Hace dos mil quinientos años que la prédica de un príncipe menor del Nepal ha
influido en incontables generaciones del Oriente; no se ha hecho culpable de una
guerra y ha enseñado a los hombres la serenidad y la tolerancia. Citemos algunos
textos de los libros canónicos:
«El odio no puede nunca detener el odio; sólo el amor puede detener el odio; esta ley
es antigua».
«Si en la batalla un hombre venciera a mil hombres, y si otro se venciera a sí mismo,
el mayor vencedor sería el segundo».
«No hay fuego comparable a la pasión; no hay mal comparable al odio; no hay dolor
como el de esta vida carnal; no hay dicha superior a la paz».
«En este mundo producen felicidad la bondad del corazón, la moderación para con
todos los seres. En este mundo producen felicidad la ausencia de pasiones y la
superación de los deseos. Pero la destrucción del egoísmo es en verdad la felicidad
suprema».
«La felicidad es de aquel que tiene nada, que ha dominado la doctrina y ha alcanzado
la sabiduría. Mira cómo sufre el que tiene algo. El hombre está encadenado al
hombre».
«Las penas, lamentaciones y sufrimientos de múltiples formas que existen en este
mundo se producen a causa de algo querido. Por esto, son felices y están libres de
dolor aquellos que no tienen en este mundo nada querido. Si aspiras al estado libre de
dolor y de pasión, no tengas nada querido en ningún lugar de este mundo».
«Los dioses no pueden alcanzar con la mirada a aquel hombre en cuyo interior no
existe cólera, que está más allá de cualquier forma de existencia o de inexistencia,
cuyos temores han cesado, feliz y libre de pena».
Cierta vez que el Buddha se encontraba en un bosque, murió el único hijo de un
devoto laico. Al amanecer, los deudos se acercaron con las ropas y el pelo aún
húmedos del baño ritual. El Buddha les preguntó por qué venían así, y el padre dijo:
«Señor, ha muerto mi único hijo, un niño agradable y muy querido». El Buddha
respondió: «Los dioses y la mayoría de los hombres, atados por el goce de lo que
tiene apariencia agradable, presas del sufrimiento y de la vejez, caen en poder del
Rey de la Muerte; pero aquellos que, de día y de noche, alertas y vigilantes, dejan de
lado lo que tiene apariencia agradable, arrancan por completo la raíz del sufrimiento,
el señuelo de la muerte, tan difícil de superar».
Un insensato oyó que el Buddha predicaba que debemos devolver el bien por el mal y
fue y lo insultó. El Buddha guardó silencio. Cuando el otro acabó de insultarlo, le
preguntó: «Hijo mío, si un hombre rechazara un regalo, ¿de quién sería el regalo?».
El otro respondió: «De quien quiso ofrecerlo». «Hijo mío», replicó el Buddha, «me
has insultado, pero yo rechazo tu insulto y este queda contigo. ¿No será acaso un
manantial de desventura para ti?». El insensato se alejó avergonzado, pero volvió
para refugiarse en el Buddha.
Sona, discípulo de Buddha, se cansó de los rigores del ascetismo y resolvió volver a
una vida de placeres. El Buddha le dijo:
«¿No fuiste alguna vez diestro en el arte del laúd?».
«Sí, Señor», dijo Sona.
«Si las cuerdas están demasiado tensas, ¿dará el laúd el tono justo?».
«No, Señor».
«Si están demasiado flojas, ¿dará el laúd el tono justo?».
«No, Señor».
«Si no están demasiado tensas ni demasiado flojas, ¿estarán prontas para ser
tocadas?».
«Así es, Señor».
«De igual modo, Sona, las fuerzas del alma demasiado tensas caen en el exceso, y
demasiado flojas, en la molicie. Así pues, oh Sona, haz que tu espíritu sea un laúd
bien templado».
Un río separaba dos reinos; los agricultores lo utilizaban para regar sus campos, pero
un año sobrevino una sequía y el agua no alcanzó para todos. Primero se pelearon a
golpes y luego los reyes enviaron ejércitos para proteger a sus súbditos. La guerra era
inminente; el Buddha se encaminó a la frontera donde acampaban ambos ejércitos.
«Decidme», dijo, dirigiéndose a los reyes: «¿qué vale más, el agua del río o la
sangre de vuestros pueblos?».
«No hay duda», contestaron los reyes, «la sangre de estos hombres vale más que
el agua del río».
«¡Oh, reyes insensatos», dijo el Buddha, «derramar lo más precioso por obtener
aquello que vale mucho menos! Si emprendéis esta batalla, derramaréis la sangre de
vuestra gente y no habréis aumentado el caudal del río en una sola gota».
Los reyes, avergonzados, resolvieron ponerse de acuerdo de manera pacífica y
repartir el agua. Poco después llegaron las lluvias y hubo riego para todos.
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