I
«El Simbolismo, tal como lo vemos en los escritores de nuestros días, no tendría valor si no lo viésemos también, bajo uno u otro disfraz, en todos los grandes escritores imaginativos», escribe el señor Arthur Symons en su libro The Simbolist Movement in Literature, libro sutil, que no puedo elogiar todo lo que yo querría, porque está dedicado a mí; y entra luego a exponer cuántos han sido los escritores profundos que en el transcurso de los últimos años han creído encontrar una filosofía de la poesía en el simbolismo, y cómo hasta en aquellos países donde se escandaliza que se busque una filosofía de la poesía, surgen escritores nuevos que se unen a aquéllos en su búsqueda. Ignoramos acerca de qué hablaban entre ellos los escritores de la antigüedad, y lo único que nos queda de las conversaciones de Shakespeare es un despropósito, aunque él estuvo ya en la frontera de los tiempos modernos; el periodista, según parece, está convencido de que hablaban de vinos, mujeres y política, pero nunca de su arte, o que, si hablaron alguna vez de éste, nunca lo hicieron seriamente. Está seguro de que ninguno de los que tuvieron una filosofía de su arte o una teoría de cómo debían escribir, hizo jamás una obra de arte; que carecen de imaginación quienes no escriben sin premeditación o sin segunda intención, tal y como él escribe sus artículos. Dice todo esto con entusiasmo, por haberlo oído en muchas mesas regalonas en las que, por descuido o por celo insensato, alguien había sacado a la conversación algún libro cuya dificultad había ofendido a la indolencia, o a quien no había olvidado que la belleza constituye una acusación. Esta clase de fórmulas y de generalizaciones, en las que un sargento instructor oculto ha preparado las ideas de los periodistas y, mediante éstos, las de casi todo el mundo moderno, han creado a su vez una propensión al olvido, parecida a la de los soldados en el campo de batalla, de modo que lo mismo los periodistas que sus lectores han olvidado, entre otras muchas cosas, que Wagner dedicó siete años a disponer debidamente y a explicar sus ideas antes de dar comienzo a su música más característica; que la ópera, y con ella la música moderna, surgió de determinadas conversaciones habidas en la casa de un señor: Giovanni Bardi, de Florencia; y que La Pléyade echó las bases de la literatura francesa moderna con un folleto. Goethe ha dicho: «El poeta necesita de toda la filosofía, pero debe dejarla fuera de su obra», aunque no siempre es esto necesario; y se puede afirmar, casi con seguridad, que fuera de Inglaterra, país donde los periodistas son más poderosos que en ninguna parte, y las ideas más escasas que en cualquier parte, ningún arte grande ha surgido sin levantar grandes críticas contra su heraldo o su intérprete o patrocinador, y quizá por esta razón se encuentre el arte grande muerto en Inglaterra, hoy que la vulgaridad se ha armado y multiplicado.
Todos los escritores, todos los artistas de cualquier clase que hayan sido, poseyeron una filosofía, se hicieron una crítica de su propio arte, siempre, claro está, que poseyeran alguna cualidad de filósofos y de críticos, o quizás en la misma proporción en que fueron artistas conscientes; y con mucha frecuencia han sido esa filosofía o ese espíritu crítico los que han evocado sus más sorprendentes inspiraciones, sacando a la vida exterior alguna porción de la vida divina, o de la realidad soterrada, única que fue capaz de agotar en las emociones lo que su filosofía o su crítica agotaron en sus inteligencias. Quizá no han buscado ninguna novedad, y sí únicamente trataron de interpretar y de copiar la pura inspiración de los tiempos primitivos; pero como la vida divina hace la guerra a la vida externa, y precisa cambiar sus armas y sus movimientos tal y como nosotros cambiamos los nuestros, la inspiración ha acudido a ellos en formas sorprendentes y bellas. El movimiento científico trajo consigo una literatura con tendencia constante a perderse en cosas externas de toda clase: en la opinión, en la declamación, en el pintoresquismo de los escritores, en el colorido de la frase o en lo que el señor Symons ha calificado de «tentativa de construir con ladrillo y mortero dentro de las tapas de un libro»; y ahora los escritores han empezado a hacer hincapié en el elemento evocativo, de sugerencia; es decir, en lo que calificamos de simbolismo de los grandes escritores.
II
En «Simbolismo en la Pintura» traté de explicar el elemento de simbolismo que encontramos en las pinturas y en las esculturas, y hablé un poco del simbolismo en la poesía, pero no entré en modo alguno a explicar el simbolismo continuo, indefinible, que constituye la esencia de todo estilo.
No conozco versos de más melancólica belleza que éstos de Burns:
La blanca luna se está ocultando bajo la ola blanca,
y el Tiempo se está, ocultando conmigo, ¡ay!
Pues bien: estos dos versos son completamente simbólicos. Quitad de ellos la blancura de la luna y de la ola, cuya relación con el ocaso del tiempo es tan sutil, y los habréis despojado de su belleza. Pero, aunado todo, la luna, la ola, la blancura, el ocaso del tiempo y el melancólico ¡ay! último, evocan una emoción que no es posible evocar mediante ninguna otra combinación de colores, sonidos y formas. Podemos calificar esto de estilo metafísico de escribir; pero mejor estaría llamarlo estilo simbólico, porque las metáforas no son lo bastante profundas para llegar a conmover, pero no son símbolos; cuando lo son, resultan los símbolos más perfectos, porque son los más sutiles, con independencia de todo sonido, y gracias a ellos se puede descubrir mejor en qué consisten los símbolos. Si uno inicia su ensoñación con cualquier clase de versos bellos que le vienen a la memoria, pronto descubrimos que se asemejan a los de Burns. Empecemos con éste de Blake:
Alegres peces sobre las aguas cuando la luna bebe el rocío.
O estos versos de Nash:
Jóvenes y bellas murieron algunas reinas;
la luminosidad cae de los aires;
el polvo de la tierra cierra los ojos de Helena.
O estos otros de Shakespeare:
Timón ha edificado su morada eterna
en el borde arenoso de las aguas saladas;
y una vez al día con su espuma en relieve
cubrirá el oleaje embravecido.
O tomemos un verso cualquiera que sea muy sencillo, y que cobra su belleza del sitio que ocupa en el relato, y veremos cómo relampaguea con la luz de los muchos símbolos que dieron a éste su belleza, lo mismo que la hoja de una espada puede centellear con la luz de las torres en llamas.
Todos los sonidos, todos los colores, todas las formas, ya sea efecto de sus energías preordenadas o debido a una larga asociación, evocan emociones indefinibles, pero muy precisas, o, según yo prefiero pensar, atraen hacia nosotros ciertos poderes desencantados, a cuyos pasos sobre nuestros corazones llamamos emociones; y cuando el sonido, el color y la forma guardan entre sí una armonía musical, una bella relación mutua, vienen a convertirse como en un solo sonido, color y forma única, y evocan una emoción compuesta de distintas evocaciones, y que es, sin embargo, única como emoción. Idéntica relación existe entre todas las partes de una obra de arte, lo mismo si es épica que si se trata de un canto, y cuanto mayor es su perfección y más variados y numerosos los elementos que han concurrido a su perfección, más potentes serán la emoción, la potencia y el dios al que evocan entre nosotros. Los poetas, los pintores y los músicos, y, en menor grado, porque sus efectos son momentáneos, el día y la noche, la nube y la sombra, están haciendo y rehaciendo constantemente el género humano; porque una emoción no existe, o no se hace perceptible y activa entre nosotros, hasta que ha encontrado su expresión en el color, en el sonido, en la forma, o en las tres cosas, y porque no hay dos modulaciones o disposiciones de ellas que evoquen idéntica emoción. Son únicamente estas cosas que parecen inútiles o sumamente débiles las que tienen potencia; y en cambio todas las cosas que parecen útiles o fuertes, los ejércitos, las ruedas que se mueven, los estilos de arquitectura, los sistemas de gobierno, las especulaciones de la razón, habrían sido algo distintas de lo que son si hace mucho tiempo no se hubiese entregado una mente humana a alguna emoción, tal y como una mujer se entrega a su amante, dando configuración a sonidos, colores y formas, separada o conjuntamente, dentro de una emoción musical, a fin de que eso que ella siente pueda vivir en otras mentes. Una pequeña poesía lírica evoca una emoción, que reúne a su vez a otras en torno suyo, fundiéndose con el ser de éstas para la elaboración de algún gran hecho épico; y por último, al necesitar cada vez de un cuerpo o símbolo menos delicado, a medida que se hace más potente, fluye hacia el exterior con todos los agregados que ha ido recogiendo, y se mezcla con los ciegos instintos de la vida diaria, moviéndose allí como un poder entre otros poderes, tal y como vemos los círculos concéntricos en el tronco de un árbol viejo. Quizá fue esto lo que quiso decir Arthur O’Shaughnessy cuando hizo que sus poetas afirmasen que ellos habían edificado Babilonia con sus suspiros; y yo no estoy nunca muy seguro, cuando oigo hablar de alguna guerra, de algún movimiento religioso o de alguna nueva fábrica, o de algo que llena los oídos del mundo, de que no haya ocurrido todo ello como una consecuencia de algo que un muchacho tocó en su gaita en Tesalia. Recuerdo que en cierta ocasión pedí a una vidente que preguntase a uno de los dioses que, según ella creía, estaban a su alrededor en sus cuerpos simbólicos, cuáles serían las consecuencias de una tarea encantadora, pero aparentemente trivial, a que estaba entregada una persona amiga, y que la forma aquélla contestó: «La devastación de los pueblos y la destrucción de las ciudades». Me queda siempre el recelo de que las circunstancias por que atraviesa el mundo, y que parecen ser la causa de todas nuestras emociones, no sean sino un simple reflejo —obtenido en espejos multiplicadores— de las emociones que han sacudido a ciertos hombres solitarios en momentos de contemplación poética; y que, de no ser por el poeta, y la sombra del poeta, el sacerdote, quizás el amor mismo no sería sino una avidez bestial, porque si no creemos que la realidad está en las cosas exteriores, es preciso que creamos que lo macizo es la sombra de lo sutil, que las cosas son razonables antes de ser insensatas, y que son secretas antes que se pongan a pregonar en la plaza del mercado. Yo creo que los hombres solitarios reciben, en sus momentos de contemplación, los impulsos creadores de la más baja de las nueve Jerarquías, y que de ese modo hacen y deshacen a la Humanidad, e incluso al mundo mismo, porque ¿no es cierto que al alterarse el ojo se altera todo?
Nuestras ciudades son fragmentos copiados de nuestros corazones;
y todas las Babilonias del hombre pugnan por comunicar
las grandezas de su corazón babilónico.
III
Siempre me ha parecido que la finalidad del ritmo consiste en prolongar el momento de la contemplación, el instante en que estamos mitad dormidos, mitad despiertos, acunándonos con una monotonía fascinadora al mismo tiempo que nos retiene despiertos por medio de la variedad, a fin de mantenernos en un estado que es quizá de auténtico éxtasis, cuando la mente, libertada de la presión de la voluntad, se manifiesta en símbolos. Hay personas muy sensibles que, si prestan de una manera persistente oídos al tictac de un reloj, o fijan la mirada en el brillo monótono de una luz, caen en trance hipnótico; pues bien: el ritmo no es sino el tictac del reloj suavizado, al que no tiene uno más remedio que escuchar, y variado, para que uno no se vea arrastrado hasta perder la memoria o se fatigue de oír; pero los métodos del artista no son sino relampagueos monótonos entretejidos para hacer caer la mirada en un hechizo más sutil. Yo he oído, en momentos de meditación, voces olvidadas en el instante mismo de haber hablado; y en momentos de meditación más profunda, he sido arrastrado más allá de todo recuerdo, salvo el de las cosas que procedían de más allá del umbral de la vida de vigilia. Escribía yo en cierta ocasión una poesía muy simbólica y abstracta, y se me cayó la pluma al suelo; al agacharme para recogerla, recordé yo no sé qué fantástica aventura —que no me pareció fantástica— y acto continuo, otra aventura por el estilo; al preguntarme a mí mismo cuándo habían ocurrido aquellas cosas, caí en la cuenta de que me estaba acordando de sueños que había tenido muchas noches. Traté entonces de recordar lo que había hecho el día anterior, y luego lo que había hecho aquella misma mañana; pero había muerto en mí todo lo que había sido vida de vigilia, y sólo después de grandes forcejeos logré volver a recordarlo; pero entonces murió en mí aquella otra vida más enérgica y más sorprendente. De no habérseme caído la pluma al suelo, obligándome así a apartarme de las imágenes que yo estaba tejiendo en mis versos, nunca me habría enterado de que mi meditación se había convertido en trance; me habría ocurrido lo que a la persona que cruza por un bosque, pero lo hace con la vista fija en el sendero que sigue: que no me habría enterado de aquella circunstancia. De esa misma manera creo que en la elaboración y en la comprensión de una obra de arte, y con mayor facilidad si está llena de formas, símbolos y música, llegamos como escandalizados hasta el umbral del sueño, y quizá nos metemos mucho más allá sin que nos imaginemos jamás que hemos pisado los escalones de cuerno o de marfil.
IV
Además de los símbolos emotivos, símbolos que evocan únicamente emociones —y en este sentido todas las cosas atrayentes u odiosas son símbolos, aunque sus relaciones mutuas sean demasiado sutiles para deleitarnos plenamente, con independencia del ritmo y del diseño—, existen otros que son símbolos intelectuales porque sólo evocan ideas, o ideas mezcladas con emociones; y a éstos es a los que únicamente se los llama símbolos, fuera de las tradiciones muy precisas del misticismo y de la crítica menos definida de ciertos poetas modernos. Son muchas las cosas que pertenecen a uno u otro género, según como hablemos de ellas y según las compañeras que les damos, porque los símbolos, asociados con ideas que son más que fragmentos de las sombras proyectadas sobre el entendimiento mediante las emociones que evocan, son los juguetes de los alegoristas y de los pedantes, y pasan muy pronto. Si yo empleo en un verso corriente la palabra «blanco» o la de «púrpura», ambas expresan emociones tan exclusivamente que no puedo decir que me han conmovido; pero si las coloco en la misma frase con símbolos intelectuales tan evidentes como una cruz o una corona de espinas, pienso en la pureza o en la soberanía. Y, además de eso, innumerables significados, unidos al «blanco» y al «púrpura» por lazos de sutil sugestión, por igual en las emociones y en el entendimiento, cruzan visibles por mi mente, y cruzan de una manera invisible más allá del umbral del sueño, proyectando luces y sombras de un sentido indefinible sobre lo que hasta ese instante había sido quizás esterilidad y violencia ruidosa. Es el entendimiento el que decide si el lector habrá de meditar en el cortejo de los símbolos; y si los símbolos son meramente emocionales, los contempla desde los accidentes y destinos del mundo; pero si los símbolos son también intelectuales, se convierte él mismo en una parte del puro entendimiento, y se mezcla él mismo en el cortejo. Si yo contemplo a la luz de la luna un estanque rodeado de juncos, la emoción que en mí despierta su belleza se mezcla con recuerdos del hombre al que vi arando cerca de su orilla, o con una pareja de enamorados que vi allí la noche anterior; pero si me pongo a mirar a la luna misma y me acuerdo de los nombres que tenía antiguamente y de sus significados, me muevo entre gentes divinas, y entre cosas que han dejado de lado nuestra condición de mortales: la torre ebúrnea, la reina de las aguas, el ciervo brillante en medio de los bosques encantados, la liebre blanca sentada en lo alto de la colina, el tonto de los trasgos y hadas con su copa brillante llena de sueños, y es posible «que me gane la amistad de una de aquellas imágenes de maravilla», y «encuentre a Dios en los aires». Y de esa misma manera, si a uno lo conmueve Shakespeare, que se conforma con símbolos emocionales a fin de acercarse más a nuestra simpatía, se encuentra uno mezclado con la totalidad del espectáculo del mundo; mientras que si se siente conmovido por Dante, o por el mito de Demeter se ve uno mezclado con la sombra de Dios o de una diosa. De esa misma manera, cuando más alejado está uno de los símbolos es cuando estamos atareados haciendo esto o lo otro, pero el alma se mueve entre símbolos y se despliega en símbolos cuando un trance, la locura, o una profunda meditación le ha apartado de cualquier otro impulso que no sea el suyo. Gérard de Nerval escribe de su locura: «Y entonces vi que flotaban confusamente y tomaban forma ciertas imágenes plásticas de la antigüedad, que se fueron dibujando, llegaron a tener contornos concretos, y parecían representar símbolos cuyo sentido yo captaba sólo con dificultad».
En épocas más primitivas él habría sido uno más entre la multitud de hombres cuyas almas apartó la austeridad, de una manera mucho más completa que la locura, de toda esperanza y recuerdo, de todo deseo y pesar, a fin de que pudieran revelar los cortejos de símbolos ante los cuales se inclinan los hombres delante de los altares, y cuyos favores requieren quemando incienso y haciéndoles ofrendas. Pero, siendo de nuestro tiempo, ha sido, al igual que Maeterlinck, al igual que Villiers de l’Isle Adam en Axel, al igual de todos cuantos se preocupan en nuestro tiempo de los símbolos intelectuales, un prefigurador del nuevo libro sagrado con el que están pidiendo soñar todas las artes, según ha dicho alguien. ¿Cómo podrán las artes sobreponerse a la muerte lenta de los corazones de los hombres que llamamos progreso del mundo, y cómo podrían poner de nuevo sus manos en las cuerdas de los corazones humanos, sin convertirse como antaño en el ropaje de las religiones?
V
Si los hombres aceptasen la teoría de que la poesía nos emociona debido a su simbolismo, ¿qué cambios cabría esperar en los modos de la nuestra? Un retorno al modo de nuestros padres, el rechazo de las descripciones de la Naturaleza por el interés de la misma, el prescindir de todo lo anecdótico y de ese preocuparse de la opinión científica que con tanta frecuencia ahogó la llama central en Tennyson, y de la vehemencia que pretendería hacernos hacer o no hacer determinadas cosas; en otras palabras, vendríamos a comprender que la piedra de berilo fue hechizada por nuestros padres para que ella pudiera exhibirnos los cuadros que tiene pintados dentro de su propio corazón, y no para que reflejase nuestros excitados rostros, o las ramas que se mecen fuera de la ventana. Mediante este cambio de esencia, mediante este retorno a la imaginación, mediante esta comprensión de que las leyes del mundo sólo pueden coartar a la imaginación, se produciría un cambio de estilo, y arrojaríamos de la auténtica poesía esos ritmos enérgicos, que parecen de hombre que corre, que son una invención de nuestra voluntad, que tiene siempre puestos sus ojos en algo que es preciso hacer o deshacer; y buscaríamos esos otros ritmos ondulantes, que son la encarnación de la imaginación, que ni anhela ni aborrece, porque ha acabado con el tiempo y sólo desea contemplar alguna realidad, alguna belleza; ni sería posible ya para nadie negar la importancia de la forma, en todos sus géneros, porque, si es posible exponer una opinión o describir una cosa aunque vuestras palabras no hayan sido bien elegidas, no es posible dar cuerpo a cosas que se mueven más allá de los sentidos, a menos que vuestras palabras sean sutiles, tan complejas, tan llenas de misteriosa vida, como el cuerpo de una flor o el de una mujer.
La forma de la poesía sincera, a diferencia de la forma de la poesía popular, puede en ocasiones ser oscura, o fuera de lo gramatical, como en algunos de nuestros mejores Cantos a la Inocencia y a la Experiencia, pero debe tener las perfecciones que escapan al análisis, las sutilezas que tienen todos los días un nuevo sentido, y debe reunir todo esto lo mismo si se trata de una breve canción compuesta en un momento de ensoñadora indolencia, que de algún gran poema épico nacido de los ensueños de un poeta y de los de un centenar de generaciones cuyas manos no se cansaron un momento de manejar la espada.
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