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Foto del escritorAmenhotep VII

elogio del caminar - david le breton


CAMINAR


Caminar nos introduce en las sensaciones del mundo, del cual nos proporciona

una experiencia plena sin que perdamos por un instante la iniciativa. Y no se centra

únicamente en la mirada, a diferencia de los viajes en tren o en coche, que potencian

la pasividad del cuerpo y el alejamiento del mundo. Se camina porque sí, por el

placer de degustar el tiempo, de dar un rodeo existencial para reencontrarse mejor al

final del camino, de descubrir lugares y rostros desconocidos, de extender

corporalmente el conocimiento de un mundo inagotable de sentidos y sensorialidades,

o simplemente porque el camino está allí. Caminar es un método tranquilo de

reencantamiento del tiempo y el espacio. Es un despojamiento provisional ocasionado

por el contacto con un filón interior que se debe solo al estremecimiento del instante;

implica un cierto estado de ánimo, una bienaventurada humildad ante el mundo, una

indiferencia hacia la tecnología y los modernos medios de desplazamiento o, al

menos, un sentido de la relatividad de todas las cosas; anima un interés por lo

elemental, un goce sin prisa del tiempo. Para Stevenson, «el que pertenece a la

hermandad no viaja en busca de lo pintoresco, sino de ciertos felices estados de

ánimo, los de la esperanza y el espíritu con que la marcha comienza por la mañana, y

los de la paz y la plenitud espiritual del descanso vespertino» (Stevenson, 2005, 137).

En Rousseau, la caminata es solitaria, es una experiencia de la libertad, una fuente

inagotable de observaciones y ensoñaciones, el goce bienaventurado de los caminos

propicios a los encuentros inesperados, a las sorpresas. Recordando un viaje de

juventud a Turín, Rousseau declara su nostalgia y el placer del caminar: «No me

acuerdo de haber tenido en todo el curso de mi vida un intervalo más perfectamente

exento de cuidados y penas que el de los siete u ocho días que empleamos en aquel

viaje. […] Este recuerdo me ha dejado una afición viva a todo lo que con él se

relaciona, sobre todo por las montañas y los viajes pedestres. No he viajado a pie más

que en mis días hermosos y siempre agradablemente. Pronto los deberes, los

negocios, tener que llevar un equipaje, me obligaron a echármelas de caballero y

tomar un coche […] y desde entonces, en lugar del placer de andar que antes sentía

en mis viajes, solo he sentido el anhelo de llegar pronto» (Rousseau, 1979, 69-70).

De camino de Soleure a París, el joven Rousseau habla de la perfección de esos

momentos en los que todo consiste simplemente en existir: «En este viaje empleé

unos quince días que pueden contarse entre los más dichosos de mi vida. Era joven,

morigerado, tenía bastante dinero y muchas esperanzas; viajaba a pie e iba solo. […]

Acompañábanme mis gratas quimeras, y nunca las imaginó más bellas mi ardiente

fantasía. […] Nunca he pensado tanto, existido y vivido, ni he sido tan yo mismo, si

se me permite la frase, como en los viajes que he hecho a pie y solo» (Rousseau,

1979, 149-152). Es la misma profesión de fe que anima al joven Kazantzaki: «Ser

joven, tener veinticinco años, estar sano, no amar a ninguna persona determinada,

hombre o mujer, que pueda estrechar tu corazón e impedirte amar todas las cosas con

igual desinterés e igual ímpetu, viajar a pie, completamente solo, una alforja a la

espalda, de un extremo a otro de Italia, ya sea en primavera, o cuando llega el verano

o, luego, cargado de frutos y de lluvia, el otoño y el invierno, creo que habría que ser

muy atrevido para pedir una felicidad mayor» (Kazantzaki, 1975, 208).

Caminar, incluso si se trata de un modesto paseo, pone en suspenso

temporalmente las preocupaciones que abruman la existencia apresurada e inquieta

de nuestras sociedades contemporáneas. Nos devuelve a la sensación del yo, a la

emoción de las cosas, restableciendo una escala de valores que las rutinas colectivas

tienden a recortar. Desnudo ante el mundo, al contrario que los automovilistas o los

usuarios del transporte público, el caminante se siente responsable de sus actos, está a

la altura del ser humano y difícilmente puede olvidar su humanidad más elemental.

Al principio del viaje hay un sueño, un proyecto, una intención. Unos nombres

que excitan la imaginación; una llamada al camino, al bosque, al desierto; la

intención de evadirse de lo ordinario para una escapada de unas cuantas horas o de

unos cuantos años. O quizá la ambición de recorrer una región, de conocerla mejor,

de unir dos puntos alejados en el espacio, o incluso la elección del puro vagar.

Tenemos literatura, testimonios de viajeros, rumores, palabras sueltas, una incitación

a llegar hasta cierto remoto lugar en vez de ir a «contar gatos en Zanzíbar» o las olas

de Punta del Este solo porque no podemos imaginar nada más allá. El sueño del fin

del mundo es siempre muy poderoso, alimenta quizá en el inconsciente el sentimiento

de que, llegados a ese punto y asomándonos a él, veremos un abismo o, si nos

mantenemos de pie, un muro inmenso.

Sin duda todos los pretextos son buenos: la asonancia de un nombre, el recuerdo

de una carta recibida, de un libro de infancia, la promesa de un plato que queremos

probar o de unos días disfrutados en tranquilidad sin alejarnos mucho de casa, o de un

drama que deseamos olvidar perdiéndonos muy lejos. Laurie Lee, joven inglés de

diecinueve años, abandona su casa natal una buena mañana de verano en 1935 y

apenas se complica con el dilema: «Así pues, ¿dónde iría? Era tan solo cuestión de

llegar hasta allí. ¿Francia? ¿Italia? ¿Grecia? Nada sabía de ninguno de ellos, no eran

más que nombres con un cierto sabor operístico. Tampoco sabía idiomas y, por

consiguiente, pensé que se me ofrecía llegar como un recién nacido donde quiera que

fuese. Entonces recordé que en algún lugar había aprendido una frase en español para

pedir un vaso de agua, y fue probablemente esta rudimentaria línea de comunicación

la que me decidió al fin. Resolví ir a España»). En diciembre de 1933,

pocos meses antes que Laurie Lee, otro inglés de dieciocho años, Patrick Leigh

Fermor, abandona el confort de su país natal para recorrer a pie Europa, desde un

extremo de Holanda hasta Constantinopla. «Cambiar de escenario, abandonar

Londres e Inglaterra y recorrer Europa como un vagabundo o, como me decía a mí

mismo de una manera tan característica, como un peregrino o un palmero, un sabio

errante, un caballero arruinado. De repente, eso no era tan solo lo que se imponía con

toda evidencia, sino lo único que podía hacer. Viajaría a pie, durante el verano

dormiría en almiares, cuando lloviera o nevara me refugiaría en graneros y solo me

relacionaría con campesinos y vagabundos. […] ¡Una nueva vida! ¡Libertad! ¡Algo

sobre lo que escribir!» (Leigh Fermor, 2001, 24).

Están también los libros, las guías para conjurar el miedo, tener una orientación y

evitar así perderse; con su lectura, el sueño despierto se excita y llena, ya antes de

comenzar, el periplo de acontecimientos según los distintos lugares, los nombres, las

anécdotas destiladas. Y luego tenemos los mapas, con sus líneas y sus colores, de los

que conviene deducir en términos musculares y temporales las circunvoluciones, la

proximidad de comida y abrigo, los obstáculos a la progresión, los ríos

infranqueables, los relieves y, a veces, para quien viaja a lo desconocido y por un

largo tiempo, no olvidar la localización de las zonas de frío o de calor, las lluvias, las

tempestades, los monzones, las inundaciones posibles y, por qué no, las guerras

civiles, etc. Las adversidades meteorológicas, geográficas o sociales pueden hacer

imposible el camino y reducir al caminante a la inmovilidad. Lejos del mapa o de la

narración, más allá de las líneas imaginarias que movilizan el deseo, se extiende el

camino real que hay que seguir, que impondrá sus exigencias a la voluntad y a la

resistencia tanto física como moral del viajero. «Tras esas palabras, tras esos signos

figurados, que se despliegan convencionalmente sobre el plano ficticio de un papel,

tendré que adivinar lo que realmente se encuentra como volúmenes, como piedra o

tierra, como montañas o agua, en una comarca determinada del mundo geográfico»

(Segalen, 1993, 21).


EL PRIMER PASO


El tiempo es también por sí mismo un viajero sin reposo, como observa Bashō

viendo pasar las estaciones y los días. El caminante impenitente hace de la ruta su

albergue, aunque la muerte le salga al paso en el camino. Bashō declara el deseo de

partir que crece en su interior tras un largo tiempo de retiro: «Desde hace algunos

años, como jirón de nube invitado por el viento, no he parado de abrigar

pensamientos de vagabundeo, por lo que estuve vagando por la costa, y el otoño del

año pasado volví a mi choza en la ribera, donde quité las viejas telarañas, pero apenas

acabado el año, ya en el cielo la niebla que la primavera levanta, se me ocurrió cruzar

el paso de Shirakawa, como poseído por un dios y con el corazón enloquecido, como

si me hiciera intimaciones el dios de los caminantes, de forma que nada pude ya traer

entre manos. Remendé los rotos de mis calzones, cambié las cintas de mi sombrero y,

tras aplicar moxa a mis rodillas, fue ya todo poner el corazón en la luna de

Matsushima, dejar a otros mi vivienda y mudarme» (Bashō, 1993, 27-28).

El primer paso, el único que cuenta según el dicho popular, no resulta siempre

fácil: nos arranca de la tranquilidad de la vida cotidiana por un tiempo más o menos

largo y nos libra a los avatares del camino, del clima, de los encuentros, de un horario

que no limita ningún tipo de urgencia. Los demás, los amigos y los familiares, se

alejan al ritmo de los pasos del caminante, batiendo el campo; cada vez le resultará

más difícil volver atrás. El joven Laurie Lee se apresta a recorrer los ciento cincuenta

kilómetros que separan su pueblo de Londres; pero los comienzos son amargos, la

memoria le asalta ante los arbustos cubiertos de ramas de saucos y de gavanzas. Por

un lado, la emoción que nace del recuerdo de las temporadas vividas en el hogar

familiar; por otro, la ruta ardiente y desierta de un domingo impregnado de

indiferencia en un tiempo dichoso en el que los coches todavía eran raros y no habían

colonizado todo el espacio. Un mundo se extiende ante este caminante que duda

todavía en dar el primer paso: «A lo largo de aquella mañana y aquella tarde solitarias

me encontré deseando que apareciera algún obstáculo, alguna liberación, el ruido de

pasos apresurados a mi espalda y las voces de mi familia pidiéndome que volviera». Ninguna palabra acudirá a su llamada y romperá su nueva libertad: el

mundo, ante él, sin límite, pronto lo llevará en un viaje iniciático por la España

anterior a la guerra civil.

El trabajo se pone en suspenso; y con él, todas las actividades rutinarias, las

responsabilidades del día a día, los imperativos de la apariencia o de la disponibilidad

para los otros. El caminante disfruta de ese precipitarse en el anonimato, de ese no

estar para nadie, excepto para sus compañeros de ruta o los encuentros que surgen por

el camino. Dar el primer paso es sinónimo de cambiar de existencia por un tiempo

más o menos largo.

Los primeros pasos tienen la ligereza del sueño: el hombre camina en el filo de su

deseo, con la cabeza llena de imágenes, disponible, sin conocer aún la fatiga que le

espera de aquí a pocas horas. «Desde este instante —dice Victor Segalen—, puedo

mantener que lo real imaginado es terrible, el mayor de los espantos. Nada sobrepasa

el terror de un sueño que tuve aquella noche, víspera de la partida. Debo pues

despertarme de un golpe: ya estoy en marcha» (Segalen, 1993, 22). Pero partir no es

suficiente, pues hay que preparar bien el viaje y no sobrestimar nuestras fuerzas. El

entusiasmo de los primeros días pronto se reduce a unas proporciones más adecuadas,

una vez terminadas ya esas aceleraciones repentinas propias de un estado afectivo

vagabundo cuando este es dejado en libertad. Habrá que caminar horas o días, o

semanas, hasta aprender por fin a andar derecho y a un ritmo regular.


LA REALEZA DEL TIEMPO


Caminar se opone a la casa, a todo disfrute de una residencia, pues la fortuna de

los pasos transforma al hombre que está de paso en el hombre que está al cabo del

camino, inaprensible, a la intemperie, con las suelas desgastadas, ya lejos, pues

justamente el mundo es el lugar en que cada noche se queda dormido. Estar aquí o

allí no es más que una modulación del hilo del camino. De hecho, el caminante no

elige domicilio en el espacio, sino en el tiempo: el alto de media tarde, el reposo de la

noche, las horas de comer, inscriben en el tiempo una residencia que se renueva cada

día. El caminante es quien se toma su tiempo y no deja que el tiempo lo tome a él. Si

elige este modo de desplazamiento en perjuicio de los demás, afirma su soberanía

sobre el calendario; su independencia respecto a los ritmos sociales; su deseo de

poder dejar su saco a un lado del camino para saborear una buena siesta o alimentarse

de la belleza de un árbol o de un paisaje que de súbito le llama la atención; o quizá

interesarse en una costumbre local, con la que su buena fortuna le ha permitido

cruzarse. Laurie Lee observa cuán inmenso es, a escala del cuerpo humano, el

fragmento de Inglaterra por el que camina. «Claro está que un coche podría cruzarla

en un par de horas, pero yo tardé casi una semana, caminando despacio, absorbiendo

el aroma de sus suelos diversos, dedicando toda una mañana a rodear una sola colina.

Tuve la suerte, lo sé, de haber salido en un momento en que el paisaje no había sido

trabajado mecánicamente en aras de la velocidad».

A veces, a lo largo de las horas la caminata se hace aburrida debido a la

monotonía del paisaje, el calor, o simplemente porque el caminante no alcanza a

liberarse de sus preocupaciones ordinarias. Impaciente por llegar al final de la etapa o

por volver a su hogar, su camino deviene en una penitencia que le recuerda la de esos

días en los que era castigado a correr en el patio del colegio durante todo el recreo.

Está impaciente por descargar su saco y pasar a otra cosa. Pero el aburrimiento es a

veces también una voluptuosidad tranquila, un retiro provisional lejos de ese frenesí

ordinario que nos despierta desamparados y perplejos por la mañana, con las manos

vacías y el tiempo lleno de un vago remordimiento por no estar del todo en la tarea.

Paradójico sentimiento de pereza que no impide que recorramos una buena treintena

de kilómetros cada día.

El caminante es rico en tiempo, libre de pasarse horas visitando un pueblo o

rodeando un lago, siguiendo el curso de un río, subiendo una colina, atravesando un

bosque, observando los animales o echando la siesta a la sombra de un roble. Él es el

único propietario de sus horas, y nada en el tiempo como en su elemento natural. «La

cultura de ir al paso —dice Debray— apacigua el tormento de lo efímero. Desde el

momento en que cogemos la mochila y nuestra bota pisa los guijarros del camino, la

mente pierde el interés por los últimos acontecimientos. Cuando hago treinta

kilómetros al día, a pie, cuento mi tiempo por años; cuando hago tres mil, en avión,

cuento mi vida en horas» (Debray, 1996, 10). P. Leigh Fermor se detiene durante

semanas enteras en los lugares donde ha establecido algún lazo de amistad.

Ciertamente, el caminante puede no tener otra opción, teniendo en cuenta la

dificultad de penetrar las junglas o los desiertos, y caminar a menudo no es más que

un mal menor para ciertas expediciones que se vieron obligadas —como veremos

luego en el caso de Burton y Speke— a transigir con largos periodos de tiempo pese

al horror que causaba el trayecto. Pero muy a menudo el caminante es un hombre

disponible que no tiene que rendir cuentas a nadie; es el hombre de la ocasión, de lo

oportuno, el artista del tiempo que pasa, un vagabundo de las circunstancias que se

aprovisiona de descubrimientos a lo largo del camino. «No llevar la cuenta del

tiempo durante toda una vida, iba a decir, es vivir para siempre. Uno no se hace una

idea, a menos que lo haya vivido, de lo infinitamente largo que es un día de verano,

que solo mides en función del hambre, y que solo acaba cuando tienes sueño»

(Stevenson, 2005, 142).

Todo sentimiento de duración se evapora: el caminante se instala en un tiempo

ralentizado a la medida del cuerpo y del deseo. La única premura es a menudo la de ir

más rápido que la puesta de sol. El reloj es cósmico, es el de la naturaleza, el del

cuerpo, y no el de la cultura con su meticulosa parcelación del tiempo. La libertad en

el tiempo es también la de atravesar las estaciones caminando por la misma montaña

en un solo viaje, como hacen Matthiessen y su compañero, Georges Schaller, en el

altiplano del Dolpo, una región de Nepal fronteriza con el Tíbet adonde fueron para

observar el comportamiento de los leopardos de las nieves: «En Raka estábamos en

pleno invierno, en Murwa muy cerca del invierno y en Rohagaon a finales de otoño,

pero en el valle que desciende hasta Tibrikot los nogales aún conservan las hojas,

junto a los cursos de agua los helechos verdes se mezclan con otros de color cobre y

yo encuentro una abubilla; golondrinas y mariposas revolotean por el aire tibio. Y así

voy viajando en contra del tiempo, a la luz cansada de un verano que agoniza»

(Matthiessen, 1995, 321).


¿SOLO O ACOMPAÑADO?


La ruta en solitario tiene sus adeptos, desde Rousseau hasta Stevenson o Thoreau.

Es una búsqueda de la contemplación, del abandono, del vagabundeo, que se

rompería con la presencia de un acompañante obligando al habla, al deber de

comunicar. El silencio es el fondo del que debe nutrirse quien camina a solas.

Rousseau se muestra muy celoso de su soledad: «Cuando me ofrecían algún asiento

vacío en los coches o se me acercaba alguien por el camino, me incomodaba viendo

desbaratarse la fortuna cuyo edificio construía mientras iba marchando» (Rousseau,

1979, 149). Y Stevenson teoriza acerca del imperativo de soledad para el caminante:

«Para disfrutarla adecuadamente, una caminata hay que emprenderla en soledad. Si

uno va acompañado, o incluso en pareja, ya es una caminata solo en el nombre; es

otra cosa, que se acerca más a una merienda campestre. Una caminata hay que

emprenderla en soledad, porque la libertad es esencial; porque uno debería poder

parar y seguir, recorrer un camino u otro, dejándose llevar por sus deseos; y porque

uno debe seguir su propio paso, y no apretarlo junto al de un caminante consumado,

ni pasear lánguidamente junto a una chica. Y además uno debe estar abierto a todas

las impresiones y dejar que sus ideas se empapen de lo que ve. Uno debería ser como

una flauta en la que toque cualquier viento» (Stevenson, 2005, 138). Sacando las

conclusiones de un viaje difícil, Victor Segalen coincide con las tesis de Stevenson:

«Una sólida identidad a sí mismo es condición indispensable para la experiencia

exótica. Una consecuencia un poco sorprendente de esta regla es que siempre será

mejor viajar solo: con otra persona, se renuncia a una parte de sí mismo para

compartir la misma experiencia, arriesgándonos así a ser un objeto: conclusión de un

viaje junto a tu mejor amigo en el mundo: viaja solo». Thoreau es bastante más

lúcido: «Estoy seguro —escribe en sus Diarios— de que si me busco un compañero

de paseo, renuncio a cierta intimidad y comunión con la naturaleza. Mi paseo será

ciertamente más banal. El gusto de la sociedad prueba el alejamiento de la naturaleza.

Adiós a ese algo profundo, misterioso, que encuentro al pasear» (Thoreau, 1981,

106).

Hazlitt, a quien Stevenson cita a menudo, lo dice sin sentimentalismo: «Puedo

disfrutar del trato con los demás en una habitación; pero al aire libre la naturaleza es

compañía suficiente para mí. En él nunca estoy menos solo que cuando estoy solo.

“Los campos eran su estudio / la naturaleza era su libro”. No le puedo ver la gracia a

caminar y hablar al mismo tiempo. Cuando estoy en el campo deseo vegetar como el

campo. No soy partidario de criticar los setos y las vacas negras» (Hazlitt, 2010, 21-

22). Sin embargo, cuando se trata de largas excursiones a determinados lugares,

Hazlitt reconoce no despreciar la compañía: «Una persona que se encontrara en los

desiertos de Arabia sin amigos ni paisanos casi sentiría que se ahoga: hay que admitir

que hay algo en la visión de Atenas o de la antigua Roma que exige la pronunciación

de palabras; y reconozco que las Pirámides son demasiado extraordinarias para la

contemplación de una sola persona» (Hazlitt, 2010, 48-49). Paul Theroux también

intenta preservar su soledad: «[Cuando me encontraba con algún pelmazo], decía que

me gustaba caminar. No decía que no tenía otra opción que viajar solo, pues tomaba

notas y tenía que pararme para pasarlas al papel. No podía pensar con claridad más

que cuando estaba solo» (Theroux, 1986, 100).

Durante su periplo español, Laurie Lee conoce a Romero, un joven vagabundo.

Recorren una parte del camino juntos, pero enseguida Lee se cansa de un compañero

que le resulta quejica, perezoso y charlatán. «El placer que me producía su compañía

duró unos tres días, después se agrió y disminuyó rápidamente. Ya no podía sentirme

príncipe de los caminos, el andante solitario que mi fantasía había elegido. Yo había

desarrollado una íntima inclinación por la vanidad de la soledad, y la presencia de

Romero la interrumpía vivamente» (Lee, 1985, 124). Aprovechando una siesta, que

Romero no se saltaría por nada en el mundo, Lee se escapa de su compañía: «Fue un

alivio increíble volver a encontrarme solo y me dirigí hacia los montes con la mayor

celeridad posible» (125). Todo el resto del día Romero le pisa los talones a Laurie

Lee sin conseguir darle alcance, y este, sintiéndose culpable por su actitud, pero

ávido también de dejar atrás una compañía tan pesada, se resiste a los gritos del joven

vagabundo y no ceja en su empeño. Llamándolo por última vez, Romero desaparece

por fin del paisaje y deja a Laurie Lee en la felicidad de una libertad sin trabas.

Jacques Lanzmann anuncia sus intenciones desde el principio para disuadir a todo

aquel que quiera unirse a él, aunque aparentemente muchas veces comienza el viaje

en grupo: «En el camino —previene—, yo soy un tipo insoportable. Tan exigente

conmigo mismo como con los otros. Cada vez que he salido con amigos, he vuelto

con enemigos. Caminar diez días con alguien es vivir diez años con esa persona. Sus

defectos, pero también sus cualidades, desfilan ante mí a cámara rápida. No perdono

ni el cansancio, ni el desánimo, ni la cojera. No soporto que alguien haga que me

retrase. Que me detenga. Que me haga esperar. Peor para ellos, peor para mí. A quien

le guste, que me siga» (Lanzmann, 1987, 50). Ojalá J. Lanzmann nunca sufra una

cojera o un desvanecimiento.

La actitud de Philippe Delerm en el paisaje normando es muy diferente. Al

comienzo de su libro sobre los caminos, rinde homenaje a su compañera, autora de

las fotografías que dan cuerpo a su escritura: «Diez años de vagabundeo en pareja y

este es un nuevo privilegio. Compartir el silencio del camino con la mujer amada. Yo

tomaba notas, ella sacaba fotos. A partir de este cruce de miradas aparecían más tarde

imágenes y palabras que caminaban al paso» (Delerm, 1997, 7). Töpffer, por su parte,

nos recuerda una de las ventajas posibles (si bien no siempre presente) de los viajes

en grupo, la de la solidaridad: «En cuanto a la cantidad, acarrea consigo la animación,

la variedad de la charla y del comercio pero, sobre todo y ante todo, el espíritu de

comunidad, de colonia, es decir, de ayuda mutua, de colaboración mañosa, de

organización concebida por adelantado o improvisada en el momento, teniendo en

cuenta a los pequeños, los débiles, los cojos» (Töpffer, 1996, 147). Sin duda, una

buena lectura para Jacques Lanzmann.


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