La evolución ha hecho del hombre una criatura que aísla y divide todo lo que le
rodea. Contempla a los otros seres de la Tierra no solo desde una perspectiva
puramente antropocéntrica sino también por separado, proyectando así la forma en
que desea pensar en sí mismo. Casi todo el arte anterior a la llegada de los
impresionistas (o a la llegada del que fuera su san Juan Bautista, William Turner)
traiciona nuestra querencia por los límites claramente definidos, por las identidades
únicas de lo individual, que queda así liberado de la confusión del fondo. Esta
voluntad de aislar cualquier objeto de su entorno y hacer que nos concentremos solo
en él es una base implícita en todos nuestros juicios sobre el lado más realista de las
artes visuales, y muy similar, si no idéntica, a las prestaciones que les exigimos a
nuestros instrumentos ópticos (microscopios y telescopios): que magnifiquen las
cosas, que las enfoquen con más nitidez, que nos permitan distinguirlas mejor,
singularizarlas y separarlas de la masa. Una gran parte de la ciencia se dedica a este
mismo fin: a proporcionar etiquetas específicas, a explicar los mecanismos concretos
y las relaciones precisas de los seres vivos entre sí y con su entorno. En definitiva, a
clasificar y poner orden en lo que parece indistinguible en medio de la multitud.
Incluso el saber más básico de los nombres y las rutinas de las flores o de los árboles
inicia este proceso de diferenciación o individualización, y nos aparta un paso más
del significado de realidad absoluta para empujarnos hacia el antropocentrismo. Es
decir, actúa como un equivalente mental del visor de una cámara. Destruye o coarta la
posibilidad de verlo todo, de aprehenderlo todo y descubrirlo todo. Y ese es el
amargo fruto del árbol del conocimiento de Uppsala.
También plantea preguntas muy importantes en cuanto a la autenticidad de los
límites que le imponemos a lo que vemos. En un bosque, la «frontera» visual real que
simboliza un árbol cualquiera suele ser imposible de distinguir, al menos en verano.
Nos sentimos (o creemos que nos sentimos) más próximos a la «esencia» de un árbol
(o a la de su especie) cuando nos encontramos con un árbol aislado, como nosotros.
Pero la evolución no ha querido que los árboles crezcan de manera individual.
Resulta que son criaturas mucho más sociables que nosotros, y un ejemplar aislado
no es más natural de lo que lo sería un marinero varado o un ermitaño. Su asociación
crea o apoya a su vez la asociación de otros grupos de plantas, insectos, aves,
mamíferos, microorganismos… Seres, todos ellos, que podemos volver a seleccionar
para ejercer sobre ellos una nueva labor de aislamiento y parcelación, pero que
seguirán manteniendo una misma entidad ideal, o la experiencia entera, de lo que
significa el conjunto de un bosque. De hecho, es así como siguen concibiéndolos la
totalidad de los grupos indígenas, y fue así como los contemplaron las sociedades
primitivas.
Los científicos limitan la aplicación del término «simbiótico» a las relaciones
entre especies que se aportan algún beneficio mutuo detectable. Pero el bosque
auténtico, al igual que cualquier otro lugar al que podamos denominar auténtico, es el
resultado de sumar los fenómenos que se producen en él. Todos ellos son, en cierto
sentido, simbióticos, por el hecho de que logran mantener el vínculo en una unidad de
seres vivos. Dado que semejante cantidad de interacciones y coincidencias en el
tiempo y en el espacio queda muy lejos de cualquier tipo de cálculo que pudiera
llevar a cabo el pensamiento científico (respecto a esto, un científico podría decir que
en realidad queda muy lejos de toda actividad útil, aunque cuantificable), nuestra
respuesta habitual es ignorarlas y pasar a considerar el vuelo de las aves y las ramas
desde las que se emprende ese vuelo como elementos distintos y separados, al igual
que lo hacemos con las hojas agitadas por el viento y la sombra que proyectan sobre
el suelo. Pasamos a planteárnoslo como un acertijo: ¿de qué ave se trata? ¿De qué
rama? ¿Qué hoja? ¿Qué sombra? Los límites que marcan estas preguntas (¿en qué
sección archivo todo eso?) son nuestros. Los ponemos nosotros, no la realidad. Nos
vemos empujados hacia ellos y nos vemos aprisionados entre esos términos no solo
desde una perspectiva cultural e intelectual, sino también física. No tenemos más que
pensar en la inquietud y la agitación de nuestros ojos en su limitado campo de
exploración y en su limitada agudeza visual. Mucho antes de que se inventaran las
lentes y las cámaras de cine, ya teníamos los límites clavados en nuestros ojos y en
nuestra mente, tanto en nuestra manera de percibir las cosas como en nuestro modo
de analizar lo que percibimos: una interminable secuencia de planos cortos y un
posterior salto de montaje. La perpetua necesidad de encuadrar y editar toda esa
ingente materia prima que nos rodea.
En mi juventud fui un naturalista aficionado más o menos ortodoxo. Un
seudocientífico que se asomaba a la naturaleza como a una especie de rompecabezas
intelectual o un juego. Así, ser capaz de nombrar cada planta y de explicar sus
distintos comportamientos (identificar y comprender su maquinaria) constituía un
placer en sí mismo y valía por todos los premios del mundo. No obstante, fui
dándome cuenta poco a poco de lo ineficaz que era ese enfoque, pues me enfrentaba a
la naturaleza como si fuera una especie de rival, el equipo contrario al que debía batir
y vencer. Me apartaba de la que podía ser una experiencia global y totalizadora, del
significado auténtico de la naturaleza, y lo hacía de muchas maneras muy
significativas. No solo se trataba de lo que yo necesitara personalmente, o de cómo
había empezado a percibir la naturaleza mucho tiempo atrás (bien es cierto que en
gran medida a un nivel inconsciente), de esa forma que no era ni científica ni
tampoco sentimental, sino de un modo que por entonces no pude precisar y que en la
actualidad sigue sin definición concreta. En cualquier caso, lo cierto es que llegué a
creer que este enfoque clásico conducía a una gravísima alienación humana que nos
afectaba a todos, tanto a nivel personal como social. Y, además, que esta alienación
hundía sus raíces en un pasado muy antiguo, muy anterior al de este accidental
momento histórico actual en que se nos presenta bajo una forma científica, o
seudocientífica.
Ponerles nombres a las plantas siempre implica categorizarlas y, por tanto,
proceder a su recogida en un intento de poseerlas. Y dado que el hombre es una
criatura altamente codiciosa, que parece haberse dejado lavar el cerebro en la mayoría
de las sociedades modernas para creer que el acto de adquirir algo es mucho más
placentero que el hecho de haberlo adquirido, que conseguir es mejor que haber
conseguido, sucede que esos nombres y los objetos a los que se vinculan pasan a estar
obsoletos muy pronto. Hay una necesidad constante, una compulsión por buscar
formas nuevas y darles un nombre en el contexto de la naturaleza: nuevas especies y
experiencias. Todos los días me quedo sin palabras ante lo más próximo, que, de tan
conocido, pasa a ser desconocido. Algo que no solo ocurre con esa parte de la
naturaleza no humana: únicamente los necios pueden creer que nuestra actitud hacia
nuestros semejantes difiere en algo de nuestra actitud ante la vida «inferior» de este
planeta.
Todo esto constituye el triste legado de la ciencia victoriana, tan obsesionada con
la maquinaria y la taxonomía. Hace poco encontré en un cajón olvidado una carta con
el remite de un pequeño museo del que soy comisario. Me la había enviado un
renombrado experto en helechos de la época victoriana, y en ella me hablaba de una
veintena de ejemplares que le habían llegado procedentes de Dorset y que podrían
reducirse, a los ojos de un botánico moderno, a tres especies. Pero este buen señor se
sintió obligado, en un maremágnum de polisílabos latinos, a otorgarle a cada
espécimen una nueva clasificación subespecífica o varietal, como si fueran niños sin
bautizar y pudieran ir todos al infierno de no recibir de manera urgente un nombre
propio. Sería absurdo negarles a los victorianos los enormes logros que obtuvieron en
otros campos científicos mucho más sensatos, y no formo parte de ningún tipo de
conspiración ludita en pro de la desaparición de las máquinas o de su transformación
en algo radicalmente diferente. Pero se nos da mucho mejor reafirmarnos en las
ventajas inmediatas que nos aporta el conocimiento del mundo exterior que tasar los
costes que nos ha supuesto alcanzar ese conocimiento. El altísimo coste de entender
el mecanismo de la naturaleza, de tenerla tan desglosada y encasillada, ha ido a
incidir principalmente en la percepción de la misma por parte del individuo común:
en su mayor o menor capacidad para vivir con ella, cuidar de ella y no contemplarla
como un obstáculo, como un reto al que enfrentarse, como un enemigo. En el campo
de la ciencia la selección y la diferenciación son tan importantes como en el arte.
Pero más allá de esas materias (en las que la selección es realmente necesaria en
función de la utilidad o el rendimiento que le pueda aportar a nuestra propia especie),
lo que hacen es distorsionar y limitar gravemente toda relación valiosa con la
naturaleza.
Mis anfitriones en Uppsala, donde fui a dar una conferencia sobre el arte de la
novela, se quedaron bastante perplejos cuando les pedí (una vez concluido todo el
asunto literario) que me enseñaran el jardín de Linneo en vez de los ejemplares
atesorados en una de las bibliotecas más famosas de Europa. No me resultaba en
absoluto desconocida esa sensación de no estar comportándome como lo haría
cualquier escritor respetable. A lo largo de los últimos años he contado una y otra vez
en diferentes ámbitos académicos y literarios que la clave de mi novelística, lo que
puede llegar a hacerla valiosa, reside en la relación que mantengo con la naturaleza. E
igualmente podría decir, por razones que ya explicaré, que reside en la relación que
mantengo con los árboles. Y una y otra vez he comprobado que, bajo diversos grados
de cortesía, mis oyentes reaccionan ante semejante afirmación como si se tratara de
una especie de capricho irrelevante, de una excentricidad, de la enrevesada evasiva
que elude la que ha de ser la auténtica verdad, esa que habla de las influencias
literarias, de las teorías de la novela y de todo aquello que forma parte del basurero
puramente intelectual en el que tanto les gusta picotear a las gallinas y los gallos del
mundo académico. Por supuesto, tales aspectos constituyen una parte de la verdad.
Pero no son más verdad que afirmar que la parte del árbol que vemos por encima de
la tierra es en realidad el árbol entero. Es más, cuando empezamos a hablar de la
naturaleza, enseguida me invade la sensación de que estamos hablando de dos cosas
diferentes: ellos, de algún concepto intelectual abstracto, y yo, de una experiencia
más profunda cuyo valor reside en el hecho de que no se puede describir
directamente por medio de ninguna formulación artística… Ni siquiera la de las
palabras.
En cierta ocasión, uno de los asistentes a una charla me llegó a acusar de mala fe.
Me dijo que si de verdad me sentía tan profundamente vinculado a la materia, debería
escribir más sobre ello. Pero lo que la naturaleza me aporta en mayor medida queda
muy por encima de cualquier expresión verbal. Tratar de enunciarlo me situaría de
inmediato en el mismo barco en el que viajan todos aquellos que se dedican a
etiquetar y aspiran a poseer la naturaleza; es decir, me alejaría de lo que más necesito.
De lo que quiero aprender. En cierto modo, es un poco como lo que sucede en la
física atómica, donde el mismo acto de la observación cambia lo que se observa,
aunque en este caso el truco radica en tratar de describir la observación. Una
descripción de este tipo vendría a ser como tratar de capturar lo incapturable. Su
único propósito podría ser el de hinchar el ego del que se propone realizar la
descripción, algo penosamente evidente en muchos de los escritores más sensibleros
que han puesto su pluma al servicio de la historia natural.
En cualquier caso, el cambio más perjudicial que la ciencia victoriana provocó en
nuestra actitud hacia la naturaleza radica en la exigencia de que nuestra relación con
ella haya de ser intencional, laboriosa, siempre en busca de un saber más amplio. Este
enfoque terriblemente severo y puritano (que durante el siglo XIX encontró su mejor
medio de difusión en las incontables revistas de un centavo dirigidas a los jóvenes) ha
tenido dos consecuencias muy nocivas. La primera, que la gran mayoría de los
componentes de la sociedad occidental de la época se alejaron de lo que se había
convertido ya en algo parecido a una obligación, como los deberes del colegio; y la
segunda, que la actitud mucho más sana que predominó en el siglo XVIII, que
contemplaba la naturaleza como un espejo para filósofos, como una realidad capaz de
suscitar emociones, como un placer, un poema, cayó por completo en el olvido.
También hallamos razones intelectuales que lo explican: Darwin hizo de la inocencia
expresiva, del acercamiento a la naturaleza como experiencia básicamente personal o
estética, algo casi nocivo. Propuso un mecanismo tan férreo como el de la máquina
de vapor, y no solo eso, sino que su propio método para llevar a cabo el gran
descubrimiento, y su éxito en la solución del gran enigma, derivaba de un modelo
igualmente férreo o unilateral que se impuso sobre el modo de trabajo de cualquier
naturalista aficionado, e hizo que todo enfoque anterior que contara con una
aproximación más humanista empezara a parecer pueril. En la actualidad, solo es un
«buen» naturalista aficionado aquel cuyo trabajo es valorado por los científicos
profesionales de su mismo campo de estudio.
No son estos los únicos elementos de alienación, y, de hecho, encontramos otro
más de la mano del cine y la televisión, medios que son igualmente selectivos,
aunque de otra manera. Nos presentan la realidad natural enfocada a través de los
ojos de otros y, además, nos ofrecen una versión de la misma en la que la novedad o
la rareza del sujeto exhibido juega un papel preponderante en la elección y el
tratamiento. Por supuesto, cualquier película o programa sobre naturaleza ha de
guardar un espacio para el espectáculo y el entretenimiento. Y, por supuesto, ha de
haber cierto beneficio social en la completa disponibilidad actual tanto de las
imágenes como de las opiniones que la gente tiene de las cosas y los acontecimientos
reales. Pero, como sucedía con el sistema de Linneo, todo ello conlleva un coste.
Captar con una cámara una imagen de la selva africana más recóndita, de las zonas
desérticas del Ártico, del mar a treinta brazas de profundidad, puede parecer un
«milagro de la tecnología moderna», pero no hace que el espectador se encuentre un
solo centímetro más cerca de la realidad de la naturaleza, ni hará que llegue a
establecer ninguna relación humana auténtica con la naturaleza que pueda existir a su
alrededor, del mismo modo que leer novelas no enseña a escribirlas sin más. Lo
máximo que se puede decir es que tal vez ayude, aunque lo más probable es que nos
llegue a parecer inútil siquiera intentarlo.
Nos dejamos llevar cada vez más (y no solo en el campo de la naturaleza y las
novelas) por el viejo dicho del Aut Cæsar, aut nullus. O César o nada. Si no puedo
adquirir los conocimientos de un científico, prefiero no saber nada. Si no puedo
captar magníficos primeros planos y disponer de extrañas criaturas en mi entorno, lo
natural no me interesa lo más mínimo. Para los que no pueden acceder a la naturaleza
de una manera directa en su vida cotidiana, quizá sea mejor contar con cualquier tipo
de imagen de ella que no contar con nada. Sin embargo, me da la impresión de que
semejante conjunto de imágenes viene a ser el heredero directo del concepto de la
casa de fieras, otro ejemplo de selección (o reducción) tristemente alienante de la
realidad. Aunque hayamos pasado del zoológico a la pantalla, no por ello hemos
dejado de meter los paraguas a través de las barras de hierro de las jaulas.
Gran parte de los conocimientos científicos e intelectuales de los siglos XVII
y XVIII nos parecen hoy bobadas obsoletas a la luz del saber moderno. No tenemos
más que pensar en sus interpolaciones de carácter personal, en lo difuso de sus
razonamientos, en las pruebas que con tanta frecuencia interpretaban de manera
errónea, en esa tendencia a mezclar las humanidades con la ciencia pura
introduciendo citas de Horacio y Virgilio en medio de un tratado sobre silvicultura…
Y, además, existe esa idea generalizada, si bien inconsciente, que subyace tras la
práctica totalidad de la ciencia previctoriana (la idea de que era un simple ser
humano, con todas sus complejidades, quien presentaba sus teorías y argumentos ante
una audiencia de otros simples seres humanos) y que se ha rechazado a toda prisa
como un mero fenómeno histórico que, en el mejor de los casos, era de un
amateurismo inocente y encantador, y, en el peor, pura estupidez. La conclusión es
que de ninguna de las dos alternativas teníamos nada que aprender. De todo ello,
desde luego, no podemos echarles la culpa a los científicos modernos. No podemos
culparles de que la práctica totalidad de su discurso formal sea ahora de una
naturaleza tan abstrusa que solo sus colegas especialistas en la materia puedan aspirar
a entenderlo; ni de que el propio discurso sea cada vez más mecánico, con palabras
que quedan reducidas a engranajes y que son tratadas como pobres sustitutivos de
formulaciones más puramente científicas; ni tampoco podemos echarles directamente
la culpa de que su visión del conocimiento empírico (ese valor sacrosanto que se le da
a cualquier hecho probado o demostrable) se haya filtrado de tal manera en la mente
colectiva de la gente que ha llegado a dominar la visión oficial de la naturaleza y, de
paso, la educación que recibimos al respecto. La falacia consiste en suponer que la
restrictiva naturaleza del método científico se pueda corresponder con la de la simple
observación directa.
La observación directa, que implica descubrir lo que sucede segundo a segundo,
es en realidad una actividad increíblemente sintética (en su acepción de mezcla o
combinación de elementos), y deriva de una compleja diversidad de hebras: de la
suma de los recuerdos del pasado y las percepciones del presente, de tiempos y
lugares, de la historia colectiva y la historia particular… Una realidad muy alejada de
esa capacidad específica de la ciencia para analizarlo todo. Es la quintaesencia de lo
agreste, eso que tan poco le gustaba a mi padre. Nada filosófico. Algo irracional,
incontrolable e incalculable. De hecho, está muy cerca de la naturaleza en su estado
más salvaje, a pesar de nuestros enormes esfuerzos por «ajardinarlo» todo y por
inventar sistemas sociales e intelectuales que lo registren todo. La mayor riqueza que
podemos extraer de nuestra existencia personal se deriva de esta conciencia sintética,
y hoy en día tan eternamente confusa, de la realidad tanto interna como externa. Y lo
es en gran medida porque sabemos que escapa y rehúye la capacidad analítica, o
destructiva, de la ciencia.
En la actualidad, es la ciencia la materia que dicta y forma la percepción común o
pública que tenemos de la realidad externa, y también la actitud que tomamos ante
ella. Y esto se debe a sus procedimientos y principios, pero también a sus
invenciones. Podemos pensar que es la sociedad la que logra que una actitud concreta
se mantenga a lo largo del tiempo, pero lo cierto es que la sociedad en sí misma es
una abstracción, una etiqueta como las de Linneo, que les aplicamos a un grupo de
individuos observados en un determinado contexto y para un determinado fin. Antes
de que esa actitud comunal se generalice, ha de pasar a través del filtro de la
conciencia individual, donde se encuentra ese componente irreductible de lo
«salvaje»; ese componente que puede concordar con lo aceptado por la ciencia y la
sociedad, pero que ni la ciencia ni la sociedad podrán escudriñar, predecir ni controlar
del todo.
Una de las nociones más antiguas y extendidas de la mitología y el folclore se ha
centrado en torno a la imagen del ser que vive en los árboles. En todas sus
manifestaciones: como dríada, como un Herne con cabeza de ciervo,
[5] como un
prófugo… Suele ser un personaje esquivo que posee el poder de «fusionarse» con los
árboles, y estoy seguro de que si este mito nos resulta tan atractivo y su influjo sigue
siendo tan profundo y universal, se debe a que cada uno de nosotros lo llevamos
dentro y lo rescatamos de manera recurrente.
Esta idea del hombre verde (o de la mujer verde, tal como la concibió W. H.
Hudson) como emblema de la estrecha relación existente entre lo que es la conciencia
actual (especialmente esa tendencia cotidiana a escabullirse en un bosque imaginado)
y lo que la ciencia ha venido censurando en la relación del hombre con la naturaleza
(es decir, el lado «salvaje» de la misma, ese sentimiento interior como algo que ha de
enfrentarse al exterior, que ha de estar anclado al hecho y seguir las pautas impuestas
por la moda) me ayudó a cuestionar mi viejo yo seudocientífico. Aunque también me
tuvo confundido durante un tiempo. En la década de 1950 me sentí cada vez más
interesado por las teorías zen de «ver» y de la armonía: de aprender a mirar las cosas
en sí mismas, más allá de los nombres que tuvieran. Dejé de identificar las especies
que iba descubriendo, perdí el interés por sus denominaciones, y me concentré cada
vez más en la naturaleza más cercana, la que hallaba todos los días a mi alrededor, en
el lugar en el que vivía por entonces. Pero la verdad es que vivir sin poder nombrar
las cosas resulta imposible, por no decir una completa idiotez, cuando quien lo intenta
es un escritor. Y no lo es menos, siempre pensando en el hombre occidental, tratar de
vivir sin darle una explicación o trazar algún tipo de conjetura con respecto a los
efectos de la causalidad. Descubrí también que había menos choques de los que había
imaginado entre la naturaleza conceptuada como un ensamblaje externo de nombres y
hechos y la naturaleza como un sentimiento íntimo; que los dos modos de contemplarla o de entenderla podían casar y producirse casi al mismo tiempo,
enriqueciéndose mutuamente.
El logro de establecer una relación con la naturaleza es a la vez una ciencia y un
arte, más allá del mero conocimiento o de la simple emoción por sí sola. Y ahora
intento ir más allá del misticismo oriental, del trascendentalismo, de las «técnicas de
meditación» y de todo lo demás, al menos cuando se me presentan bajo la forma que
les hemos dado en Occidente, donde hemos convertido estas filosofías en algo
apropiado para nosotros, para que podamos utilizarlas de una manera que cada vez
me resulta más narcisista. Parece que su fin sea el de hacernos sentir más positivos,
más significativos, más dinámicos… Tampoco creo que se pueda llegar a la
naturaleza por esa vía, convirtiéndola en una terapia, en una clínica gratuita para los
devotos de su propia sensibilidad. La más sutil de nuestras alienaciones, la más difícil
de comprender, es precisamente esa necesidad nuestra de sacarle cualquier tipo de
provecho, de utilizar lo que nos rodea y obtener algún beneficio personal. Nunca
podremos entender por completo la esencia de la naturaleza (ni a nosotros mismos), y
nunca la respetaremos, si no somos capaces de diferenciar el concepto de lo salvaje
del concepto de utilidad, por muy inocente e inofensiva que pueda ser esa utilidad.
Porque es precisamente la inutilidad de la mayor parte de la naturaleza lo que ha
hecho que siempre nos hayamos mostrado hostiles e indiferentes hacia ella.
Hay una especie de frialdad, o diría más bien un silencio, un espacio vacío, en la
base de lo que ha de ser nuestra convivencia forzada con las otras especies del
planeta. Richard Jefferies acuñó una palabra para definirlo: la ultrahumanidad de todo
lo que no es el hombre… Y no se trata de que los otros estén con nosotros o contra
nosotros, sino de que están fuera y más allá de nosotros. Son auténticos extraños.
Puede sonar paradójico, pero no dejaremos de estar distanciados de la naturaleza (por
nuestros conocimientos, por nuestra codicia, por nuestra vanidad) hasta que le
concedamos su instintivo distanciamiento de nosotros.
No soy uno de esos optimistas radicales que piensan que todos los males del
mundo, y en especial los derivados de esta brecha abierta entre el hombre y la
naturaleza, se podrían curar con un retorno a una sociedad cuasi agrícola,
«comprometida» ecológicamente. No se trata solo de que dudo que de verdad se
pudiera curar nada, sino también de que un retorno semejante supera los límites de mi
imaginación. En la actualidad, casi toda la población occidental es urbana, y el resto
seguirá su ejemplo muy pronto. Se espera que a finales de la próxima década se
produzca una inclinación fundamental en la balanza de la historia del hombre. Para
entonces, más de la mitad de la población mundial se habrá mudado a algún pueblo o
ciudad. Cualquier ilusión de poder revertir semejante tendencia, a falta de alguna
catástrofe de carácter universal, parece tan pequeña e insignificante como los
movimientos de las mariposas monarca que observé hace un otoño o dos, en su
migración entre los rascacielos de la Quinta Avenida, en el centro de Manhattan.
Cualquier posibilidad de un acercamiento real a la naturaleza, ya sea a través del
intelecto y la educación, ya sea de la forma más simple de todas, teniéndola cerca,
resulta completamente imposible para los que ya viven en esos sistemas en los que la
vida se sustenta en el espacio exterior: una creación de la ciencia de la que es
imposible escapar, ni cultural ni económicamente.
Pero el problema no radica (al menos no de una manera significativa) en que la
propia naturaleza pueda estar en peligro o en que podamos llegar a perder todo
contacto con ella solo porque tengamos menos acceso a ella. Es cierto que distintas
especies, hábitats y ecosistemas extraordinarios se encuentran en peligro de
extinción, y que tenemos enormes problemas de contaminación; pero hasta en los
países más densamente poblados, como el nuestro, la naturaleza más cercana sigue a
salvo de cualquier riesgo de desaparecer por completo. No vamos a poner el acento
en las amenazas y posibles accidentes del futuro, pero sí vamos a ponerlo en el estado
actual y real de esta nación global. Subestimamos la gran importancia que tiene el
que la naturaleza siga ahí, sobreviviendo, aún accesible para todos aquellos que
quieran acercarse a ella y disfrutarla. Lo que está en verdadero peligro no es tanto la
naturaleza como nuestra actitud hacia ella. Nos comportamos ya como si viviéramos
en un mundo que contara solo con retazos de lo que en realidad todavía existe; en un
mundo que ciertamente puede llegar a existir, pero que de momento sigue siendo una
oscura hipótesis, no un hecho.
Creo que la causa principal de esta brecha más mental que física no reside tanto
en la estupidez y la parcialidad de nuestros sistemas sociales y educativos, o en la
evolución histórica que ha hecho del hombre una criatura predominantemente urbana
e industrial, una termita pensante, sino en la forma en que hemos desvirtuado, a lo
largo de estos últimos ciento cincuenta años, ese tipo de experiencia o conocimiento
que vagamente definimos como arte. Y, sobre todo, en nuestro rotundo fracaso a la
hora de advertir lo que lo diferencia de la ciencia. Es imposible enseñar la esencia del
arte. Todo lo que el saber universal puede proporcionar acerca de sus técnicas dará
como resultado, en el mejor de los casos, una imitación o una réplica del arte anterior.
Lo insustituible en cualquier pieza de arte no es nunca, en última instancia, la técnica
ni el oficio, sino la personalidad del artista, la expresión de su sensibilidad, que es
única e insustituible. Los grandes avances de la técnica se han ido produciendo para
cubrir esta necesidad. Y las técnicas en sí mismas son siempre reducibles a ciencia, es
decir, se pueden enseñar y aprender. Después de que Joyce escribiera, de que Picasso
pintara y de que Webern compusiera, ya solo se requiere una mínima destreza,
además de paciencia y práctica, para copiar sus técnicas. Sin embargo, todos sabemos
por qué estas técnicas que producen copias, incluso las que se han hecho con tanto
esfuerzo, por ejemplo en la pintura, como para despistar a los expertos de museos y
salas de subastas, no tienen ningún valor al lado de la obra del artista original. No es
suyo, no es arte, sino simple imitación.
E igual que sucede con la verdadera actividad de «hacer» arte, así ocurre también
en otros ámbitos de la existencia humana, en los que es necesario contar con una
disposición artística para afirmar que hemos tenido de ellos una experiencia o un
conocimiento plenos. Se necesita una disposición creativa o puramente personal que
vaya más allá del imperio de la enseñanza para instilar sus métodos o que vaya más
allá del imperio de la ciencia para predecir lo que va a suceder. Todo intento de
impartir recetas o fórmulas establecidas en lo que a la práctica y el disfrute se refiere
es siempre un arma de doble filo, ya que la cuestión no reside tanto en si estas pueden
o no pueden enriquecer la experiencia común de ese ente abstracto que es el hombre
o la mujer normal, como en la certeza de que de alguna manera van a deteriorar el
otro componente esencial en el proceso: la aportación del artista, que lo es en los
términos a los que nos venimos refiriendo. Hablamos del experimentador individual,
del «hombre verde» oculto tras las hojas de su único y exclusivo ser.
Decirle a la gente por qué, cómo y cuándo debe sentir esto o aquello (ya sea sobre
el disfrute de la naturaleza, de la comida, del sexo o de cualquier otra cosa) quizá
sirva para cubrir algún tipo de desconocimiento que podría resultar socialmente
nocivo, y sin duda a veces sucederá así. Pero lo que estas enseñanzas no aportan
jamás es la intensa satisfacción que produce cualquier tipo de arte, ya sea al
practicarlo, al conocerlo o al experimentarlo: la autoexpresión y el
autodescubrimiento. Un manual sobre sexo jamás será un ars amoris; tal vez
podamos hablar de un compendio de técnicas de acoplamiento, pero nunca del arte de
amar. Y exactamente lo mismo se puede decir de tantos y tantos manuales sobre
naturaleza. Pueden enseñarnos cómo y qué buscar, qué preguntarle a la naturaleza
externa, pero nunca nos hablarán de nuestra propia naturaleza.
Para la ciencia, el conocimiento siempre es indiscutiblemente bueno. Cuanto más
se sabe, mejor, algo que no podemos afirmar en términos de la existencia humana.
Por ejemplo, en el caso del arte, sabemos que los logros no tienen por qué venir
necesariamente de la mano del saber, del gusto o de la inteligencia. Si así fuera,
nuestros mejores artistas serían también nuestros académicos más eruditos. Incluso
podríamos llevar el asunto al absurdo e imaginar que Dios, o algún visitante proteico
procedente del espacio exterior, decidiera otorgarnos todo el conocimiento del
universo a la vez. Tal omnisciencia sería para nosotros, para nuestra especie, mucho
peor que la peor catástrofe natural que pudiéramos presenciar: vendría a aniquilarnos
el alma. Acabaría con todo el placer y nos haría perder todos los motivos para seguir
viviendo.
Esta no es la única materia en que se lleva a lo individual (como sucede con el
huraño ordenador al que adoran todos los aficionados a la ciencia ficción) una
proposición consagrada social o culturalmente, que puede ser cierta o beneficiosa en
su propio contexto social o cultural. Pero sí es una de las más desalentadoras. Los
artistas más experimentados saben que tener demasiados conocimientos suele
suponer más un obstáculo que una ayuda. Son solo los novelistas que escriben
mecánicamente, como si fabricaran salami, los que le dan una inmensa importancia a
la investigación y los que se dedican a almacenar sus datos. En nueve casos de cada
diez, es mejor no querer escribir algo que ni la imaginación ni el saber innato pueden
solventar de manera natural. El hombre verde que todos llevamos dentro lo sabe
perfectamente. En la práctica, pasamos mucho más tiempo intentando huir de la
información que queriendo atesorarla, y no podemos negar que tal actitud es una
actitud sabia. Pero está en la naturaleza de toda la sociedad (y sobre todo en la de
aquellas sociedades profundamente imbuidas de un etos científico y tecnológico)
bombardearnos con más y más conocimientos teóricos, y hacer que cualquier tipo de
cuestionamiento o de oposición o rechazo parezca antipatriótico e inmoral.
El arte y la naturaleza son hermanos, ramas de un mismo árbol. Y lo son sobre
todo por lo inexplicable de muchos de sus procesos, principalmente el de la creación,
y también de los efectos que producen en sus respectivas audiencias. Nuestro
acercamiento al arte, como a la naturaleza, se ha hecho, a lo largo de este último
siglo, con pretensiones cada vez más científicas (circunspectas y formales). Podría
llegar a parecer que su existencia responde no a su misma esencia sino a una
necesidad de etiquetar, clasificar y analizar: son muestras que han de «montarse»,
como yo hacía con mis polillas y mis mariposas. Naturalmente, es en los colegios y
en las universidades donde todo esto resulta más evidente y más pernicioso. Supongo
que el primer indicio que me llevó a pensar que un día podría ser novelista (aunque
por entonces no me diera cuenta) fue la vehemente aversión que les tenía en el
colegio a todas esas ediciones de los libros que nos entregaban para preparar los
exámenes, y que siempre empezaban con una larga introducción: aquello era una
lección de anatomía que reducía el texto original a su mínima expresión y que hacía
que llegara ya cadáver a nuestras manos. Era la manifestación sin vida de una
proposición preestablecida. Tardé años en darme cuenta de que incluso los genios, los
Shakespeares, los Racines, las Austens, cometían errores humanos.
Lo oscuro, esa oportunidad que la obra de arte les proporciona a los explicadores
profesionales para que exhiban en público sus habilidades, casi se ha convertido en
una virtud estética. En el otro extremo, la noción de arte como vocación (es decir,
algo para lo que uno está genéticamente preparado) queda rechazada como algo no
científico y no igualitario. No se trata de un don al que no se puede acceder porque sí,
tras una elección personal, sino de un don que puede adquirirse, como el
conocimiento de la ciencia, por medio de la memorización, la técnica y el trabajo
continuado. Y nos hemos dejado modelar y convencer hasta tal punto por el tono de
las críticas de arte de las revistas y los periódicos más serios del país que ya ni
siquiera advertimos que se trata de una modulación abrumadoramente científica; no
nos percatamos de la paradoja de que estas técnicas de clasificación y etiquetado se
estén aplicando a objetos no científicos sino a piezas que en muchas ocasiones ni el
propio artista puede explicar del todo, cuya producción sigue siendo un misterio
incluso para él, y cuyos efectos tampoco intenta descifrar la amplísima mayoría de
espectadores que no se dediquen a la crítica profesional.
Un crítico profesional o un académico no dudarían en definir esto como pura
ignorancia. Argumentarían que los artistas y el público tienen que aprender a
entenderse a sí mismos y a juzgar el objeto que los une, para que la relación entre
ellos sea directa y plenamente consciente. Hay que defoliar al malvado hombre verde,
darle caza y hacer que se baje de sus árboles. Por supuesto, existe un lugar para el
análisis científico, o cuasicientífico, del arte, al igual que existe ese lugar (y mucho
mayor) para el de la naturaleza. Pero el gran peligro, tanto en el arte como en la
naturaleza, reside en que todo el énfasis se pone en lo creado, no en la creación.
Todos los artilugios, las técnicas del conocimiento científico, tienen algo en
común: nos llegan del pasado; son reliquias de lo ya observado, deducido, formulado
y creado, y por tanto cumplen los requisitos para pasar por el molino de Linneo o por
cualquier otro molino de carácter científico. Sin embargo, no se puede afirmar que el
proceso de creación, la producción «nueva», no exista o carezca de importancia solo
porque derive de una actividad que es en gran parte personal y queda más allá del
alcance de lúcidas descripciones y análisis racionales. También podríamos
argumentar que una planta de trigo en crecimiento resulta irrelevante, ya que aún no
le da ningún beneficio al molinero ni a sus piedras. Pero una brizna verde es al grano
maduro lo mismo que un niño es al padre del hombre. Al menos, así habría de
considerarse en cualquier sociedad que esté en su sano juicio. Y dicho símil no
debería aplicarse únicamente al arte, ya que de una manera u otra todos estamos
estableciendo los cimientos de nuestro futuro a partir de nuestro presente; nuestra
conducta externa y «publicada» derivará de nuestro temprano ser interior «verde».
Uno de los principales motivos por los que rara vez nos damos cuenta de semejante
realidad reside en que la sociedad no quiere que lo hagamos. Esa creatividad personal
completamente casual, aleatoria, resulta ofensiva para las máquinas.
Comencé este paseo entre los árboles (y llegaremos a ellos de verdad, de forma
física, al final) en busca de un término mucho más flexible que la palabra «arte» para
describir una manera de conocer y experimentar y disfrutar de la naturaleza, más allá
de los principales medios que imponen la ciencia y el arte en sí mismo. Una manera
no vinculada a los descubrimientos científicos y a sus artefactos; una manera que
resultase más creativa hacia dentro que hacia fuera, que dejase muy poco rastro
público, y, sin embargo, que por esas mismas razones se concentrase casi con
exclusividad en su propio proceso creativo. En realidad, solo el científico competente
y el artista pueden escapar de la interioridad y el constante ahora, del caos verde de
esta experiencia, logrando que parte de todo ello pase a integrar el exterior y, así,
quede fijo en un tiempo pasado o, lo que es lo mismo, en un saber ya conocido. De
este modo, conseguirán crear nuevos órdenes y categorías de fenómenos (parasitarios
en esencia) que a su vez necesitarán de una ciencia y de una forma de arte para saber
cómo sentir y existir.
Pero la naturaleza se diferencia del arte sobre todo en sus obras, esos frutos por
los que normalmente la reconocemos. La diferencia reside no solo en que sea algo ya
creado, un objeto externo con una historia previa que, por tanto, pertenece a un
pasado; sino en que sigue creando el presente tal como lo percibimos. Según
podemos observar, se está reescribiendo, reformulando, repintando, refotografiándose
a sí misma, por decirlo de alguna manera, y se niega a permanecer fija y fosilizada en
el pasado, como los científicos y artistas creen que debería estar. Y, debido a esa
creencia, ambos tratarán de imponerle dicha fosilización.
Los tiempos verbales pueden ser muy engañosos. En el discurso nos atenemos
firmemente al estricto protocolo del tiempo real. Usamos el tiempo presente cuando
hablamos del presente, y el pretérito cuando hablamos del pasado. Pero el tiempo
psicológico puede ser muy diferente. Tal vez el que descubriera hace mucho que
dicho fenómeno me sucedía también en mi vocación como naturalista se deba a que
soy escritor (no hay nada más ficticio que ese pasado en el que escribimos el primer
borrador de una novela; un pasado, por otra parte, intensamente vivo y presente). Es
decir, tomé conciencia de que había un elemento que de forma desproporcionada me
llevaba hacia atrás en cualquier experiencia que pudiera tener con la naturaleza en el
presente; había una retirada, una especie de repliegue que me devolvía a los
conocimientos y a las enseñanzas del pasado, ya fuera a ese pasado más preciso de la
memoria personal o al más indefinido, más imperfecto, que constituye el
conocimiento almacenado, el saber de lo «-ológico», y al proceder científico
establecido. Todo lo cual arrojaba un misterioso velo de inercia, de falta de vida,
sobre el hecho o el fenómeno real y presente. La impresión que me quedaba era la de
que todo parecía haber sucedido ya.
Tuve un claro ejemplo de ello en Francia hace solo unos años, mucho después de
haber llegado a la conclusión de que yo ya estaba por encima de este lavado de
cerebro autoimpuesto. Resulta que fui a dar con mi primera orquídea soldado, una
especie que llevaba años queriendo encontrar pero que nunca hasta entonces había
visto más allá de las páginas de un libro. Caí de rodillas ante ella, y cualquier
botánico sabrá a qué me refiero. La cotejé, para estar completamente seguro, con los
profesores Clapham, Tutin y Warburg en la mano (su habitual Flora de las islas
británicas), y la medí, la fotografié y calculé mi posición en el mapa para futuras
referencias. Estaba muy emocionado, feliz. Uno siempre recuerda sus «primeras
veces» con las especies más raras. Sin embargo, cinco minutos después de que mi
mujer lograra arrancarme de allí (el adulterio puede manifestarse de muchas formas,
no solo estando con otras mujeres), experimenté una sensación extraña. Me di cuenta
de que en realidad no había visto las tres plantas en la pequeña colonia que habíamos
encontrado. Daba igual que me hubiera dedicado a identificarlas, a medirlas y a
fotografiarlas; lo que hice fue trasladar aquella experiencia a una especie de pasado
en el presente, como si ya las hubiera visto antes, aunque siguiera mirándolas
realmente, de una forma física. Si hubiera tenido el valor suficiente, y mi mujer la
paciencia suficiente, le habría pedido que diese la vuelta y que me llevara de nuevo al
mismo lugar, porque sabía que acababa de caer, de la manera más estúpida posible,
en una antigua trampa. No es el poco saber lo que genera necesariamente la
ignorancia; saber demasiado, o querer saber demasiado, puede producir el mismo
resultado.
Hay algo en la naturaleza de la naturaleza, en su inmediatez, en su fugacidad
aparente, en su fermento creativo y su potencial oculto, que en nuestra psique queda
vinculado directamente al hombre verde o al hombre salvaje; pero ese algo
desaparece en cuanto se ve relegado a un pasado automático, a un estado en el que
pasa a ser una simple «cosa» clasificable: la fotografía que se hizo justo entonces.
«Cosa» y «entonces» son términos que se atraen. Si es cosa, hubo un entonces; si
hubo un entonces, es cosa. Nos falta confianza en el presente, en el momento actual,
en la visión efectiva, porque nuestra cultura nos dice que debemos confiar solo en lo
que se ha conseguido y explicado en el pasado, en lo que se ha formulado de forma
pública, lo que se ha editado, lo que se ha expuesto siguiendo los parámetros de una
perspectiva claramente artística o claramente científica. Una de las lecciones más
importantes que hemos de aprender es la de que la naturaleza, por su propia
naturaleza, se resiste a todo esto. Espera que la contemplemos de otra manera, en su
presente individual y desde un ángulo que se corresponda con nuestro propio presente
individual.
Me aproximo ahora al meollo del que me parece el mayor peligro implícito en ese
rico legado que nos dejaron Linneo y los otros padres fundadores de toda nuestra
sabiduría y de nuestras costumbres y técnicas científicas. O, para hablar con mayor
propiedad, que nos ha quedado tras el ingenio que demostramos tener a lo largo de
nuestros sucesivos saltos evolutivos en la invención de herramientas. Todas las
herramientas, desde la palabra más simple hasta la sonda espacial más avanzada, son
elementos desbaratadores y reorganizadores de la naturaleza primordial y de la
realidad. Son, según la definición del diccionario, «instrumentos mecánicos con los
que trabajar en algo». Y lo que han conseguido, y sospecho que lo han hecho en una
cadencia directamente proporcional a nuestra dependencia cada vez mayor de ellas,
es que nos volvamos adictos a encontrarle una finalidad a cualquier cosa. Le
buscamos un propósito a todo lo externo a nosotros y, de manera interna, le buscamos
un propósito a todo lo que hacemos. Le buscamos una explicación al mundo exterior
en función de una intencionalidad y queremos justificar esa búsqueda por medio de la
misma intencionalidad. Esta adicción a la búsqueda de un motivo, de una función, de
un rendimiento cuantificable, se ha infiltrado en todos los aspectos de nuestras vidas
hasta convertirse de forma muy eficaz en sinónimo de placer, de modo que la versión
moderna del infierno es la carencia de propósito.
La naturaleza se hace especialmente vulnerable en esta situación, y nuestra
indiferencia y la manera hostil que tenemos de enfrentarnos a ella se relacionan
estrechamente con el hecho de que su único propósito parezca ser el de seguir
existiendo y el de sobrevivir. Podemos pensar que ese empeño abarca toda la
existencia animada, incluyendo la nuestra; y así debe ser. Pero hace mucho tiempo
que dejamos de conformarnos con un motivo tan abstracto. Cualquier científico
podría decir, cargado de razón, que toda forma y toda actuación de la naturaleza es
puramente intencional o está estrictamente diseñada para lograr la supervivencia ya
sea específica o genética, dependiendo de quién firme la teoría en cuestión. Pero para
los no científicos, gran parte de esa intencionalidad funcional permanece oculta,
indescifrable, y la impresión que recibimos es la de que no hay nada que la inmensa
variedad de la naturaleza parezca ocultar, nada más que un caos verde en lo más
profundo de su esencia, que nosotros, simios brillantemente intencionales, podemos
utilizar y explotar a nuestro antojo, con una conciencia libre.
El caos verde. O un bosque.
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