A estas alturas, apenas será necesario señalar que el prestigio de la novela está
completamente por los suelos, a tal extremo que la observación de que «nunca leo
novelas», que hace una docena de años se pronunciaba por lo común con un deje de
disculpa, ahora se proclama siempre con un tono de suficiencia manifiesta. Es cierto
que todavía quedan en activo unos cuantos novelistas contemporáneos, o
aproximadamente contemporáneos, a los que la intelectualidad considera permisible
leer, pero lo que cuenta es que de la buena novela mala al uso suele hacerse caso
omiso, mientras que los buenos libros malos al uso, sean de poesía o de crítica, aún se
suelen tomar en serio. Esto significa que, si uno escribe novelas, automáticamente
dispone de un público menos inteligente del que dispondría si hubiera elegido otro
género. Son dos las razones, bastante obvias por otra parte, por las que esto en la
actualidad imposibilita que se escriban novelas buenas. Al día de hoy, la novela se
deteriora a ojos vista, y se deterioraría mucho más deprisa si la mayoría de los
novelistas tuvieran una cierta idea de quiénes leen sus libros. Es fácil sostener, cómo
no (véase, por ejemplo, el extrañísimo y rencoroso ensayo de Belloc), que la novela
es un género artístico despreciable y que su destino no tiene la menor importancia.
Dudo que valga la pena poner siquiera en tela de juicio esa opinión. Sea como fuere,
doy por sentado que vale la pena con creces salvar la novela, y que con la finalidad
de salvarla es preciso persuadir a las personas inteligentes de que se la tomen con la
debida seriedad. Es por consiguiente útil analizar una de las múltiples causas -a mi
juicio, la causa principal- de este desprestigio que vive hoy la novela.
El problema está en que a la novela se la condena a gritos a no existir. Pregúntese
a cualquier persona con dos dedos de frente por qué «nunca lee novelas», y por lo
común se descubrirá que, en el fondo, se debe a las nauseabundas paparruchas
promocionales que se escriben en las cubiertas y contracubiertas. No hace falta poner
demasiados ejemplos; baste tomar una muestra del Sunday Times de la semana
pasada: «Si usted es capaz de leer este libro sin dar alaridos de placer, es que su alma
está muerta». Eso mismo, o algo muy parecido, es lo que ahora se escribe acerca de
todas y cada una de las novelas que se publican, como bien se puede comprobar
mediante un estudio de las citas que llevan en cubierta o en contracubierta. Para todo
el que se tome en serio lo que dice el Sunday Times, la vida debe de ser una
larguísima y muy dura lucha para estar al día. Las novelas nos caen encima al ritmo
de unas quince cada día, y cada una de ellas es una inolvidable obra maestra:
perdérnosla es poner en peligro nuestra alma. Así pues, decidirse por un libro en la
biblioteca se vuelve muy difícil, y uno se sentirá muy culpable si no le hace dar
alaridos de placer. En realidad, a nadie que importe se le engaña con esta clase de
bobadas, y el desprestigio en que ha caído la reseña de novelas se extiende a las
novelas mismas. Cuando todas las novelas que se publican son presentadas como
obras geniales, es más que natural dar por sentado que todas ellas son paparruchas.
Dentro de la intelectualidad literaria, esta suposición se da por sentada. Reconocer
que a uno le gustan las novelas es hoy en día casi lo mismo que reconocer que a uno
le encanta el helado de coco o que prefiere leer a Rupert Brooke antes que a Gerald
Manley Hopkins.
Todo esto es obvio. No me parece tan obvio, en cambio, el modo en que ha
surgido la situación en que nos encontramos. El robo a mano armada que suponen los
libros es sencillamente una estafa de lo más cínica. Z escribe un libro que publica Y, y
que reseña X en el Semanario W. Si la reseña es negativa, Y retirará el anuncio que ha
incluido, por lo cual X tiene que calificar la novela de «obra maestra inolvidable» si
no quiere que lo despidan. En esencia, ésta es la situación, y la reseña de novelas, o la
crítica de novelas, si se quiere, se ha hundido a la profundidad a la que hoy se
encuentra sobre todo porque los críticos sin excepción tienen a un editor o a varios
apretándoles las tuercas por persona interpuesta. Ahora bien, la cosa no es tan tosca
como parece. Las diversas partes implicadas en la estafa no actúan conscientemente
al unísono, y se han visto obligadas a participar de la situación actual en parte en
contra de su voluntad.
Para empezar, no se debe asumir, como se hace a menudo (véanse por ejemplo,
las columnas de Beachcomber, passim), que el novelista disfrute e incluso sea en
cierto modo responsable de las críticas que reciben sus novelas. A nadie le gusta que
le digan que ha escrito un relato de pasión palpitante que está llamado a perdurar
tanto como perdure la lengua inglesa, aun cuando, ciertamente, sea una decepción
que no se lo digan, ya que a todos los novelistas se les dice lo mismo, y verse privado
de tales alabanzas posiblemente signifique que sus libros no se vendan nada bien. El
reseñador que trabaja a destajo es de hecho una suerte de necesidad comercial, como
lo es la cita incluida en la sobrecubierta del libro, de la cual termina por ser una mera
prolongación. Pero ni siquiera el desdichado destajista de las reseñas ha de cargar con
ninguna culpa por las tonterías que escribe. En sus circunstancias particulares, es
imposible que escriba ninguna otra cosa. Y es que aun cuando no mediara la cuestión
del soborno, directo o indirecto, sería imposible que hubiera buena crítica de novelas,
al menos mientras se dé por sentado que toda novela bien merece una reseña.
Un periódico recibe la consabida pila semanal de libros, de los que remite una
docena a X, el reseñador a destajo, que tiene esposa e hijos y tiene que ganarse esa
guinea, por no hablar de la media corona por volumen que conseguirá vendiendo a un
librero de segunda mano sus ejemplares de cortesía. Hay dos razones por las cuales a
X le resulta totalmente imposible decir la verdad acerca del libro que recibe. Para
empezar, lo más probable es que once de cada doce libros no consigan prender en él
ni la más mínima chispa de interés. No serán más que consabidamente malos,
meramente neutros, inertes, sin demasiado sentido. Si no se le pagase por hacerlo,
jamás leería ni un solo párrafo de esos libros, y prácticamente en todos los casos la
única reseña verdadera y fiel a la realidad que podría escribir sería más bien ésta:
«Este libro no me inspira pensamientos de ninguna clase». ¿Le pagaría alguien por
escribir una cosa así? Obviamente, no. De entrada, por lo tanto, X se encuentra en la
falsa posición de tener que producir, digamos, trescientas palabras acerca de un libro
que para él no ha significado nada. Por lo común, lo hace mediante un breve resumen
de la trama (lo cual, a la sazón, ante el autor le delata: pone de manifiesto que no ha
leído el libro) y unos cuantos halagos de cortesía, que a pesar de su empalago o
exageración tienen el mismo valor que la sonrisa de una prostituta.
Pero hay un mal mucho peor que éste. De X se espera no sólo que diga de qué
trata un libro, sino también que pronuncie su opinión y dictamine si es bueno o malo.
Dado que X puede sostener una pluma con la mano, probablemente no es tonto, o no
tanto como para imaginar que La ninfa constante sea la tragedia más sensacional
que jamás se haya escrito. Muy probablemente, su novelista preferido, si es que las
novelas le importan, sea Stendhal, o Dickens, o Jane Austen, o D. H. Lawrence, o
Dostoievski, o, en cualquier caso, alguien inconmensurablemente mejor que
cualquiera de los novelistas contemporáneos del montón. Tiene que empezar, de
entrada, por rebajar de un modo abismal sus propios criterios. Como ya he señalado
en otra parte, aplicar un criterio decente a las novelas ordinarias, del montón, es como
ponerse a pesar una mosca en una báscula de muelles preparada para pesar elefantes.
En semejante báscula, sencillamente no se registra el peso de las moscas; hay que
empezar por construir otra báscula que sirva para poner de relieve que existen moscas
grandes y moscas chicas. Y esto es aproximadamente lo que hace X. De nada sirve
decir monótonamente, un libro tras otro, «este libro es una paparrucha», porque, una
vez más, nadie pagará nada por una cosa así. X tiene que descubrir algo que no sea
una paparrucha, y tiene que descubrirlo con una frecuencia relativamente alta, o
arriesgarse al despido. Esto significa rebajar sus criterios a una profundidad a la que,
digamos, El vuelo de un águila, de Ethel M. Dell, pase por ser un libro bastante
bueno. Pero en una escala de valores en la que El vuelo de un águila pasa por ser un
libro bastante bueno, La ninfa constante será un libro soberbio, y El propietario…
¿qué será? Un relato de pasión palpitante, una obra maestra sensacional, capaz de
estremecer el alma misma del lector, una épica inolvidable, llamada a perdurar tanto
como perdure la lengua inglesa, etc. (En cuanto a cualquier libro verdaderamente
bueno, haría reventar el termómetro). Tras comenzar por la suposición de que todas
las novelas son buenas, el reseñador se ve impelido a seguir subiendo por una
escalera de adjetivos a la que se le acaban pronto los peldaños. Y sic itur ad Gould.
Se ve a un reseñador tras otro, todos por el mismo camino. En menos de dos años
desde que empezó, con intenciones en cualquier caso moderadas, proclama entre
histéricos chillidos que Crimson Night [Noche carmesí], de Barbara Bedworthy, es
la obra maestra más sensacional, incisiva, conmovedora, inolvidable de cuantas han
sido en el mundo terreno, etc., etc., etc. No hay salida de semejante laberinto cuando
uno ha cometido el pecado inicial de fingir que un libro malo es bueno. Pero tampoco
es posible ganarse la vida reseñando novelas sin cometer ese pecado. Entretanto,
cualquier lector inteligente se da la vuelta y se larga asqueado, y despreciar las
novelas pasa a ser una suerte de deber irrenunciable entre los entendidos. De ahí ese
extraño hecho de que sea posible que una novela de verdadero mérito pase sin pena ni
gloria, meramente porque se haya alabado en los mismos términos que cualquier
paparrucha.
Son diversas las personas que han sugerido que sería mejor para todos si no se
hicieran reseñas de novelas. De ninguna clase. Es posible, pero la sugerencia es
inservible, puesto que eso es algo que no va a suceder. Ningún periódico que dependa
en mayor o menor grado de los anuncios de los editores puede permitirse el lujo de
prescindir de las reseñas, y aunque los editores más inteligentes probablemente se
hayan percatado de que no estarían mucho peor si la redacción de textos
promocionales para cubiertas y contracubiertas estuviera abolida por ley, no pueden
ponerle fin por la misma razón por la que no es posible un desarme completo de las
naciones: porque nadie quiere ser el primero en empezar tal proceso. Así pues,
durante mucho tiempo seguirán haciéndose y publicándose textos promocionales y
reseñas muy similares, y seguirán yendo a peor: el único remedio consiste en ingeniar
algún modo de que no se les preste atención y no se les tenga el menor respeto. Pero
esto sólo puede suceder si en alguna parte se hiciera una crítica decente de novelas
que sirviera como punto de comparación para todas las reseñas de medio pelo. Dicho
de otro modo, existe la necesidad de un periódico (uno solo sería suficiente para
empezar) que se especialice en la crítica de novelas, pero que se niegue a publicar
paparruchas de ninguna clase, es decir, un periódico en el que los críticos, o
reseñadores, lo sean de verdad, en vez de ser meros muñecos de ventrílocuo que
baten la mandíbula cuando el editor tira de los hilos correspondientes.
Se podría aducir que esos periódicos ya existen. Hay unas cuantas revistas cultas,
por ejemplo, en las que la crítica de novelas, o lo que de ella se publique, es
inteligente y no se pliega a sobornos. Así es, pero lo que cuenta es que las
publicaciones de esa clase no se especializan en la crítica de novelas, y desde luego
no intentan siquiera mantenerse al corriente de la actual producción de obras de
ficción. Pertenecen al mundo de la alta cultura, el mundo en el que ya se da por
sentado que las novelas, en cuanto tales, son despreciables. Pero la novela es una
forma artística popular, y de nada sirve abordarla con los presupuestos del Criterion,
o del Scrutiny, según los cuales la literatura es un juego de puro amiguismo y
compadreo (con guante de terciopelo o con garras afiladas, según sea el caso) entre
camarillas cultas diversas. El novelista es ante todo un narrador, y un hombre puede
ser un muy buen narrador (véanse, por ejemplo, Trollope, Charles Reade, Somerset
Maugham) sin ser estrictamente un «intelectual». Se publican cada año cinco mil
nuevas novelas, y Ralph Strauss nos implora que las leamos todas, o lo haría desde
luego si tuviera que reseñarlas todas. El Criterion quizá se digna tener en cuenta una
docena. Pero entre una docena y cinco mil puede haber un centenar, o doscientas, o
tal vez quinientas, que a distintos niveles posean un mérito genuino, y es en ellas en
las que cualquier crítico al que le importe la novela debería concentrarse.
Ahora bien, la primera necesidad es un método de gradación. Hay un sinfín de
novelas que jamás tendrían siquiera que mencionarse; imagínense, por ejemplo, los
efectos perniciosísimos que sobre la crítica tendría el reseñar solemnemente cada
novela por entregas que se publica en Peg’s Paper. Pero es que incluso las que vale la
pena mencionar pertenecen a categorías muy distintas. Raffles es un buen libro, y
también lo son La isla del doctor Moreau, y La cartuja de Parma, y Macbeth, pero
son «buenos» a niveles muy distintos. Del mismo modo, Si llega el invierno y El
bienamado y Un socialista asocial y Sir Lancelot Greaves son libros malos, pero a
niveles distintos de «maldad». Ésta es la realidad que el destajista de la reseña se ha
especializado en difuminar del todo. Tendría que ser viable idear un sistema, tal vez
un sistema muy rígido, que clasificase las novelas por clases A, B, C, etc., de modo que
si un reseñador alaba o desdeña una novela, uno al menos sepa en qué medida
pretende que se le tome en serio. En cuanto a los reseñadores, tendrían que ser
personas a las que de veras les importase el arte de la novela (y eso probablemente
significa no que sean de la alta cultura, ni de la baja cultura, ni de la cultura media,
sino de cultura elástica), personas interesadas en la técnica narrativa y aún más
interesadas en descubrir de qué trata un libro. Son muy numerosas las personas de
tales características; algunos de los peores reseñadores, aunque ahora no tengan
remedio, empezaron siendo así, como bien se ve echando un vistazo a sus primeros
trabajos. Por cierto, sería buena cosa si los aficionados hicieran más reseñas de
novelas. Un hombre que no es un escritor hecho y derecho, sino que simplemente ha
leído un libro que le ha impresionado hondamente, tiene más posibilidades de
contarnos de qué trata que un profesional competente, pero sumamente aburrido. Por
eso las reseñas norteamericanas, a pesar de sus estupideces, son mejores que las
inglesas: son más de aficionados, es decir, más serias.
Creo que, del modo en que he indicado, el prestigio de la novela podría
recuperarse. La mayor de las necesidades sigue siendo la de un periódico o una
revista que se mantenga al tanto de la ficción actual y que sin embargo se niegue a
rebajar sus criterios. Tendría que ser un periódico poco conocido, pues los editores no
se anunciarían en él; por otra parte, cuando hubieran descubierto que en un medio
como ése hay elogios que son elogios de verdad, estarían más que dispuestos a citarlo
en sus textos promocionales. Aun cuando fuera un periódico muy poco conocido,
probablemente provocaría una mejora del nivel general de las reseñas, pues las
paparruchas de los dominicales sólo se siguen publicando porque no hay con qué
contrastarlas. Pero aun si los reseñadores siguieran exactamente igual que hasta
ahora, no importaría tanto, al menos mientras también existiera una manera decente
de reseñar y de recordar a unas cuantas personas que los cerebros más serios todavía
pueden ocuparse de la novela. Así como el Señor prometió que no destruiría Sodoma
si se pudiera encontrar en la ciudad a diez hombres de probada rectitud la novela no
será completamente despreciada mientras se sepa que en algún lugar hay siquiera un
puñado de reseñadores que se han quitado el pelo de la dehesa.
En la actualidad, si a uno le importan las novelas, y todavía más si se dedica a
escribirlas, el panorama es sumamente deprimente. La palabra «novela» suscita las
palabras «genialidad», «contracubierta» y «Ralph Strauss» de un modo tan
automático como «pollo» suscita «asado». Las personas inteligentes rehuyen las
novelas de un modo casi instintivo; a resultas de ello, los novelistas establecidos se
vienen abajo, y los principiantes que «tienen algo que decir» se pasan de manera
preferente a cualquier otro género. La degradación subsiguiente es obvia. Mírense,
por ejemplo, las noveluchas de cuatro peniques que se ven apiladas en el mostrador
de cualquier papelería de barrio. Ésa es la descendencia decadente de la novela, que
guarda con Manon Lescaut y con David Copperfield la misma relación que el perrillo
faldero guarda con el lobo. Es harto probable que antes de que pase mucho tiempo la
novela media no se distinga demasiado de esas noveluchas, aunque sin duda siga
publicándose con una encuadernación de a siete y a seis peniques, con grandes
fanfarrias por parte de los editores. Varias personas han profetizado que la novela está
condenada a desaparecer en el futuro próximo. Yo no creo que llegue a desaparecer,
por razones que sería largo detallar pero que son bastante evidentes. Es mucho más
probable que, si los mejores cerebros de la literatura no se dejan inducir a regresar a
ella, sobreviva de una manera superficial, despreciada, sin esperanza, en una forma
degenerada, como lápidas modernas o espectáculos de polichinela.
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