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Foto del escritorAmenhotep VII

El hombre y el Sol - Isaac Asimov


El Sol era un dios para los antiguos. Ikhnaton, faraón de Egipto desde 1375 a

1358 a. de C., adoró al Sol y compuso un himno que subsiste hoy día. Quince siglos

más tarde, cuando la cristiandad comenzó a apoderarse del Imperio romano, su mayor

competidor era el mitraísmo, el culto al Sol.

Y con toda seguridad, si algún objeto inanimado es digno de adoración, éste es el

Sol. Fue él quien produjo la progresión del día y la noche que le dio al hombre

primitivo la primera noción del tiempo. El Sol trajo el calor y la vida a este mundo, y

cada amanecer era una alegría al desvanecerse las tinieblas, los terrores de la

oscuridad. Si la luz del Sol fuese pálida y empañada como en los meses de invierno,

el hielo y la muerte rondarían cerca. Por lo tanto, no es de maravillar que si alguna

vez quedó eclipsado su brillo y su resplandor, se apoderase el pánico de quienes

presenciaban tal fenómeno.

La ciencia moderna ha intensificado nuestra comprensión respecto hasta qué

punto dependemos del Sol. Salvo por el calor volcánico y las reacciones nucleares,

todo el origen de las energías necesarias para el hombre procede en último término

del Sol. Los océanos se mantienen líquidos por el calor del Sol, y el vapor formado

por dicho calor es devuelto en forma de lluvia, mientras que el calentamiento de la

atmósfera nos proporciona el viento y los cambios climatológicos.

Los rayos del Sol proporcionan la energía requerida por las plantas verdes, a fin

de que puedan fabricar el almidón partiendo del dióxido de carbono, y liberar el

oxígeno del agua. De esta forma, la comida que ingerimos y el aire que respiramos

son un don directo del Sol.

¿Y qué es el Sol, al que tanto debemos? Una bola de luz, una bola de luz pura y

perfecta, sin peso y divina, según juzgaban los antiguos. Un astrónomo griego empleó

proporciones geométricas para demostrar que el Sol era mayor que la Tierra, y que

ésta debía moverse a su alrededor, pero muy pocos hicieron caso de esta aparente

tontería.

Sin embargo, dieciocho siglos más tarde, el astrónomo polaco Nicholas

Copérnico, publicó en 1543 un análisis detallado de la forma en que la Tierra tenía

que girar en torno al Sol, si había que explicar convenientemente los movimientos de

los cuerpos celestes. Al cabo de un siglo de debates, se aceptó su opinión. En 1610, el

científico italiano Galileo, ayudó a ello detectando puntos negros en el Sol, unas

manchas en su supuesta perfección, lo que sirvió para demostrar que era un cuerpo

material y no una sustancia semidivina, completamente extraña a la terrestre.

En 1683, el científico inglés Isaac Newton formuló la teoría de la gravitación

universal, y la Humanidad tuvo otra deuda con el Sol. Su gigantesco cuerpo

propagaba un enorme campo de gravitación, que se extendía miles de millones de

kilómetros en todas direcciones. Atrapada en este campo, la Tierra daba vueltas en

torno al Sol constantemente sin acercársele jamás demasiado, ni apartarse con exceso,

quedando mantenida a la distancia requerida con la misma gentileza que un niño en

brazos de su madre.

Según la ciencia moderna, el Sol es un globo material de 1.392.000 kilómetros de

diámetro, que gira en torno a su eje cada veinticinco días. Comparada con él, la Tierra

es como un pequeño guisante ante una pelota de béisbol. Si el Sol fuese una cascara

vacía, en su interior cabrían 1.300.000 planetas del tamaño de la Tierra, sin llenarla.

La materia es algo más compacta en la Tierra que en el conjunto solar. Se necesitaría

la materia de 333.000 Tierras para formar la materia del Sol.

Las partes más pequeñas que del Sol podemos ver son enormes y monstruosas. La

materia de sus capas superficiales, a una temperatura de 5.500° C, se arremolina y

burbujea, con secciones que se levantan y se hunden, dándole al conjunto el aspecto

de un grano de arroz. Si bien cada grano tiene un diámetro de miles de kilómetros.

En la superficie solar se forman grandes remolinos de materia, con fuertes

propiedades magnéticas. La energía empleada en construir este magnetismo y en

producir otros vastos trastornos se extrae de su propio calor. Por tanto, los tornados se

calman a 3.900° C. Se trata de mucho calor según la pauta terrestre, pero no tanto

como el existente en la superficie que rodea al Sol, que en comparación aparece

negra. Se trata de las manchas descubiertas por Galileo.

Estas manchas, los remolinos solares, tienen miles de kilómetros de diámetro.

Una de ellas, medida en 1947, medía 150.000 kilómetros de diámetro. Tres docenas

de planetas como la Tierra no habrían bastado para llenar aquel gigantesco embudo.

Las manchas del Sol aparecen por ciclos, aumentando en número de año en año

hasta alcanzar una cúspide, durante cuyo tiempo el Sol queda ampliamente

manchado. Luego, declina esta incidencia, hasta que algunos años el Sol está

despejado por completo. Las cúspides se producen con once años de intervalo, y en

tales épocas el Sol parece trastornado de muchos modos.

En los momentos álgidos de la actividad solar, por ejemplo, el Sol es particularmente activo en la erupción de materiales a miles y cientos de miles de

kilómetros hacia arriba, contra su propia gravedad. Estas «prominencias» forman

gotas de brillantes llamas rojas que ascienden o se arquean hacia arriba, invisibles a la

vista ordinaria, más aparentes contra el borde del globo solar cuando el resplandor de

su disco queda obstaculizado en los instrumentos modernos.

Tiene lugar un bloqueo natural de la luz del Sol cuando la Luna pasa directamente

por delante del mismo. Por extraña coincidencia, la diminuta Luna se halla a la

distancia exacta de la Tierra para adoptar el tamaño aparente del gigantesco Sol.

Cuando la Luna pasa por delante de aquél, por tanto, lo tapa por completo.

Cuando esto sucede (por desgracia para los astrónomos con poca frecuencia), el

resplandor blanquecino del sol queda ensombrecido, y la atmósfera exterior del astro

rey se torna visible como una serie perlina de gallardetes luminosos y difusos. Esta

«corona» se extiende fuera del disco solar como un gas muy caliente aunque muy

tenue. Las observaciones de estos últimos años nos han permitido medir la

temperatura de la corona, que ha resultado ser de 1.112.000° C aproximadamente. O

sea, temperatura suficientemente elevada como para irradiar rayos X junto con la luz

ordinaria. Sin embargo, la materia de la corona se halla extendida por el espacio en

forma muy tenue, y a pesar de su alta temperatura, el contenido calorífico total es

muy reducido.

Los astrónomos suponen que en la infancia del sistema solar, la materia que lo

formaba consistía principalmente en polvillo de gases que giraban lentamente, y

fueron contrayéndose bajo su propio impulso gravitatorio.

A medida que la materia se tornaba compacta hacia el centro, la temperatura del

mismo se iba elevando. Éste es un fenómeno inevitable. La compresión del aire

mediante una bomba de mano lo calienta y el centro de la Tierra, comprimido por el

peso de todas las rocas y las demás materias de la superficie, se halla a una

temperatura de miles de grados.

La materia comprimida del Sol, mucho más maciza que la terrestre, elevó su

presión interna y su temperatura hasta unos límites insospechados.

Los átomos se movieron allí con más energía, hasta llegar a un punto en que las

colisiones fueron tan monstruosas que los electrones que ocupaban las órbitas

extemas de los átomos abandonaron su lugar dejando al descubierto los diminutos

núcleos en el centro de los átomos. Entonces, los materiales se unieron drásticamente,

y el Sol se encogió hasta alcanzar el tamaño actual.

Casi toda la materia del primitivo Sol era hidrógeno, y el núcleo del átomo de

hidrógeno es una partícula sola, increíblemente pequeña, llamada «protón», según ya

sabemos. En tanto se iba elevando la temperatura, estos protones, ya sin capa

protectora, fueron chocando cada vez con más ímpetu, hasta que empezaron a ejercer

una interacción que formó unos núcleos más complicados, con cuatro partículas: los

núcleos de helio.

Esta fusión del hidrógeno para formar helio liberó una gran cantidad de energía.

Se trata del mismo proceso que tiene lugar en la bomba de hidrógeno. En resumen: el

Sol se incendió para formar una hoguera nuclear y se transformó en una colosal

bomba de hidrógeno, gracias a cuya luz y calor vivimos. El Sol, al revés que las

bombas de hidrógeno terrestre, no estalla y se desvanece pocos instantes después de

la explosión, porque la gigantesca gravedad solar mantiene junta a su sustancia contra

toda la fuerza de la fusión nuclear.

Tampoco estamos sujetos a la peligrosa radiación de esta enorme bomba de

hidrógeno del cielo, porque la mayor parte del peligro queda enterrado muy adentro

del Sol. En su centro, donde tiene lugar la fusión nuclear, la temperatura es de unos

14.000.000° C, pero este calor increíble está contenido allí y sólo surge muy

lentamente a través de los centenares de miles de kilómetros de materia solar. La

superficie del Sol sólo está ligeramente caliente en comparación con el centro, y la

parte de radiación superviviente es absorbida por la atmósfera terrestre antes de llegar

a nosotros.

Probablemente habrán transcurrido unos cinco o seis mil millones de años desde

que el centro compacto del Sol se incendió en un fuego nuclear, mas en todo este

tiempo sólo una mínima porción de su inmenso contenido de hidrógeno se ha

fusionado en helio. Aun hoy día, muchísimo más de la mitad de la masa solar es de

hidrógeno, y posee bastante combustible nuclear para continuar ardiendo igual que

ahora al menos durante diez mil millones de años más.

Del Sol, hasta tiempos muy recientes, nos llegaba más materia de lo que la gente

supone. Porque no toda la materia arrojada «hacia arriba» desde su superficie vuelve

al Sol. Una parte de la misma (como las rociadas del mar llevadas a tierra por el

viento) deja el Sol y se propaga por el exterior en forma de filamentos muy finos.

Este material, en forma de protones y electrones cargados eléctricamente,

alimenta a la corona, que se extiende en torno al Sol, cada vez más ancha, hasta que

se pierde en las vastedades del espacio…, siendo constantemente renovado por la

nueva materia procedente del Sol. Esta materia, sumamente fina, siempre arrojada del

Sol, es el «viento solar», que incluso se nota en la Tierra, o sea, a una distancia de

150.000.000 de kilómetros del Sol.

La materia solar, cerca de la Tierra, es sumamente tenue, aunque bastante densa

para impedir que el espacio que nos rodea sea un vacío absoluto. La Tierra, dicho de

otro modo, es como un objeto que se mueve en una órbita dentro de la corona solar.

Las partículas cargadas del Sol son atraídas por los campos magnéticos de la

Tierra, que avanzan desde los polos magnéticos a las regiones polares y alcanzan su

mayor altitud en las regiones ecuatoriales.

Los electrones y los protones del Sol se unen en el campo magnético terrestre, y

forman una especie de círculo en forma de buñuelo en torno a la Tierra. Se trata del

Cinturón de Van Allen, que descubrió en 1958 el físico norteamericano James van

Allen.

Cerca de los polos magnéticos, las partículas cargadas eléctricamente se dirigen

hacia la atmósfera superior de la Tierra, donde sufren interacciones que crean la

esférica belleza de las auroras boreales y australes.

El viento solar no es constante. De vez en cuando, se torna más intenso, de forma

imprevisible. Esto sucede principalmente en las épocas de mayor actividad de las

manchas solares, hallándose especialmente asociado con los «destellos».

Ocasionalmente, la vecindad de una mancha solar puede tornarse mucho más

brillante durante una hora, y este destello descarga una enorme rociada de partículas

hacia el espacio.

Si esta rociada adopta la dirección de la Tierra, la nube de partículas invade

nuestra atmósfera superior en menos de un día. Entonces, las auroras boreales son

más resplandecientes, y se produce lo que se llama una «tormenta eléctrica».

Esta clase de tormentas puede afectar gravemente a la tecnología moderna. Las

comunicaciones por radio dependen del contenido de fragmentos de átomos cargados

eléctricamente, llamados iones, en la atmósfera superior, por lo que esta región se

llama «ionosfera». Estos iones pueden reflejar las ondas de radio. Sin embargo,

cuando las partículas cargadas eléctricamente invaden la ionosfera por enjambres,

esta acción reflejante se toma versátil. Los medios de comunicación a larga distancia

por medios electrónicos se descomponen en una serie de enjambres estáticos que

pueden persistir durante más de treinta horas.

Asimismo, el viento solar puede afectar más a la Tierra día a día, con efectos

intrínsecamente importantes. La lluvia no es sólo un efecto de la humedad del aire, ni

siquiera las nubes, según sabemos hoy día. Las gotas de lluvia tienen que formarse, y

esto no es sencillo. Usualmente se forman en torno a alguna partícula de polvo, del

tamaño, forma y propiedades químicas adecuados. Los modernos creadores de lluvia

tratan de suministrar este polvillo rociando los productos químicos más apropiados

hacia las nubes.

Los iones también forman núcleos naturales para las gotas de lluvia, por lo que la

probabilidad de que llueva se apoya en la riqueza de iones de la atmósfera superior.

En conjunto, los iones son más numerosos en los años de actividad de las manchas

solares, en que el viento solar es más intenso. Por tanto, las lluvias son más

abundantes en tales años.

Así, algunas mediciones han indicado que el nivel de agua del lago Erie es más

elevado durante la actividad máxima de las manchas solares. Los estudios de los

círculos de árboles del sudoeste de Estados Unidos demuestran, al parecer, que

aquéllos son más espesos (y la lluvia, por tanto, más copiosa) en ciclos de once años,

como el de las manchas del Sol.

Cuando meditamos hasta qué punto la vida de nuestro planeta depende de la

lluvia, podemos achacar casi todas sus variaciones a las manchas del Sol. Los

períodos carentes de lluvias pueden significar años de carestía en los alimentos y, por

consiguiente, años de inquietud política y de agresiones periódicas en el mundo

entero. No es extraño que algunos sabios hayan intentado formular ciclos de guerras

y depresiones, armonizándolos con el crecimiento y descenso de la frecuencia en las

manchas solares. Sin embargo, dicha frecuencia es muy irregular, y la conducta

humana es lo suficientemente complicada para tornar fútiles tales intentos.

Con la llegada de la era espacial, la conducta del Sol ha de ser fuente de grandes

preocupaciones para los astronautas. La atmósfera terrestre absorbe gran parte de la

radiación peligrosa para la vida, y fuera de la atmósfera el margen de seguridad es

mucho menor. Mientras los astronautas salgan sólo de la inmediata vecindad de la

Tierra por cortos períodos de tiempo, las paredes de la cápsula espacial (y, aún más

importante, el campo magnético de la Tierra) los protegerá, pero en períodos más

largos el peligro se agudiza.

Camino de la Luna, han de estar protegidos contra la intensa radiación del

Cinturón de Van Allen. Tal vez será posible evitarlo, pasando por entre las brechas

polares de tal Cinturón.

En el espacio abierto, los astronautas no pueden contar con ninguna seguridad, ni

siquiera bajo condiciones en que el nivel de radiación a su alrededor parezca ser

extraordinariamente bajo. Un súbito destello en la superficie del Sol podría propagar

partículas peligrosas en su dirección, que no podrían esquivarse en modo alguno.

Varios destellos han sido tan feroces que han enviado cantidades de la radiación más

enérgica que se conoce: rayos cósmicos.

Los mismos exploradores de la Luna, que no tiene atmósfera que proteja, hallarán que éste es uno de los mayores peligros contra los que tendrán que prevenirse: la conducta insospechada del viento solar y sus imprevistos ataques mortales.

Naturalmente, es prudente saber muchos más detalles con respecto al Sol. Un

descubrimiento importante que puede enseñarnos mucho se refiere a una diminuta

partícula llamada «neutrino». Las reacciones de fusión que tienen lugar en el centro

del Sol liberan tales partículas como reacción ordinaria.

La radiación normal tarda tanto en llegar a la superficie del Sol y sufre tantos

cambios en este proceso, que lo que vemos del mismo sólo nos proporciona datos con

respecto a la superficie del globo y nada sobre su interior, salvo lo que podemos

deducir indirectamente. Sin embargo, los neutrinos son tan minúsculos y tan

indiferentes a la materia ordinaria, que surgen del centro del Sol a la velocidad de la

luz sin verse afectados en absoluto por la restante materia solar. Llegan a nosotros

ocho minutos después de haberse formado, procedentes directamente del centro del

Sol.

Los científicos se hallan ahora inventando unos «telescopios de neutrinos», que

pueden consistir, por ejemplo, en grandes depósitos de ciertos productos químicos,

capaces de detener unos cuantos neutrinos surgidos del Sol. Por el número de los

detenidos y otras informaciones obtenidas gracias a ellos, será posible deducir la

temperatura y otras condiciones existentes, en el centro del Sol, con una certeza muy

superior a la actual.

Quedando expuesto a nuestro estudio el centro solar, gran parte de lo que hoy en

día es misterioso dejará de serlo. Las manchas solares, el viento solar, los destellos,

las prominencias, todo quedará registrado en detalle y, tal vez, por anticipado. Con

este nuevo conocimiento, podremos avanzar con mayor seguridad por las

profundidades espaciales, tal como la brújula guiaba antaño a los exploradores

europeos por los terribles peligros del océano ignoto.

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