El recuerdo de los hombres notables, así como la presencia de las obras de
arte más importantes excita de vez en cuando el espíritu de reflexión. Unos y otras se
constituyen en legados para todas las generaciones. Aquéllos por sus hechos y su
fama póstuma, éstas se conservan como seres inefables. Todo sujeto perspicaz sabe
muy bien que sólo tendría un auténtico valor la contemplación de su peculiar
totalidad, y sin embargo una y otra vez se intenta saber algo de unas y otros mediante
la reflexión y la palabra.
Nos sentimos especialmente incitados a esto cuando se descubre y se divulga algo
nuevo relacionado con estos objetos. De esta manera nuestra renovada atención sobre
Winckelmann, su carácter y sus obras, se encuentra ahora en un momento propicio,
pues sus cartas recién editadas arrojan una viva luz sobre algunos aspectos de su
pensamiento y sus estados anímicos.
Introducción
La naturaleza no ha negado a los hombres comunes un valioso don. Me refiero al
vivaz instinto de aferrarse con placer al mundo externo, conocerlo, ponerse en
relación con él y, ligados a él, formar un todo. Sin embargo los espíritus privilegiados
suelen presentar la propiedad de sentir una especie de horror ante la vida real: se
recogen en sí mismos, crean en su interior un mundo propio y de este modo producen
hacia dentro lo más excelente.
Por el contrario, en hombres especialmente dotados se da la necesidad conjunta
de buscar afanosamente lo que la naturaleza depositó en ellos y al mismo tiempo
encontrar en el mundo externo las réplicas correspondientes. De esta manera elevan
lo íntimo al todo y a la conciencia y se convierten en figuras queridas tanto para el
mundo presente como para la posteridad.
Nuestro Winckelmann era de esa especie, la naturaleza había puesto en él todo lo
que hace y adorna al hombre. Pero él empleó toda su vida en buscar lo excelente y lo
digno en el hombre y en el arte que preferentemente se ocupa del hombre.
Sufrió como otros muchos una humilde infancia, una educación insuficiente
en la adolescencia, estudios incoherentes y desperdigados en la juventud, el agobio de
la profesión escolar y todo lo angustioso y arduo que pueda haber en ésta. Cumplió
los treinta años sin haber gozado de ningún favor del destino, pero en él mismo
estaban latentes los gérmenes de un dicha digna de desearse y también posible.
Ya en esos tristes tiempos encontramos indicios de su afán por cerciorarse con los
propios ojos del mundo y sus estados. Aunque dicho afán aún era vago y confuso, ya
se manifestaba suficientemente. Algunos intentos, no debidamente meditados, de
viajar al extranjero se frustraron. Soñaba con viajar a Egipto, se puso en marcha hacia
Francia, unos problemas imprevistos le hicieron regresar. Mejor dirigido por su
genio, concibió finalmente la idea de dirigirse a Roma. Él presentía qué adecuada
sería para él una estancia allí. Esto no fue una ocurrencia casual, era un plan que
afrontó con sagacidad y tesón.
Lo antiguo
El hombre puede hacer algo considerable mediante el empleo de sus fuerzas
individuales o puede llegar a lo extraordinario mediante el concurso conjunto de
varias capacidades. Pero lo único, lo plenamente inesperado lo puede llevar a cabo
sólo cuando en él se reúnen en igual medida todas las capacidades. En esto último
consistió la suerte que les correspondió a los antiguos, especialmente a los griegos de
su época mejor. Los otros dos aspectos son los que ha reservado el destino para
nosotros.
Supongamos que la sana naturaleza del hombre obrase como una totalidad;
supongamos que éste se percibiese a sí mismo en el mundo como un todo bello, noble
y valioso; supongamos que el bienestar armónico le proporcionase un puro y libre
goce. Entonces el universo, si fuese capaz de sentirse a sí mismo, suspiraría aliviado
por haber llegado a su fin y admiraría la culminación de su devenir y esencia
propias. Pues ¿qué sentido tendría todo un firmamento ataviado con un manto de
soles, planetas y lunas, de estrellas y vías lácteas, de cometas y nebulosas, de mundos
hechos y por hacer si no es para que se regocije un hombre afortunado que hasta
entonces no tenía noticia de su existencia?
El hombre moderno tiende a lanzarse, como acabamos de hacer nosotros, casi en
cada una de sus consideraciones a lo infinito, para finalmente si le es posible, volver
de nuevo a un punto limitado. Por su parte los antiguos sentían, sin rodeos e
inmediatamente, su único placer dentro de los apreciados límites del bello mundo.
Eran su morada, su vocación, en ellos hallaba campo su actividad y objeto y alimento
su pasión.
¿Por qué son sus poetas e historiadores el asombro del hombre perspicaz, la
desesperación de los imitadores? Porque aquellas personas activas de que hablamos
tomaban profundamente parte de su propio yo, del estrecho ámbito de su patria, de la
senda marcada de su vida individual y cívica, y obraban poniendo en ellas todos sus
sentimientos, toda su inclinación y toda su energía sobre el presente. De ahí que a
un expositor de igual mentalidad no pudiera costarle gran trabajo inmortalizar ese
presente.
Aquello que sucedía era lo único que para ellos tenía valor, así como para
nosotros sólo parece tenerlo en algún grado aquello que se piensa o se siente.
Del mismo modo vivía el poeta en el mundo de su imaginación que el historiador
en el de la política y el investigador en el de la naturaleza. Todos se atenían
firmemente a lo próximo a lo verdadero, a lo real, e incluso las imágenes de su
fantasía tenían huesos y médula. El hombre y lo humano se estimaban como lo más
valioso, y todas sus relaciones internas y externas con el mundo se describían con tan
gran sentido como se contemplaban. Aun así el sentimiento y la atención no habían
llegado a fraccionarse, todavía esa apenas curable escisión no se había operado en la
sana fuerza del hombre.
Pero no sólo el gozar de la dicha, sino también el soportar la desdicha eran dones
propios en alto grado de aquellas naturalezas. Pues así como la fibra de calidad resiste
al mal y tras cada ataque morboso se repone en seguida, así también aquel sano
sentido peculiar era capaz de reaccionar rápida y fácilmente contra todo accidente de
dentro o de fuera. Pues una naturaleza así, antigua en cuanto eso puede predicarse de
un contemporáneo nuestro, reapareció en Winckelmann. Desde el principio mismo él
fue superando una ingente cantidad de pruebas. Tras treinta años de humillación,
contrariedades y tribulaciones no lograron domarlo, apartarlo de su camino, ni
mellarle el ánimo. No bien consiguió él conquistarse una libertad conforme a sus
necesidades, aparece ya entero y realizado, en pleno sentido antiguo. Destinado a la
actividad, goce y privación, júbilo y pesar, posesión y pérdida, elevación y
abatimiento, y en tales singulares alternativas siempre contento con la hermosa tierra
en que tan voluble sino nos visita.
Ahora bien, si en la vida su espíritu fue verdaderamente clásico, también se
mantuvo fiel a él en sus estudios. Al tratar las ciencias en toda su amplitud los
antiguos se encontraban ya en una posición incómoda, pues para la aprehensión de
los múltiples y extrahumanos objetos de las mismas es casi inexcusablemente un
fraccionamiento de las potencias y facultades, una desarticulación de la unidad. Más
aventurada resulta aun en semejante caso la situación de un moderno, ya que corre
peligro de dispersarse en la elaboración aislada de lo múltiple y de perderse en
conocimientos incoherentes, sin gozar como los antiguos del don de compensar lo
inasible con lo completo de su personalidad.
Así también Winckelmann merodeó muchas veces por lo cognoscible y lo digno
de ser conocido, en parte por gusto y amor, en parte por necesidad. Sin embargo más
tarde o temprano, siempre volvía a la antigüedad, sobre todo a la griega, de la que tan
afín se sentía y con la que tan venturosamente, en sus mejores días, se había de unir.
Pagano
Esa descripción de lo antiguo, del sentido orientado hacia aquel mundo y sus
productos nos conduce de modo inmediato a la consideración de que tales ventajas
sólo son compatibles con un sentir pagano. Esa fe en sí mismo, ese actuar en el
presente, la pura veneración de los dioses como antepasados, la admiración a ellos
casi exclusivamente como obras de arte, la sumisión a un sino todopoderoso, ese
futuro que, en alto valor de la misma fama postuma, mira nuevamente a este mundo,
forman un todo inseparable. Y es que, al constituirse en una realidad del ser humano
deseada por la naturaleza, tanto en los momentos más elevados del placer como en
los más profundos del sacrificio y la caída mantenemos una salud inquebrantable.
Ese sentir pagano irradia de los actos y los escritos de Winckelmann y se expresa,
sobre todo en sus primeras cartas, en que aún se debatía en el conflicto con las nuevas
ideas religiosas. En su modo de pensar, ese alejamiento de toda mentalidad cristiana,
esa animadversión contra ella, deben tenerse en cuenta si queremos juzgar acerca de
su llamada conversión. Los partidos en los que la religión cristiana se dividió le
eran absolutamente indiferentes, pues con arreglo a su naturaleza jamás perteneció a
ninguna de las iglesias a los que aquéllos se subordinaron.
Amistad
Pero si eran los antiguos, según nosotros los ponderamos, hombres
verdaderamente integrales, por fuerza, en cuanto se sentían a sí mismos y sentían el
mundo con placer, habían de procurar conocer las fusiones de las esencias humanas
en toda su amplitud, y debían no estar privados de ese encanto que se deriva de la
unión de los seres afines.
Aquí también se acusa una notable diferencia entre la época antigua y la moderna.
La relación con la mujer, que entre nosotros se ha vuelto tan tierna y espiritual,
apenas se eleva entre ellos sobre los límites de la necesidad más vulgar. La relación
de los padres con los hijos parece haber sido hasta cierto punto más tierna. Pero por
encima de todos esos sentimientos descollaba entre ellos, la amistad entre personas
del sexo masculino, aunque también Cloris y Tyia, aun en el Hades, se muestran
como inseparables amigas.
El cumplimiento apasionado de los deberes amorosos, el goce de la
inseparabilidad, la entrega del uno al otro, la elección explícita para toda la vida, la
necesaria compañía en la muerte, son cosas que nos llenan de asombro en la unión de
dos efebos, y sentimos hasta sonrojo cuando poetas, historiadores, filósofos y
oradores nos abruman con fábulas, sucesos, sentimientos e ideas de semejantes fondo
y contenido.
Winckelmann se sentía nacido para una amistad de esa clase, y no sólo se
consideraba capaz de ella, sino que, necesitándola en grado sumo, sólo percibía su
propio yo en la forma de la amistad, sólo se reconocía en la imagen del todo que se
completa con un tercero. Ya desde muy temprano se sometió a un objeto acaso
indigno de esa idea, se consagró a él, a vivir y sufrir por él, y para él encontró en su
pobreza medios de ser rico, de dar y sacrificarse. Sin vacilación alguna, empeñó su
existencia, su vida. Aquí es donde Winckelmann, aun en medio del agobio y la
necesidad, se siente grande, rico, pródigo, feliz por poderle dar algo a quien ama
sobre todas las cosas y a quien incluso, como supremo sacrificio, tiene que perdonarle
su ingratitud.
Tan pronto como cambian los tiempos y las circunstancias, Winckelmann, fiel a
su condición, se hace amigo de todo lo digno que se le acerca. Y si muchas de esas
imágenes se le borran pronto y fácilmente, su buena disposición conquista para él el
corazón de lo excelente y tiene la suerte de entablar las más estrechas relaciones con
los mejores de su época y su círculo.
Belleza
Pero si esa profunda necesidad de amistad se crea y se elabora ella misma su
objeto, sólo le proporcionaría al hombre de mentalidad clásica un bienestar unilateral,
moral; poco sería lo que al mundo exterior le ofreciese si no se revelase felizmente
una igual y afín necesidad y un objeto que la satisficiese. Nos referimos a la
exigencia de lo bello sensible y lo bello sensible mismo, ya que el último fruto de la
naturaleza, siempre ascendente, es el hombre bello. Cierto es que sólo raras veces lo
produce, porque a sus ideas se oponen muchos condicionantes, y aun a su
omnipotencia le resulta imposible perdurar mucho tiempo en lo perfecto y dotar de
perfección a lo bello engendrado. Pues, hablando con exactitud, puede decirse que
sólo hay un momento en que sea bello el hombre bello.
Frente a ello entra en escena el arte, pues mientras el hombre está situado en la
cúspide de la naturaleza, vuelve a verse de nuevo como una naturaleza integral, que
ha de producir en sí misma algo supremo. A tal fin se eleva penetrando en todas las
perfecciones y virtudes, apelando a la selección, armonía e importancia y
remontándose finalmente hasta la producción de la obra de arte, que viene a ocupar
un lugar brillante junto a sus demás actividades y obras. Una vez que ella ha sido
producida y se enfrenta, en su realidad ideal, al mundo, surte un perdurable efecto: el
supremo. Y es que, desarrollándose espiritualmente a partir de la totalidad de las
fuerzas, absorbe en sí y eleva todo lo magnífico y digno de admiración y aprecio.
Igualmente, dotando de espíritu a la figura humana, encumbra al hombre más allá de
sí mismo, completa el círculo de su vida y acción y lo diviniza para el presente en que
pasado y futuro se reúnen. De tales sentimientos quedaban poseídos quienes
contemplaban el Júpiter olímpico, según lo que podemos inferir de las descripciones,
noticias y testimonios de los antiguos. El dios se había convertido en hombre, a
fin de elevar al hombre a la altura de un dios. Se contemplaba la dignidad suprema y
se recibía la inspiración de la suprema belleza. En este sentido bien puede dársele la
razón a aquellos antiguos que, con plena convicción, decían que era una desgracia
morir sin haber visto esta obra.
De esta belleza era capaz Winckelmann por su propia naturaleza, pues si por
primera vez la había percibido en los escritos de los antiguos, le llegó a él
personalmente de las obras de la escultura que es donde entramos en contacto con
ella, para luego discernirla y apreciarla en las creaciones de la naturaleza viva.
Cuando esas dos necesidades de amistad y de belleza encuentran alimento al
mismo tiempo en un objeto, parece como si la alegría y la gratitud del hombre se
elevasen sobre todos los límites y todo cuanto él poseyese lo daría de buen grado,
como débil testimonio de su adhesión y su respeto.
Así encontramos a Winckelmann a menudo en relación con bellos jóvenes y en
ningún momento parece más animado y amable que en esos instantes pasajeros.
El catolicismo
Con tales ideas, necesidades y anhelos, Winckelmann se entregó durante mucho
tiempo a finalidades ajenas. No encontró en su entorno la menor esperanza de ayuda
y asistencia.
El conde de Bünau, al que como particular le hubiera bastado destinar lo que
gastaba en uno de sus curiosos libros a abrirle a Winckelmann el camino de Roma, y
como ministro gozaba de bastante influjo como para sacar a aquel hombre excelente
de todos sus apuros, no se avenía de buen grado a prescindir de él como servidor
diligente o no tenía la menor noción del gran logro que supone abrir paso en el
mundo a un hombre valioso. La Corte de Dresde, de la que en todo caso cabía esperar
una protección suficiente, se declaró católica, y para lograr allí favor o merced no
había otro camino que valerse de los confesores y demás miembros del clero.
El ejemplo del príncipe obra poderosamente en su entorno y obliga con secreta
violencia, a todo ciudadano, a llevar a cabo acciones del mismo tipo en su vida
privada, preferentemente en sus costumbres. La religión del príncipe es siempre,
en cierto sentido, la dominante, y la religión romana, como un remolino en continuo
movimiento, arrastra hacia sí y su círculo las olas que, plácidas, pasaban ante ella.
Winckelmann también debía de sentir que para ser un romano en Roma, para
compenetrarse íntimamente con aquella vida y gozar de la confianza en el trato, era
menester agregarse a aquella comunidad, adoptar su fe, allanarse a sus costumbres. Y
el éxito vino a demostrar que sin esta previa resolución no habría podido alcanzar
plenamente su objeto. Esa resolución se le hizo sumamente fácil por el hecho de que
para él, por haber nacido pagano, no había sido suficiente el bautismo protestante
para cristianizarlo.
Sin embargo aquel cambio de estado no lo obtuvo sino con una fuerte lucha.
Según nuestra convicción y según razones bastante ponderadas, podemos finalmente
adoptar una resolución que armoniza en todo con nuestros deseos, voluntad y
necesidades, y que hasta parece indispensable para la conservación y progreso de
nuestra existencia, de suerte que lleguemos a estar de acuerdo con nosotros mismos.
Pero puede que tal resolución esté en pugna con el modo general de pensar, con la
convicción de muchos hombres, y entonces da principio a una nueva lucha, que,
realmente, no provoca en nosotros ninguna incertidumbre, pero sí cierto malestar y
un fastidio intranquilizador de manera que fuera, acá y allá, tropecemos con
fracciones donde por dentro creemos encontrar un número entero.
Y así aparece también Winckelmann, en ese deliberado paso, inquieto,
angustiado, dolorido y con una apasionada emoción cuando piensa en las
consecuencias de esa decisión, en el efecto que le hará sobre todo a su primer
mecenas, el conde. ¡Qué bellas, profundas y honradas son sus manifestaciones
confidenciales sobre el particular!
Porque, ciertamente, todo aquel que cambia de religión viene a quedar marcado
por una especie de mácula, de la que parece imposible limpiarse. Por donde se ve que
los hombres aprecian por encima de todo la voluntad tenaz, y tanto más la estiman
cuanto que todos ellos, divididos en partidos, tienen constantemente a la vista su
propia seguridad y perduración. Aquí no hay que hablar de sentimientos ni de
convicciones. Debemos perseverar allí donde nos puso más el destino que la elección.
Adherirse y permanecer junto a un pueblo, a una ciudad, a un príncipe, a un amigo, a
una mujer, referirlo todo a eso, hacerlo todo por ello, renunciar a todo y soportarlo
todo, he ahí lo que se estima, por el contrario la deserción es odiosa y la vacilación
ridícula.
Pero si esta cara de la cuestión es áspera y sumamente seria, aún es posible
contemplar ésta desde otra aspecto, por donde puede resultar más alegre y liviana.
Ciertos estados del hombre que en modo alguno aprobamos, ciertas manchas morales
en terceros, tienen para nuestra fantasía un encanto especial. Si se nos permite un
símil, diremos que ocurre con eso lo que con la caza, que para un paladar fino resulta
más sabrosa cuando ya presenta leves indicios de putrefacción que si es asada cuando
está todavía fresca. Una mujer divorciada, un renegado nos provocan una impresión
particularmente seductora. Personas que quizá en otro caso no habrían pasado de
parecemos notables y simpáticas, se nos antojan maravillosas, y no hay que negar que
la conversión de Winckelmann realza notablemente ante nuestra fantasía lo romántico
de su vida y su persona.
Pero para el propio Winckelmann no tuvo la religión católica nada de atrayente.
Sólo vio en ella el disfraz que había de ponerse y se expresa acerca de ella en
términos bastante duros. Más tarde parece que no se atuvo lo suficiente a lo que en
ella es común, y hasta se hizo sospechoso por su modo libre de hablar a los ojos de
los creyentes fervorosos. Por lo menos de vez en cuando, es visible en sus escritos un
ligero temor a la Inquisición.
El encuentro con el arte griego
Es difícil, por no imposible, la transición de lo literario de lo que trata con la
palabra y el lenguaje, de la poesía y la retórica, a las artes plásticas. Esto ocurre
incluso con lo más elevado, pues, entre ambos hay un abismo inmenso, que sólo
puede salvarse mediante una naturaleza especial. Hoy contamos con documentos
suficientes para juzgar hasta qué punto logra esto Winckelmann.
Lo que le orientó primero hacia los tesoros artísticos fue la alegría del goce; pero
para el aprovechamiento, para el juicio de los mismos, necesitaba todavía de los
artistas como intermediarios, cuyas opiniones más o menos válidas él sabía
comprender, redactar y exponer y con las que compuso esa obra que aún se edita en
Dresde, Sobre la imitación de las obras griegas en pintura y escultura, con dos
apéndices.
Por más bien encauzado por el verdadero camino que aparezca aquí
Winckelmann, por más valiosos pasos que contengan esos escritos suyos y por más
exactamente indicada que resulte en ellos la finalidad última del arte, son, sin
embargo, tanto en su materia como en su forma, tan barrocos y peregrinos, que en
vano pretendería uno sacarles algún sentido, de no estar previamente enterado más a
fondo de la personalidad de los entendidos y críticos de arte, reunidos por aquel
tiempo en Sajonia; de sus aptitudes, opiniones, tendencias y caprichos. Por lo tanto
esos escritos habrían quedado como un libro cerrado para la posteridad si unos
instruidos aficionados al arte, que tuvieron más presentes aquellos tiempos, no se
hubieran decidido a hacer o a provocar que alguien hiciera una descripción de las
circunstancias de entonces hasta donde es todavía posible.
Lippert, Hagedorn, Oeser, Dietrich, Heinecken y Oesterreich amaban, impulsaban y fomentaban el arte. Eso sí, cada uno de ellos a su modo. Sus fines eran limitados, sus máximas unilaterales y hasta con frecuencia extravagantes. Intercalaban historias, anécdotas, cuya profusión no sólo estaba llamado a entretener a la buena sociedad, sino también a instruirla.
De tales elementos surgieron aquellos escritos de Winckelmann, de cuya deficiencia no tardó él mismo en darse cuenta, según les confiaba a los amigos.
Pero a pesar de todo finalmente, si no lo bastante preparado, sí ejercitado en
cierto modo, atinó con su camino y arribó a ese país donde para todo espíritu
receptivo comienza la verdadera época formativa, que por todo su ser se difunde y
tales efectos produce, que han de ser tan reales como armónicos, porque en lo
sucesivo habrá de acreditarse poderosamente como un firme lazo entre los hombres
más diversos.
Roma
Winckelmann ya estaba en Roma, y ¿quién más digno de sentir los efectos
que esa gran circunstancia puede obrar sobre una naturaleza receptiva? Ve colmados
sus anhelos, cimentada su dicha y más que satisfechas sus esperanzas. En torno a él
se materializan sus ideas. Él vaga asombrado por las ruinas de una época de colosos.
Lo más magnífico que ha producido el arte se le muestra al aire libre. Perplejo, como
si mirara a los astros del firmamento, levanta sus ojos a tales obras prodigiosas y cada
tesoro cerrado se le abre y tiene reservado un pequeño don para él. El recién llegado
merodea por aquí y por allá, inadvertido como un peregrino; llega de cerca a lo más
magnífico y sagrado, vestido con una indumentaria opaca; no deja que en él penetre
nada aislado; el conjunto obra en él como una diversidad infinita, pero ya siente la
armonía que ha de surgir para él de esos múltiples elementos, muchas veces al
parecer antagónicos. Lo contempla y lo considera todo, y para que su ventura sea más
completa, es considerado un artista al que al fin se puede admirar con gusto.
En vez de prolijas consideraciones, comunicaremos al lector el poderoso influjo
que esa circunstancia ejerce según un amigo nos la describe ingeniosamente:
Roma es el lugar donde, en nuestra opinión se aúna concentrada toda la
Antigüedad, y cuanto en los poetas antiguos y en las antiguas constituciones
políticas sentimos, creemos en Roma, más que sentirlo, verlo. Así como no
cabe comparar a Homero con los demás poetas, así tampoco cabe comparar a
Roma con ninguna otra ciudad, ni a los alrededores romanos con ninguna otra
región. Desde luego que esta impresión es más nuestra que producida por el
objeto; pero no se trata simplemente de la idea sentimental de que estamos
donde estuvo este o aquel gran hombre, sino la potente atracción de un pasado
que, aun suponiendo que sea por efecto de un espejismo fatal, se nos aparece
como más noble y sublime; un impulso al que, ni aunque se quisiera, podría
resistirse, porque el abandono en que sus actuales habitantes dejan al país y la
increíble cantidad de ruinas atraen ya de por sí a los ojos. Y como ese pasado
se le parece al sentido íntimo tan grandioso queda excluida toda envidia. De
este pasado nos sentimos enormemente dichosos de participar, aunque sólo
sea con la fantasía. Y es que no es concebible otro tipo de participación. Y
luego al mismo tiempo, el encanto de las formas, la grandeza de las figuras, la
nitidez de los contornos en el claro ambiente, la belleza de los colores y la
riqueza de la vegetación que, sin embargo, no llega a ser exuberante, como en
tierras más meridionales, dotan al sentido externo de una claridad diáfana. El
goce artístico de los colores, el goce de la naturaleza es aquí por todo ello,
más puro, de un deleite artístico, alejado de toda necesidad. En cualquier
lugar, por lo demás, surgen ideas de contraste, y éste resulta elegiaco y
satírico. Pero, a decir verdad, esto es también así sólo para nosotros. A
Horacio le parecía Tibur más moderno que a nosotros Tívoli. Así lo
demuestra su “Beatus ille qui procul negotiis”. Como también sería pura
ilusión que deseáramos ser habitantes de Atenas o Roma. La Antigüedad se
nos debe mostrar sólo de lejos, separada de toda comunidad, sólo como
pasado. Ocurre con eso lo que ocurre con las ruinas o por lo menos lo que a
nos ocurre a mí y a un amigo mío. Siempre sentimos enojo cuando
excavan alguna medio sepultada, pues eso puede, a lo sumo, rendir algún
provecho a la erudición, pero a costa de la fantasía. Sólo existen dos cosas
igualmente horribles para mí: el que edifiquen en la Campagna di Roma y el
que se empeñen en hacer de Roma una ciudad vigilada por la policía, en la
que ningún hombre lleve puñal. Como nos toque en suerte un papa tan
rigorista —ojalá nos libren de él los setenta y dos cardenales— me voy de
aquí. Sólo reinando en Roma tan divina anarquía, y en torno a Roma una
desolación tan celestial, queda lugar para esas sombras de las que una sola
vale por toda la humanidad.
Carrera literaria
El hombre no suele ser lo bastante afortunado como para encontrar suficientes
recursos para obtener su formación superior de manos de mecenas totalmente
desinteresados. Incluso quien cree desear lo óptimo sólo puede fomentar aquello que
ama y conoce, o más bien aquello que le aprovecha. Y así tuvo también la cultura
literario-bibliográfica el mérito de haberle servido de recomendación a Winckelmann,
primero ante el conde de Bünau, y después ante el cardenal Passionei.
Un conocedor de libros es bien acogido en todas partes, y todavía lo era más
aquel en que la afición a coleccionar libros curiosos era más viva y el negocio
bibliotecario estaba aún más limitado en sí mismo. Una gran biblioteca alemana tenía
un aspecto similar a otra gran biblioteca romana. Podían competir entre sí por la
posesión de los libros. El bibliotecario de un conde alemán era para un cardenal un
deseable huésped y éste podía encontrarse allí como en su casa. Las bibliotecas eran
verdaderas cámaras del tesoro, en vez de lo que son ahora, que debido a los rápidos
progresos científicos y el hacinamiento, con finalidad o sin ella, de impresos, se las
considera útiles cámaras de repuestos y al par como cuartos trasteros inútiles, de
suerte que un bibliotecario alemán debe poseer conocimientos que para el extranjero
serían letra muerta.
Pero sólo por breve tiempo, mientras le fue preciso para procurarse una parca
subsistencia, Winckelmann se mantuvo fiel a su inicial ocupación literaria. Poco
después también perdió el interés por lo referente a investigaciones críticas y dejó de
estar dispuesto a cotejar manuscritos o entrar en diálogo con los eruditos alemanes
que le consultaban sobre múltiples asuntos.
Pero ya antes le habían servido sus conocimientos de recomendación provechosa.
La vida privada de los italianos, en general, y la de los romanos, en particular, tiene
por muchas razones algo de misterioso. Ese misterio, ese retraimiento, podemos
extenderlo, si queremos también al dominio de la literatura. Más de un erudito
consagraba en silencio su vida a una labor principal, sin querer o sin poder darla
nunca a la luz. También se encontraban allí, más que en parte alguna, hombres que,
poseyendo múltiples conocimientos y puntos de vista, no había quien los decidiera a
comunicarlos manuscritos o impresos. El acceso a tales individuos se le allanó muy
pronto a Winckelmann. De éstos él menciona con preferencia a Giacomelli y
Baldani, y hace constar con satisfacción el incremento progresivo de sus
conocidos y su creciente influjo.
Filosofía
Con el progreso de la cultura no se benefician con igual incremento todas las
partes del obrar y actuar humanos en que se manifiesta la cultura. Al contrario, según
el estado favorable de las personas y las circunstancias, unas prosperan más aprisa
que otras y deben despertar un interés más general. De ahí que se dé cierto celoso
descontento en los miembros de esa gran familia. Éste es de ramificaciones tan
múltiples que, con frecuencia, cuanto menos contacto tienen, tanto más afines son.
Es cierto que la mayoría de las veces se trata de una vana lamentación la que
profieren quienes se aplican en esta o aquella arte o ciencia cuando se quejan de que
sus coetáneos no prestan la atención debida a su profesión, pues basta que uno se
acredite como un animoso maestro para que atraiga la atención general. Si Rafael
pudiese surgir hoy nuevamente, seguro que de buen grado le tributaríamos gran
abundancia de honor y riqueza. Un buen maestro despierta la existencia de buenos
discípulos, y su actividad se ramifica hasta lo infinito.
No obstante, en todo tiempo se han atraído los filósofos la inquina, no sólo de sus
afines en ciencia, sino también de los hombres mundanos y de la vida, y puede que
más por su posición que por su propia culpa. Pues como la filosofía, debido a su
propia naturaleza, encara lo más general y lo más alto, necesariamente ha de mirar y
tratar las cosas del mundo como por ella comprendidas y a ella subordinadas.
Aunque tampoco se le niegan expresamente esas desmedidas pretensiones, sino
que lejos de eso cada cual se cree con derecho a participar en sus descubrimientos,
utilizar sus máximas y valerse de cuanto acierte a lograr. Pero como ella, para ser
general, tiene que servirse de palabras propias de combinaciones extrañas y raros
preámbulos que no coinciden precisamente con los particulares estados de los
ciudadanos del mundo y sus necesidades del momento, por fuerza ha de atraerse el
desdén de quienes no pueden atinar con la clave que les permitiría comprenderla.
Pero si, por el contrario, quisiéramos culpar a los filósofos de no saber ellos
mismos atinar seguramente con la transición hacia la vida, y de cometer los mayores
errores donde pretenden convertir su convicción en acto y obra, menguando con ello
su crédito ante el mundo, no faltarán ejemplos variados.
Winckelmann se quejaba amargamente de los filósofos de su tiempo y de su
extendido influjo; pero yo pienso que no hay influjo que no pueda eludirse
recluyéndose en su propio sector. Es raro que Winckelmann no pasara por la
Academia de Leipzig donde, bajo la enseñanza de Christ
y sin preocuparse de ningún filósofo del mundo, habría podido instruirse más cómodamente en su estudio principal.
Pero ya que ante nosotros gravitan los acontecimientos de la era moderna, vendrá
aquí muy a cuento una observación que podemos hacer en nuestro caminar por la
vida: la de que ningún hombre culto puede impunemente apartar de sí, combatirlo o
desdeñar ese gran movimiento filosófico iniciado por Kant con excepción quizá
de los arqueólogos que, por lo particular de sus estudios, parecen gozar de más
privilegios que los demás mortales.
Porque en la medida en que se ocupan únicamente de lo mejor que el mundo ha
producido y sólo consideran lo insignificante y lo de menos calidad en relación con lo
excelente, sus conocimientos alcanzan tal plenitud, sus juicios tal seguridad y su
gusto tal consistencia, que dentro de su propia esfera parecen formados para mover a
admiración y aun a la sorpresa.
También Winckelmann logró esa dicha a la que contribuyeron la escultura y la
vida con una vigorosa acción.
Poesía
Por más que también consagrara Winckelmann atención en su lectura de los
clásicos a los poetas, no descubrimos, sin embargo, en un exacto examen de sus
estudios y su vida, ninguna inclinación particular a la poesía, y hasta cabría decir más
bien que es aversión a ella lo que acá y allá deja traslucir, pues su predilección por los
cantos antiguos y corrientes de la Iglesia luterana y el hecho de que aun en Roma
poseyese uno de esos antifonarios auténticos da testimonio de un buen alemán
tradicional, pero no precisamente amante de la poesía.
Los poetas clásicos parecen haberle interesado, primero a título de documentos de
las lenguas y literaturas clásicas, y después como testimonio para la escultura. Por lo
cual es tanto más prodigioso y grato verle salir a escena como poeta a él mismo, y en
verdad como capaz poeta, indiscutible cuando en sus últimos escritos describe
estatuas. Él mira con los ojos, capta con el sentido obras inefables, y, sin embargo,
siente el irrefrenable impulso de abarcarlas con palabras y letras. Lo magnífico
perfecto, la idea de donde brotó aquella figura, el sentimiento que su contemplación
despertó en él, deben comunicársele al oyente, al lector, y al exhibir ahora toda la
gama de sus aptitudes se ve obligado a atacar por su lado más vigoroso y digno lo que
tiene delante. Debe ser poeta, aunque no piense en ello, quiéralo o no.
Criterio logrado
Por mucho que en general Winckelmann estimase el prestigio ante el mundo; por
mucho que ambicionase una fama literaria, y por más que dotase de calidades a sus
obras y las realzara mediante cierta solemnidad de estilo, no era en modo alguno
ciego para sus defectos, que al contrario, en seguida advertía, según tenía que ocurrir
forzosamente, habida cuenta de su naturaleza siempre progresiva y siempre
comprendiendo y elaborando nuevos temas. Ahora bien: cuanto más dogmática y
didácticamente se ponía a trabajar en alguna obra y exponía y sentaba esta o aquella
explicación de un monumento, esta o aquella interpretación y empleo de un pasaje
escrito, tanto más vivamente saltaba a sus ojos el error; y en cuanto, merced a nuevos
datos, adquiría la convicción de ello, con tanta más rapidez se sentía inclinado a
rectificar, en una u otra forma.
Si aún tenía en su poder el manuscrito, lo rehacía; si ya lo había enviado a la
imprenta, lo apostillaba con correcciones y adiciones, y de todos sus escritos de
arrepentimiento no hacía ningún misterio con sus amigos, pues la verdad, exactitud,
probidad y honradez eran la base de todo su ser.
Obras tardías
Una idea feliz para él, aunque no la vio clara de una vez, sino en el curso de su
actividad, fue la de emprender sus Monumenti inediti.
Salta a la vista que lo que primero le atrajo fue ese gusto suyo por dar a conocer
nuevos objetos, ilustrarlos de un modo afortunado y dilatar así en tan gran medida el
conocimiento de la antigüedad; pero luego se agregó a eso el interés de poner a
prueba el método ya por él introducido en la historia del arte, aplicándolo a objetos
que ponía ante los ojos del lector, pues así finalmente, se desarrollaba el feliz
propósito declarado en el ensayo, lanzado por delante, de corregir, depurar, y en
parte, suprimir tácitamente la obra sobre historia del arte, que ya quedaba a sus
espaldas.
Consciente de anteriores yerros, que el no romano apenas podía rectificarle,
escribió una obra en italiano, que también estaba llamada a tener validez en Roma. Y
no sólo trabajó con ella con la máxima atención, sino que se buscó también amigos
entendidos, con los cuales revisó exactamente su trabajo. Para ello se sirvió con suma
habilidad de sus criterios y juicios, con lo que escribió una obra que podrá pasar
como legado a todas las edades. Y no sólo escribe, sino que costea, acomete y
produce como un pobre editor aquello que habría sido un honor para un editor de
sólida base, para los académicos.
Carácter
Si en muchísimos hombres, sobre todo en los eruditos, parece lo más importante
aquello que producen, y el carácter apenas si en ello se revela, en Winckelmann se da
el caso contrario, o sea que en todo aquello que produce es especialmente notorio y
valioso porque su carácter se manifestó en ello. Ya dijimos al principio bajo los
epígrafes de “Lo antiguo” y “Pagano”, algo general sobre el sentido de la belleza y la
amistad, ahora que nos acercamos al final, llega el momento de tratar lo más
particular que cabe decir sobre ese tema.
Winckelmann por naturaleza se expresaba con honradez ante sí mismo y ante los
demás; su innato amor a la verdad se desplegaba cada vez más según se iba sintiendo
más independiente y dueño de sí, de suerte que en última instancia esa cortés
benevolencia para los yerros, que tanto abunda en la vida y la literatura, le llegó a
parecer un crimen.
Un temperamento de esa índole podía recogerse holgadamente en sí mismo; pero
también encontramos esa clásica propiedad de que siempre anduviese ocupado
consigo mismo, sin por ello verdaderamente observarse. Piensa únicamente en sí
mismo, pero no acerca de sí mismo; se da cuenta de lo que se propone; se interesa por
todo su ser, por todo el alcance de su ser, y abriga confianza de que también se
interesaran por ello sus amigos. De ahí que encontremos en sus cartas mencionado
todo, desde sus anhelos morales más sublimes hasta las más vulgares necesidades
físicas, y hasta llega a decir que le place más hablar de menudencias personales que
de temas importantes. De ahí que se mantenga en absoluto como un enigma para sí
mismo y más de una vez se asombre de su propio fenómeno, sobre todo cuando
considera lo que fue y lo que ha llegado a ser. Pero, en general, a todo hombre se le
puede mirar como a una charada de muchas sílabas, de las que sólo deletrea unas
cuantas en tanto que los demás descifran la palabra entera.
Tampoco hallamos en él principio explícito alguno; su certero sentimiento, su
cultivado espíritu, le sirven tanto en lo moral como en lo estético, de hilo de Ariadna.
Ante él gravita como una religión natural en la que, sin embargo, aparece Dios como
el camino primordial de lo bello y apenas como un ente que guarde con el hombre
otra relación que ésa. Winckelmann se conduce muy bellamente dentro de los límites
del deber y la gratitud.
Su velar por sí mismo es comedido y no siempre el mismo en todos los tiempos.
Trabaja con el mayor ardor a fin de asegurarse la subsistencia en su vejez. Sus medios
son nobles; se muestra en la búsqueda de sus metas honrado, justo, incluso arrogante,
y al mismo tiempo listo y tesonero. Jamás trabaja con arreglo a un plan, siempre lo
hace a impulsos del instinto y con pasión. Su alegría es violenta ante cada hallazgo y,
por tanto, inevitables sus errores, que, no obstante, en su vivo progresar, rectifica tan
pronto como los advierte. Aquí también se mantiene esa disposición clásica, la
seguridad del punto de que se parte y la inseguridad del fin que se quiere alcanzar, así
como lo incompleto e imperfecto del tratamiento en cuanto se alcanza una amplitud
considerable.
Sociedad
Si, poco preparado por su primer género de vida, no se encontró al principio muy
en su elemento en sociedad, pronto un sentimiento de dignidad vino a suplir la falta
de educación y hábito y no tardó en aprender a conducirse según pedían las
circunstancias. El gusto al trato con personas distinguidas, ricas y célebres, el gozo de
verse estimado de ellas, se trasluce en todos sus escritos, y en cuanto a llaneza en el
trato, en ningún otro ambiente que el romano habría podido encontrarse mejor.
Él mismo hace notar que las personas notables de allá, sobre todo los
eclesiásticos, pese a lo ceremoniosos que por fuerza parecen, conviven con toda
holgura y llaneza con los que habitan en su casa. Sin embargo él no notaba que tras
esa llaneza se oculta la relación oriental del señor con el criado. Todos los pueblos
meridionales sentirían un tedio infinito si hubieran de mantenerse siempre con los
suyos en una constante tensión mutua, según acostumbran a hacerlo los nórdicos. Los
viajeros han observado que en Turquía los esclavos se conducen con su señor con
mucha más “aisance” que los cortesanos nórdicos con sus príncipes y entre
nosotros los subordinados con sus jefes; sólo que, considerada más a fondo la cosa,
tales muestras de aprecio a los subordinados van encaminadas a que se acuerden
siempre de sus superiores y de cuánto a éstos les deben.
Pero el meridional desea tener sus horas de relajo, y eso redunda en bien de
quienes le rodean. Winckelmann describe escenas de esa índole con gran fruición.
Éstas le alivian de su restante dependencia y le dan una oportunidad a su sentido de la
libertad qué mira con horror cuanto signifique cadena que a él también pudiera
amenazarle.
El mundo
En Winckelmann encontramos un incansable afán de aprecio y consideración;
pero desea lograrlos merced a algo real.
Hace por calar a fondo en lo real de los objetos, de los medios y el tratamiento, de
ahí que tenga tanta aversión a las apariencias francesas.
Si en Roma tuvo ocasión de tratar a extranjeros de todas las naciones también
supo conservar tales relaciones de un modo hábil y activo. Las distinciones de las
academias y sociedades eruditas eran muy de su agrado y hasta hacía por
obtenerlas.
Pero lo que más le estimulaba era ese documento de su mérito que en silencio y
con gran asiduidad elaboraba; me refiero a su Historia del arte. Ésta fue
inmediatamente traducida al francés, y en virtud de ello alcanzó su nombre gran
difusión.
Fue probablemente en el primer momento cuando es apreciado mejor lo que una
obra como ésa produce, su eficacia se siente, se percibe vivamente su novedad y los
hombres se sorprenden del estímulo que de un solo golpe reciben. Por el contrario,
una posteridad fría les hinca acá y allá el diente a las obras de sus maestros y
profesores y les formula exigencias que ni siquiera se les habría ocurrido hacerles de
no haber producido tanto aquellos a quienes ahora se les pide todavía más.
Y he ahí cómo Winckelmann llegó a ser conocido en las naciones cultas, en un
momento en que Roma tenía tanta fe en él como para honrarle con el no
insignificante cargo de director de antigüedades.
Inquietud
Pese a esa ventura reconocida y por él mismo frecuentemente celebrada, era
siempre presa de torturadora inquietud, que, enraizada profundamente en su carácter,
llegaba a manifestarse en múltiples formas.
Él se había bandeado solo, primero con trabajo, luego con ayuda de la Corte, de la
generosidad de más de un mecenas, reduciendo siempre al mínimo sus necesidades,
para no depender o depender menos. Al mismo tiempo se esforzaba bravamente por
asegurarse su subsistencia por sus propios medios para el presente y el porvenir. Le
hicieron concebir las más lisonjeras ilusiones de lograrlo la edición realizada de sus
grabados en cobre.
Sólo que aquel estado de inseguridad le había acostumbrado a buscar su
subsistencia tan pronto acá como allá, a cobijarse con escaso provecho en la mansión
de un cardenal, en el Vaticano o en cualquier otra parte, para, en cuanto se le
presentaba otra perspectiva, dejar alternativamente su puesto y buscar por otro lado y
prestar oído a múltiples proposiciones.
Luego, todo el que vive en Roma se halla expuesto a que le acometa el ansia de
viajar por todos los países del mundo. Se encuentra en el punto central del mundo
antiguo y cerca y rodeado de las regiones más interesantes para el arqueólogo, como
quien dice. La Magna Grecia y Sicilia, Dalmacia, el Peloponeso, Jonia y Egipto, todo
se le brinda a la par al habitante de Huma, y en todo aquel que, como Winckelmann,
haya nacido con el deseo de ver, despierta de vez en cuando una inefable nostalgia,
acrecida aún más por tantos extranjeros que a su paso, ya de un modo razonable o sin
objeto, hacen preparativos para recorrer aquellos países, o vuelven de ellos y no se
cansan de narrar y ponderar las maravillas de la lejanía.
Así también nuestro Winckelmann anhela recorrerlo todo ya a expensas propias,
ya en compañía de opulentos viajeros que saben apreciar más o menos el valor de un
compañero de ruta culto y talentoso.
Para ese desasosiego y malestar íntimos había otra causa, que hace honor a su
corazón, y es la nostalgia irresistible de los amigos ausentes. Parece haberse
concentrado aquí la nostalgia de ese hombre que, de otra parte, tanto vivía del
presente. Ve a esos amigos delante de sus ojos, conversa epistolarmente con ellos,
suspira por abrazarlos y anhela reiterar aquellos días en que convivieron.
Este anhelo, orientado sobre todo hacia el Norte, le había reavivado nuevamente
la paz. Quería presentarse ante el Gran Rey que ya antes lo había dignificado
reclamando sus servicios y lo había llenado de orgullo. Quería ver de nuevo al
príncipe de Dessau, cuya elevada y serena condición le parecía como enviada por
Dios a la tierra, rendir sus respetos al duque de Braunschweig, cuyas grandes
cualidades sabía estimar cual merecían, elogiar personalmente al ministro Von
Münchhausen, que tanto hiciera por las ciencias, admirar su inmortal creación en
Gotinga, recrearse de nuevo con el trato vivaz y confiado de sus amigos suizos. Tales
atractivos vibraban nuevamente en su corazón y en su fantasía, había tenido esas
imaginaciones y había jugado con ellas durante mucho tiempo y finalmente, por
desgracia, cedió a su impulso y fue a buscar su muerte.
Ya se había consagrado en cuerpo y alma al ambiente italiano y cualquier otro se
le hacía insoportable, y si el paso anterior por ese Tirol montañero y rocoso hubo de
interesarle y aun encantarle, él se sentía ahora, de regreso a su patria, como si cruzara
una puerta cimérica, angustiado y presa de la imposibilidad de seguir adelante.
Marcha
De suerte que desapareció para el mundo, luego de haber alcanzado el grado
supremo de dicha que hubiera podido desear. Le esperaba su patria, le tendían ya los
brazos los amigos, todas esas muestras de amor que tanto necesitaba; todos esos
testimonios de la pública estimación, que tanto valor tenían para él, aguardaban su
aparición para colmarle. Y en este sentido debemos reputarle feliz, por haberse
remontado desde la cumbre humana de la existencia hasta la mansión de los
bienaventurados y haberle arrebatado de entre los vivientes un breve espanto y un
dolor fugaz. No tuvo que sentir los estragos de la vejez, la merma de las
cualidades psíquicas, ni presenciar con sus propios ojos ese desperdigamiento de los
tesoros del arte, que él predijera, aunque en otro sentido. Vivió como hombre y como
hombre cabal dejó este mundo. Y ahora goza en la memoria de la posteridad el
privilegio de aparecer como eternamente animoso y fuerte, pues en la misma forma
con que el hombre abandona la tierra, ambula luego por entre las sombras y así
Aquiles se conserva entre nosotros presente como un joven animoso. Que
Winckelmann partiera temprano, también nos hace bien. Desde su tumba hace más
intenso el soplo de su fuerza y despierta en nosotros el vivísimo impulso de continuar
sin descanso, con fervor y amor, lo que él iniciara.
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