El milagro central afirmado por el Cristianismo es la Encamación. La
afirmación es que Dios se hizo Hombre. Cada uno de los demás milagros son
una preparación para este, o lo señalan, o son su consecuencia. Exactamente igual
que cada acontecimiento natural es la manifestación del carácter total de la
Naturaleza en un determinado lugar y momento, así cada milagro concreto en el
Cristianismo manifiesta en un lugar y momento concretos el carácter y
significado de la Encarnación. No es cuestión en el Cristianismo de ir despejando
interferencias arbitrarias. No expresa una serie de golpes inconexos de la
Naturaleza, sino una serie medida de pasos hacia una invasión coherente
estratégicamente estudiada; invasión que pretende una conquista completa y una
«ocupación». La armonía y, por consiguiente, la credibilidad de cada milagro en
particular depende de su relación con el Gran Milagro; toda discusión de los
milagros separadamente de él es fútil.
Está claro que la armonía y la credibilidad del Gran Milagro en sí mismo no
pueden ser juzgadas por el mismo patrón. Admitamos de entrada que es muy
difícil encontrar un patrón por el cual pueda ser juzgado. Si el hecho ocurrió, fue
el acontecimiento central en la historia de nuestro planeta; precisamente el hecho
en tomo al cual gira toda la historia. Dado que ocurrió solo una vez, será, según
los principios de Hume, infinitamente improbable. Pero entonces resulta que la
historia entera de la humanidad también ha ocurrido solo una vez; ¿es por eso
increíble? De aquí la dificultad que pesa igualmente sobre cristianos y ateos para
estimar la probabilidad de la Encarnación. Es como preguntar si la existencia de
la Naturaleza misma es intrínsecamente probable. Esta es la razón de por qué es
más fácil argüir sobre bases históricas que la Encarnación de hecho ocurrió, que
mostrar sobre bases filosóficas la probabilidad del acontecimiento. Es muy grande
la dificultad histórica para ofrecer una explicación, por ejemplo, de la vida, la
doctrina y la influencia de Jesús que sea más admisible que la explicación
cristiana. La discrepancia entre la profundidad, la lucidez y (permítaseme añadir)
el ingenio de su enseñanza moral de una parte, y de otra la desenfrenada
megalomanía que tiene que palpitar debajo de su doctrina teológica, a menos que
efectivamente sea Dios, nunca ha sido satisfactoriamente superada. De aquí que
las hipótesis no cristianas se hayan sucedido unas a otras con incesante y
desconcertante exuberancia. Hoy día se nos invita a considerar todos los
elementos teológicos como excrecencias posteriores brotando de narraciones
sobre un «histórico» Jesús meramente humano; ayer se nos invitaba a creer que
todo el asunto arrancaba de mitos vegetales y religiones esotéricas y que el
Hombre pseudohistórico fue esquematizado en una fecha posterior. Pero esta
exposición histórica queda al margen del objetivo de mi libro.
Puesto que la Encarnación, si ocurrió de hecho, es el acontecimiento medular
que ocupa la posición central, y puesto que estamos suponiendo que todavía
ignoramos si de veras ocurrió en la realidad histórica, nos encontramos en unas
circunstancias que bien pueden ser iluminadas por la siguiente analogía.
Supongamos que poseemos partes de una novela o de una sinfonía. Alguien se
presenta ahora con un fragmento de manuscrito recién descubierto y dice: «Esta
es la parte que faltaba del trabajo. Este es el capítulo en el que se explica toda la
trama de la novela. Este es el tema fundamental de la sinfonía». Nuestro
cometido sería comprobar si efectivamente el nuevo fragmento, una vez admitido
como la parte central que el descubridor proclama, realmente ilumina todas las
partes que ya conocemos, las ensambla y les da unidad. No es probable que por
este procedimiento vayamos muy descaminados. El nuevo pasaje, si es espurio,
por muy atractivo que parezca a primera vista, será cada vez más difícil de
reconciliar con el resto de la obra a medida que más profundamente
consideremos el asunto. Pero si el fragmento es genuino, entonces cada nueva
audición de la música o cada nueva lectura del libro, nos hará descubrir más base
y más armonía, nos parecerá más natural y nos ofrecerá mayores significados en
toda clase de detalles del conjunto de la obra que hasta entonces nos habían
pasado inadvertidos. Aun cuando el nuevo capítulo central o el principal tema de
la sinfonía ofrezcan grandes dificultades en sí mismos, seguiremos con todo
considerándolos genuinos con tal de que continuamente resuelvan dificultades de
las otras partes. Algo semejante a esto debemos hacer con la doctrina de la
Encarnación. Aquí, en lugar de una sinfonía o de una novela, se nos presenta
todo el cúmulo de nuestro conocimiento. La credibilidad dependerá de la
extensión en que esta doctrina, una vez admitida, ilumina y reajusta todo el
conjunto. Esto es mucho más importante que el hecho de que la doctrina en sí
misma sea totalmente comprensible. Creemos que el sol está en el cielo al
mediodía, no porque podamos ver claramente el sol (de hecho, no podemos
verlo), sino porque podemos ver las demás cosas.
La primera dificultad que sale al encuentro de cualquier crítico de esta
doctrina brota del mismo centro de ella. ¿Qué puede significar la afirmación
«Dios hecho hombre»? ¿En qué sentido es concebible el Espíritu existente por sí
mismo, supremo Hacedor, compenetrado con un organismo natural humano
hasta formar con él una sola persona?
Este hecho sería una barrera fatal insuperable si no tuviéramos ya conocida
en cada ser humano una actividad más que natural (el acto de razonar) y, por
consiguiente, un agente más que natural que es de este modo unido con una
parte de la Naturaleza; tan unido que la criatura, pese a ser un compuesto (no
simple), se denomina a sí misma «Yo». Nada más lejos de mi intención que
suponer que lo que ocurrió cuando Dios se hizo hombre fue un paso más de este
proceso. En los hombres una criatura «sobrenatural» constituye, en unión con la
criatura natural, un ser humano. En Jesús mantenemos que el mismo Creador
Sobrenatural así lo hizo. No pienso que esfuerzo alguno que podamos hacer nos
capacita para imaginar el modo de ser de la conciencia del Dios encarnado. Este
es el punto en que la doctrina no es del todo comprensible. Pero la dificultad que
experimentamos en la mera idea del Sobrenatural descendiendo dentro de lo
Natural no es verdadera dificultad o, al menos, es superada en la persona de cada
hombre. Si no conociéramos por experiencia qué es ser animal racional, no
podríamos concebir, mucho menos imaginar, que tal cosa ocurriera de verdad:
No sospecharíamos cómo todos esos actos naturales, toda la bioquímica y la
atracción instintiva o la instintiva repulsión y la percepción sensorial, pueden ser
campo del pensamiento racional y de la voluntad moral que entienden las
relaciones necesarias y reconocen formas de comportamiento como
universalmente obligatorias. La discrepancia entre un movimiento de átomos en
la masa gris de un astrónomo y su comprensión de que tiene que haber planetas
no descubiertos detrás de Urano, es tan inmensa que la Encarnación del mismo
Dios es, en cierto sentido, ligeramente más desconcertante. Nosotros no
podemos concebir cómo el Espíritu Divino habita dentro del espíritu humano y
creado de Jesús; pero tampoco podemos concebir cómo el espíritu humano de
Jesús, o el de cualquier otro hombre, habita dentro de su organismo natural. Lo
que podemos entender, si la doctrina cristiana es verdad, es que nuestra misma
existencia compuesta no es la anómala participación que podría parecer que es,
sino una débil imagen de la misma Encarnación divina. —El mismo tema
musical en una clave mucho menor—.
Podemos entender que si Dios desciende de este modo dentro de un espíritu
humano y el espíritu humano desciende a su vez dentro de la Naturaleza y
nuestros pensamientos dentro de nuestros sentidos y pasiones, y si mentes adultas
(aunque solo las mejores de ellas) descienden hasta sintonizar con los niños, y los
hombres hasta sintonizar con los animales, entonces todas las cosas se enganchan
en su conjunto, y la realidad total, así la Natural como la Sobrenatural, en la que
vivimos, es más multiforme y sutilmente armoniosa de lo que habíamos
sospechado. Hemos conseguido así la visión de un nuevo principio que es la
clave: El poder de lo superior para descender, el poder de lo más grande para
incluir lo más pequeño. Así, los cuerpos sólidos significan muchas verdades de la
geometría plana; pero las figuras planas no pueden ejemplificar verdades de la
geometría del espacio; muchas afirmaciones sobre elementos inorgánicos son
verdad dichas de los organismos; pero no son verdad las afirmaciones sobre
organismos aplicadas a los minerales; Montaigne se hace gatuno con su gato,
pero a él su gato nunca le habló de filosofía. En todas partes lo grande entra
en lo pequeño; su poder para actuar así es casi como el test de su grandeza.
Según la explicación cristiana, Dios desciende para ascender. Él baja; baja
desde las alturas de su ser absoluto al tiempo y al espacio, baja a la humanidad;
baja más lejos todavía, si los embriólogos tienen razón, para verificar la
recapitulación hasta el viejo útero y a las fases de la vida prehumanas, baja hasta
las mismas raíces y al lecho oceánico de la Naturaleza que Él ha creado. Pero baja
a lo profundo para surgir de nuevo y levantar a todo el mundo arruinado hacia
arriba con Él. Se nos presenta como la figura de un gigante agachándose y
agachándose hasta introducirse debajo de una inmensa y complicada carga. Tiene
que agacharse para conseguir levantar, tiene casi que desaparecer bajo el peso
antes de enderezar increíblemente sus espaldas y marchar adelante con toda la
carga colgada de sus hombros. O se podría imaginar un buceador, primero
despojándose de todo hasta la desnudez, después como una centella en medio del
aire, después desapareciendo en una salpicadura hasta perderse en la profundidad
surcando por aguas verdes cálidas hasta las negras aguas frías, y bajar, aguantando
la presión en aumento, hasta las regiones muertas de fango, lodo y ruina;
después, arriba de nuevo de vuelta al color y a la luz, sus pulmones a punto de
estallar, hasta que de pronto rompe la superficie mientras aprieta en su mano
goteando el objeto precioso que bajó a recobrar. Él y el objeto se colorean de
nuevo ahora que han irrumpido en la luz; abajo en lo profundo donde el objeto
yacía incoloro en la oscuridad él había perdido también el color.
En este descenso y ascensión todos reconocemos un esquema familiar; algo
escrito en toda la creación. Es el esquema de toda la vida vegetal. Primero tiene
que empequeñecerse y hacerse una cosa dura, insignificante, similar a la muerte,
tiene que caer en tierra; de aquí la nueva vida reasciende. Es también el esquema
de toda generación animal. Se da un descenso de los organismos plenos y
perfectos hasta el espermatozoide y el óvulo, y en la oscuridad de un vientre surge
una vida al principio inferior en su género a la de la especie que va a ser
reproducida; después, la lenta ascensión hasta formar un embrión perfecto, hasta
brotar a la vida, hasta el recién nacido, finalmente hasta el adulto. Así ocurre
también en nuestra vida moral y emocional. Los primitivos, inocentes y
espontáneos deseos tienen que someterse al proceso mortificante del control y la
autonegación total; pero a partir de aquí surge la ascensión al carácter
plenamente formado, en el que la fuerza del principio original actúa en su
totalidad pero de un modo nuevo. Muerte y renacimiento —descenso y
ascensión— es un principio clave. A través de este cuello de botella, de este
empequeñecimiento, casi siempre se extiende el camino real.
Si se admite la doctrina de la Encarnación, este principio queda más
marcadamente en el centro y como eje. El esquema está ahí en la Naturaleza
porque estuvo primero en Dios. Todos los ejemplos aducidos resulta que no son
más que transposiciones del tema Divino puesto en tono menor. Y no me estoy
refiriendo ahora simplemente a la crucifixión y resurrección de Cristo. El
esquema total, del cual lo demás es solo la proyección, es la auténtica Muerte y
Renacimiento; porque ciertamente jamás cayó una semilla de árbol tan
maravilloso en un suelo tan oscuro y frío que pueda ofrecemos más que una
desdibujada analogía de ese gran descenso y ascensión por el cual Dios dragó el
salobre y fangoso fondo de la creación.
Desde este punto de vista, la enseñanza cristiana se encuentra tan pronto en
su casa en medio de las más profundas aprehensiones de la realidad que hemos
adquirido por otras fuentes, que la duda puede brotar en una nueva dirección:
¿No encaja todo demasiado bien? Tan bien, que puede haber penetrado en la
mente del hombre de la observación de este esquema en algún otro sitio,
especialmente en la anual muerte y resurrección del maíz. Porque, por supuesto,
ha habido muchas religiones en las que el drama anual (tan importante para la
vida de la tribu) era admitido como el tema central, y la divinidad —Adonis,
Osiris o cualquier otro— casi sin caracterizar eran una personificación del maíz,
un «Rey de maíz» que moría y volvía a resucitar cada año. ¿No será Cristo otro
Rey del maíz?
Esto nos aproxima a lo más extraño del Cristianismo. En un cierto sentido, la
idea que acabo de expresar es de hecho verdad. Desde una determinada óptica,
Cristo es «el mismo género de fenómeno» que Adonis u Osiris; siempre, por
supuesto, esgrimiendo el hecho de que aquellos personajes vivieron nadie sabe
dónde ni cuándo, mientras que Él fue ejecutado por un magistrado romano que
conocemos en un año que puede ser aproximadamente señalado. Y este es
precisamente el enigma:
Si el Cristianismo es una religión de esta especie, ¿por qué se menciona tan
poco la analogía de la semilla que cae en la tierra (solo dos veces, si no me
equivoco) en el Nuevo Testamento? Las religiones del maíz son populares y
respetables; si esto es lo que los primitivos maestros cristianos querían enseñar,
¿qué motivo pudieron tener para ocultar el hecho? La impresión que dan es la de
hombres que simplemente no conocen lo cerca que están de las religiones del
maíz; hombres a quienes se les escaparon las estupendas fuentes de imaginería
plástica y de asociaciones de ideas a las que ellos habrían tenido la oportunidad
de recurrir en cada momento. Si se respondiera que lo suprimieron porque eran
judíos, esto no hace más que proyectar el enigma en una nueva dirección. ¿Por
qué la única religión de un «Dios que muere» que ha subsistido hasta nuestros
días y ha alcanzado unas alturas de espiritualidad inigualables, se desarrolla
precisamente entre gentes para quienes, y para quienes casi exclusivamente, el
ciclo total de ideas pertenecientes al «Dios que muere» era totalmente extraño?
Yo, personalmente, leí por primera vez con seriedad el Nuevo Testamento
precisamente cuando era seguidor apasionado imaginativa y poéticamente de la
teoría de la muerte y renacimiento y buscaba con ansiedad ese rey-maíz. Me
sobrecogió y desconcertó la casi total ausencia de tales ideas en los documentos
cristianos. Hubo un momento que especialmente me impresionó: Un «Dios a
punto de morir» —el único Dios a punto de morir con fundamento histórico—
toma el pan —maíz— en sus manos y dice: «Esto es mi cuerpo». Ciertamente
aquí, aun cuando no apareciera en ningún otro lugar, y si no aquí, al menos en
los más primitivos comentarios de este pasaje y a través de todo el posterior
desarrollo devocional en todos los libros importantes, la verdad tendría que salir a
la superficie: la conexión entre el gesto de Jesús y el drama anual de las cosechas
tendría que surgir. Pero no hay ni rastro. Solo yo descubro esa conexión. No
existe signo de que lo descubrieran los discípulos ni siquiera el mismo Cristo. Se
diría que ni Él mismo descubre lo que ha hecho.
Los documentos, en efecto, muestran una Persona que «representa» el papel
de un Dios que muere, pero cuyos pensamientos y palabras permanecen
totalmente fuera del ámbito de los conceptos religiosos a los que pertenece la idea
del Dios que muere. El punto preciso de las religiones de la Naturaleza se
presenta como si realmente hubiera ocurrido una vez; pero el hecho de Jesús
ocurrió en un ámbito en el que no aparece ni traza de religión de la Naturaleza.
Es como si encontráramos una serpiente marina y descubriéramos que ella no
cree que existan serpientes marinas; o como si la historia probara la existencia de
un hombre que hubiera hecho todas las hazañas atribuidas a Lancelot, pero que
nunca hubiera oído nada de la caballería andante.
Se da, sin embargo, una hipótesis que, si se admite, hace todo simple y
coherente: Los cristianos no se limitan a afirmar que simplemente Dios fue
encamado en Jesús; ellos dicen que el único verdadero Dios es Aquel a quien
Jesús adora como Yahveh, y que es Él quien ha descendido. Ahora bien, el doble
carácter de Yahveh es este: de un lado, Él es el Dios de la Naturaleza, su alegre
Creador; es Él quien envía lluvia a los surcos hasta que los valles se levantan
repletos de maíz que ríen y cantan. Los árboles de los bosques se regocijan ante Él
y su voz hace que la gacela dé a luz a sus crías. Es el Dios del trigo, del vino y del
aceite. A este respecto, Él está constantemente haciendo todas las cosas que
realiza el Dios Naturaleza; Él es Baco, Venus, Ceres, todos apretados en uno. No
hay señal en el Judaísmo de la idea arraigada de muchas religiones pesimistas y
panteístas de que la Naturaleza es una especie de ilusión o desastre, que la finita
existencia es en sí misma un mal y que la solución consiste en el deshacerse de
todas las cosas en Dios. Comparado con tales concepciones antinaturales, Yahveh
casi podría ser confundido con un Dios-Naturaleza.
Por otra parte, Yahveh con toda claridad «no» es Dios-Naturaleza. No muere
y revive cada año como un verdadero Rey-maíz debe hacer. Él da vino y
fertilidad, pero no debe ser venerado con ritos bacanales o afrodisíacos. No es el
alma de la Naturaleza ni forma parte de ella en manera alguna. Él habita en la
eternidad; Él mora en la altura en el lugar santo; los cielos son su trono, no su
vehículo, la tierra es su escabel, no su vestidura; un día desmantelará a ambos y
hará un nuevo cielo y una nueva tierra. No puede ser identificado ni siquiera con
la «divina inspiración» en el hombre. Es Dios y no hombre; sus pensamientos no
son nuestros pensamientos; ante Él toda nuestra justicia es como harapos. Su
apariencia ante Ezequiel es presentada con imágenes no prestadas de la
Naturaleza, sino (y esto es un misterio poco considerado) de máquinas que los
hombres fabricarían muchos siglos después de la muerte de Ezequiel. El Profeta
vio algo sospechosamente semejante a una dinamo.
Yahveh no es ni el alma de la Naturaleza ni su enemigo. Ella no es ni su
cuerpo ni una emanación o un desprendimiento de su Ser. La Naturaleza es su
criatura. Él no es un Dios-Naturaleza, sino el Dios de la Naturaleza, su inventor,
su hacedor, su dueño, su dominador. Para cualquiera que lea este libro, esta
concepción le ha sido familiar desde la infancia; por eso pensamos fácilmente que
es la concepción más natural del mundo: «Si hemos de creer en Dios», nos
decimos, «¿en qué otra clase de Dios vamos a creer?». Pero la respuesta de la
historia es: «Casi en cualquier otra clase distinta». Confundimos nuestros
privilegios con nuestros instintos; igual que encontramos señoras que piensan
que sus maneras refinadas les son naturales; no se acuerdan de que fueron
educadas.
Ahora, si existe tal Dios y si desciende para levantarse de nuevo, entonces
podemos entender por qué Cristo es a la vez tan semejante al Rey-maíz, y tan
reticente sobre este punto. Él es semejante al Rey-maíz porque el Rey-maíz es su
retrato. La semejanza no es en absoluto irreal o accidental; porque el Rey-maíz es
derivado (a través de la imaginación humana) de los actos de la Naturaleza, y los
actos de la Naturaleza de su Creador; el esquema de muerte y resurrección está en
ella porque estuvo primero en Él. Por otra parte, los elementos de la religión de
la Naturaleza están extremadamente ausentes de la enseñanza de Jesús y de la
preparación judaica que conduce hasta Él, precisamente porque en la religión
judeocristiana se está manifestando el Original de la Naturaleza y detrás de la
Naturaleza misma. Donde el verdadero Dios está presente, la sombra de Dios no
aparece; está presente lo que las sombras indicaban. Los judíos a todo lo largo de
su historia tuvieron que ser constantemente apartados de la tentación de adorar a
los dioses de la Naturaleza; no porque los dioses de la Naturaleza fueran bajo
todos los aspectos distintos del Dios de la Naturaleza, sino porque, en el mejor de
los casos, ellos eran solo semejantes; y era el destino de esta nación el ser apartada
de la semejanza para llegar a la realidad misma.
Al mencionar a esta nación, se dirige nuestra atención a una de esas facetas de
la doctrina cristiana que resultan repelentes a la mente moderna. Para ser
totalmente franco, no nos agrada la idea del «pueblo escogido». Demócratas por
nacimiento y educación, preferimos pensar que todas las naciones y los
individuos parten del mismo nivel en la búsqueda de Dios o, incluso, que todas
las religiones son igualmente verdaderas. Hay que admitir desde el comienzo que
el Cristianismo no hace concesión alguna a este punto de vista. No se nos habla
de una búsqueda humana de Dios en absoluto, sino de algo que hace Dios por,
para y acerca de, el Hombre. Y la manera como se hace es selectiva,
antidemocrática hasta el grado sumo. Después que el conocimiento de Dios
había sido universalmente perdido u oscurecido, un hombre de toda la tierra
(Abraham) es elegido. Él es separado (de modo bastante doloroso, podemos
suponer) de su natural entorno, enviado a un país extraño y constituido patriarca
de una nación que debe mantener el conocimiento del Dios verdadero. Dentro
de esa nación hay una selección ulterior: unos mueren en el desierto, otros se
quedan atrás en Babilonia. Todavía hay más selección. El proceso evoluciona
estrechándose y se agudiza al fin en un pequeño punto brillante como la punta
de una lanza. Hay una joven israelita en oración. Toda la humanidad (en lo que
afecta a su redención) se ha estrechado hasta este extremo.
Tal proceso es muy distinto de lo que piden los modernos sentimientos; pero
es increíblemente semejante al modo de actuar de la Naturaleza. Selección, y con
ella (hemos de admitirlo) inmenso desperdicio, es su sistema. En el inmenso
espacio una parte muy pequeña es ocupada por materia. De todas las estrellas,
quizá muy pocas, quizá solo una, tiene planetas. De todos los planetas en nuestro
sistema solar, probablemente solo uno contiene vida orgánica. En la transmisión
de la vida orgánica, semillas sin cuento y espermatozoides son emitidos; pocos de
ellos son seleccionados para el honor de la fertilidad. Entre todas las especies, solo
una es racional. Dentro de esta especie, solo unos pocos obtienen el privilegio de
la belleza, la fuerza y la inteligencia.
Al llegar a este punto, nos acercamos peligrosamente al famoso argumento de
la Analogy de Butler. Y digo «peligrosamente» porque el argumento de este libro
está muy cerca de admitir parodiándolo en la forma: «Tú dices que el
comportamiento atribuido al Dios cristiano es a la vez malo y tonto; pero no es
menos probable que sea verdad esta afirmación desde este otro ángulo en virtud
del cual yo puedo mostrar que la Naturaleza, que Él creó, se comporta
igualmente mal». A lo cual el ateo responderá —y cuanto más cerca esté de
Cristo en su corazón, más ciertamente responderá así—: «Si existe un Dios
semejante yo lo desprecio y lo desafío». Pero yo no estoy diciendo que la
Naturaleza, tal como la conocemos ahora, sea buena; a este punto volveremos en
un momento. Ni tampoco estoy diciendo que un Dios, cuyas acciones no fueran
mejores que las de la Naturaleza, deba ser un objeto adecuado de adoración para
un hombre honrado. El punto es un poco más agudo que esto. Esta selectiva o
antidemocrática cualidad en la Naturaleza, al menos en el grado que afecta a la
vida humana, no es buena ni mala. Según el espíritu saque partido o fracase en su
intento de esta situación de la Naturaleza, surgirá el bien o el mal. Esta situación
permite de un lado la brutal competición, la arrogancia y la envidia; pero
permite, por otra parte, la modestia y (uno de los más grandes placeres) la
admiración. Un mundo en el cual yo fuera «realmente» (y no meramente por
razón de una útil ficción legal) «tan bueno como cualquier otro», en el cual yo
nunca pudiera mirar a nadie más sabio, más inteligente, más valiente o más culto
que yo, sería insufrible. Los mismos «fans» de las estrellas de cine o de los héroes
del deporte lo entienden mejor como para desear una cosa así. Lo que hace la
doctrina cristiana no es establecer a nivel divino una crueldad y un desperdicio
que acaba de desagradarnos en el orden natural, sino mostramos en la acción de
Dios que no actúa ni cruelmente ni con derroches inútiles, el mismo principio
que también se da en la Naturaleza, aunque aquí abajo este principio unas veces
se mueve en una dirección y otras veces en otra. Ilumina la escena natural
sugiriendo que este principio, que a primera vista parece sin sentido, puede sin
embargo derivarse de otro principio que es bueno y recto, y puede por supuesto
ser una copia de él, aunque depravada y empañada, la forma patológica que
habría de tomar una Naturaleza deteriorada.
Porque cuando miramos a este principio de selectividad que los cristianos
atribuyen a Dios, no encontramos en él nada de ese «favoritismo» que teníamos.
El pueblo «elegido» es elegido no por él mismo (ciertamente no para su honor o
su placer), sino para bien de los no elegidos. A Abraham se le dice que «en su
semilla» (la nación elegida) «serán bendecidas todas las naciones». Esta nación es
elegida para acarrear una pesada carga. Sus sufrimientos son grandes; pero, como
Isaías reconoce, sus sufrimientos curan a otros. En la Mujer elegida como culmen
se descarga la más espantosa profundidad de la angustia maternal. Su Hijo, el
Dios encarnado, es el «varón de dolores»; el único Hombre al que desciende la
Divinidad, el único hombre que puede ser legítimamente adorado, es
preeminente en el sufrimiento.
Pero podía preguntarse: ¿Arregla esto mucho el asunto? ¿No es esto también
injusticia solo que a la inversa? Donde en una primera vista acusábamos a Dios
de favoritismo indebido con su «elegido», ahora sentimos la tentación de acusarlo
de indebido agravio. (El intento de evitar a la vez las dos acusaciones es mejor
que lo descartemos). Y ciertamente acabamos de llegar a un principio de
profundas raíces en el Cristianismo; el cual bien podría designarse como
principio de «Vicariedad». El Hombre justo sufre por el pecador, y cada uno en
su grado, todos los hombres buenos por todos los hombres malos. Y la
Vicariedad —no menos que la muerte y la resurrección o la Selección— es
también característica de la Naturaleza. La autosuficiencia, viviendo de los
propios recursos, es algo imposible en sus dominios. Cada cosa está en deuda con
cualquier otra cosa, sacrificada a cualquier otra cosa, dependiente de cualquier
otra cosa. Y aquí también debemos reconocer que el principio en sí mismo no es
ni bueno ni malo; las abejas y las flores viven unas de otras de un modo más
placentero. El parásito vive en su «huésped»; y así también el niño antes de nacer
en su madre. En la vida social, sin Vicariedad no habría ni explotación ni
opresión; pero tampoco delicadeza ni gratitud. Es una fuente tanto de amor
como de odio, de amargura como de felicidad. Cuando hayamos entendido esto,
no pensaremos más que los depravados ejemplos de Vicariedad en la Naturaleza
nos impiden suponer que el principio en sí mismo es de origen divino.
Al llegar a este punto, puede ser oportuno lanzar una mirada hacia atrás para
comprobar cómo la doctrina de la Encarnación está ya actuando sobre el resto de
nuestros conocimientos. Hasta ahora hemos visto su conexión con cuatro
principios: La naturaleza compuesta del hombre, el esquema de descenso y
ascensión, la Selección y la Vicariedad. El primero se puede designar como un
hecho en torno a la frontera entre Naturaleza y Sobrenatural; los otros tres son
características de la misma Naturaleza. Ahora bien, la mayoría de las religiones,
cuando se enfrentan cara a cara con los hechos de la Naturaleza, una de dos, o
simplemente los reafirman, les dan (exactamente tal como se presentan) un
prestigio trascendente o, por el contrario, simplemente los niegan y nos
prometen una liberación de tales hechos y de la Naturaleza en su totalidad. Las
religiones de la Naturaleza siguen la primera línea; santifican la agricultura y, por
supuesto, toda nuestra vida biológica. Así nos emborrachamos realmente en la
adoración de Dionisos y nos unimos a mujeres reales en el templo de la diosa de
la fertilidad. En el culto a la fuerza vital, que es el género de religión de la
Naturaleza moderna y occidental, tomamos la dirección existente hacia el
«desarrollo» o la creciente complejidad de la vida orgánica social e industrial y
hacemos de ella un dios. Las religiones en contra de la Naturaleza o pesimistas
que son más civilizadas y sensatas, como el Budismo o el alto Hinduismo, nos
dicen que la Naturaleza es mala y engañosa, que hay que encontrar la escapatoria
a su incesante cambio, a esa hoguera de luchas y deseos. Ninguna de las dos
tendencias establece los hechos de la Naturaleza bajo una nueva luz. Las
religiones de la Naturaleza simplemente refuerzan la visión de la Naturaleza que
nosotros adoptamos espontáneamente en los momentos de salud exuberante y de
alegre brutalidad; las religiones en contra de la Naturaleza hacen igual desde la
óptica que adoptamos en los momentos de compasión, fastidio o pereza. La
postura cristiana no hace ninguna de estas dos cosas. Si alguien se aproxima al
Cristianismo con la idea de que, porque Yahveh es Dios de fertilidad, nuestra
lascivia va a ser autorizada o que la Selección y Vicariedad del método de Dios
nos va a excusar de imitar (como los héroes y superhombres o los parásitos
sociales) los grados inferiores de Selección y Vicariedad de la Naturaleza, se
sentirá aturdido y repelido por la inflexible y continua exigencia cristiana de
castidad, humildad, misericordia y justicia. Por otra parte, si nos acercamos al
Cristianismo considerando la muerte precedente a cada resurrección, o el hecho
de la desigualdad, o nuestra dependencia de los demás y su dependencia de
nosotros, como meras necesidades odiosas de un mundo perverso, y con la
esperanza de ser transformados en una transparente y luminosa espiritualidad
donde todas estas realidades desaparezcan y se esfumen, quedaremos igualmente
decepcionados. Habremos de comprender que, en un cierto sentido, y a pesar de
enormes diferencias, todo es lo mismo a lo largo del camino hacia arriba; que la
desigualdad jerárquica, la necesidad de rendimiento de sí mismo, de sacrificio
voluntario del propio ser en bien de otros y la aceptación agradecida y amorosa
(pero no avergonzada) del sacrificio de los demás para bien mío, se mantienen
como en oscilación en los dominios de más allá de la Naturaleza. Por supuesto,
que es solo el amor el que realiza la diferencia: Estos mismísimos principios, que
son malos en el mundo del egoísmo y de la obligación, son buenos en el mundo
del amor y de la comprensión. De este modo, a medida que aceptamos esta
doctrina del mundo superior, hacemos nuevos descubrimientos acerca del
mundo inferior. Es desde esta colina desde donde por primera vez entendemos el
paisaje de este valle. Aquí encontramos por fin (como no podemos encontrarlo ni
en las religiones de la Naturaleza, ni en las religiones en contra de la Naturaleza)
la verdadera iluminación. La Naturaleza ha sido ensalzada por una luz
proveniente de más allá de la Naturaleza. Alguien nos está hablando que conoce
más de ella de lo que puede ser conocido desde dentro de ella.
A través de toda esta doctrina se da, por supuesto, la implicación de que la
Naturaleza está infectada de mal. Estos grandes principios claves que existen
como modos del bien en la Vida Divina, adoptan en su operación no solamente
una forma imperfecta (como en cierto modo deberíamos esperar), sino incluso
formas que nos han llevado a describirlas como mórbidas y depravadas. Y esta
depravación no puede ser totalmente arrancada sin una drástica nueva creación
de la Naturaleza. La completa virtud humana podría desvanecer de la vida
humana los males que ahora brotan de la Vicariedad y Selección y conservar solo
el bien; pero el desperdicio y el dolor de la Naturaleza no humana
permanecerían, y continuarían, por supuesto, infectando la vida humana en
forma de enfermedad. El destino, en cambio, que el Cristianismo promete al
hombre, incluye claramente la «redención» o «remodelación» de la Naturaleza
que no pueden detenerse en el hombre ni incluso en este planeta. Se nos dice que
«la creación entera» se encuentra en sufrimiento y que el renacer del hombre será
la señal para el renacimiento de la Naturaleza. Esto levanta varios problemas,
cuya discusión sitúa la total doctrina de la Encarnación ante una luz más clara.
En primer lugar, nos preguntamos cómo la Naturaleza, creada por un Dios
bueno, puede llegar a encontrarse en tal situación. Por esta pregunta, podemos
indicar dos cosas: ¿Cómo llega a ser imperfecta como para dejar espacio «para
mejorar»? (como los maestros dicen de sus alumnos), o también: ¿Cómo se
encuentra en estado de positiva depravación? A la primera cuestión pienso que la
respuesta cristiana sería que Dios creó a la Naturaleza desde el principio de tal
manera que adquiriera la perfección por un proceso a lo largo del tiempo. Dios
hizo en el principio la tierra informe y vacía y la empujó gradualmente a su
perfección. En esto, como en otras ocasiones, vemos el esquema familiar:
Descenso desde Dios hasta la tierra informe y reascensión desde lo informe hasta
lo terminado. En este sentido, un cierto grado de «evolucionismo» o
«desarrollacionismo» es inherente al Cristianismo. Hasta aquí lo relativo a la
imperfección de la Naturaleza. Su positiva depravación exige una explicación
muy diferente. De acuerdo con la enseñanza cristiana, todo se debe al pecado; el
pecado tanto del hombre como de unos poderosos seres no humanos,
sobrenaturales pero creados. La impopularidad de esta doctrina surge del
ampliamente extendido Naturalismo de nuestra época; es decir, la creencia de
que nada existe fuera de la Naturaleza, y de que, si algo existiera, la Naturaleza
estaría protegida de ello como por una línea Maginot. La actitud alérgica contra
esta doctrina desaparece en cuanto su error es corregido. Desde luego las
mórbidas pesquisas acerca de tales seres, que llevó a nuestros antepasados hasta
una pseudociencia tal como la Demonología, deben ser severamente descartadas.
Nuestra actitud debería ser la del ciudadano sensato en tiempo de guerra que cree
que hay espías enemigos en la retaguardia, pero que no da crédito a casi ningún
cuento concreto de espías. Debemos limitarnos a la afirmación general de la
existencia de seres en una diferente Naturaleza superior, parcialmente
interrelacionada con la nuestra, que han caído, como el hombre, y han
interferido dentro de nuestras fronteras. Esta doctrina, además de aparecer
positiva para el bien en la vida espiritual de cada hombre, nos ayuda a
protegernos de concepciones superficialmente optimistas o pesimistas sobre
nuestra Naturaleza. Calificar esta doctrina de «buena» o «mala» es filosofía de
niños. Nos encontramos en un mundo de placeres arrebatadores, enloquecedoras
bellezas y posibilidades apasionantes, pero todo eso es constantemente destruido,
todo se queda en nada. La Naturaleza tiene todo el aspecto de algo bueno echado
a perder.
Ambos pecados, el de los hombres y el de los ángeles, fueron posibles por el
hecho de que Dios les otorgó voluntad libre. Así, cediendo una parte de su
omnipotencia (de nuevo encontramos esta quasi muerte o movimiento de
descenso), Dios vio que desde un mundo de criaturas libres, aunque cayeran, Él
podía elaborar (y esta es la reascensión) una felicidad más profunda y un
esplendor más pleno que el que admitiría cualquier mundo de autómatas.
Otra cuestión que surge es esta: Si la redención del hombre es el comienzo de
la redención de la Naturaleza en su conjunto, ¿debemos de aquí concluir, después
de todo, que el hombre es la cosa más importante de la Naturaleza? Si a esta
pregunta hubiera de responder «Sí», no me sentiría por ello incómodo.
Suponiendo que el hombre sea el único animal racional en el universo, entonces
(como hemos demostrado) su pequeña estatura y las exiguas dimensiones del
planeta en que habita no haría ridículo el considerarlo como el héroe del drama
cósmico. Después de todo, Jack es el personaje más pequeño en Jack, el
matagigantes. Ni pienso que sea improbable en absoluto que, de hecho, el
hombre sea la única criatura racional en esta Naturaleza espacio-temporal. Esta es
precisamente la clase de preeminencia solitaria —exactamente la desproporción
entre la pintura y el marco— que todo lo que conozco sobre la Selección de la
Naturaleza me llevaría a presuponer. Pero no necesito aferrarme a esta opinión.
Supongamos que el hombre constituye solo una entre miríadas de especies
racionales, y supongamos que esa especie humana es la única que ha caído.
Precisamente porque el hombre ha caído, Dios realiza por él el mayor portento;
igual que en la parábola, el buen pastor va a buscar solamente a la oveja que se
perdió. Admitamos que la preeminencia o soledad del hombre no es de
superioridad, sino de miseria y de mal; entonces con más motivo será la especie
humana precisamente sobre la que descenderá la Misericordia. Por este hijo
pródigo, el ternero cebado, o para ser más exacto, el Cordero eterno, será
sacrificado. Pero una vez que el Hijo de Dios, arrastrado hasta nosotros no por
nuestros merecimientos, sino por nuestros desmerecimientos, ha penetrado en la
naturaleza humana, entonces nuestra especie (no importa lo que antes haya sido)
se convierte en cierto sentido en el hecho central de toda la Naturaleza; nuestra
especie, al levantarse después de un largo descenso, arrastra hacia arriba a toda la
Naturaleza junto consigo, porque en nuestra especie el Señor de la Naturaleza ha
sido incluido. Y todo forma una pieza compacta con lo que conocemos y con lo
que desconocemos: Si noventa y nueve razas de justos, habitantes de los distantes
planetas que circulan en torno a distantes soles, no necesitan Redención por ellos
mismos, son sin embargo remodeladas y glorificadas por la gloria que ha
descendido hasta nuestra raza. Porque Dios no se está limitando a enmendar ni a
restaurar un statu quo. La humanidad redimida está llamada a ser algo más
glorioso que la humanidad no caída hubiera sido, más glorioso que cualquiera
otra raza no caída (si es que en el momento presente el cielo en la noche oculta
alguna así). Cuanto mayor es el pecado, mayor es la misericordia, y cuanto más
profunda la muerte, más brillante la resurrección. Y esta gloria sobreañadida,
dentro de la verdadera vicariedad, exalta a todas las criaturas, y aquellos que
nunca cayeron bendecirán la caída de Adán.
Escribo hasta ahora en el supuesto de que la Encamación fue ocasionada
solamente por la caída. Otra visión ha sido mantenida a veces por los cristianos.
Según esta, el descenso de Dios a la Naturaleza no fue en sí mismo ocasionado
por el pecado. Hubiera tenido lugar como glorificación y perfección si no
hubiera sido requerida como Redención. Sus circunstancias concomitantes
habrían sido muy diferentes; la humildad divina no hubiera sido humillación, los
sufrimientos, la hiel y el vinagre, la corona de espinas y la cruz hubieran estado
ausentes. Si aceptamos esta opinión, entonces claramente la Encamación, cuando
quiera y donde quiera hubiera ocurrido, siempre habría sido el renacer de la
Naturaleza. El hecho de que haya acontecido en la especie humana convocada
allí por esta tremenda encamación de miseria y abyección, que el Amor se ha
hecho a sí mismo incapaz de soportar, no la priva de su universal significado.
Esta doctrina de una redención universal expandiéndose hacia fuera a partir
de la redención del hombre, por muy mitológica que pueda parecer a las mentes
modernas, es en realidad mucho más filosófica que cualquier otra teoría que
mantenga que Dios, después de haber entrado en la Naturaleza, la abandonara
después, y la abandonara substancialmente incambiada, o que la glorificación de
una criatura podría haber sido realizada sin la glorificación de todo el sistema.
Dios nunca deshace nada que no sea el mal y nunca hace el bien para deshacerlo
después. La unión entre Dios y la Naturaleza en la Persona de Cristo no admite
divorcio. Él no va a «marcharse fuera» de la Naturaleza de nuevo y ella debe ser
glorificada de todas las formas que esta milagrosa unión exige. Cuando llega la
primavera no deja rincón de la tierra sin tocar, aún la piedra arrojada en el
estanque envía círculos a los márgenes. La pregunta que debemos hacer sobre la
posición «central» del hombre en este drama está realmente en el nivel de la
pregunta de los discípulos: ¿Quién de ellos era el mayor? Es el tipo de preguntas
que Dios no responde. Si desde el punto de vista del hombre la remodelación de
la Naturaleza no humana e incluso inanimada puede aparecer como un mero
subproducto de su propia redención, entonces de igual modo, desde un remoto
punto de vista no humano, la redención del hombre puede parecer meramente el
paso preliminar hacia esa más ampliamente difundida primavera, y la misma
permisión de la caída del hombre se puede considerar en función de ese fin más
grandioso. Ambas actitudes son correctas si consienten en prescindir de las
palabras «mero» y «meramente». Nada es «meramente» un subproducto de otra
cosa. Todos los resultados son pretendidos desde el principio. Lo que queda
sometido desde un punto de vista es la principal intencionalidad desde otro.
Ninguna cosa y ningún acontecimiento es lo primero o lo más alto en un sentido
que le impida ser a la vez lo último y lo ínfimo. El estar alto o ser central significa
estar abdicando continuamente; estar bajo significa ser levantado; todos los
grandes maestros son sirvientes; Dios lavó los pies de los hombres. Los conceptos
que ordinariamente aducimos a la consideración de estos asuntos son
miserablemente políticos y prosaicos. Pensamos en la igualdad plana y repetitiva
o en los privilegios arbitrarios como las dos exclusivas alternativas, y así se nos
escapan todos los tonos superiores, los contrapuntos, la vibrante sensibilidad, la
interanimación de la realidad.
Por este motivo, no creo en absoluto probable que haya habido (como Alice
Meynell sugiere en su interesante poema) muchas encarnaciones para redimir a
muchas diferentes especies de criaturas. Un cierto sentido del «estilo» del idioma
divino rechaza esta suposición. La imagen de producción masiva y de largas colas
de espera proviene de un nivel de pensamiento que está aquí fuera de lugar y es
inadecuado. Si otras criaturas, distintas del hombre, han pecado, debemos pensar
que han sido redimidas; pero la Encarnación de Dios hecho Hombre será un acto
único en el drama de la redención total, y las otras especies habrán presenciado
completamente actos diferentes, cada uno igualmente único, igualmente
necesario y necesario de modo diferente en función del conjunto total del
proceso, y cada uno explicablemente considerado, desde un determinado punto
de vista, como «la gran escena» del espectáculo. Para los que viven en el acto II, el
acto III aparece como un epílogo; para los que viven en el acto III, el acto II
aparece como un prólogo. Y unos y otros tiene razón que añaden la palabra fatal
«meramente», o también los que intentan evitarla mediante la torpe suposición
de que los dos actos son el mismo.
A estas alturas habría ya que advertir que la doctrina cristiana, si se acepta,
incluye una visión particular de la muerte. La mente humana espontáneamente
adopta una de dos actitudes ante la muerte. Una es la elevada visión, que alcanza
su mayor intensidad entre los estoicos, que la muerte no importa, que es «una
delicada indicación de la naturaleza» para que nos retiremos, y que hemos de
afrontarla con indiferencia. La otra es la visión «natural», implícita en casi todas
las conversaciones privadas sobre la materia y en gran parte del pensamiento
moderno sobre la supervivencia de las especies humanas: que la muerte es el
mayor de todos los males. Hobbes es quizá el único filósofo que ha erigido un
sistema sobre esta base. La primera idea simplemente niega, la segunda
simplemente afirma nuestro instinto de conservación. Ninguna de las dos arroja
la menor luz sobre la Naturaleza ni sobre el contenido del Cristianismo. La
doctrina cristiana es más sutil: De una parte, la muerte es el triunfo de Satanás, el
castigo de la caída y el último de los enemigos. Cristo lloró junto a la tumba de
Lázaro y sudó sangre en Getsemaní; la Vida de las vidas que existía en Él detestó
el horror de esta pena no menos que nosotros, sino más. Por otra parte, solo
aquel que pierda su vida la salvará. Somos bautizados en la muerte de Cristo y es
el remedio de la caída. La muerte es, en efecto, lo que algunos modernos
llamarían «ambivalente». Es la gran arma de Satanás y también la gran arma de
Dios; es santa y no santa; aquello que Cristo vino a conquistar y los medios por
los cuales lo conquistó.
Penetrar este misterio en su totalidad está, por supuesto, muy lejos de
nuestras posibilidades. Si el esquema de descenso y ascensión es (como parece no
improbablemente) la mismísima fórmula de la realidad, entonces en el misterio
de la muerte palpita escondido el misterio de los misterios. Pero es necesario
decir una cosa para situar al gran Milagro en su auténtica luz. No se requiere
discutir la muerte en el nivel más alto de todos: La muerte mística del Cordero
«antes de la constitución del mundo» queda por encima de la muerte en su nivel
ínfimo: La muerte de los organismos que no son más que organismos y no tienen
personalidad, tampoco nos concierne. De ellos podemos con todo derecho decir
lo que mentes excesivamente espiritualistas querrían que dijéramos de la muerte
humana: «eso no importa». Pero en cambio la desconcertante doctrina cristiana
sobre la muerte humana no puede ser preterida.
La muerte humana, según los cristianos, es el resultado del pecado humano;
el hombre, como fue creado originalmente, era inmune de muerte; el hombre
después de redimido y convocado a una nueva vida (que en algún sentido
indefinido será una vida corporal) en medio de una Naturaleza más orgánica y
más completamente obediente, será inmune de muerte de nuevo. Desde luego,
será toda ella un sinsentido si el hombre no es más que un organismo natural.
Pero si fuera así, entonces, según hemos visto, todos los pensamientos serían
igualmente sin sentido, porque todos tendrían causas irracionales. El hombre,
por tanto, tiene que ser un ser compuesto, un organismo natural penetrado por,
o en estado de «simbiosis» con, un espíritu sobrenatural. La doctrina cristiana,
por muy desconcertante que pueda parecer a quienes no han purificado
completamente sus mentes de naturalismo, establece que las relaciones que ahora
observamos entre el espíritu y los organismos son anormales o patológicas. En el
presente, el espíritu puede mantener sus posiciones contra los incesantes ataques
de la Naturaleza (ataques fisiológicos y psicológicos) a costa de una constante
vigilancia, y siempre al final es derrotado por la Naturaleza fisiológica. Antes o
después, el espíritu se hace incapaz de resistir el proceso de desintegración
desencadenado en el cuerpo y el resultado es la muerte. Un poco después, el
organismo natural (porque no se regocija mucho tiempo de su triunfo) es, de un
modo semejante, conquistado por la Naturaleza meramente física y se convierte
en inorgánico. Pero desde la visión cristiana eso no es siempre así. Por una vez, el
espíritu no fue como una guarnición militar que mantiene su posición con
dificultad en medio de una Naturaleza hostil, sino que se encontró plenamente
«en su casa» con su organismo como un rey en su propio país o como un jinete
en su propio caballo o, todavía mejor, como la parte humana de un centauro se
encontraba en plena armonía con su parte equina. Donde el poder del espíritu
sobre el organismo fuera completo y sin resistencia, la muerte no tendría lugar
jamás. Sin duda que el permanente triunfo del espíritu sobre las fuerzas naturales
que, dejado a su propia dinámica, mataría al organismo, implicaría un milagro
ininterrumpido; pero no mayor milagro que el que ocurre constantemente,
porque cuando pensamos racionalmente estamos, por un poder espiritual directo,
forzando ciertos átomos en nuestro cerebro y ciertas tendencias psicológicas en
nuestra alma natural para realizar lo que nunca hubiera efectuado de haber
dejado sola a la Naturaleza. La doctrina cristiana sería demasiado fantástica solo
en el caso de que la presente situación fronteriza entre el espíritu y la Naturaleza
en cada ser humano fuera tan inteligible y explicable por sí misma que bastara el
limitarnos a «ver» que esta fuera la única situación que en cualquier caso tendría
que haber existido. Pero ¿es así?
En realidad, la situación fronteriza es tan extraña que nada más que la
costumbre puede hacer que parezca natural, y nada más que la doctrina cristiana
puede hacerla plenamente inteligible. Estamos ciertamente en estado de guerra;
pero no una guerra de mutua destrucción: la Naturaleza, al dominar al espíritu,
rompe todas las actividades espirituales; el espíritu dominando a la Naturaleza
confirma y enriquece las actividades naturales. El cerebro no se hace menos
cerebro al ser usado para el pensamiento racional. Las emociones no se debilitan
ni se fatigan por ser organizadas en servicio de una voluntad moral, al contrario,
se hacen más ricas y más fuertes como la barba se fortalece al ser afeitada o el río
se hace más profundo al construir presas. En igualdad de condiciones, el cuerpo
de un hombre razonable y que practica las virtudes es un cuerpo mejor que el del
insensato o depravado, y más agudos sus placeres sensuales simplemente como
placeres sensuales; porque los esclavos de los sentidos después del primer bocado,
son condenados al hambre por sus mismos dueños. Todo se desarrolla como si lo
que nosotros observamos no fuera una guerra, sino una rebelión; esta rebelión de
lo inferior contra lo superior por la cual lo inferior destruye a lo superior y a sí
mismo. Y si la presente situación es de rebelión, entonces la razón no puede
rechazar, sino más bien postular la creencia de que hubo un tiempo antes de que
la rebelión estallara, y puede haber un tiempo después que la rebelión haya sido
dominada. Y si por este camino encontramos fundamentos para creer que el
espíritu sobrenatural y el organismo natural en el hombre se han enfrentado
conflictivamente, lo veremos confirmado inmediatamente desde dos posiciones
totalmente inesperadas.
Casi toda la teología cristiana podría quizá ser deducida de dos hechos: a)
Que los hombres hagan bromas groseras, b) Que sientan que los muertos no son
gratos. Las bromas groseras prueban que hay en nosotros un animal que
encuentra su propia animalidad o rechazable o graciosa. A menos que haya
habido un enfrentamiento entre el espíritu y el organismo, no entiendo cómo
esto se puede dar; esto es la prueba manifiesta de que los dos no se encuentran
juntos a gusto. Pero es muy difícil considerar como original tal estado de cosas:
Imaginar una criatura que ya en su primer instante por un lado padeció un
trauma, por otro lado padeció cosquillas ante el mero hecho de ser la criatura que
es. No percibo que los perros encuentren nada divertido el hecho de ser perros;
sospecho que los ángeles no encuentran divertido el hecho de ser ángeles.
Nuestro sentimiento acerca de los muertos es igualmente extraño. Es ocioso decir
que nos desagradan los cadáveres porque nos atemorizan los espíritus. Se podría
decir con igual razón que nos aterrorizan los espíritus porque nos desagradan los
cadáveres, porque los espíritus deben mucho de su horror a la asociación de ideas
de palidez, corrupción, féretros, sudarios y gusanos. En realidad, detestamos la
separación que hace posible la aparición tanto del cadáver como de los espíritus.
Porque el compuesto no debería ser dividido, cada una de las mitades en que se
convierte por la división es detestable. Las explicaciones que da el naturalismo,
tanto de la vergüenza en lo relativo al cuerpo como de nuestros sentimientos
acerca de los muertos, no son satisfactorias. Nos remite a tabúes primitivos y
supersticiones, como si estos no fueran obviamente consecuencias de lo que
queremos explicar. Pero, en cambio, una vez aceptada la doctrina cristiana de que
el hombre fue originariamente una unidad y que la división actual es antinatural,
todos los fenómenos encajan en su sitio. Sería fantástico sugerir que la doctrina
fue concebida para explicar nuestro regocijo leyendo un capítulo de Rabelais, una
buena narración de fantasmas o los Cuentos de Edgar Allan Poe.
Debería quizá indicar que mis argumentos no son en absoluto afectados por
el juicio de valor que hagamos sobre las narraciones de espíritus o el humor
grosero. Podemos sostener que ambos son malos. Como podemos pensar que son
consecuencia de la caída del pecado (como los trajes en la caída de la hoja) y que,
sin embargo, son la manera adecuada de comportarse ante la caída, una vez que
esta ha ocurrido; hasta que el hombre remodelado y perfecto no deje de
experimentar para siempre esta especie de risa o esta especie de estremecimiento,
el no sentir aquí y ahora el horror o no descubrir el chiste es ser menos que
humano. Pero, de una u otra manera, los hechos sirven de testigos de nuestro
presente desajuste.
Y nada más sobre el sentido en que la muerte humana es resultado del pecado
y triunfo de Satanás. Pero esto es también el medio de la redención del pecado, la
medicina de Dios para el hombre y su arma contra Satanás. En términos
generales, no es difícil entender cómo la misma cosa puede ser un golpe maestro
de uno de los combatientes y, al mismo tiempo, el medio precisamente por el
cual venza el combatiente superior. Todo buen general, todo buen jugador de
ajedrez, escoge precisamente el punto fuerte del plan de su oponente y hace de él
la palanca eficaz para su propio plan. Cómeme la torre si te empeñas. No era mi
intención que lo hicieras; de hecho, yo pensé que tendrías mayor visión de la
jugada. Pero cómela de todos modos, a partir de aquí yo muevo así… y así… y es
mate en tres jugadas. Algo parecido debemos suponer que ha ocurrido con
respecto a la muerte. No se diga que tales metáforas son demasiado simplistas
para ilustrar materias tan elevadas; las metáforas tomadas del mundo de la
mecánica y de los minerales, que pasan inadvertidas en nuestra época, dominan
por completo nuestras mentes (sin ser reconocidas en absoluto como metáforas)
en el momento en que descuidamos nuestra vigilancia, y son incomparablemente
menos adecuadas.
Y se puede ver cómo esto puede ocurrir. El enemigo persuade al hombre a
que se rebele contra Dios; el hombre, al hacerlo así, pierde su poder de control
sobre la rebelión que el enemigo levanta ahora en el organismo del hombre
(rebelión psíquica y física) contra su espíritu, igualmente que el organismo, a su
vez, pierde poder para mantenerse contra la rebelión de lo inorgánico. De esta
manera, Satanás provoca la muerte humana. Pero cuando Dios creó al hombre,
le dio tal constitución que, si su parte superior se rebelaba contra Él, esto le
llevaría a perder control sobre las partes inferiores; es decir, a la larga, padecer la
muerte. Esta dinámica puede considerarse igualmente como sentencia primitiva
(«El día que comas de este fruto morirás») y también como misericordia y como
instrumento de defensa. Es castigo porque la muerte —esa muerte de la cual
Marta dice a Cristo: «Pero, Señor…, ya huele»— es horror e ignominia. («No
siento tanto temor a la muerte cuanto vergüenza de ella», dijo sir Thomas
Browne). Es misericordia porque, por una voluntaria y humilde sumisión a ella,
el hombre deshace su acto de rebeldía y realiza, incluso con este depravado y
monstruoso modo de morir, un ejemplo de aquella muerte elevada y mística que
es eternamente santa y elemento necesario de la más alta de las vidas. «La
disposición es todo», no, por supuesto, la solo heroica disposición, sino la de
humildad y autorrenuncia. Nuestro enemigo, así bienvenido, se hace nuestro
esclavo; el monstruo de la muerte corporal se convierte en una bendita muerte
espiritual del propio ser si el espíritu así lo quiere, o mejor, si le permite al
Espíritu de Dios que muere libremente quererlo así en él. Es instrumento de
defensa porque, una vez que el hombre ha caído, la inmortalidad natural sería
lógicamente para él el único destino desesperadamente inalcanzable. Añádase a
esta desesperanza el sometimiento que el hombre se ve obligado a hacer de sí
mismo a la muerte; así, el hombre hubiera quedado libre (si a esto se le puede
llamar libertad) solo para remachar, cada vez más fuertemente en torno a sí
mismo a través de interminables generaciones, las cadenas de su propia soberbia y
sensualidad, y la pesadilla de civilizaciones que fueran engrosando esas cadenas
con poder y complicación siempre crecientes; de este modo, el hombre hubiera
pasado de ser meramente un hombre caído a convertirse en un ser perverso,
seguramente incapacitado para cualquier género de redención. Este peligro se
evitó. La sentencia de que aquellos que comieran del fruto prohibido serían
separados del Árbol de la Vida, estaba implícita en la naturaleza compuesta en la
cual el hombre fue creado. Pero para convertir esta pena de muerte en el medio
para la vida eterna —para añadir a su función negativa y preventiva una función
positiva y salvadora— fue en adelante necesario el que la muerte tuviera que ser
«aceptada». La humanidad tiene que abrazar la muerte libremente, someterse a
ella con humildad total, bebería hasta las heces, y así convertirla en la muerte
mística que es el secreto de la vida. Pero solo un Hombre que no necesitara en
absoluto ser hombre, a no ser que Él lo decidiera, solo el que sirviera en nuestro
triste regimiento como voluntario y, sin embargo, también el único que fuera
perfectamente Hombre, pudo consumar esta perfecta muerte; y así (no tiene
importancia el modo como lo expresemos), o derrota a la muerte o la redime.
Gustó la muerte en beneficio de todos los demás. Él es el «Mortal» representante
del universo; y por esta misma razón, la Resurrección y la Vida. O viceversa,
porque Él vive verdaderamente, verdaderamente muere, porque este es el
verdadero esquema de la realidad. Porque el superior puede descender al inferior.
Aquel que por toda la eternidad se ha estado sumergiendo en la bendita muerte
del propio sometimiento al Padre, puede también más plenamente a la horrible
(para nosotros) muerte involuntaria del cuerpo. Porque la Vicariedad es el
auténtico idioma de la realidad que Él ha creado, su muerte puede hacerse
nuestra.
El Milagro total, lejos de negar lo que nosotros ya conocemos de la realidad,
escribe el comentario que hace lúcido este intrincado texto; o mejor, demuestra
que él es el texto del cual la Naturaleza es solo el comentario. En la ciencia hemos
estado solamente leyendo las notas al poema; el poema mismo lo encontramos en
el Cristianismo.
Con esto puede acabar nuestro esbozo sobre el Gran Milagro. Su credibilidad
no se basa en evidencias. Pesimismo, Optimismo, Panteísmo, Materialismo,
todos tienen su evidente atractivo. Cada uno es confirmado a primera vista por
multitud de hechos; después, cada uno de ellos encuentra obstáculos
insuperables. La doctrina de la Encamación actúa en nuestras mentes de modo
completamente diferente: Excava por debajo de la superficie, se abre paso a través
del conjunto de nuestros conocimientos por canales inesperados, armoniza mejor
con nuestras más profundas aprehensiones y nuestros pensamientos segundos, y
en unión con ellos mina nuestras opiniones superficiales. Tiene muy poco que
decirle al hombro que todavía está cierto de que todo camina hacia la perdición,
o que todo va a mejor, o que todo es Dios, o que todo es electricidad. La hora
llega en que todos estos credos de saldo total comienzan a decepcionarnos. El que
el acontecimiento ocurriera de verdad es una cuestión histórica. Pero cuando nos
volvemos a la historia no le exigimos esa clase y grado de evidencia que con todo
derecho postularíamos para aquello que es intrínsecamente improbable; solo la
clase y el grado de evidencia que pedimos para algo que, si se acepta, ilumina y
ordena todos los otros fenómenos, explica ambas cosas, nuestra risa y nuestra
lógica, nuestro temor de los muertos y nuestro conocimiento de que de alguna
manera es bueno morir y que, de un golpe, cubre lo que multitud de teorías
separadas difícilmente cubrirían si esta se rechaza.
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