptar su fe, allanarse a sus costumbres. Y

el éxito vino a demostrar que sin esta previa resolución no habría podido alcanzar

plenamente su objeto. Esa resolución se le hizo sumamente fácil por el hecho de que

para él, por haber nacido pagano, no había sido suficiente el bautismo protestante

para cristianizarlo.

Sin embargo aquel cambio de estado no lo obtuvo sino con una fuerte lucha.

Según nuestra convicción y según razones bastante ponderadas, podemos finalmente

adoptar una resolución que armoniza en todo con nuestros deseos, voluntad y

necesidades, y que hasta parece indispensable para la conservación y progreso de

nuestra existencia, de suerte que lleguemos a estar de acuerdo con nosotros mismos.


Pero puede que tal resolución esté en pugna con el modo general de pensar, con la

convicción de muchos hombres, y entonces da principio a una nueva lucha, que,

realmente, no provoca en nosotros ninguna incertidumbre, pero sí cierto malestar y

un fastidio intranquilizador de manera que fuera, acá y allá, tropecemos con

fracciones donde por dentro creemos encontrar un número entero.

Y así aparece también Winckelmann, en ese deliberado paso, inquieto,

angustiado, dolorido y con una apasionada emoción cuando piensa en las

consecuencias de esa decisión, en el efecto que le hará sobre todo a su primer

mecenas, el conde. ¡Qué bellas, profundas y honradas son sus manifestaciones

confidenciales sobre el particular!

Porque, ciertamente, todo aquel que cambia de religión viene a quedar marcado

por una especie de mácula, de la que parece imposible limpiarse. Por donde se ve que

los hombres aprecian por encima de todo la voluntad tenaz, y tanto más la estiman

cuanto que todos ellos, divididos en partidos, tienen constantemente a la vista su

propia seguridad y perduración. Aquí no hay que hablar de sentimientos ni de

convicciones. Debemos perseverar allí donde nos puso más el destino que la elección.

Adherirse y permanecer junto a un pueblo, a una ciudad, a un príncipe, a un amigo, a

una mujer, referirlo todo a eso, hacerlo todo por ello, renunciar a todo y soportarlo

todo, he ahí lo que se estima, por el contrario la deserción es odiosa y la vacilación

ridícula.

Pero si esta cara de la cuestión es áspera y sumamente seria, aún es posible

contemplar ésta desde otra aspecto, por donde puede resultar más alegre y liviana.

Ciertos estados del hombre que en modo alguno aprobamos, ciertas manchas morales

en terceros, tienen para nuestra fantasía un encanto especial. Si se nos permite un

símil, diremos que ocurre con eso lo que con la caza, que para un paladar fino resulta

más sabrosa cuando ya presenta leves indicios de putrefacción que si es asada cuando

está todavía fresca. Una mujer divorciada, un renegado nos provocan una impresión

particularmente seductora. Personas que quizá en otro caso no habrían pasado de

parecemos notables y simpáticas, se nos antojan maravillosas, y no hay que negar que

la conversión de Winckelmann realza notablemente ante nuestra fantasía lo romántico

de su vida y su persona.

Pero para el propio Winckelmann no tuvo la religión católica nada de atrayente.

Sólo vio en ella el disfraz que había de ponerse y se expresa acerca de ella en

términos bastante duros. Más tarde parece que no se atuvo lo suficiente a lo que en

ella es común, y hasta se hizo sospechoso por su modo libre de hablar a los ojos de

los creyentes fervorosos. Por lo menos de vez en cuando, es visible en sus escritos un

ligero temor a la Inquisición.

El encuentro con el arte griego

Es difícil, por no imposible, la transición de lo literario de lo que trata con la

palabra y el lenguaje, de la poesía y la retórica, a las artes plásticas. Esto ocurre

incluso con lo más elevado, pues, entre ambos hay un abismo inmenso, que sólo

puede salvarse mediante una naturaleza especial. Hoy contamos con documentos

suficientes para juzgar hasta qué punto logra esto Winckelmann.

Lo que le orientó primero hacia los tesoros artísticos fue la alegría del goce; pero

para el aprovechamiento, para el juicio de los mismos, necesitaba todavía de los

artistas como intermediarios, cuyas opiniones más o menos válidas él sabía

comprender, redactar y exponer y con las que compuso esa obra que aún se edita en

Dresde, Sobre la imitación de las obras griegas en pintura y escultura, con dos

apéndices.

Por más bien encauzado por el verdadero camino que aparezca aquí

Winckelmann, por más valiosos pasos que contengan esos escritos suyos y por más

exactamente indicada que resulte en ellos la finalidad última del arte, son, sin

embargo, tanto en su materia como en su forma, tan barrocos y peregrinos, que en

vano pretendería uno sacarles algún sentido, de no estar previamente enterado más a

fondo de la personalidad de los entendidos y críticos de arte, reunidos por aquel

tiempo en Sajonia; de sus aptitudes, opiniones, tendencias y caprichos. Por lo tanto

esos escritos habrían quedado como un libro cerrado para la posteridad si unos

instruidos aficionados al arte, que tuvieron más presentes aquellos tiempos, no se

hubieran decidido a hacer o a provocar que alguien hiciera una descripción de las

circunstancias de entonces hasta donde es todavía posible.

Lippert, Hagedorn, Oeser, Dietrich, Heinecken y Oesterreich amaban, impulsaban y fomentaban el arte. Eso sí, cada uno de ellos a su modo. Sus fines eran limitados, sus máximas unilaterales y hasta con frecuencia extravagantes. Intercalaban historias, anécdotas, cuya profusión no sólo estaba llamado a entretener a la buena sociedad, sino también a instruirla.

De tales elementos surgieron aquellos escritos de Winckelmann, de cuya deficiencia no tardó él mismo en darse cuenta, según les confiaba a los amigos.

Pero a pesar de todo finalmente, si no lo bastante preparado, sí ejercitado en

cierto modo, atinó con su camino y arribó a ese país donde para todo espíritu

receptivo comienza la verdadera época formativa, que por todo su ser se difunde y

tales efectos produce, que han de ser tan reales como armónicos, porque en lo

sucesivo habrá de acreditarse poderosamente como un firme lazo entre los hombres

más diversos.


Roma


Winckelmann ya estaba en Roma, y ¿quién más digno de sentir los efectos

que esa gran circunstancia puede obrar sobre una naturaleza receptiva? Ve colmados

sus anhelos, cimentada su dicha y más que satisfechas sus esperanzas. En torno a él

se materializan sus ideas. Él vaga asombrado por las ruinas de una época de colosos.

Lo más magnífico que ha producido el arte se le muestra al aire libre. Perplejo, como

si mirara a los astros del firmamento, levanta sus ojos a tales obras prodigiosas y cada

tesoro cerrado se le abre y tiene reservado un pequeño don para él. El recién llegado

merodea por aquí y por allá, inadvertido como un peregrino; llega de cerca a lo más

magnífico y sagrado, vestido con una indumentaria opaca; no deja que en él penetre

nada aislado; el conjunto obra en él como una diversidad infinita, pero ya siente la

armonía que ha de surgir para él de esos múltiples elementos, muchas veces al

parecer antagónicos. Lo contempla y lo considera todo, y para que su ventura sea más

completa, es considerado un artista al que al fin se puede admirar con gusto.

En vez de prolijas consideraciones, comunicaremos al lector el poderoso influjo

que esa circunstancia ejerce según un amigo nos la describe ingeniosamente:


Roma es el lugar donde, en nuestra opinión se aúna concentrada toda la

Antigüedad, y cuanto en los poetas antiguos y en las antiguas constituciones

políticas sentimos, creemos en Roma, más que sentirlo, verlo. Así como no

cabe comparar a Homero con los demás poetas, así tampoco cabe comparar a

Roma con ninguna otra ciudad, ni a los alrededores romanos con ninguna otra

región. Desde luego que esta impresión es más nuestra que producida por el

objeto; pero no se trata simplemente de la idea sentimental de que estamos

donde estuvo este o aquel gran hombre, sino la potente atracción de un pasado

que, aun suponiendo que sea por efecto de un espejismo fatal, se nos aparece

como más noble y sublime; un impulso al que, ni aunque se quisiera, podría

resistirse, porque el abandono en que sus actuales habitantes dejan al país y la

increíble cantidad de ruinas atraen ya de por sí a los ojos. Y como ese pasado

se le parece al sentido íntimo tan grandioso queda excluida toda envidia. De

este pasado nos sentimos enormemente dichosos de participar, aunque sólo

sea con la fantasía. Y es que no es concebible otro tipo de participación. Y

luego al mismo tiempo, el encanto de las formas, la grandeza de las figuras, la

nitidez de los contornos en el claro ambiente, la belleza de los colores y la

riqueza de la vegetación que, sin embargo, no llega a ser exuberante, como en

tierras más meridionales, dotan al sentido externo de una claridad diáfana. El

goce artístico de los colores, el goce de la naturaleza es aquí por todo ello,

más puro, de un deleite artístico, alejado de toda necesidad. En cualquier

lugar, por lo demás, surgen ideas de contraste, y éste resulta elegiaco y

satírico. Pero, a decir verdad, esto es también así sólo para nosotros. A

Horacio le parecía Tibur más moderno que a nosotros Tívoli. Así lo

demuestra su “Beatus ille qui procul negotiis”. Como también sería pura

ilusión que deseáramos ser habitantes de Atenas o Roma. La Antigüedad se

nos debe mostrar sólo de lejos, separada de toda comunidad, sólo como

pasado. Ocurre con eso lo que ocurre con las ruinas o por lo menos lo que a

nos ocurre a mí y a un amigo mío. Siempre sentimos enojo cuando

excavan alguna medio sepultada, pues eso puede, a lo sumo, rendir algún

provecho a la erudición, pero a costa de la fantasía. Sólo existen dos cosas

igualmente horribles para mí: el que edifiquen en la Campagna di Roma y el

que se empeñen en hacer de Roma una ciudad vigilada por la policía, en la

que ningún hombre lleve puñal. Como nos toque en suerte un papa tan

rigorista —ojalá nos libren de él los setenta y dos cardenales— me voy de

aquí. Sólo reinando en Roma tan divina anarquía, y en torno a Roma una

desolación tan celestial, queda lugar para esas sombras de las que una sola

vale por toda la humanidad.


Carrera literaria


El hombre no suele ser lo bastante afortunado como para encontrar suficientes

recursos para obtener su formación superior de manos de mecenas totalmente

desinteresados. Incluso quien cree desear lo óptimo sólo puede fomentar aquello que

ama y conoce, o más bien aquello que le aprovecha. Y así tuvo también la cultura

literario-bibliográfica el mérito de haberle servido de recomendación a Winckelmann,

primero ante el conde de Bünau, y después ante el cardenal Passionei.

Un conocedor de libros es bien acogido en todas partes, y todavía lo era más

aquel en que la afición a coleccionar libros curiosos era más viva y el negocio

bibliotecario estaba aún más limitado en sí mismo. Una gran biblioteca alemana tenía

un aspecto similar a otra gran biblioteca romana. Podían competir entre sí por la

posesión de los libros. El bibliotecario de un conde alemán era para un cardenal un

deseable huésped y éste podía encontrarse allí como en su casa. Las bibliotecas eran

verdaderas cámaras del tesoro, en vez de lo que son ahora, que debido a los rápidos

progresos científicos y el hacinamiento, con finalidad o sin ella, de impresos, se las

considera útiles cámaras de repuestos y al par como cuartos trasteros inútiles, de

suerte que un bibliotecario alemán debe poseer conocimientos que para el extranjero

serían letra muerta.

Pero sólo por breve tiempo, mientras le fue preciso para procurarse una parca

subsistencia, Winckelmann se mantuvo fiel a su inicial ocupación literaria. Poco

después también perdió el interés por lo referente a investigaciones críticas y dejó de

estar dispuesto a cotejar manuscritos o entrar en diálogo con los eruditos alemanes

que le consultaban sobre múltiples asuntos.

Pero ya antes le habían servido sus conocimientos de recomendación provechosa.

La vida privada de los italianos, en general, y la de los romanos, en particular, tiene

por muchas razones algo de misterioso. Ese misterio, ese retraimiento, podemos

extenderlo, si queremos también al dominio de la literatura. Más de un erudito

consagraba en silencio su vida a una labor principal, sin querer o sin poder darla

nunca a la luz. También se encontraban allí, más que en parte alguna, hombres que,

poseyendo múltiples conocimientos y puntos de vista, no había quien los decidiera a

comunicarlos manuscritos o impresos. El acceso a tales individuos se le allanó muy

pronto a Winckelmann. De éstos él menciona con preferencia a Giacomelli y

Baldani, y hace constar con satisfacción el incremento progresivo de sus

conocidos y su creciente influjo.



Filosofía


Con el progreso de la cultura no se benefician con igual incremento todas las

partes del obrar y actuar humanos en que se manifiesta la cultura. Al contrario, según

el estado favorable de las personas y las circunstancias, unas prosperan más aprisa

que otras y deben despertar un interés más general. De ahí que se dé cierto celoso

descontento en los miembros de esa gran familia. Éste es de ramificaciones tan

múltiples que, con frecuencia, cuanto menos contacto tienen, tanto más afines son.

Es cierto que la mayoría de las veces se trata de una vana lamentación la que

profieren quienes se aplican en esta o aquella arte o ciencia cuando se quejan de que

sus coetáneos no prestan la atención debida a su profesión, pues basta que uno se

acredite como un animoso maestro para que atraiga la atención general. Si Rafael

pudiese surgir hoy nuevamente, seguro que de buen grado le tributaríamos gran

abundancia de honor y riqueza. Un buen maestro despierta la existencia de buenos

discípulos, y su actividad se ramifica hasta lo infinito.

No obstante, en todo tiempo se han atraído los filósofos la inquina, no sólo de sus

afines en ciencia, sino también de los hombres mundanos y de la vida, y puede que

más por su posición que por su propia culpa. Pues como la filosofía, debido a su

propia naturaleza, encara lo más general y lo más alto, necesariamente ha de mirar y

tratar las cosas del mundo como por ella comprendidas y a ella subordinadas.

Aunque tampoco se le niegan expresamente esas desmedidas pretensiones, sino

que lejos de eso cada cual se cree con derecho a participar en sus descubrimientos,

utilizar sus máximas y valerse de cuanto acierte a lograr. Pero como ella, para ser

general, tiene que servirse de palabras propias de combinaciones extrañas y raros

preámbulos que no coinciden precisamente con los particulares estados de los

ciudadanos del mundo y sus necesidades del momento, por fuerza ha de atraerse el

desdén de quienes no pueden atinar con la clave que les permitiría comprenderla.

Pero si, por el contrario, quisiéramos culpar a los filósofos de no saber ellos

mismos atinar seguramente con la transición hacia la vida, y de cometer los mayores

errores donde pretenden convertir su convicción en acto y obra, menguando con ello

su crédito ante el mundo, no faltarán ejemplos variados.

Winckelmann se quejaba amargamente de los filósofos de su tiempo y de su

extendido influjo; pero yo pienso que no hay influjo que no pueda eludirse

recluyéndose en su propio sector. Es raro que Winckelmann no pasara por la

Academia de Leipzig donde, bajo la enseñanza de Christ

y sin preocuparse de ningún filósofo del mundo, habría podido instruirse más cómodamente en su estudio principal.

Pero ya que ante nosotros gravitan los acontecimientos de la era moderna, vendrá

aquí muy a cuento una observación que podemos hacer en nuestro caminar por la

vida: la de que ningún hombre culto puede impunemente apartar de sí, combatirlo o

desdeñar ese gran movimiento filosófico iniciado por Kant con excepción quizá

de los arqueólogos que, por lo particular de sus estudios, parecen gozar de más

privilegios que los demás mortales.

Porque en la medida en que se ocupan únicamente de lo mejor que el mundo ha

producido y sólo consideran lo insignificante y lo de menos calidad en relación con lo

excelente, sus conocimientos alcanzan tal plenitud, sus juicios tal seguridad y su

gusto tal consistencia, que dentro de su propia esfera parecen formados para mover a

admiración y aun a la sorpresa.

También Winckelmann logró esa dicha a la que contribuyeron la escultura y la

vida con una vigorosa acción.


Poesía


Por más que también consagrara Winckelmann atención en su lectura de los

clásicos a los poetas, no descubrimos, sin embargo, en un exacto examen de sus

estudios y su vida, ninguna inclinación particular a la poesía, y hasta cabría decir más

bien que es aversión a ella lo que acá y allá deja traslucir, pues su predilección por los

cantos antiguos y corrientes de la Iglesia luterana y el hecho de que aun en Roma

poseyese uno de esos antifonarios auténticos da testimonio de un buen alemán

tradicional, pero no precisamente amante de la poesía.

Los poetas clásicos parecen haberle interesado, primero a título de documentos de

las lenguas y literaturas clásicas, y después como testimonio para la escultura. Por lo

cual es tanto más prodigioso y grato verle salir a escena como poeta a él mismo, y en

verdad como capaz poeta, indiscutible cuando en sus últimos escritos describe

estatuas. Él mira con los ojos, capta con el sentido obras inefables, y, sin embargo,

siente el irrefrenable impulso de abarcarlas con palabras y letras. Lo magnífico

perfecto, la idea de donde brotó aquella figura, el sentimiento que su contemplación

despertó en él, deben comunicársele al oyente, al lector, y al exhibir ahora toda la

gama de sus aptitudes se ve obligado a atacar por su lado más vigoroso y digno lo que

tiene delante. Debe ser poeta, aunque no piense en ello, quiéralo o no.

Criterio logrado

Por mucho que en general Winckelmann estimase el prestigio ante el mundo; por

mucho que ambicionase una fama literaria, y por más que dotase de calidades a sus

obras y las realzara mediante cierta solemnidad de estilo, no era en modo alguno

ciego para sus defectos, que al contrario, en seguida advertía, según tenía que ocurrir

forzosamente, habida cuenta de su naturaleza siempre progresiva y siempre

comprendiendo y elaborando nuevos temas. Ahora bien: cuanto más dogmática y

didácticamente se ponía a trabajar en alguna obra y exponía y sentaba esta o aquella

explicación de un monumento, esta o aquella interpretación y empleo de un pasaje

escrito, tanto más vivamente saltaba a sus ojos el error; y en cuanto, merced a nuevos

datos, adquiría la convicción de ello, con tanta más rapidez se sentía inclinado a

rectificar, en una u otra forma.

Si aún tenía en su poder el manuscrito, lo rehacía; si ya lo había enviado a la

imprenta, lo apostillaba con correcciones y adiciones, y de todos sus escritos de

arrepentimiento no hacía ningún misterio con sus amigos, pues la verdad, exactitud,

probidad y honradez eran la base de todo su ser.


Obras tardías


Una idea feliz para él, aunque no la vio clara de una vez, sino en el curso de su

actividad, fue la de emprender sus Monumenti inediti.

Salta a la vista que lo que primero le atrajo fue ese gusto suyo por dar a conocer

nuevos objetos, ilustrarlos de un modo afortunado y dilatar así en tan gran medida el

conocimiento de la antigüedad; pero luego se agregó a eso el interés de poner a

prueba el método ya por él introducido en la historia del arte, aplicándolo a objetos

que ponía ante los ojos del lector, pues así finalmente, se desarrollaba el feliz

propósito declarado en el ensayo, lanzado por delante, de corregir, depurar, y en

parte, suprimir tácitamente la obra sobre historia del arte, que ya quedaba a sus

espaldas.

Consciente de anteriores yerros, que el no romano apenas podía rectificarle,

escribió una obra en italiano, que también estaba llamada a tener validez en Roma. Y

no sólo trabajó con ella con la máxima atención, sino que se buscó también amigos

entendidos, con los cuales revisó exactamente su trabajo. Para ello se sirvió con suma

habilidad de sus criterios y juicios, con lo que escribió una obra que podrá pasar

como legado a todas las edades. Y no sólo escribe, sino que costea, acomete y

produce como un pobre editor aquello que habría sido un honor para un editor de

sólida base, para los académicos.


Carácter


Si en muchísimos hombres, sobre todo en los eruditos, parece lo más importante

aquello que producen, y el carácter apenas si en ello se revela, en Winckelmann se da

el caso contrario, o sea que en todo aquello que produce es especialmente notorio y

valioso porque su carácter se manifestó en ello. Ya dijimos al principio bajo los

epígrafes de “Lo antiguo” y “Pagano”, algo general sobre el sentido de la belleza y la

amistad, ahora que nos acercamos al final, llega el momento de tratar lo más

particular que cabe decir sobre ese tema.

Winckelmann por naturaleza se expresaba con honradez ante sí mismo y ante los

demás; su innato amor a la verdad se desplegaba cada vez más según se iba sintiendo

más independiente y dueño de sí, de suerte que en última instancia esa cortés

benevolencia para los yerros, que tanto abunda en la vida y la literatura, le llegó a

parecer un crimen.

Un temperamento de esa índole podía recogerse holgadamente en sí mismo; pero

también encontramos esa clásica propiedad de que siempre anduviese ocupado

consigo mismo, sin por ello verdaderamente observarse. Piensa únicamente en sí

mismo, pero no acerca de sí mismo; se da cuenta de lo que se propone; se interesa por

todo su ser, por todo el alcance de su ser, y abriga confianza de que también se

interesaran por ello sus amigos. De ahí que encontremos en sus cartas mencionado

todo, desde sus anhelos morales más sublimes hasta las más vulgares necesidades

físicas, y hasta llega a decir que le place más hablar de menudencias personales que

de temas importantes. De ahí que se mantenga en absoluto como un enigma para sí

mismo y más de una vez se asombre de su propio fenómeno, sobre todo cuando

considera lo que fue y lo que ha llegado a ser. Pero, en general, a todo hombre se le

puede mirar como a una charada de muchas sílabas, de las que sólo deletrea unas

cuantas en tanto que los demás descifran la palabra entera.

Tampoco hallamos en él principio explícito alguno; su certero sentimiento, su

cultivado espíritu, le sirven tanto en lo moral como en lo estético, de hilo de Ariadna.

Ante él gravita como una religión natural en la que, sin embargo, aparece Dios como

el camino primordial de lo bello y apenas como un ente que guarde con el hombre

otra relación que ésa. Winckelmann se conduce muy bellamente dentro de los límites

del deber y la gratitud.

Su velar por sí mismo es comedido y no siempre el mismo en todos los tiempos.

Trabaja con el mayor ardor a fin de asegurarse la subsistencia en su vejez. Sus medios

son nobles; se muestra en la búsqueda de sus metas honrado, justo, incluso arrogante,

y al mismo tiempo listo y tesonero. Jamás trabaja con arreglo a un plan, siempre lo

hace a impulsos del instinto y con pasión. Su alegría es violenta ante cada hallazgo y,

por tanto, inevitables sus errores, que, no obstante, en su vivo progresar, rectifica tan

pronto como los advierte. Aquí también se mantiene esa disposición clásica, la

seguridad del punto de que se parte y la inseguridad del fin que se quiere alcanzar, así

como lo incompleto e imperfecto del tratamiento en cuanto se alcanza una amplitud

considerable.


Sociedad


Si, poco preparado por su primer género de vida, no se encontró al principio muy

en su elemento en sociedad, pronto un sentimiento de dignidad vino a suplir la falta

de educación y hábito y no tardó en aprender a conducirse según pedían las

circunstancias. El gusto al trato con personas distinguidas, ricas y célebres, el gozo de

verse estimado de ellas, se trasluce en todos sus escritos, y en cuanto a llaneza en el

trato, en ningún otro ambiente que el romano habría podido encontrarse mejor.

Él mismo hace notar que las personas notables de allá, sobre todo los

eclesiásticos, pese a lo ceremoniosos que por fuerza parecen, conviven con toda

holgura y llaneza con los que habitan en su casa. Sin embargo él no notaba que tras

esa llaneza se oculta la relación oriental del señor con el criado. Todos los pueblos

meridionales sentirían un tedio infinito si hubieran de mantenerse siempre con los

suyos en una constante tensión mutua, según acostumbran a hacerlo los nórdicos. Los

viajeros han observado que en Turquía los esclavos se conducen con su señor con

mucha más “aisance” que los cortesanos nórdicos con sus príncipes y entre

nosotros los subordinados con sus jefes; sólo que, considerada más a fondo la cosa,

tales muestras de aprecio a los subordinados van encaminadas a que se acuerden

siempre de sus superiores y de cuánto a éstos les deben.

Pero el meridional desea tener sus horas de relajo, y eso redunda en bien de

quienes le rodean. Winckelmann describe escenas de esa índole con gran fruición.

Éstas le alivian de su restante dependencia y le dan una oportunidad a su sentido de la

libertad qué mira con horror cuanto signifique cadena que a él también pudiera

amenazarle.


El mundo


En Winckelmann encontramos un incansable afán de aprecio y consideración;

pero desea lograrlos merced a algo real.

Hace por calar a fondo en lo real de los objetos, de los medios y el tratamiento, de

ahí que tenga tanta aversión a las apariencias francesas.

Si en Roma tuvo ocasión de tratar a extranjeros de todas las naciones también

supo conservar tales relaciones de un modo hábil y activo. Las distinciones de las

academias y sociedades eruditas eran muy de su agrado y hasta hacía por

obtenerlas.

Pero lo que más le estimulaba era ese documento de su mérito que en silencio y

con gran asiduidad elaboraba; me refiero a su Historia del arte. Ésta fue

inmediatamente traducida al francés, y en virtud de ello alcanzó su nombre gran

difusión.

Fue probablemente en el primer momento cuando es apreciado mejor lo que una

obra como ésa produce, su eficacia se siente, se percibe vivamente su novedad y los

hombres se sorprenden del estímulo que de un solo golpe reciben. Por el contrario,

una posteridad fría les hinca acá y allá el diente a las obras de sus maestros y

profesores y les formula exigencias que ni siquiera se les habría ocurrido hacerles de

no haber producido tanto aquellos a quienes ahora se les pide todavía más.

Y he ahí cómo Winckelmann llegó a ser conocido en las naciones cultas, en un

momento en que Roma tenía tanta fe en él como para honrarle con el no

insignificante cargo de director de antigüedades.


Inquietud


Pese a esa ventura reconocida y por él mismo frecuentemente celebrada, era

siempre presa de torturadora inquietud, que, enraizada profundamente en su carácter,

llegaba a manifestarse en múltiples formas.

Él se había bandeado solo, primero con trabajo, luego con ayuda de la Corte, de la

generosidad de más de un mecenas, reduciendo siempre al mínimo sus necesidades,

para no depender o depender menos. Al mismo tiempo se esforzaba bravamente por

asegurarse su subsistencia por sus propios medios para el presente y el porvenir. Le

hicieron concebir las más lisonjeras ilusiones de lograrlo la edición realizada de sus

grabados en cobre.

Sólo que aquel estado de inseguridad le había acostumbrado a buscar su

subsistencia tan pronto acá como allá, a cobijarse con escaso provecho en la mansión

de un cardenal, en el Vaticano o en cualquier otra parte, para, en cuanto se le

presentaba otra perspectiva, dejar alternativamente su puesto y buscar por otro lado y

prestar oído a múltiples proposiciones.

Luego, todo el que vive en Roma se halla expuesto a que le acometa el ansia de

viajar por todos los países del mundo. Se encuentra en el punto central del mundo

antiguo y cerca y rodeado de las regiones más interesantes para el arqueólogo, como

quien dice. La Magna Grecia y Sicilia, Dalmacia, el Peloponeso, Jonia y Egipto, todo

se le brinda a la par al habitante de Huma, y en todo aquel que, como Winckelmann,

haya nacido con el deseo de ver, despierta de vez en cuando una inefable nostalgia,

acrecida aún más por tantos extranjeros que a su paso, ya de un modo razonable o sin

objeto, hacen preparativos para recorrer aquellos países, o vuelven de ellos y no se

cansan de narrar y ponderar las maravillas de la lejanía.

Así también nuestro Winckelmann anhela recorrerlo todo ya a expensas propias,

ya en compañía de opulentos viajeros que saben apreciar más o menos el valor de un

compañero de ruta culto y talentoso.

Para ese desasosiego y malestar íntimos había otra causa, que hace honor a su

corazón, y es la nostalgia irresistible de los amigos ausentes. Parece haberse

concentrado aquí la nostalgia de ese hombre que, de otra parte, tanto vivía del

presente. Ve a esos amigos delante de sus ojos, conversa epistolarmente con ellos,

suspira por abrazarlos y anhela reiterar aquellos días en que convivieron.

Este anhelo, orientado sobre todo hacia el Norte, le había reavivado nuevamente

la paz. Quería presentarse ante el Gran Rey que ya antes lo había dignificado

reclamando sus servicios y lo había llenado de orgullo. Quería ver de nuevo al

príncipe de Dessau, cuya elevada y serena condición le parecía como enviada por

Dios a la tierra, rendir sus respetos al duque de Braunschweig, cuyas grandes

cualidades sabía estimar cual merecían, elogiar personalmente al ministro Von

Münchhausen, que tanto hiciera por las ciencias, admirar su inmortal creación en

Gotinga, recrearse de nuevo con el trato vivaz y confiado de sus amigos suizos. Tales

atractivos vibraban nuevamente en su corazón y en su fantasía, había tenido esas

imaginaciones y había jugado con ellas durante mucho tiempo y finalmente, por

desgracia, cedió a su impulso y fue a buscar su muerte.

Ya se había consagrado en cuerpo y alma al ambiente italiano y cualquier otro se

le hacía insoportable, y si el paso anterior por ese Tirol montañero y rocoso hubo de

interesarle y aun encantarle, él se sentía ahora, de regreso a su patria, como si cruzara

una puerta cimérica, angustiado y presa de la imposibilidad de seguir adelante.


Marcha


De suerte que desapareció para el mundo, luego de haber alcanzado el grado

supremo de dicha que hubiera podido desear. Le esperaba su patria, le tendían ya los

brazos los amigos, todas esas muestras de amor que tanto necesitaba; todos esos

testimonios de la pública estimación, que tanto valor tenían para él, aguardaban su

aparición para colmarle. Y en este sentido debemos reputarle feliz, por haberse

remontado desde la cumbre humana de la existencia hasta la mansión de los

bienaventurados y haberle arrebatado de entre los vivientes un breve espanto y un

dolor fugaz. No tuvo que sentir los estragos de la vejez, la merma de las

cualidades psíquicas, ni presenciar con sus propios ojos ese desperdigamiento de los

tesoros del arte, que él predijera, aunque en otro sentido. Vivió como hombre y como

hombre cabal dejó este mundo. Y ahora goza en la memoria de la posteridad el

privilegio de aparecer como eternamente animoso y fuerte, pues en la misma forma

con que el hombre abandona la tierra, ambula luego por entre las sombras y así

Aquiles se conserva entre nosotros presente como un joven animoso. Que

Winckelmann partiera temprano, también nos hace bien. Desde su tumba hace más

intenso el soplo de su fuerza y despierta en nosotros el vivísimo impulso de continuar

sin descanso, con fervor y amor, lo que él iniciara.



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