París, 23 de octubre
Permitidme, ante todo, explicaros mi situación. He cantado el mal como lo han hecho Mickiewickz, Byron, Milton, Southey, A. de Musset, Baudelaire, etc. Naturalmente, he exagerado un poco el diapasón, para crear algo nuevo en el sentido de esa literatura sublime que canta a la desesperación sólo para oprimir al lector y hacerle desear el bien como remedio. Así, pues, siempre es el bien, en suma, lo que se canta, sólo en virtud de un método más filosófico y menos ingenuo que la antigua escuela, de la que Víctor Hugo y algunos otros son los únicos representantes aún vivos. Vended, no os lo impido: ¿qué debo hacer para ello? Poned vuestras condiciones. Lo que yo quisiera es que la crítica sea confiada a los principales articulistas de los días lunes. Sólo ellos juzgarán en primera y última instancia el comienzo de una publicación que, evidentemente, no verá su fin sino más adelante, cuando yo haya visto el mío. De modo, pues, que la moraleja no ha sido escrita. Sin embargo, ya hay en cada página un inmenso dolor. El mal ¿es eso?
Por cierto que no. Os quedaría agradecido, porque si la crítica elogiara la obra, yo podría, en las ediciones siguientes, cortar algunas partes demasiado fuertes. Así, pues, lo que ante todo quiero es ser juzgado por la crítica; una vez conocido, el resto marchará solo.
Vuestro afectísimo
I. Ducasse,
Calle Faubourg-Moiitniartre 32
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