CAMINAR
Caminar nos introduce en las sensaciones del mundo, del cual nos proporciona
una experiencia plena sin que perdamos por un instante la iniciativa. Y no se centra
únicamente en la mirada, a diferencia de los viajes en tren o en coche, que potencian
la pasividad del cuerpo y el alejamiento del mundo. Se camina porque sí, por el
placer de degustar el tiempo, de dar un rodeo existencial para reencontrarse mejor al
final del camino, de descubrir lugares y rostros desconocidos, de extender
corporalmente el conocimiento de un mundo inagotable de sentidos y sensorialidades,
o simplemente porque el camino está allí. Caminar es un método tranquilo de
reencantamiento del tiempo y el espacio. Es un despojamiento provisional ocasionado
por el contacto con un filón interior que se debe solo al estremecimiento del instante;
implica un cierto estado de ánimo, una bienaventurada humildad ante el mundo, una
indiferencia hacia la tecnología y los modernos medios de desplazamiento o, al
menos, un sentido de la relatividad de todas las cosas; anima un interés por lo
elemental, un goce sin prisa del tiempo. Para Stevenson, «el que pertenece a la
hermandad no viaja en busca de lo pintoresco, sino de ciertos felices estados de
ánimo, los de la esperanza y el espíritu con que la marcha comienza por la mañana, y
los de la paz y la plenitud espiritual del descanso vespertino» (Stevenson, 2005, 137).
En Rousseau, la caminata es solitaria, es una experiencia de la libertad, una fuente
inagotable de observaciones y ensoñaciones, el goce bienaventurado de los caminos
propicios a los encuentros inesperados, a las sorpresas. Recordando un viaje de
juventud a Turín, Rousseau declara su nostalgia y el placer del caminar: «No me
acuerdo de haber tenido en todo el curso de mi vida un intervalo más perfectamente
exento de cuidados y penas que el de los siete u ocho días que empleamos en aquel
viaje. […] Este recuerdo me ha dejado una afición viva a todo lo que con él se
relaciona, sobre todo por las montañas y los viajes pedestres. No he viajado a pie más
que en mis días hermosos y siempre agradablemente. Pronto los deberes, los
negocios, tener que llevar un equipaje, me obligaron a echármelas de caballero y
tomar un coche […] y desde entonces, en lugar del placer de andar que antes sentía
en mis viajes, solo he sentido el anhelo de llegar pronto» (Rousseau, 1979, 69-70).
De camino de Soleure a París, el joven Rousseau habla de la perfección de esos
momentos en los que todo consiste simplemente en existir: «En este viaje empleé
unos quince días que pueden contarse entre los más dichosos de mi vida. Era joven,
morigerado, tenía bastante dinero y muchas esperanzas; viajaba a pie e iba solo. […]
Acompañábanme mis gratas quimeras, y nunca las imaginó más bellas mi ardiente
fantasía. […] Nunca he pensado tanto, existido y vivido, ni he sido tan yo mismo, si
se me permite la frase, como en los viajes que he hecho a pie y solo» (Rousseau,
1979, 149-152). Es la misma profesión de fe que anima al joven Kazantzaki: «Ser
joven, tener veinticinco años, estar sano, no amar a ninguna persona determinada,
hombre o mujer, que pueda estrechar tu corazón e impedirte amar todas las cosas con
igual desinterés e igual ímpetu, viajar a pie, completamente solo, una alforja a la
espalda, de un extremo a otro de Italia, ya sea en primavera, o cuando llega el verano
o, luego, cargado de frutos y de lluvia, el otoño y el invierno, creo que habría que ser
muy atrevido para pedir una felicidad mayor» (Kazantzaki, 1975, 208).
Caminar, incluso si se trata de un modesto paseo, pone en suspenso
temporalmente las preocupaciones que abruman la existencia apresurada e inquieta
de nuestras sociedades contemporáneas. Nos devuelve a la sensación del yo, a la
emoción de las cosas, restableciendo una escala de valores que las rutinas colectivas
tienden a recortar. Desnudo ante el mundo, al contrario que los automovilistas o los
usuarios del transporte público, el caminante se siente responsable de sus actos, está a
la altura del ser humano y difícilmente puede olvidar su humanidad más elemental.
Al principio del viaje hay un sueño, un proyecto, una intención. Unos nombres
que excitan la imaginación; una llamada al camino, al bosque, al desierto; la
intención de evadirse de lo ordinario para una escapada de unas cuantas horas o de
unos cuantos años. O quizá la ambición de recorrer una región, de conocerla mejor,
de unir dos puntos alejados en el espacio, o incluso la elección del puro vagar.
Tenemos literatura, testimonios de viajeros, rumores, palabras sueltas, una incitación
a llegar hasta cierto remoto lugar en vez de ir a «contar gatos en Zanzíbar» o las olas
de Punta del Este solo porque no podemos imaginar nada más allá. El sueño del fin
del mundo es siempre muy poderoso, alimenta quizá en el inconsciente el sentimiento
de que, llegados a ese punto y asomándonos a él, veremos un abismo o, si nos
mantenemos de pie, un muro inmenso.
Sin duda todos los pretextos son buenos: la asonancia de un nombre, el recuerdo
de una carta recibida, de un libro de infancia, la promesa de un plato que queremos
probar o de unos días disfrutados en tranquilidad sin alejarnos mucho de casa, o de un
drama que deseamos olvidar perdiéndonos muy lejos. Laurie Lee, joven inglés de
diecinueve años, abandona su casa natal una buena mañana de verano en 1935 y
apenas se complica con el dilema: «Así pues, ¿dónde iría? Era tan solo cuestión de
llegar hasta allí. ¿Francia? ¿Italia? ¿Grecia? Nada sabía de ninguno de ellos, no eran
más que nombres con un cierto sabor operístico. Tampoco sabía idiomas y, por
consiguiente, pensé que se me ofrecía llegar como un recién nacido donde quiera que
fuese. Entonces recordé que en algún lugar había aprendido una frase en español para
pedir un vaso de agua, y fue probablemente esta rudimentaria línea de comunicación
la que me decidió al fin. Resolví ir a España»). En diciembre de 1933,
pocos meses antes que Laurie Lee, otro inglés de dieciocho años, Patrick Leigh
Fermor, abandona el confort de su país natal para recorrer a pie Europa, desde un
extremo de Holanda hasta Constantinopla. «Cambiar de escenario, abandonar
Londres e Inglaterra y recorrer Europa como un vagabundo o, como me decía a mí
mismo de una manera tan característica, como un peregrino o un palmero, un sabio
errante, un caballero arruinado. De repente, eso no era tan solo lo que se imponía con
toda evidencia, sino lo único que podía hacer. Viajaría a pie, durante el verano
dormiría en almiares, cuando lloviera o nevara me refugiaría en graneros y solo me
relacionaría con campesinos y vagabundos. […] ¡Una nueva vida! ¡Libertad! ¡Algo
sobre lo que escribir!» (Leigh Fermor, 2001, 24).
Están también los libros, las guías para conjurar el miedo, tener una orientación y
evitar así perderse; con su lectura, el sueño despierto se excita y llena, ya antes de
comenzar, el periplo de acontecimientos según los distintos lugares, los nombres, las
anécdotas destiladas. Y luego tenemos los mapas, con sus líneas y sus colores, de los
que conviene deducir en términos musculares y temporales las circunvoluciones, la
proximidad de comida y abrigo, los obstáculos a la progresión, los ríos
infranqueables, los relieves y, a veces, para quien viaja a lo desconocido y por un
largo tiempo, no olvidar la localización de las zonas de frío o de calor, las lluvias, las
tempestades, los monzones, las inundaciones posibles y, por qué no, las guerras
civiles, etc. Las adversidades meteorológicas, geográficas o sociales pueden hacer
imposible el camino y reducir al caminante a la inmovilidad. Lejos del mapa o de la
narración, más allá de las líneas imaginarias que movilizan el deseo, se extiende el
camino real que hay que seguir, que impondrá sus exigencias a la voluntad y a la
resistencia tanto física como moral del viajero. «Tras esas palabras, tras esos signos
figurados, que se despliegan convencionalmente sobre el plano ficticio de un papel,
tendré que adivinar lo que realmente se encuentra como volúmenes, como piedra o
tierra, como montañas o agua, en una comarca determinada del mundo geográfico»
(Segalen, 1993, 21).
EL PRIMER PASO
El tiempo es también por sí mismo un viajero sin reposo, como observa Bashō
viendo pasar las estaciones y los días. El caminante impenitente hace de la ruta su
albergue, aunque la muerte le salga al paso en el camino. Bashō declara el deseo de
partir que crece en su interior tras un largo tiempo de retiro: «Desde hace algunos
años, como jirón de nube invitado por el viento, no he parado de abrigar
pensamientos de vagabundeo, por lo que estuve vagando por la costa, y el otoño del
año pasado volví a mi choza en la ribera, donde quité las viejas telarañas, pero apenas
acabado el año, ya en el cielo la niebla que la primavera levanta, se me ocurrió cruzar
el paso de Shirakawa, como poseído por un dios y con el corazón enloquecido, como
si me hiciera intimaciones el dios de los caminantes, de forma que nada pude ya traer
entre manos. Remendé los rotos de mis calzones, cambié las cintas de mi sombrero y,
tras aplicar moxa a mis rodillas, fue ya todo poner el corazón en la luna de
Matsushima, dejar a otros mi vivienda y mudarme» (Bashō, 1993, 27-28).
El primer paso, el único que cuenta según el dicho popular, no resulta siempre
fácil: nos arranca de la tranquilidad de la vida cotidiana por un tiempo más o menos
largo y nos libra a los avatares del camino, del clima, de los encuentros, de un horario
que no limita ningún tipo de urgencia. Los demás, los amigos y los familiares, se
alejan al ritmo de los pasos del caminante, batiendo el campo; cada vez le resultará
más difícil volver atrás. El joven Laurie Lee se apresta a recorrer los ciento cincuenta
kilómetros que separan su pueblo de Londres; pero los comienzos son amargos, la
memoria le asalta ante los arbustos cubiertos de ramas de saucos y de gavanzas. Por
un lado, la emoción que nace del recuerdo de las temporadas vividas en el hogar
familiar; por otro, la ruta ardiente y desierta de un domingo impregnado de
indiferencia en un tiempo dichoso en el que los coches todavía eran raros y no habían
colonizado todo el espacio. Un mundo se extiende ante este caminante que duda
todavía en dar el primer paso: «A lo largo de aquella mañana y aquella tarde solitarias
me encontré deseando que apareciera algún obstáculo, alguna liberación, el ruido de
pasos apresurados a mi espalda y las voces de mi familia pidiéndome que volviera». Ninguna palabra acudirá a su llamada y romperá su nueva libertad: el
mundo, ante él, sin límite, pronto lo llevará en un viaje iniciático por la España
anterior a la guerra civil.
El trabajo se pone en suspenso; y con él, todas las actividades rutinarias, las
responsabilidades del día a día, los imperativos de la apariencia o de la disponibilidad
para los otros. El caminante disfruta de ese precipitarse en el anonimato, de ese no
estar para nadie, excepto para sus compañeros de ruta o los encuentros que surgen por
el camino. Dar el primer paso es sinónimo de cambiar de existencia por un tiempo
más o menos largo.
Los primeros pasos tienen la ligereza del sueño: el hombre camina en el filo de su
deseo, con la cabeza llena de imágenes, disponible, sin conocer aún la fatiga que le
espera de aquí a pocas horas. «Desde este instante —dice Victor Segalen—, puedo
mantener que lo real imaginado es terrible, el mayor de los espantos. Nada sobrepasa
el terror de un sueño que tuve aquella noche, víspera de la partida. Debo pues
despertarme de un golpe: ya estoy en marcha» (Segalen, 1993, 22). Pero partir no es
suficiente, pues hay que preparar bien el viaje y no sobrestimar nuestras fuerzas. El
entusiasmo de los primeros días pronto se reduce a unas proporciones más adecuadas,
una vez terminadas ya esas aceleraciones repentinas propias de un estado afectivo
vagabundo cuando este es dejado en libertad. Habrá que caminar horas o días, o
semanas, hasta aprender por fin a andar derecho y a un ritmo regular.
LA REALEZA DEL TIEMPO
Caminar se opone a la casa, a todo disfrute de una residencia, pues la fortuna de
los pasos transforma al hombre que está de paso en el hombre que está al cabo del
camino, inaprensible, a la intemperie, con las suelas desgastadas, ya lejos, pues
justamente el mundo es el lugar en que cada noche se queda dormido. Estar aquí o
allí no es más que una modulación del hilo del camino. De hecho, el caminante no
elige domicilio en el espacio, sino en el tiempo: el alto de media tarde, el reposo de la
noche, las horas de comer, inscriben en el tiempo una residencia que se renueva cada
día. El caminante es quien se toma su tiempo y no deja que el tiempo lo tome a él. Si
elige este modo de desplazamiento en perjuicio de los demás, afirma su soberanía
sobre el calendario; su independencia respecto a los ritmos sociales; su deseo de
poder dejar su saco a un lado del camino para saborear una buena siesta o alimentarse
de la belleza de un árbol o de un paisaje que de súbito le llama la atención; o quizá
interesarse en una costumbre local, con la que su buena fortuna le ha permitido
cruzarse. Laurie Lee observa cuán inmenso es, a escala del cuerpo humano, el
fragmento de Inglaterra por el que camina. «Claro está que un coche podría cruzarla
en un par de horas, pero yo tardé casi una semana, caminando despacio, absorbiendo
el aroma de sus suelos diversos, dedicando toda una mañana a rodear una sola colina.
Tuve la suerte, lo sé, de haber salido en un momento en que el paisaje no había sido
trabajado mecánicamente en aras de la velocidad».
A veces, a lo largo de las horas la caminata se hace aburrida debido a la
monotonía del paisaje, el calor, o simplemente porque el caminante no alcanza a
liberarse de sus preocupaciones ordinarias. Impaciente por llegar al final de la etapa o
por volver a su hogar, su camino deviene en una penitencia que le recuerda la de esos
días en los que era castigado a correr en el patio del colegio durante todo el recreo.
Está impaciente por descargar su saco y pasar a otra cosa. Pero el aburrimiento es a
veces también una voluptuosidad tranquila, un retiro provisional lejos de ese frenesí
ordinario que nos despierta desamparados y perplejos por la mañana, con las manos
vacías y el tiempo lleno de un vago remordimiento por no estar del todo en la tarea.
Paradójico sentimiento de pereza que no impide que recorramos una buena treintena
de kilómetros cada día.
El caminante es rico en tiempo, libre de pasarse horas visitando un pueblo o
rodeando un lago, siguiendo el curso de un río, subiendo una colina, atravesando un
bosque, observando los animales o echando la siesta a la sombra de un roble. Él es el
único propietario de sus horas, y nada en el tiempo como en su elemento natural. «La
cultura de ir al paso —dice Debray— apacigua el tormento de lo efímero. Desde el
momento en que cogemos la mochila y nuestra bota pisa los guijarros del camino, la
mente pierde el interés por los últimos acontecimientos. Cuando hago treinta
kilómetros al día, a pie, cuento mi tiempo por años; cuando hago tres mil, en avión,
cuento mi vida en horas» (Debray, 1996, 10). P. Leigh Fermor se detiene durante
semanas enteras en los lugares donde ha establecido algún lazo de amistad.
Ciertamente, el caminante puede no tener otra opción, teniendo en cuenta la
dificultad de penetrar las junglas o los desiertos, y caminar a menudo no es más que
un mal menor para ciertas expediciones que se vieron obligadas —como veremos
luego en el caso de Burton y Speke— a transigir con largos periodos de tiempo pese
al horror que causaba el trayecto. Pero muy a menudo el caminante es un hombre
disponible que no tiene que rendir cuentas a nadie; es el hombre de la ocasión, de lo
oportuno, el artista del tiempo que pasa, un vagabundo de las circunstancias que se
aprovisiona de descubrimientos a lo largo del camino. «No llevar la cuenta del
tiempo durante toda una vida, iba a decir, es vivir para siempre. Uno no se hace una
idea, a menos que lo haya vivido, de lo infinitamente largo que es un día de verano,
que solo mides en función del hambre, y que solo acaba cuando tienes sueño»
(Stevenson, 2005, 142).
Todo sentimiento de duración se evapora: el caminante se instala en un tiempo
ralentizado a la medida del cuerpo y del deseo. La única premura es a menudo la de ir
más rápido que la puesta de sol. El reloj es cósmico, es el de la naturaleza, el del
cuerpo, y no el de la cultura con su meticulosa parcelación del tiempo. La libertad en
el tiempo es también la de atravesar las estaciones caminando por la misma montaña
en un solo viaje, como hacen Matthiessen y su compañero, Georges Schaller, en el
altiplano del Dolpo, una región de Nepal fronteriza con el Tíbet adonde fueron para
observar el comportamiento de los leopardos de las nieves: «En Raka estábamos en
pleno invierno, en Murwa muy cerca del invierno y en Rohagaon a finales de otoño,
pero en el valle que desciende hasta Tibrikot los nogales aún conservan las hojas,
junto a los cursos de agua los helechos verdes se mezclan con otros de color cobre y
yo encuentro una abubilla; golondrinas y mariposas revolotean por el aire tibio. Y así
voy viajando en contra del tiempo, a la luz cansada de un verano que agoniza»
(Matthiessen, 1995, 321).
¿SOLO O ACOMPAÑADO?
La ruta en solitario tiene sus adeptos, desde Rousseau hasta Stevenson o Thoreau.
Es una búsqueda de la contemplación, del abandono, del vagabundeo, que se
rompería con la presencia de un acompañante obligando al habla, al deber de
comunicar. El silencio es el fondo del que debe nutrirse quien camina a solas.
Rousseau se muestra muy celoso de su soledad: «Cuando me ofrecían algún asiento
vacío en los coches o se me acercaba alguien por el camino, me incomodaba viendo
desbaratarse la fortuna cuyo edificio construía mientras iba marchando» (Rousseau,
1979, 149). Y Stevenson teoriza acerca del imperativo de soledad para el caminante:
«Para disfrutarla adecuadamente, una caminata hay que emprenderla en soledad. Si
uno va acompañado, o incluso en pareja, ya es una caminata solo en el nombre; es
otra cosa, que se acerca más a una merienda campestre. Una caminata hay que
emprenderla en soledad, porque la libertad es esencial; porque uno debería poder
parar y seguir, recorrer un camino u otro, dejándose llevar por sus deseos; y porque
uno debe seguir su propio paso, y no apretarlo junto al de un caminante consumado,
ni pasear lánguidamente junto a una chica. Y además uno debe estar abierto a todas
las impresiones y dejar que sus ideas se empapen de lo que ve. Uno debería ser como
una flauta en la que toque cualquier viento» (Stevenson, 2005, 138). Sacando las
conclusiones de un viaje difícil, Victor Segalen coincide con las tesis de Stevenson:
«Una sólida identidad a sí mismo es condición indispensable para la experiencia
exótica. Una consecuencia un poco sorprendente de esta regla es que siempre será
mejor viajar solo: con otra persona, se renuncia a una parte de sí mismo para
compartir la misma experiencia, arriesgándonos así a ser un objeto: conclusión de un
viaje junto a tu mejor amigo en el mundo: viaja solo». Thoreau es bastante más
lúcido: «Estoy seguro —escribe en sus Diarios— de que si me busco un compañero
de paseo, renuncio a cierta intimidad y comunión con la naturaleza. Mi paseo será
ciertamente más banal. El gusto de la sociedad prueba el alejamiento de la naturaleza.
Adiós a ese algo profundo, misterioso, que encuentro al pasear» (Thoreau, 1981,
106).
Hazlitt, a quien Stevenson cita a menudo, lo dice sin sentimentalismo: «Puedo
disfrutar del trato con los demás en una habitación; pero al aire libre la naturaleza es
compañía suficiente para mí. En él nunca estoy menos solo que cuando estoy solo.
“Los campos eran su estudio / la naturaleza era su libro”. No le puedo ver la gracia a
caminar y hablar al mismo tiempo. Cuando estoy en el campo deseo vegetar como el
campo. No soy partidario de criticar los setos y las vacas negras» (Hazlitt, 2010, 21-
22). Sin embargo, cuando se trata de largas excursiones a determinados lugares,
Hazlitt reconoce no despreciar la compañía: «Una persona que se encontrara en los
desiertos de Arabia sin amigos ni paisanos casi sentiría que se ahoga: hay que admitir
que hay algo en la visión de Atenas o de la antigua Roma que exige la pronunciación
de palabras; y reconozco que las Pirámides son demasiado extraordinarias para la
contemplación de una sola persona» (Hazlitt, 2010, 48-49). Paul Theroux también
intenta preservar su soledad: «[Cuando me encontraba con algún pelmazo], decía que
me gustaba caminar. No decía que no tenía otra opción que viajar solo, pues tomaba
notas y tenía que pararme para pasarlas al papel. No podía pensar con claridad más
que cuando estaba solo» (Theroux, 1986, 100).
Durante su periplo español, Laurie Lee conoce a Romero, un joven vagabundo.
Recorren una parte del camino juntos, pero enseguida Lee se cansa de un compañero
que le resulta quejica, perezoso y charlatán. «El placer que me producía su compañía
duró unos tres días, después se agrió y disminuyó rápidamente. Ya no podía sentirme
príncipe de los caminos, el andante solitario que mi fantasía había elegido. Yo había
desarrollado una íntima inclinación por la vanidad de la soledad, y la presencia de
Romero la interrumpía vivamente» (Lee, 1985, 124). Aprovechando una siesta, que
Romero no se saltaría por nada en el mundo, Lee se escapa de su compañía: «Fue un
alivio increíble volver a encontrarme solo y me dirigí hacia los montes con la mayor
celeridad posible» (125). Todo el resto del día Romero le pisa los talones a Laurie
Lee sin conseguir darle alcance, y este, sintiéndose culpable por su actitud, pero
ávido también de dejar atrás una compañía tan pesada, se resiste a los gritos del joven
vagabundo y no ceja en su empeño. Llamándolo por última vez, Romero desaparece
por fin del paisaje y deja a Laurie Lee en la felicidad de una libertad sin trabas.
Jacques Lanzmann anuncia sus intenciones desde el principio para disuadir a todo
aquel que quiera unirse a él, aunque aparentemente muchas veces comienza el viaje
en grupo: «En el camino —previene—, yo soy un tipo insoportable. Tan exigente
conmigo mismo como con los otros. Cada vez que he salido con amigos, he vuelto
con enemigos. Caminar diez días con alguien es vivir diez años con esa persona. Sus
defectos, pero también sus cualidades, desfilan ante mí a cámara rápida. No perdono
ni el cansancio, ni el desánimo, ni la cojera. No soporto que alguien haga que me
retrase. Que me detenga. Que me haga esperar. Peor para ellos, peor para mí. A quien
le guste, que me siga» (Lanzmann, 1987, 50). Ojalá J. Lanzmann nunca sufra una
cojera o un desvanecimiento.
La actitud de Philippe Delerm en el paisaje normando es muy diferente. Al
comienzo de su libro sobre los caminos, rinde homenaje a su compañera, autora de
las fotografías que dan cuerpo a su escritura: «Diez años de vagabundeo en pareja y
este es un nuevo privilegio. Compartir el silencio del camino con la mujer amada. Yo
tomaba notas, ella sacaba fotos. A partir de este cruce de miradas aparecían más tarde
imágenes y palabras que caminaban al paso» (Delerm, 1997, 7). Töpffer, por su parte,
nos recuerda una de las ventajas posibles (si bien no siempre presente) de los viajes
en grupo, la de la solidaridad: «En cuanto a la cantidad, acarrea consigo la animación,
la variedad de la charla y del comercio pero, sobre todo y ante todo, el espíritu de
comunidad, de colonia, es decir, de ayuda mutua, de colaboración mañosa, de
organización concebida por adelantado o improvisada en el momento, teniendo en
cuenta a los pequeños, los débiles, los cojos» (Töpffer, 1996, 147). Sin duda, una
buena lectura para Jacques Lanzmann.
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