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Foto del escritorAmenhotep VII

En Defensa de la Novela - George Orwell




A estas alturas, apenas será necesario señalar que el prestigio de la novela está

completamente por los suelos, a tal extremo que la observación de que «nunca leo

novelas», que hace una docena de años se pronunciaba por lo común con un deje de

disculpa, ahora se proclama siempre con un tono de suficiencia manifiesta. Es cierto

que todavía quedan en activo unos cuantos novelistas contemporáneos, o

aproximadamente contemporáneos, a los que la intelectualidad considera permisible

leer, pero lo que cuenta es que de la buena novela mala al uso suele hacerse caso

omiso, mientras que los buenos libros malos al uso, sean de poesía o de crítica, aún se

suelen tomar en serio. Esto significa que, si uno escribe novelas, automáticamente

dispone de un público menos inteligente del que dispondría si hubiera elegido otro

género. Son dos las razones, bastante obvias por otra parte, por las que esto en la

actualidad imposibilita que se escriban novelas buenas. Al día de hoy, la novela se

deteriora a ojos vista, y se deterioraría mucho más deprisa si la mayoría de los

novelistas tuvieran una cierta idea de quiénes leen sus libros. Es fácil sostener, cómo

no (véase, por ejemplo, el extrañísimo y rencoroso ensayo de Belloc), que la novela

es un género artístico despreciable y que su destino no tiene la menor importancia.

Dudo que valga la pena poner siquiera en tela de juicio esa opinión. Sea como fuere,

doy por sentado que vale la pena con creces salvar la novela, y que con la finalidad

de salvarla es preciso persuadir a las personas inteligentes de que se la tomen con la

debida seriedad. Es por consiguiente útil analizar una de las múltiples causas -a mi

juicio, la causa principal- de este desprestigio que vive hoy la novela.

El problema está en que a la novela se la condena a gritos a no existir. Pregúntese

a cualquier persona con dos dedos de frente por qué «nunca lee novelas», y por lo

común se descubrirá que, en el fondo, se debe a las nauseabundas paparruchas

promocionales que se escriben en las cubiertas y contracubiertas. No hace falta poner

demasiados ejemplos; baste tomar una muestra del Sunday Times de la semana

pasada: «Si usted es capaz de leer este libro sin dar alaridos de placer, es que su alma

está muerta». Eso mismo, o algo muy parecido, es lo que ahora se escribe acerca de

todas y cada una de las novelas que se publican, como bien se puede comprobar

mediante un estudio de las citas que llevan en cubierta o en contracubierta. Para todo

el que se tome en serio lo que dice el Sunday Times, la vida debe de ser una

larguísima y muy dura lucha para estar al día. Las novelas nos caen encima al ritmo

de unas quince cada día, y cada una de ellas es una inolvidable obra maestra:

perdérnosla es poner en peligro nuestra alma. Así pues, decidirse por un libro en la

biblioteca se vuelve muy difícil, y uno se sentirá muy culpable si no le hace dar

alaridos de placer. En realidad, a nadie que importe se le engaña con esta clase de

bobadas, y el desprestigio en que ha caído la reseña de novelas se extiende a las

novelas mismas. Cuando todas las novelas que se publican son presentadas como

obras geniales, es más que natural dar por sentado que todas ellas son paparruchas.

Dentro de la intelectualidad literaria, esta suposición se da por sentada. Reconocer

que a uno le gustan las novelas es hoy en día casi lo mismo que reconocer que a uno

le encanta el helado de coco o que prefiere leer a Rupert Brooke antes que a Gerald

Manley Hopkins.

Todo esto es obvio. No me parece tan obvio, en cambio, el modo en que ha

surgido la situación en que nos encontramos. El robo a mano armada que suponen los

libros es sencillamente una estafa de lo más cínica. Z escribe un libro que publica Y, y

que reseña X en el Semanario W. Si la reseña es negativa, Y retirará el anuncio que ha

incluido, por lo cual X tiene que calificar la novela de «obra maestra inolvidable» si

no quiere que lo despidan. En esencia, ésta es la situación, y la reseña de novelas, o la

crítica de novelas, si se quiere, se ha hundido a la profundidad a la que hoy se

encuentra sobre todo porque los críticos sin excepción tienen a un editor o a varios

apretándoles las tuercas por persona interpuesta. Ahora bien, la cosa no es tan tosca

como parece. Las diversas partes implicadas en la estafa no actúan conscientemente

al unísono, y se han visto obligadas a participar de la situación actual en parte en

contra de su voluntad.

Para empezar, no se debe asumir, como se hace a menudo (véanse por ejemplo,

las columnas de Beachcomber, passim), que el novelista disfrute e incluso sea en

cierto modo responsable de las críticas que reciben sus novelas. A nadie le gusta que

le digan que ha escrito un relato de pasión palpitante que está llamado a perdurar

tanto como perdure la lengua inglesa, aun cuando, ciertamente, sea una decepción

que no se lo digan, ya que a todos los novelistas se les dice lo mismo, y verse privado

de tales alabanzas posiblemente signifique que sus libros no se vendan nada bien. El

reseñador que trabaja a destajo es de hecho una suerte de necesidad comercial, como

lo es la cita incluida en la sobrecubierta del libro, de la cual termina por ser una mera

prolongación. Pero ni siquiera el desdichado destajista de las reseñas ha de cargar con

ninguna culpa por las tonterías que escribe. En sus circunstancias particulares, es

imposible que escriba ninguna otra cosa. Y es que aun cuando no mediara la cuestión

del soborno, directo o indirecto, sería imposible que hubiera buena crítica de novelas,

al menos mientras se dé por sentado que toda novela bien merece una reseña.

Un periódico recibe la consabida pila semanal de libros, de los que remite una

docena a X, el reseñador a destajo, que tiene esposa e hijos y tiene que ganarse esa

guinea, por no hablar de la media corona por volumen que conseguirá vendiendo a un

librero de segunda mano sus ejemplares de cortesía. Hay dos razones por las cuales a

X le resulta totalmente imposible decir la verdad acerca del libro que recibe. Para

empezar, lo más probable es que once de cada doce libros no consigan prender en él

ni la más mínima chispa de interés. No serán más que consabidamente malos,

meramente neutros, inertes, sin demasiado sentido. Si no se le pagase por hacerlo,

jamás leería ni un solo párrafo de esos libros, y prácticamente en todos los casos la

única reseña verdadera y fiel a la realidad que podría escribir sería más bien ésta:

«Este libro no me inspira pensamientos de ninguna clase». ¿Le pagaría alguien por

escribir una cosa así? Obviamente, no. De entrada, por lo tanto, X se encuentra en la

falsa posición de tener que producir, digamos, trescientas palabras acerca de un libro

que para él no ha significado nada. Por lo común, lo hace mediante un breve resumen

de la trama (lo cual, a la sazón, ante el autor le delata: pone de manifiesto que no ha

leído el libro) y unos cuantos halagos de cortesía, que a pesar de su empalago o

exageración tienen el mismo valor que la sonrisa de una prostituta.

Pero hay un mal mucho peor que éste. De X se espera no sólo que diga de qué

trata un libro, sino también que pronuncie su opinión y dictamine si es bueno o malo.

Dado que X puede sostener una pluma con la mano, probablemente no es tonto, o no

tanto como para imaginar que La ninfa constante sea la tragedia más sensacional

que jamás se haya escrito. Muy probablemente, su novelista preferido, si es que las

novelas le importan, sea Stendhal, o Dickens, o Jane Austen, o D. H. Lawrence, o

Dostoievski, o, en cualquier caso, alguien inconmensurablemente mejor que

cualquiera de los novelistas contemporáneos del montón. Tiene que empezar, de

entrada, por rebajar de un modo abismal sus propios criterios. Como ya he señalado

en otra parte, aplicar un criterio decente a las novelas ordinarias, del montón, es como

ponerse a pesar una mosca en una báscula de muelles preparada para pesar elefantes.

En semejante báscula, sencillamente no se registra el peso de las moscas; hay que

empezar por construir otra báscula que sirva para poner de relieve que existen moscas

grandes y moscas chicas. Y esto es aproximadamente lo que hace X. De nada sirve

decir monótonamente, un libro tras otro, «este libro es una paparrucha», porque, una

vez más, nadie pagará nada por una cosa así. X tiene que descubrir algo que no sea

una paparrucha, y tiene que descubrirlo con una frecuencia relativamente alta, o

arriesgarse al despido. Esto significa rebajar sus criterios a una profundidad a la que,

digamos, El vuelo de un águila, de Ethel M. Dell, pase por ser un libro bastante

bueno. Pero en una escala de valores en la que El vuelo de un águila pasa por ser un

libro bastante bueno, La ninfa constante será un libro soberbio, y El propietario…

¿qué será? Un relato de pasión palpitante, una obra maestra sensacional, capaz de

estremecer el alma misma del lector, una épica inolvidable, llamada a perdurar tanto

como perdure la lengua inglesa, etc. (En cuanto a cualquier libro verdaderamente

bueno, haría reventar el termómetro). Tras comenzar por la suposición de que todas

las novelas son buenas, el reseñador se ve impelido a seguir subiendo por una

escalera de adjetivos a la que se le acaban pronto los peldaños. Y sic itur ad Gould.

Se ve a un reseñador tras otro, todos por el mismo camino. En menos de dos años

desde que empezó, con intenciones en cualquier caso moderadas, proclama entre

histéricos chillidos que Crimson Night [Noche carmesí], de Barbara Bedworthy, es

la obra maestra más sensacional, incisiva, conmovedora, inolvidable de cuantas han

sido en el mundo terreno, etc., etc., etc. No hay salida de semejante laberinto cuando

uno ha cometido el pecado inicial de fingir que un libro malo es bueno. Pero tampoco

es posible ganarse la vida reseñando novelas sin cometer ese pecado. Entretanto,

cualquier lector inteligente se da la vuelta y se larga asqueado, y despreciar las

novelas pasa a ser una suerte de deber irrenunciable entre los entendidos. De ahí ese

extraño hecho de que sea posible que una novela de verdadero mérito pase sin pena ni

gloria, meramente porque se haya alabado en los mismos términos que cualquier

paparrucha.

Son diversas las personas que han sugerido que sería mejor para todos si no se

hicieran reseñas de novelas. De ninguna clase. Es posible, pero la sugerencia es

inservible, puesto que eso es algo que no va a suceder. Ningún periódico que dependa

en mayor o menor grado de los anuncios de los editores puede permitirse el lujo de

prescindir de las reseñas, y aunque los editores más inteligentes probablemente se

hayan percatado de que no estarían mucho peor si la redacción de textos

promocionales para cubiertas y contracubiertas estuviera abolida por ley, no pueden

ponerle fin por la misma razón por la que no es posible un desarme completo de las

naciones: porque nadie quiere ser el primero en empezar tal proceso. Así pues,

durante mucho tiempo seguirán haciéndose y publicándose textos promocionales y

reseñas muy similares, y seguirán yendo a peor: el único remedio consiste en ingeniar

algún modo de que no se les preste atención y no se les tenga el menor respeto. Pero

esto sólo puede suceder si en alguna parte se hiciera una crítica decente de novelas

que sirviera como punto de comparación para todas las reseñas de medio pelo. Dicho

de otro modo, existe la necesidad de un periódico (uno solo sería suficiente para

empezar) que se especialice en la crítica de novelas, pero que se niegue a publicar

paparruchas de ninguna clase, es decir, un periódico en el que los críticos, o

reseñadores, lo sean de verdad, en vez de ser meros muñecos de ventrílocuo que

baten la mandíbula cuando el editor tira de los hilos correspondientes.

Se podría aducir que esos periódicos ya existen. Hay unas cuantas revistas cultas,

por ejemplo, en las que la crítica de novelas, o lo que de ella se publique, es

inteligente y no se pliega a sobornos. Así es, pero lo que cuenta es que las

publicaciones de esa clase no se especializan en la crítica de novelas, y desde luego

no intentan siquiera mantenerse al corriente de la actual producción de obras de

ficción. Pertenecen al mundo de la alta cultura, el mundo en el que ya se da por

sentado que las novelas, en cuanto tales, son despreciables. Pero la novela es una

forma artística popular, y de nada sirve abordarla con los presupuestos del Criterion,

o del Scrutiny, según los cuales la literatura es un juego de puro amiguismo y

compadreo (con guante de terciopelo o con garras afiladas, según sea el caso) entre

camarillas cultas diversas. El novelista es ante todo un narrador, y un hombre puede

ser un muy buen narrador (véanse, por ejemplo, Trollope, Charles Reade, Somerset

Maugham) sin ser estrictamente un «intelectual». Se publican cada año cinco mil

nuevas novelas, y Ralph Strauss nos implora que las leamos todas, o lo haría desde

luego si tuviera que reseñarlas todas. El Criterion quizá se digna tener en cuenta una

docena. Pero entre una docena y cinco mil puede haber un centenar, o doscientas, o

tal vez quinientas, que a distintos niveles posean un mérito genuino, y es en ellas en

las que cualquier crítico al que le importe la novela debería concentrarse.

Ahora bien, la primera necesidad es un método de gradación. Hay un sinfín de

novelas que jamás tendrían siquiera que mencionarse; imagínense, por ejemplo, los

efectos perniciosísimos que sobre la crítica tendría el reseñar solemnemente cada

novela por entregas que se publica en Peg’s Paper. Pero es que incluso las que vale la

pena mencionar pertenecen a categorías muy distintas. Raffles es un buen libro, y

también lo son La isla del doctor Moreau, y La cartuja de Parma, y Macbeth, pero

son «buenos» a niveles muy distintos. Del mismo modo, Si llega el invierno y El

bienamado y Un socialista asocial y Sir Lancelot Greaves son libros malos, pero a

niveles distintos de «maldad». Ésta es la realidad que el destajista de la reseña se ha

especializado en difuminar del todo. Tendría que ser viable idear un sistema, tal vez

un sistema muy rígido, que clasificase las novelas por clases A, B, C, etc., de modo que

si un reseñador alaba o desdeña una novela, uno al menos sepa en qué medida

pretende que se le tome en serio. En cuanto a los reseñadores, tendrían que ser

personas a las que de veras les importase el arte de la novela (y eso probablemente

significa no que sean de la alta cultura, ni de la baja cultura, ni de la cultura media,

sino de cultura elástica), personas interesadas en la técnica narrativa y aún más

interesadas en descubrir de qué trata un libro. Son muy numerosas las personas de

tales características; algunos de los peores reseñadores, aunque ahora no tengan

remedio, empezaron siendo así, como bien se ve echando un vistazo a sus primeros

trabajos. Por cierto, sería buena cosa si los aficionados hicieran más reseñas de

novelas. Un hombre que no es un escritor hecho y derecho, sino que simplemente ha

leído un libro que le ha impresionado hondamente, tiene más posibilidades de

contarnos de qué trata que un profesional competente, pero sumamente aburrido. Por

eso las reseñas norteamericanas, a pesar de sus estupideces, son mejores que las

inglesas: son más de aficionados, es decir, más serias.

Creo que, del modo en que he indicado, el prestigio de la novela podría

recuperarse. La mayor de las necesidades sigue siendo la de un periódico o una

revista que se mantenga al tanto de la ficción actual y que sin embargo se niegue a

rebajar sus criterios. Tendría que ser un periódico poco conocido, pues los editores no

se anunciarían en él; por otra parte, cuando hubieran descubierto que en un medio

como ése hay elogios que son elogios de verdad, estarían más que dispuestos a citarlo

en sus textos promocionales. Aun cuando fuera un periódico muy poco conocido,

probablemente provocaría una mejora del nivel general de las reseñas, pues las

paparruchas de los dominicales sólo se siguen publicando porque no hay con qué

contrastarlas. Pero aun si los reseñadores siguieran exactamente igual que hasta

ahora, no importaría tanto, al menos mientras también existiera una manera decente

de reseñar y de recordar a unas cuantas personas que los cerebros más serios todavía

pueden ocuparse de la novela. Así como el Señor prometió que no destruiría Sodoma

si se pudiera encontrar en la ciudad a diez hombres de probada rectitud la novela no

será completamente despreciada mientras se sepa que en algún lugar hay siquiera un

puñado de reseñadores que se han quitado el pelo de la dehesa.

En la actualidad, si a uno le importan las novelas, y todavía más si se dedica a

escribirlas, el panorama es sumamente deprimente. La palabra «novela» suscita las

palabras «genialidad», «contracubierta» y «Ralph Strauss» de un modo tan

automático como «pollo» suscita «asado». Las personas inteligentes rehuyen las

novelas de un modo casi instintivo; a resultas de ello, los novelistas establecidos se

vienen abajo, y los principiantes que «tienen algo que decir» se pasan de manera

preferente a cualquier otro género. La degradación subsiguiente es obvia. Mírense,

por ejemplo, las noveluchas de cuatro peniques que se ven apiladas en el mostrador

de cualquier papelería de barrio. Ésa es la descendencia decadente de la novela, que

guarda con Manon Lescaut y con David Copperfield la misma relación que el perrillo

faldero guarda con el lobo. Es harto probable que antes de que pase mucho tiempo la

novela media no se distinga demasiado de esas noveluchas, aunque sin duda siga

publicándose con una encuadernación de a siete y a seis peniques, con grandes

fanfarrias por parte de los editores. Varias personas han profetizado que la novela está

condenada a desaparecer en el futuro próximo. Yo no creo que llegue a desaparecer,

por razones que sería largo detallar pero que son bastante evidentes. Es mucho más

probable que, si los mejores cerebros de la literatura no se dejan inducir a regresar a

ella, sobreviva de una manera superficial, despreciada, sin esperanza, en una forma

degenerada, como lápidas modernas o espectáculos de polichinela.


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