Desproporción del hombre. Allí es donde nos conducen los conocimientos
naturales. Si éstos no son verdaderos, no existe ninguna verdad en el hombre; y si lo
son, descubre en ellos un gran motivo de humillación, y así está obligado a abajarse
de una u otra manera. Y, puesto que no puede subsistir sin creerlos, antes de entrar en
mayores investigaciones de la naturaleza, quisiera que la considerase por una vez
seriamente y a fondo, que se contemple también a sí mismo, y conociendo qué
proporción guarda… Que el hombre contemple, pues, la naturaleza entera en su alta y
plena majestad; que aparte su vista de los objetos bajos que le rodean. Que mire esa
deslumbrante luz, que es como una eterna lámpara para iluminar el universo; que la
tierra le parezca como un punto en comparación con el amplio giro que describe este
astro, y que se maraville de que un recorrido tan grande no sea más que algo
pequeñísimo si se compara con la curva de los astros que giran por el firmamento.
Pero si nuestra vista se detiene ahí, que la imaginación vaya más lejos; antes se
cansará de imaginar que la naturaleza de proporcionarle materia. Todo ese mundo
visible no es más que un imperceptible pormenor en la inmensidad de la naturaleza.
Nada puede darnos una idea aproximada de ello. Por mucho que hinchemos nuestras
concepciones más allá de los espacios imaginables, sólo engendraremos átomos si los
comparamos con la realidad de las cosas. Es una esfera infinita cuyo centro está en
todas partes y la circunferencia en ninguna. En resumen, la mayor muestra sensible
de la omnipotencia de Dios es el hecho de que nuestra imaginación se pierda en este
pensamiento.
Que el hombre, reflexionando sobre sí mismo, considere qué es comparado con
todo lo que es; que se mire como perdido en ese rincón apartado de la naturaleza; y
que, desde esta estrecha mazmorra en la que se encuentra alojado, quiero decir el
universo, aprenda a estimar la tierra, los reinos, las ciudades y a sí mismo en su justo
valor. ¿Qué es un hombre en medio del infinito?
Pero, para hacerle ver otro prodigio igualmente asombroso, que repare en lo que
conoce de las cosas más pequeñas. Que el animal más minúsculo le ofrezca en la
pequeñez de su cuerpo, partes incomparablemente más pequeñas, patas con
articulaciones, venas en las patas, sangre en las venas, humores en esta sangre, gotas
en éstos, humores, vapores en estas gotas; que dividiendo aún más estas últimas cosas
agota sus fuerzas en estas concepciones, y que el último objeto al que puede llegar es
ahora el de nuestro razonamiento; pensará tal vez que ésta es la pequeñez más
extremada de la naturaleza. Quiero hacerle ver en ello un nuevo abismo. Quiero
pintarle no sólo el universo visible, sino también la inmensidad que puede concebirse
en la naturaleza, dentro de los límites de esa abreviatura de átomo. Que vea en él una
infinidad de universos, cada uno de los cuales con su firmamento, sus planetas, su
tierra y la misma proporción que el mundo visible; en esta tierra, animales, y
finalmente diminutas bestezuelas en las que encontrará lo mismo que antes ha
encontrado; y seguirá encontrando lo mismo en lo demás, sin fin y sin reposo,
perdiéndose así en esas maravillas, tan asombrosas en su pequeñez como las otras en
su magnitud; pues, ¿quién no admirará que nuestro cuerpo, que tan pronto no era
perceptible en el universo, imperceptible en el seno de todo, sea ahora como un
coloso, un mundo, o, mejor dicho, un todo, respecto a la nada, que no se puede
alcanzar?
Quien piense de esta manera se asustará de sí mismo, y al considerarse sostenido
en la masa que la naturaleza le ha dado, entre estos dos abismos de lo infinito y de la
nada, temblará ante tales maravillas; y creo que, convirtiéndose su curiosidad en
admiración, estará mejor dispuesto para contemplarlos en silencio que para investigar
en ellos con presunción.
Porque, veamos, ¿qué es el hombre en medio de la naturaleza? Una nada respecto
al infinito, un todo respecto a la nada, un término medio entre la nada y el todo.
Infinitamente alejado de comprender los extremos, el fin de las cosas y su principio
están para él invenciblemente ocultos en un secreto impenetrable, y es tan incapaz de
ver la nada de donde le sacaron como el infinito en el que está sumido.
¿Qué puede hacer, pues, sino ver una cierta apariencia del medio de las cosas, en
una desesperación eterna de conocer tanto su principio como su fin? Todas las cosas
han salido de la nada y son llevadas hasta el infinito. ¿Quién puede seguir tan
sorprendentes caminos? El autor de estas maravillas las comprende. Cualquier otro
no puede.
Por no haber contemplado estos infinitos, los hombres se han lanzado
temerariamente a investigar la naturaleza, como si tuviesen alguna proporción con
ella. Extrañamente han querido comprender los principios de las cosas, y de ahí llegar
hasta a conocerlo todo por una presunción tan infinita como su objetivo. Porque está
fuera de toda duda que no puede concebirse este propósito sin una presunción o sin
una capacidad infinita, como la naturaleza.
Cuando se tiene instrucción se comprende que como la naturaleza grabó su
imagen y la de su autor en todas las cosas, casi todas tienen algo de su doble
infinitud. Así vemos que todas las ciencias son infinitas y también la extensión de sus
investigaciones, pues, ¿quién duda que la geometría, por ejemplo, tiene una infinidad
de infinidades de proposiciones por exponer? Son también infinitas en la multitud y
en la sutileza de sus principios; pues, ¿quién puede dejar de ver que los que se
proponen como últimos no se sostienen por sí mismos y que se apoyan en otros, que
a su vez tienen el apoyo de otros aún, de tal modo que jamás hay un último? Pero
hacemos con los últimos que puede aprehender la razón lo mismo que hacemos con
las cosas materiales, en las que llamamos punto indivisible a aquel más allá del cual
nuestros sentidos ya no descubren nada más, aunque sea infinitamente divisible por
su misma naturaleza.
De estos dos infinitos de ciencias, el de la magnitud es mucho más sensible, y ésta
es la razón de que sean pocos los que se empeñen en conocer todas las cosas.
«Hablaré de todo», decía Demócrito.
Pero la infinidad en pequeñez es mucho menos visible. Los filósofos han querido
llegar a ella, y ahí es donde todos han fracasado. Eso es lo que ha dado lugar a esos
títulos tan frecuentes, Sobre los principios de las cosas, Sobre los principios de la
filosofía, y otros parecidos, tan orgullosos en el fondo, aunque menos en apariencia,
que aquel otro que nos deja estupefactos: De omni scibili.
Nos creemos naturalmente mucho más capaces de llegar al centro de las cosas
que de abrazar su circunferencia. La extensión visible del mundo nos sobrepasa
visiblemente; pero como somos nosotros los que sobrepasamos las cosas pequeñas,
nos creemos más capaces de dominarlas; y sin embargo no se requiere menos
capacidad para ir hasta la nada que hasta el todo: se requiere una capacidad infinita
para una cosa y para otra, y a mi juicio quien hubiese comprendido los últimos
principios de las cosas podría también llegar a conocer lo infinito. Lo uno depende de
lo otro, y lo uno conduce a lo otro. Estos extremos se tocan y se juntan a fuerza de
estar alejados, y convergen en Dios y solamente en Dios.
Conozcamos, pues, lo que podemos alcanzar: somos algo y no lo somos todo; lo
que tenemos de ser nos impide el conocimiento de los primeros principios, que nacen
de la nada; y lo poco que tenemos de ser nos oculta la visión del infinito.
Nuestra inteligencia ocupa en el orden de las cosas inteligibles el mismo lugar
que nuestro cuerpo en la extensión de la naturaleza.
Limitados en todos los aspectos, esta situación que ocupa el término medio entre
dos extremos se encuentra en todas nuestras capacidades. Nuestros sentidos no
perciben nada extremo; demasiado ruido nos asorda, demasiada luz deslumbra,
demasiada distancia y demasiada proximidad nos impiden ver, demasiada longitud y
demasiada brevedad en el discurso lo oscurecen, el exceso de verdad nos asombra
(conozco a quien no acierta a comprender cómo si de cero quitamos cuatro, el
resultado es cero); los primeros principios son demasiado evidentes para nosotros, el
exceso de placer incomoda, demasiadas consonancias desagradan en la música y
demasiados beneficios irritan, quisiéramos tener con qué pagar con creces la deuda:
beneficia eo usque laeta sunt dum videntur exsolvi posse; ubi tnultum antevenere, pro
gratia odium redditur.
No sentimos ni el calor extremado ni el extremado frío. Las
cualidades excesivas nos son hostiles, y no sensibles: dejamos de sentirlas, las
sufrimos. Demasiada juventud y demasiada vejez estorban a la inteligencia,
demasiado saber o demasiado poco perjudican; en fin, las cosas extremadas son para
nosotros como si no existiesen y como si no existiésemos respecto a ellas: se nos
escapan, o nosotros a ellas.
Éste es nuestro verdadero estado; esto es lo que nos hace incapaces de saber con
certeza y de ignorar por completo. Bogamos en un medio vasto, siempre inciertos y
flotantes, empujados de un extremo a otro. Cualquier cosa a la que creamos poder
aferramos para tener una seguridad vacila y nos abandona; y si la seguimos, escapa
de nuestras manos, se escurre y huye en una huida eterna. Nada se detiene para
nosotros. Éste es el estado que nos es natural, aun siendo el más opuesto a nuestras
inclinaciones; ardemos en deseos de encontrar una tierra firme y una última base
constante para edificar en ella una torre que se eleve hasta el infinito; pero todo
nuestro fundamento se resquebraja, y la tierra se abre hasta los abismos.
No busquemos, pues, ninguna seguridad ni firmeza. Nuestra razón queda siempre
burlada por la inconstancia de las apariencias; nada puede fijar lo finito entre los dos
infinitos que lo encierran y que lo rehúyen.
Una vez comprendido esto, creo que nos mantendremos en reposo, cada cual en el
estado en el que la naturaleza le ha puesto. Como este medio que nos ha
correspondido dista siempre mucho de los extremos, ¿qué importa que un ser tenga
un poco más de inteligencia de las cosas? Si la tiene, las contempla desde un poco
más arriba. ¿Acaso no sigue estando infinitamente lejos de su objeto, y acaso la
duración de nuestra vida no es también ínfima, al lado de la eternidad, aunque dure
diez años más?
En la perspectiva de esos infinitos, todos los finitos son iguales; y no veo por qué
hay que fijar la imaginación más en uno que en otro. La única comparación que
hacemos de nosotros respecto a lo finito nos acongoja.
Si el hombre se estudiara primero a sí mismo, vería hasta qué punto es incapaz de
ir más allá. ¿Cómo va a ser posible que una parte conozca el todo? ¿Aspirará tal vez a
conocer al menos las partes, con las que guarda proporción? Pero las partes del
mundo tienen todas tal relación y tal encadenamiento unas con otras que me parece
imposible conocer una sin la otra y sin el todo.
El hombre, por ejemplo, mantiene relación con todo lo que conoce. Necesita un
lugar que lo contenga, tiempo para durar, movimiento para vivir, elementos para
componerlo, calor y alimentos para nutrirlo, aire para respirar; ve la luz, siente el
cuerpo; en resumen, todo cae bajo su alianza. O sea que para conocer al hombre, hay
que saber de dónde sale el aire que necesita para subsistir; y para conocer el aire hay
que saber qué relación tiene éste con la vida del hombre, etc. Sin el aire no hay llama;
en consecuencia, para conocer una cosa hay que conocer la otra.
Es decir, que como todas las cosas son causadas y causantes, ayudadas y
ayudantes, mediatas e inmediatas, y todas están unidas por un vínculo natural e
insensible que liga las más alejadas y las más diferentes, considero imposible conocer
las partes sin conocer el todo, lo mismo que conocer el todo sin conocer
particularmente las partes.
También la eternidad de las cosas en sí misma o en Dios es desproporcionada con
nuestra breve duración. La inmovilidad fija y constante de la naturaleza, en
comparación al cambio continuo que se da en nosotros, debe de producir el mismo
efecto.
Y lo que completa nuestra incapacidad para conocer las cosas es que ellas son
simples y que nosotros estamos compuestos por dos naturalezas contrarias y de
diverso género, de alma y de cuerpo. Porque es imposible que la parte que razona en
nosotros no sea espiritual; y aunque se afirmase que solamente somos corporales, ello
aún nos excluiría mucho más del conocimiento de las cosas, puesto que no hay nada
más inconcebible que decir que la materia se conoce a sí misma; no nos es posible
conocer cómo podría conocerse.
Y así, si somos únicamente materiales no podemos conocer nada, y si estamos
compuestos de espíritu y de materia no podemos conocer perfectamente las cosas
simples, ya sean espirituales o corporales.
De ahí que casi todos los filósofos confundan las ideas de las cosas, y hablen de
las cosas corporales espiritualmente y corporalmente de las espirituales. Pues dicen
con no poco atrevimiento que los cuerpos tienden hacia abajo, que aspiran a su
centro, que huyen de su destrucción, que temen el vacío, que tienen inclinaciones,
simpatías, antipatías, cosas todas ellas que sólo corresponden a los espíritus. Y al
hablar de los espíritus los consideran como en un lugar, y les atribuyen el movimiento
de un lugar a otro, que son cosas que sólo corresponden a los cuerpos.
En vez de recibir las ideas de estas cosas puras, las teñimos con nuestras
cualidades, e imprimimos con nuestro ser compuesto todas las cosas simples que
contemplamos.
¿Quién no creería, al ver que atribuimos a todas las cosas espíritu y cuerpo, que
esa mezcla iba a sernos muy comprensible? Y sin embargo es lo que menos se
comprende. El hombre es para sí mismo el objeto más prodigioso de la naturaleza;
porque no puede concebir lo que es un cuerpo, y aún menos lo que es un espíritu, y
menos que cualquier otra cosa cómo un cuerpo puede unirse a un espíritu. Éste es el
colmo de sus dificultades, y no obstante es su propio ser: Modus quo corporibus
adhaerent spiritus comprehendi ab hominibus non potest, et hoc tamen homo est.
En fin, para rematar la prueba de nuestra debilidad terminaré con estas dos
consideraciones…
- Si se es demasiado joven no se juzga bien; demasiado viejo, lo mismo. Si las
cosas no se piensan suficientemente o si se piensan demasiado, uno se obstina en la
idea y de allí no hay quien le saque. Si se considera la obra inmediatamente después
de hacerla, aún estamos demasiado apegados a ella; si se deja transcurrir demasiado
tiempo, estamos ya demasiado lejos. Semejantemente, los cuadros vistos de
demasiado cerca y de demasiado lejos; y no hay más que un punto indivisible que sea
el verdadero lugar: los otros están demasiado cerca, demasiado lejos, demasiado
arriba o demasiado abajo. En el arte de la pintura es la perspectiva lo que lo asigna.
Pero en la verdad y la moral, ¿quién puede determinarlo?
- Cuando todo se mueve por igual en apariencia nada se mueve, como en un
barco. Cuando todos tienden a desbordarse nadie parece hacerlo. El que se detiene
permite advertir el arrebato de los demás como si fuera un punto fijo.
Los que viven en el extravío dicen a los que viven en el orden que son éstos
los que se alejan de la naturaleza, porque están convencidos de seguirla: como los que
se encuentran en un barco creen que los de tierra huyen. El lenguaje es igual en todos
los sentidos. Hay que tener un punto fijo para juzgarlo. El puerto juzga a los que van
en un barco; pero ¿dónde encontrar un puerto en la moral?
Cuando pienso en la breve duración de mi vida, absorbida en la eternidad
anterior y siguiente, el pequeño espacio que lleno e incluso que puedo ver, abismado
en la infinidad inmensa de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y
me sorprendo de verme aquí en vez de allá, porque no hay ninguna razón de que esté
aquí en vez de estar allá o ahora en vez de en cualquier otro momento. ¿Quién me
puso aquí? ¿Por orden de quién, de qué autoridad este lugar y este tiempo me han
sido destinados? Memoria hospitis unius diei praetereuntis.
¿Por qué mi conocimiento es limitado? ¿Y mi estatura? ¿Por qué mi duración
puede ser de cien años en vez de mil? ¿Qué razón ha tenido la naturaleza para hacer
que fuera así, para elegir este número en vez de otro, dado que en la infinidad de los
números hay los mismos motivos para elegir uno que otro, y nada tienta más en uno
que en otro?
¡Cuántos reinos nos ignoran!
El silencio eterno de estos espacios infinitos me espanta.
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