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Foto del escritorAmenhotep VII

El Ego - Francisco López-Seivane



¿Quién soy yo? Esta simple pregunta encierra el fundamento de toda pesquisa

filosófica. Es la premisa sin cuyo desentrañamiento ningún conocimiento puede ser

completo. Yo canto, yo bailo, yo salto, yo pienso, yo siento, yo ignoro…, pero ¿quién

es este yo que nos limita, diferencia, confía, circunscribe, individualiza e identifica?

La simpleza cartesiana del pienso, luego existo no nos aclara absolutamente nada.

La ciencia ha tratado de describir el ego geográfico o yo corporal en términos de

sensaciones nerviosas procedentes del lóbulo parietal derecho, relacionadas con las

regiones profundas del tálamo y el diencéfalo. Roger Godel, que ha estudiado

largamente nuestra representación corporal, hace una definición hiperbólica de la

conciencia individual, reduciéndola a «una excrecencia mórbida del conjunto de

engramas somáticos que gobierna despóticamente todos los acontecimientos de los

que el ser humano es protagonista». En otras palabras, además de no saber nada sobre

la conciencia, los neurólogos están convencidos de que los centros nerviosos

relacionados con el tacto ejercen un poder soberano sobre ella.

Parece como si el ego viviera asomado a los ojos del individuo y sólo fuera capaz

de percibir todo lo que le es ajeno. Los ojos no pueden verse a sí mismos. Así, los

hombres llevamos una larga existencia contemplando el paisaje desde la ventana del

yo, estudiando, escudriñando, analizando cada árbol, cada accidente, cada cambio

climatológico, pero desconociendo por completo los recovecos de nuestra propia

casa, de nuestro propio ser.

¿Y si el ego no existiera? ¿Y si todo fuera una falsa percepción, una mera

referencia? Los sabios del antiguo oriente que aseguraban haber experimentado esa

fantástica transformación de la conciencia individual en conciencia cósmica

coincidían en afirmar que «el ego se debe a una errónea identificación del sí mismo,

que no es sino el reflejo de la conciencia universal en cada uno de nosotros, con el

cuerpo físico». Esta tesis sostiene que la ignorancia —¿el pecado original?— hace

que el hombre se identifique con sus atributos temporales —el cuerpo, el hombre, la

personalidad, la función— y olvide su esencia inmanente.

Ese principio de autoarrogancia sería responsable de maya, la ilusión que vivimos

como realidad y que nos lleva a pensar que somos lo que representamos en cada

momento de nuestra vida: cristiano, judío, español, arquitecto, camarero, profesor,

sacerdote, padre, hermano, homosexual, negro…, y el largo etcétera de etiquetas

superpuestas que constituyen la idea que tenemos de nosotros mismos. Tal condición,

sin embargo, es pasajera e impermanente; es un evento, una circunstancia, un punto

de paso, nada.

Para empeorar la cuestión, el ego tiene un carácter expansivo que quiere abarcar

no sólo el yo, sino también lo mío, y así surge otra misteriosa fuerza que da cohesión

a las células sociales: la pareja, la familia, el clan, el pueblo, la mancomunidad, la

nación, el partido, la secta, la religión…, con lo que los conflictos personales de unos

egos con otros se transforman prontamente en enfrentamientos colectivos entre

grupos.

En el proceso de la evolución parece básica la unidad que integra, organiza,

cohesiona y da sentido global a las partes. En los procesos biológicos vemos que la

célula, por ejemplo, está al servicio del órgano; y éste, al servicio del cuerpo. Son

unidades que funcionan autónomamente al servicio de una causa mayor. No es así en

el caso humano, donde esa unidad —el ego— que integra y organiza los procesos

biológicos, psíquicos y sociales de cada individuo, vive mucho más preocupada de sí

misma que del desarrollo, crecimiento y evolución de esa otra unidad superior —la

humanidad— de la que forma parte.

No hay nada inconexo en el universo. Todas las formas se integran en sistemas

superiores, desde el aparente caos de las partículas microscópicas que, sin embargo,

acatan la disciplina del átomo, hasta el asombroso orden de las inmensas galaxias.

Podría decirse que sólo hay una conciencia que todo lo invade, del mismo modo que

sólo hay un sol que se refleja en la infinidad de estanques, charcos y espejos por oda

la faz de la tierra. El mismo ser, la misma vida, la misma inteligencia parece brillar

desigualmente por doquier, según sea la superficie que lo refleja. La ignorancia

consistiría en identificarse con el reflejo del charco. La sabiduría, en comprender la

unidad última de todas las cosas. Lo que llamamos evolución quizá no sea más que el

tránsito de un nivel de conciencia a otro.

Así como la célula fecundada se divide multiplicándose para acabar, en una

inexplicable paradoja, formando una unidad, las sucesivas diferenciaciones que

multiplican las formas de la creación acaban integrándose en sistemas mayores que, a

su vez, se integran en otros, y en otros, hasta conformar una inconmensurable unidad

cósmica que aloja en su seno el tiempo, el espacio y la mente individual. El ego

diferenciador es algo tan transitorio como las gotas de agua que salpican las olas.

Durante un breve instante tienen características propias: forma, tamaño, peso… pero

enseguida se funden y confunden en su esencia, que es el océano.

El ego es generador de deseos. El esfuerzo por satisfacerlos es el motor de la

peripecia humana. Sin nuestros afanes egoístas, sin la fuerza motriz de luchar por esa

pequeña satisfacción que producen los deseos colmados, la humanidad no sería más

que un sueño utópico. La ignorancia, como se ve, no es más que una forma de

sabiduría que hace del ego un instrumento imprescindible en nuestro estado de

evolución. En la identificación con el cuerpo y con la personalidad se esconden nada

menos que el instinto de supervivencia, el ansia de felicidad y, en suma, todos los

secretos mecanismos que hacen de la vida un lugar abierto a la esperanza. Pero

conviene distinguir muy bien entre el ego, ese concepto inaprensible, gaseoso,

transparente, acaso sólo un ectoplasma o un celofán inexistente, que tiene, sin

embargo, en nuestras vidas la presencia y solidez de una roca, y el egoísmo, esa otra

actitud primaria e insolidaria que empuja al hombre a buscar sólo la ventaja personal

en detrimento del bien común. Lo primero puede ser una malformación congénita,

pero lo segundo es una preocupante y grave enfermedad degenerativa de la sociedad.


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