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Foto del escritorAmenhotep VII

El arte de ser feliz - Arthur Schopenhauer


EUDEMONOLOGÍA


La sabiduría de la vida como doctrina bien podría ser sinónima de la eudemónica.

Debería enseñar a vivir lo más felizmente posible y, en concreto, resolver esta

tarea aún bajo dos restricciones: a saber, sin una mentalidad estoica y sin tener un aire

de maquiavelismo. La primera, el camino de la renuncia y austeridad no es adecuado,

porque la ciencia está calculada para el hombre normal y éste está demasiado cargado

de voluntad (vulgo sensualidad) como para querer buscar la felicidad por este

camino: la última, el maquiavelismo, es decir, la máxima de alcanzar la felicidad a

costa de la felicidad de todos los demás, no es adecuada porque en el hombre

corriente no se puede presuponer la inteligencia necesaria para ello.

El ámbito de la eudemonía se situaría, por tanto, entre el del estoicismo y el del

maquiavelismo, considerando ambos extremos como caminos aunque más breves a la

finalidad, pero sin embargo vedados a ella. Enseña cómo se puede ser lo más feliz

posible sin mayores renuncias ni necesidad de vencerse a sí mismo y sin estimar a los

otros directamente como simples medios para los propios fines.

A la cabeza estaría la frase de que una felicidad positiva y perfecta es imposible; y

que sólo se puede esperar un estado comparativamente menos doloroso. Sin embargo,

haber comprendido esto puede contribuir mucho a que seamos partícipes del

bienestar que la vida admite. Además, que incluso los medios para ello sólo están

muy parcialmente en nuestro poder: τὰ μὲν ἐφ’ἡμῖν [lo que está en nuestro poder].

A continuación se dividiría en dos partes:


1. Reglas para nuestra conducta hacia nosotros mismos.

2. Para nuestra conducta hacia otras personas.


Antes de hacer esta división en dos partes, aún habría que definir con mayor precisión

la finalidad, o sea considerar en qué consistiría la felicidad humana designada como

posible y qué sería esencial para ella.

En primer lugar: alegría del ánimo, εὐκολία, temperamento feliz. Éste determina

la capacidad para el sufrimiento y la alegría.


Lo más próximo a él, la salud del cuerpo, que está en una precisa relación con

aquél, para el que es la condición casi inevitable.

Tercero, tranquilidad del espíritu. Πολλῷ τὸ φρονεῖν εὐδαιμονίας πρῶτον ὑπάρχει

[«Ser cuerdo es la parte principal de la felicidad», Sófocles, Antígona, 1347-48)]. ’Eν

τῷ φρονεῖν γὰρ μηδὲν ἥδιστος βίος [«La vida más grata está en la inconsciencia»,

Sófocles, Áyax, 550 (554)].

Cuarto, bienes externos: en una medida muy reducida. La división establecida por

Epicuro en:

1. bienes naturales y necesarios,

2. naturales y no necesarios,

3. ni naturales ni necesarios.


En las dos partes arriba indicadas sólo se debería enseñar cómo se alcanza todo esto:

(Lo mejor lo hace la naturaleza en todas partes: pero en aquello que depende de

nosotros). Esto se haría por medio del establecimiento de reglas para la vida: pero

éstas no deberían sucederse pêle mêle, sino puestas bajo rúbricas, de las que cada

una tendría a su vez sus subdivisiones. Esto es difícil y no conozco ningún trabajo

previo al respecto. Por eso, lo mejor es apuntar las reglas de esta clase primero tal

como se nos ocurran y rubricarlas después y subordinarlas unas a otras.

Como ensayo:


REGLA NÚMERO UNO


<Todos hemos nacido en Arcadia, es decir, entramos en el mundo llenos de

aspiraciones a la felicidad y al goce y conservamos la insensata esperanza de

realizarlas, hasta que el destino nos atrapa rudamente y nos muestra que nada es

nuestro, sino que todo es suyo, puesto que no sólo tiene un derecho indiscutible sobre

todas nuestras posesiones, sino además sobre los brazos y las piernas, los ojos y las

orejas, hasta sobre la nariz en medio de la cara. Luego viene la experiencia y nos

enseña que la felicidad y el goce son puras quimeras que nos muestran una ilusión en

las lejanías, mientras que el sufrimiento y el dolor son reales, que se manifiestan a sí

mismos inmediatamente sin necesitar la ilusión y la esperanza. Si esta enseñanza trae

frutos, entonces cesamos de buscar felicidad y goce y sólo procuramos escapar en lo

posible al dolor y al sufrimiento. Oὑ τὸ ἡδύ, ἀλλὰ τὸ ἄλυπον διώκει ὁ φρόνιμος [«El

prudente no aspira al placer, sino a la ausencia de dolor», Aristóteles, Ética a

Nicómaco, VII, 11, 1125b 15]. Reconocemos que lo mejor que se puede encontrar en

el mundo es un presente indoloro, tranquilo y soportable: si lo alcanzamos, sabemos

apreciarlo y nos guardamos mucho de estropearlo con un anhelo incesante de alegrías

imaginarias o con angustiadas preocupaciones cara a un futuro siempre incierto que,

por mucho que luchemos, no deja de estar en manos del destino.>

Acerca de ello:

¿por qué habría de ser necio procurar en todo momento que se disfrute en lo posible

del presente como lo único seguro, puesto que toda la vida no es más que un trozo

algo más largo del presente y como tal totalmente pasajera?


REGLA NÚMERO 2


Evitar la envidia: numquam felix eris, dum te torquebit felicior [«Nunca serás feliz si

te atormenta que algún otro es más feliz que tú», Séneca, De ira, III, 30, 3]. Cum

cogitaveris quot te antecedant, respice quot sequantur [«Cuando piensas cuántos se

te adelantan, ten en cuenta cuántos te siguen», Séneca, Epistulae ad Lucilium

<No hay nada más implacable y cruel que la envidia: y sin embargo, ¡nos

esforzamos incesante y principalmente en suscitar envidia!>


REGLA NÚMERO 3


Al lado del carácter inteligible y del empírico, hay que mencionar otro que es

diferente de estos dos, el carácter adquirido, al que sólo se consigue en la vida a

través del ejercicio en el mundo, y del que se habla cuando se elogia a alguien como

hombre con carácter o cuando se critica a alguien por su falta de carácter. Se podría

pensar que el carácter empírico, en tanto manifestación del inteligible, por ser

invariable y, como todo fenómeno natural, consecuente en sí mismo, también en el

ser humano debería mostrarse siempre igual a sí mismo y consecuente, y que no sería

necesario que se adquiera artificialmente un carácter por medio de la experiencia y la

reflexión. Pero no es así, y aunque siempre somos la misma persona, no siempre nos

comprendemos a nosotros mismos en todo momento, sino que nos equivocamos con

respecto a nosotros mismos hasta que hemos alcanzado en cierto grado el verdadero

conocimiento de nosotros mismos. Siendo un mero impulso natural, el carácter

empírico es en sí mismo irracional; es más, sus manifestaciones encima las perturba

la razón, y lo hace tanto más cuanto mayor sea la sensatez y fuerza de pensamiento

que posea una persona. Porque éstas siempre le muestran lo que le corresponde al ser

humano en general en tanto carácter de toda la especie y lo que son las posibilidades

de éste a partir de su volición y sus esfuerzos. Debido a este hecho le resulta más

difícil comprender lo que él mismo, conforme a su individualidad, quiere y puede

dentro de todo el conjunto de posibilidades. Dentro de sí mismo encuentra las

predisposiciones para los más diversos esfuerzos y aspiraciones; pero sin experiencia

no llega a ver con claridad el grado en que los mismos se encuentran en su

individualidad; y aunque se decidiera sólo por las tendencias que son adecuadas a su

carácter, no deja de sentir, especialmente en determinados momentos y estados de

ánimos, el estímulo para otras totalmente opuestas e irreconciliables con aquéllas, a

las que habrá que reprimir del todo si quiere dedicarse a las primeras sin sentirse

perturbado. Porque así como nuestro camino físico sobre la Tierra siempre es tan sólo

una línea y no una superficie, si queremos asir y poseer una cosa, debemos dejar a

diestra y siniestra incontables otras cosas y renunciar a ellas. Cuando no podemos

decidirnos a hacerlo, sino que nos sentimos tentados de asir con las manos todo lo

que nos apetece al pasar por delante, como los niños en las ferias; entonces se trata de

la tendencia errónea de querer extender la línea de nuestra vida a una superficie, pues

caminamos en zigzag, deambulamos sin rumbo como fuegos fatuos y no alcanzamos

propósito alguno. O, para usar otra parábola, según la doctrina del derecho de

Hobbes, en un origen todos tienen derecho a todas las cosas pero a ninguna en

exclusividad, pero cada uno puede, sin embargo, obtener un derecho exclusivo a

cosas singulares cuando renuncia a su derecho a todas las demás cosas, al tiempo que

los otros hacen lo mismo con respecto a lo que cada uno ha elegido como suyo;

justamente así ocurre en la vida, donde sólo podemos alcanzar con seriedad y fortuna

un único propósito, trátese del placer, del honor, la riqueza, la ciencia, el arte o la

virtud, si abandonamos todas las exigencias que le son ajenas, si renunciamos a todo

lo demás. Por eso el mero querer, y también poder, por sí mismos aún no bastan, sino

que un hombre también debe saber lo que quiere, y debe saber lo que puede hacer.

Sólo así dará pruebas de su carácter, y sólo entonces puede realizar algo con logro.

Antes de haber llegado a ese extremo, con indiferencia de las consecuencias naturales

de su carácter empírico, de hecho no tiene carácter y aunque en conjunto debe ser fiel

a sí mismo y recorrer su camino, es arrastrado por su demonio.

Así, no seguirá una trayectoria perfectamente recta, sino una línea temblorosa y desigual, vacilará, se desviará, volverá atrás, se causará a sí mismo arrepentimientos y dolor. Todo esto le pasa porque en las cosas grandes y pequeñas tiene ante los ojos todo cuanto es

posible y alcanzable al ser humano, pero sin saber cuál de todas esas opciones es para

él la única apropiada y realizable e incluso la única que puede disfrutar. Por eso

envidiará a más de uno por su situación y circunstancias, cuando éstas sólo son

apropiadas para el carácter de esos otros y no para el suyo, y en las que se sentiría

infeliz y ni siquiera las soportaría. Pues tal como el pez sólo se siente bien en el agua,

el pájaro en el aire y el topo debajo de la tierra, así todo ser humano sólo se siente

bien en el ambiente que le es apropiado; por ejemplo, el aire de la corte no es

respirable para cualquiera. Por carecer de la comprensión suficiente de todo ello,

algunos fracasarán en diversos intentos, en ciertos aspectos forzarán su carácter

propio sin poder dejar de serle fiel en conjunto; y lo que alcanzan así con muchos

esfuerzos contra su naturaleza no les dará placer alguno; lo que aprenden de este

modo permanecerá inerte, e incluso desde el punto de vista ético, una acción

demasiado noble para su carácter, surgida no de un impulso puro e inmediato, sino a

partir de un concepto o dogma, perderá todo su mérito también a sus propios ojos por

el arrepentimiento egoísta que sentirá después. Velle non discitur [«El querer no se

puede aprender», Séneca, Epistulae ad Lucilium, 81, 14]. Sólo la experiencia nos

enseña cuán inquebrantable es el carácter ajeno, y antes de aprenderlo creemos

puerilmente que nuestros argumentos razonables, nuestros ruegos y súplicas, nuestro

ejemplo y nuestra generosidad pueden llevar a alguien a abandonar su manera de ser,

cambiar su forma de actuar, distanciarse de su modo de pensar o incluso ampliar sus

capacidades; y lo mismo nos ocurre con nosotros mismos. Debemos aprender a partir

de la experiencia qué es lo que queremos y de qué somos capaces. Anteriormente no

lo sabemos, carecemos de carácter y a menudo debemos sufrir duros golpes que,

desde fuera, nos fuerzan a volver a nuestro propio camino. Pero cuando finalmente lo

hemos aprendido, entonces hemos conseguido lo que la gente llama carácter, es decir,

el carácter adquirido. Según lo dicho no es otra cosa que un conocimiento lo más

completo posible de la propia individualidad: es el conocimiento abstracto y por tanto

preciso de las propiedades inamovibles del propio carácter empírico y de la medida y

la tendencia de las propias capacidades mentales y físicas, o sea, del conjunto de

capacidades y deficiencias de la propia individualidad. Esto nos pone en condiciones

de desarrollar entonces de manera serena y metódica el papel que desempeña la

propia persona. Ésta, en sí misma, era invariable y antes la hemos dejado crecer de

manera natural sin regla, pero, siguiendo conceptos firmes, podemos llenar las

lagunas que el capricho o las flaquezas han causado en ella. Nuestra manera de

actuar, de por sí ineludible a causa de nuestra naturaleza individual, ahora la hemos

orientado según principios claramente conscientes a los que tenemos siempre

presentes, de modo que la desenvolvemos tan pensadamente como si la hubiésemos

aprendido, sin dejarnos confundir por la influencia pasajera de un estado de ánimo o

la impresión del momento, sin sentirnos inhibidos por la amargura o la dulzura de un

hecho singular que encontramos en nuestro camino, sin titubeos, vacilaciones ni

gestos inconsecuentes. Ya no actuaremos como principiantes que ponderan, intentan,

tantean, para ver lo que realmente quieren o pueden hacer; sino que lo sabemos de

una vez por todas, de modo que, en cualquier elección, sólo hemos de aplicar

proposiciones generales a casos particulares y llegamos pronto a la decisión.

Conocemos nuestra voluntad en general y no nos dejamos seducir por estados de

ánimo o sugerencias externas a decidir en lo particular lo que en conjunto es contrario

a aquélla. También conocemos la índole y la dimensión de nuestras capacidades y

deficiencias, lo cual nos ahorrará muchos pesares. En efecto, no hay realmente otra

manera de disfrutar que no sea el uso y la sensación de las propias fuerzas, y el mayor

dolor nos causa la percepción de la carencia de fuerzas donde las necesitaríamos. Una

vez que hemos averiguado dónde están nuestras capacidades e insuficiencias,

cultivaremos nuestras disposiciones naturales sobresalientes para usarlas y

aprovecharlas de todas las maneras posibles, y nos encaminaremos siempre en

aquella dirección donde son útiles y válidas, mientras que evitaremos por completo,

venciendo nuestros impulsos, a los propósitos para los que por naturaleza tenemos

poco talento. Nos cuidaremos de intentar hacer lo que de todos modos no logramos.

Sólo quien ha conseguido esto será siempre con plena conciencia y del todo él

mismo, y nunca se sentirá abandonado por sus fuerzas, puesto que siempre sabe lo

que puede exigirse a sí mismo. Así, tendrá a menudo la alegría de experimentar sus

capacidades y raras veces el dolor de tener que recordar sus deficiencias, lo cual

significa una humillación que causa tal vez el mayor dolor al espíritu. Por eso es

mucho más fácil encarar claramente el propio infortunio que la propia torpeza.

Cuando estamos totalmente familiarizados con nuestras capacidades y deficiencias,

ya no intentaremos mostrar puntos fuertes que no tenemos, no jugaremos con moneda

falsa, porque estos engaños finalmente fallarán su meta. Dado que todo el ser humano

sólo es la manifestación de su voluntad, no puede haber nada más erróneo que,

partiendo de la reflexión, pretender ser alguien diferente del que se es, porque esto

significa una contradicción directa de la voluntad consigo misma. La imitación de

características y peculiaridades ajenas es mucho más vergonzoso que vestir la ropa de

otro, porque significa juzgarse a sí mismo como carente de valor. A este respecto, el

conocimiento de la propia mentalidad y de todas las clases de capacidades personales

y de sus límites variables es el camino más seguro para llegar a estar lo más

satisfecho que se pueda de uno mismo. Porque tanto para las circunstancias interiores

como para las exteriores es cierto que no hay otro consuelo eficaz que la plena

certeza acerca de la necesidad ineludible. Un mal que nos ha afectado no nos

atormenta tanto como pensar en las circunstancias que lo podrían haber evitado. Por

eso, para tranquilizarnos no hay otro remedio mejor que el de considerar lo sucedido

desde el punto de vista de la necesidad, desde el cual todos los accidentes se muestran

como obra de un destino imperante, de modo que reconocemos el mal acaecido como

inevitablemente producido por el conflicto entre circunstancias interiores y

exteriores, o sea como fatalidad. Y, de hecho, sólo seguimos lamentándonos mientras

esperamos poder impresionar así a los demás, y seguimos enfurecidos mientras

hacemos inusitados esfuerzos para mantenernos excitados. Pero tanto niños como

adultos saben conformarse tan pronto que comprenden claramente que las cosas no

tienen remedio:

Θυμὸν ἐνὶ στήϑεσσι φίλον δαμάσαντες ἀνάγκῃ

(Animo in pectoribus nostro domito necessitate).

[«Dominando con fuerza el rencor guardado en el pecho».

Homero, Ilíada, XVIII, v. 113]

Nos parecemos a los elefantes capturados que durante muchos días siguen

enfurecidos y agresivos, hasta que ven que es infructuoso y súbitamente ofrecen

serenos su nuca al yugo, quedando domados para siempre. Somos como el rey David

quien, mientras vivía su hijo, imploraba a Jehová sin cesar y se mostraba

desesperado, pero tan pronto como el hijo murió, dejó de pensar en él. A esto se debe

que muchas personas soportan con total indiferencia incontables males persistentes,

como la deformidad, la pobreza, el nivel social bajo, la fealdad, un lugar de

residencia desagradable, a tal punto que ya ni siquiera los sienten, cual heridas

cicatrizadas, simplemente porque saben que nada se escapa a la necesidad interior o

exterior que se pueda modificar; los más felices, en cambio, no comprenden cómo

algo así puede soportarse. Nada nos reconcilia más firmemente con la necesidad

exterior e interior como su conocimiento preciso. Cuando hemos reconocido de una

vez por todas nuestros fallos y deficiencias lo mismo que nuestras características

buenas y capacidades, y hemos puesto nuestras metas de acuerdo con ellas,

conformándonos con el hecho de que ciertas cosas son inalcanzables, entonces

evitamos de la manera más segura y en la medida en que nuestra individualidad lo

permite el sufrimiento más amargo, que es el descontento con nosotros mismos como

consecuencia inevitable del desconocimiento de la propia individualidad, de la falsa

presunción y la arrogancia que resulta de ella. Los capítulos amargos de la recomendación del conocimiento de sí mismo se pueden ilustrar excelentemente con

este verso de Ovidio:

Optimus ille animi vindex, laedentia pectus

Vincula qui rupit, dedoluitque semel.

[«El mejor libertador de aquel espíritu fue quien rompió las ligaduras

que le ataban el pecho y dejó de sufrir de una vez por todas».

Ovidio, Remedia amoris, vv. 293-294]

Aquí terminamos nuestro comentario sobre el carácter adquirido, que es menos

importante para la ética propiamente dicha que para la vida en el mundo social, pero

cuya consideración se juntaba, sin embargo, como tercer tipo al lado del carácter

inteligible y del empírico, sobre los cuales nos tuvimos que extender en una reflexión

algo más detallada para precisar cómo la voluntad, en todas sus manifestaciones, está

sometida a la necesidad, al tiempo que en sí misma, no obstante, se la puede calificar

como libre e incluso omnipotente.>


REGLA NÚMERO 4


<Los bienes que a alguien nunca se le había pasado por la cabeza pretender, no los

echa en absoluto de menos, sino que está plenamente contento sin ellos. Otro, en

cambio, que posee cien veces más que aquél, se siente desgraciado porque le falta

una cosa que pretende. También a este respecto cada uno tiene su propio horizonte de

lo que a él le es posible alcanzar. Hasta donde se extiende, llegan sus pretensiones. Si

un objeto cualquiera dentro de este horizonte se le presenta de tal manera que puede

confiar en obtenerlo, entonces se siente feliz; en cambio es infeliz si surgen

dificultades que le privan de la perspectiva de tenerlo. Lo que se halla fuera del

alcance de su vista no ejerce ningún efecto sobre él. Esta es la razón por la cual el

pobre no se inquieta por las grandes posesiones de los ricos, y por la que, a su vez, el

rico no se consuela con lo mucho que ya posee cuando no se cumplen sus

pretensiones. La riqueza es como el agua de mar: cuanto más se beba, más sed se

tendrá. Lo mismo vale para la fama. Tras la pérdida de las riquezas o de una situación

acomodada, tan pronto como se supera el primer dolor, el estado de ánimo habitual

no suele ser muy diferente del anterior, y esto se debe al hecho de que, una vez el

destino ha reducido el factor de nuestras posesiones, nosotros mismos reducimos en

igual medida el factor de nuestras pretensiones. Esta operación es, ciertamente, lo

propiamente doloroso en un caso de infortunio: una vez terminada, el dolor va

disminuyendo hasta que finalmente no se lo siente más: la herida cicatriza. A la

inversa, en un caso de buena fortuna sube el compresor de nuestras pretensiones y

éstas se expanden: esto constituye la alegría. Pero tampoco dura más tiempo del que

hace falta para terminar del todo esta operación: nos acostumbramos a la dimensión

más extensa de nuestras pretensiones y nos volvemos indiferentes hacia las

posesiones correspondientes. Esto ya lo indica el pasaje homérico de la Odisea,

XVIII, 130-137, que termina así:

Τοῖος γάρ νόος ἐστὶν ἐπιχϑονίων ἀνϑρώπων

Οἷον ἐφ’ ἡμὰρ ἄγει πατὴρ ἀνδρῶν τε ϑεῶν τε

[«Pues así es el talante de los humanos que habitan la tierra, como la suerte

del día que el padre va mandando a dioses y seres humanos»].

La fuente de nuestro descontento se encuentra en nuestros intentos siempre

renovados de subir el nivel del factor de las pretensiones, mientras la inmovilidad del

otro factor lo impide.>


REGLA NÚMERO 5


<Por cierto que la observación sobre lo inevitable del dolor y sobre la sustitución de

una cosa por la otra y el introducir lo nuevo expulsando lo anterior podría llevarnos

incluso a la hipótesis paradójica, aunque no descabellada, de que en todo individuo la

naturaleza determina definitivamente la medida del dolor que es característica para él,

una medida que no se podría dejar vacía ni tampoco colmar demasiado, por mucho

que cambie la forma del sufrimiento. Según esta idea, el sufrimiento y bienestar no

vendrían determinados desde fuera, sino precisamente por esa medida o disposición,

que podría experimentar algún aumento o disminución según el estado físico y los

distintos momentos, pero que en conjunto permanecería igual, siendo simplemente lo

que se llama el temperamento de cada uno o, mejor dicho, el grado en que su mente

sería más liviana o más grave, como lo expresa Platón en el primer libro de la

República, εὔκολος o δύσκολος. Lo que apoya esta hipótesis no sólo es la conocida

experiencia de que grandes sufrimientos hacen totalmente imperceptibles a los

pequeños y, a la inversa, que en ausencia de grandes sufrimientos incluso las más

pequeñas molestias nos atormentan y ponen de mal humor, sino además el hecho de

que la experiencia nos enseña que una gran desgracia, que nos hace estremecernos

sólo de pensarla, cuando realmente ocurre, tan pronto como hemos superado el

primer dolor, en conjunto no altera mucho nuestro estado de ánimo. Y también a la

inversa, después de producirse un hecho feliz y largamente esperado no nos sentimos,

en conjunto, mucho más a gusto y cómodos que antes. Sólo el instante en que se

produce dicho cambio nos conmueve de manera inusitadamente fuerte, sea en forma

de un profundo lamento o en la de una exclamación de júbilo. Mas, ambos

desaparecen pronto porque se basan en un engaño. No surgen a partir del dolor o del

placer inmediatos y actuales, sino debido al anuncio de un futuro nuevo que se

anticipa en ellos. Sólo por el hecho de que el dolor o la alegría hacen un préstamo al

futuro es posible que sean tan inusualmente grandes y, por tanto, no duraderos. A

favor de la hipótesis según la cual tanto en la cognición como en los sentimientos de

sufrimiento o bienestar una gran parte estaría determinada subjetivamente y a priori,

se pueden alegar todavía como prueba las observaciones de que, al parecer, el ánimo

alegre o triste de las personas no está determinado por circunstancias externas, como

riqueza o clase social, porque entre los pobres encontramos al menos el mismo

número de caras contentas que entre los ricos. Por añadidura, los motivos que llevan

al suicidio son muy diversos, de manera que no podemos indicar una desgracia lo

bastante grande para que induzca con gran probabilidad a cualquier carácter al

suicidio, y hay pocos males pequeños que, por insignificantes que parezcan, no hayan

provocado también suicidios. Aunque el grado de nuestra alegría o tristeza no es siempre el mismo, según esta concepción no lo atribuiremos al cambio de

circunstancias externas, sino al estado interior, al estado físico. Porque cuando se

produce un aumento auténtico de nuestro buen humor, aunque fuera pasajero, incluso

llegando al grado de la alegría, esto suele ocurrir sin motivo externo alguno. Es cierto

que a menudo entendemos nuestro dolor como consecuencia de un determinado

acontecimiento externo y aparentemente sólo es éste el que nos pesa y entristece, de

modo que creemos que al desaparecer esta causa, deberíamos sentir la mayor

satisfacción. Sin embargo, esto es un engaño. Según nuestra hipótesis, la magnitud de

nuestro dolor y bienestar en su conjunto está determinada subjetivamente en cada

momento y, en relación a nuestro dolor, cualquier motivo externo de tristeza es tan

sólo lo que para el estado físico sería un vejigatorio que concentra todos los

humores malignos repartidos en el cuerpo. Si no hubiera una causa externa de

sufrimiento, el dolor determinado por nuestro carácter y, por tanto, inevitable durante

este período, estaría repartido en mil puntos diferentes y aparecería en forma de mil

pequeños disgustos y quejas sobre cosas que pasamos del todo por alto cuando

nuestra capacidad para el dolor ya está colmada por un mal principal que ha

concentrado todos los demás dolores en un solo punto. Este hecho lo corrobora

también la observación de que tras el alivio por un final feliz de una gran

preocupación que nos oprimía, pronto aparece otra en su lugar, cuya materia ya

estaba presente, pero no podía llegar como tal preocupación a la conciencia, porque a

ésta no le sobraba capacidad para ello, de modo que dicha materia de preocupación

permanecía des apercibida tan sólo como una figura oscura y nebulosa en el último

extremo del horizonte. En cambio, en el momento de disponer nuevamente de

espacio, esta materia ya configurada se acerca y ocupa el trono de la preocupación

dominante (πρυτανεύουσα) del día. Aunque según su materia pueda ser mucho más

ligera que la materia de la preocupación desaparecida, es capaz de inflarse de tal

manera que aparentemente se iguala en magnitud a la anterior, llenando así por

completo el trono de la preocupación principal del día.

La alegría desmesurada y el dolor intenso siempre se dan en la misma persona,

porque ambos se condicionan mutuamente y también están condicionados por una

gran vivacidad del espíritu. Como acabamos de ver, no son producto de la pura

actualidad, sino de la anticipación del futuro. Pero, dado que el dolor es esencial a la

vida y también en cuanto a su grado sólo determinado por la naturaleza del sujeto, de

modo que los cambios repentinos, de hecho, no pueden cambiar su grado, por eso el

júbilo o el dolor excesivos siempre se basan en un error y una ilusión. En

consecuencia ambas tensiones excesivas del estado de ánimo se podrían evitar por

medio de la sensatez. Todo júbilo desmesurado (exultatio, insolens laetitia) se basa

siempre en la ilusión de haber encontrado algo en la vida que de hecho no se puede

hallar en ella, a saber, una satisfacción permanente de los deseos o preocupaciones

que nos atormentan y que renacen constantemente. De cada una de estas ilusiones

hay que retornar más tarde inevitablemente a la realidad y pagarla, cuando desaparece, con la misma cuantía de amargo dolor que tenía la alegría causada por su

aparición. En este sentido se parece bastante a un lugar elevado al que se ha subido y

del que sólo se puede bajar dejándose caer. Por eso habría que evitar las ilusiones,

pues cualquier dolor excesivo que aparece repentinamente no es más que la caída

desde semejante punto elevado, o sea, la desaparición de una ilusión que lo ha

producido. Por consiguiente podríamos evitar ambos, si fuéramos capaces de ver las

cosas siempre claramente en su conjunto y en su contexto y de cuidarnos de creer que

realmente tienen el color con el que desearíamos verlas. La ética estoica se propuso

principalmente liberar el ánimo de todas estas ilusiones y sus consecuencias y de

dotarlo, en cambio, con una ecuanimidad inalterable. Esta es la convicción que

inspira a Horacio en su conocida oda:


Aequam memento rebus in arduis

Servare mentem, non secus in bonis

Ab insolenti temperatam

Laetitia.


[«Recuerda que en tiempos arduos

hay que conservar la ecuanimidad, lo mismo que en buenos

un ánimo que domina prudentemente la alegría excesiva».

Horacio, Carmina, II, 3]


La mayoría de las veces, sin embargo, así como rechazamos una medicina amarga,

nos resistimos a aceptar que el sufrimiento es esencial a la vida, de modo que no

fluye hacia nosotros desde fuera, sino que cada uno lleva la fuente inagotable del

mismo en su propio interior. Al contrario, a modo de un pretexto, siempre buscamos

una causa externa y singular para nuestro dolor incesante; tal como el ciudadano libre

se construye un ídolo para tener un amo. Porque nos movemos incansablemente de

un deseo a otro y, aunque ninguna satisfacción alcanzada, por mucho que prometía,

nos acaba de contentar, sino generalmente pronto se presenta como error vergonzoso,

no terminamos de admitir que estamos llenando la bota de las Danaídes, sino que

corremos detrás de deseos siempre nuevos:


Sed, dum abest quod avemus, id exsusperare videtur

Caetera; post aliud, cuum contingit illud, avemus;

Et sitis aequa tenet vitai semper hiantes.

(Lucr. III, 1095)

[Pues mientras nos falta lo que deseamos, nos parece que supera a todo

en valor; pero cuando fue alcanzado,

se presenta otra cosa, y así siempre estamos presos de la misma

sed, nosotros que anhelamos la vida».

Lucrecio, De rerum natura, III, 1095 (=1080-1983)]


Así, o bien el movimiento va al infinito, o bien, cosa más rara que presupone cierta

fuerza de carácter, continúa hasta que encontramos un deseo que no se puede cumplir,

pero que tampoco se puede abandonar. Entonces tenemos en cierto modo lo que

buscamos, a saber, algo que en todo momento podemos acusar, en lugar de nuestro

propio carácter, como la fuente de nuestros sufrimientos y que nos hace enemigos de

nuestro destino pero que, en cambio, nos reconcilia con nuestra existencia, porque

vuelve a alejar de nosotros la necesidad de admitir que el sufrimiento es esencial a

esta existencia misma y que la verdadera satisfacción es imposible. La consecuencia

de esta última forma de desarrollo es un estado de ánimo algo melancólico, que

significa soportar constantemente un gran dolor único y el desprecio resultante de

todos los pequeños sufrimientos o alegrías; por lo cual se trata de un fenómeno algo

más digno que la constante persecución de ilusiones siempre nuevas, que es mucho

más vulgar.>


REGLA NÚMERO 7


Reflexionar a fondo sobre una cosa antes de emprenderla, pero, una vez que se ha

llevado a cabo y se pueden esperar los resultados, no angustiarse con repetidas

consideraciones de los posibles peligros, sino desprenderse del todo del asunto,

mantener el cajón del mismo cerrado en el pensamiento y tranquilizarse con la

convicción de que en su momento se ha ponderado todo exhaustivamente. Si el

resultado, no obstante, llega a ser malo, ello se debe a que todas las cosas están

expuestas al azar y al error.


REGLA NÚMERO 11


Una vez que un infortunio se ha producido y no se puede remediar, no permitirse

pensar que pudiera ser de otra manera: como el rey David y los elefantes capturados.

De otro modo uno se convierte en un ἑαυτοντιμωρούμενον [torturador de sí

mismo (Terencio)]. Pero lo inverso tiene la ventaja de que el castigo de sí mismo

vuelve a uno más prudente en una próxima ocasión.


REGLA NÚMERO 12


«Nada será tan provechoso como comportarse de manera no llamativa y hablar muy

poco con los demás, pero mucho consigo mismo. Hay una especie de seducción del

diálogo, que se introduce secretamente y engatusándonos, y no hace otra cosa que

embriagarnos y sacarnos secretos de amor. Nadie callará lo que ha oído, nadie dirá

justo aquello que ha oído. Aquel que no puede callar sobre un asunto, tampoco

mantendrá silencio sobre su autor. Cada uno tiene alguna persona en la que confía

tanto como los otros confían en él: aunque domine sus habladurías y se conforme con

el oído de una persona, finalmente informará al pueblo; así, lo que hace un momento

era un secreto, estará en boca de todos»


REGLA NÚMERO 13



Cuando estamos alegres, no debemos pedirnos permiso para ello con la reflexión de

si a todas luces tenemos motivo para estarlo. (Véase Quartant [1826], § 108: <No

hay nada que tenga una recompensa más segura que la alegría: porque en ella la

recompensa y la acción son una misma cosa. [Nota: Quien está alegre, siempre tiene

motivo para ello, a saber, justamente el de estar alegre]. Nada hay que pueda sustituir

tan perfectamente como la alegría a cualquier otro bien. Cuando alguien es rico,

joven, bello y famoso, hay que preguntarse si además es alegre para enjuiciar su

felicidad; mas a la inversa, si es alegre, no importa si es joven, viejo, pobre o rico: es

feliz. Por ello debemos abrir todas las puertas a la alegría, cuando sea que llegue.

Porque nunca llega a deshora. En cambio, a menudo tenemos reparos en dejarla

entrar, porque primero queremos considerar si realmente tenemos motivo para estar

alegres o si eso no nos distrae de nuestras reflexiones serias y preocupaciones

profundas. Lo que mejoramos con estas últimas es muy incierto, mientras que la

alegría es la ganancia más segura; y puesto que sólo tiene valor para el presente, es el

bien más elevado para aquellos seres cuya realidad tiene la forma de un presente

indivisible entre dos tiempos infinitos. Si es así que la alegría es el bien que puede

sustituir a todos los demás, mientras que ningún otro bien la puede sustituir a ella, por

consiguiente deberíamos preferir la adquisición de este bien a la de cualquier otra

cosa. Ahora bien, es cierto que no hay nada que contribuya menos a la alegría que las

circunstancias externas de la fortuna y nada que la favorezca más que la salud. Por

eso debemos dar preferencia a ésta ante todo lo demás y, en concreto, procurar

conservar un alto grado de perfecta salud, cuya flor es la alegría. Su adquisición

requiere evitar todos los excesos, también todas las emociones intensas o

desagradables; también todos los grandes y constantes esfuerzos intelectuales,

finalmente al menos dos horas de movimiento rápido al aire libre.>


REGLA NÚMERO 14


Se podría decir que buena parte de la sabiduría de la vida se basa en la justa

proporción entre la atención que prestamos en parte al presente y en parte al futuro

para que la una no pueda estropear a la otra. Muchos viven demasiado en el presente

(los imprudentes), otros demasiado en el futuro (los miedosos y preocupados), raras

veces alguien mantendrá la medida justa. Quienes sólo viven en el futuro con sus

ambiciones, que siempre miran hacia adelante y corren impacientes al encuentro de

las cosas venideras como si sólo éstas pudieran traer la verdadera felicidad, y dejan

que, mientras tanto, el presente pase de largo sin disfrutarlo ni prestarle atención,

estas personas se parecen al asno italiano de Tischbein, con su fajo de heno atado

con una cuerda delante de él para acelerar su paso. Siempre viven sólo ad interim,

hasta que mueren. La tranquilidad del presente sólo la pueden molestar aquellos

males que son seguros y cuyo momento de producirse es igualmente seguro. Pero hay

muy pocos que sean así, porque o bien son males sólo posibles o en todo caso

probables, o bien son seguros pero el momento de su acaecimiento es del todo

incierto, como por ejemplo, la muerte. Si nos entregamos a estos dos tipos de

malestar, no nos quedará ni un instante de tranquilidad. Para no perder la serenidad de

toda nuestra vida ante males inciertos o indefinidos, debemos acostumbrarnos a ver

los primeros como si nunca llegaran y a los segundos como si con seguridad no

acaecerían en el momento actual.


REGLA NÚMERO 15


Un hombre que se mantiene sereno ante todos los accidentes de la vida, sólo muestra

que sabe cuán inmensas y diversas son las posibles contrariedades de la vida y que,

por eso contempla un mal presente como una pequeña parte de aquello que podría

venir; y a la inversa, quien sabe esto último y lo tiene en cuenta, siempre mantendrá

la serenidad.


REGLA NÚMERO 18


En todas las cosas que afectan nuestro bienestar y malestar, nuestras esperanzas y

temores, hay que poner riendas a la fantasía. Si nos pintamos en la fantasía posibles

sucesos felices y sus consecuencias, sólo nos hacemos la realidad aún más

insoportable, construimos castillos en el aire y después los pagamos caros con la

decepción. Pero el pintarse posibles infortunios puede tener consecuencias aún

peores: puede convertir a la fantasía, como dice Gracián, en nuestro verdugo

casero. Si tomáramos para las fantasías negras un tema muy lejano y lo escogiéramos

libremente, no podría ser dañino, porque al despertar de nuestro sueño sabríamos

enseguida que todo era invención y ésta contendría una advertencia contra infortunios

lejanos pero posibles. Sin embargo, por provechoso que podría ser, de éstas no suele

ocuparse nuestra fantasía; sólo construye ociosamente castillos alegres en el aire. En

cambio, cuando alguna desventura ya nos amenaza realmente, a menudo la fantasía

se dedica a recrearla pintándola siempre más grande, acercándola más y haciéndola

más terrible de lo que es. No podemos deshacernos de un sueño de esta clase al

despertarnos, como lo haríamos con uno alegre. A éste lo desdice inmediatamente la

realidad, y lo que aún pudiera contener de aspectos posibles lo dejamos en manos del

destino. No pasa lo mismo al despertar de fantasías oscuras: nos falta el parámetro del

grado de la probabilidad de la cosa; la hemos acercado y puesto ante nosotros, su

posibilidad, en general, es segura, se convierte para nosotros en algo verosímil y

sufrimos mucha angustia. Las cosas que afectan nuestro bienestar y malestar sólo las

tenemos que tratar con la capacidad de juicio, que opera con conceptos e in abstracto,

con la reflexión sobria y fría; no debemos dejar que la fantasía se acerque a ellas,

porque no es capaz de juzgar; sólo nos muestra una imagen y ésta emociona el ánimo

inútilmente y a menudo de manera penosa. Por tanto: ¡poner riendas a la fantasía!


REGLA NÚMERO 19


No hay que entregarse a grandes júbilos ni a grandes lamentos ante ningún suceso,

porque la variabilidad de todas las cosas puede modificarlo por completo en cualquier

momento; en cambio, disfrutar en todo momento el presente lo más alegremente

posible: esta es la sabiduría de la vida. Pero la mayoría de las veces hacemos lo

contrario: Los planes y las preocupaciones cara al futuro, o también la nostalgia del

pasado nos ocupan tan plena y constantemente que casi siempre menospreciamos y

descuidamos el presente. Y, sin embargo, sólo éste es seguro, mientras que el futuro y

también el pasado casi siempre son diferentes de cómo los pensamos. Engañándonos

de esta manera, nos privamos de toda la vida. Aunque para la eudemonía esto es

bastante adecuado, de una filosofía más seria resulta, en cambio, que si bien la

búsqueda del pasado siempre es inútil, la preocupación por el futuro lo es a menudo

y por eso sólo el presente es el escenario de nuestra felicidad, lo cierto es, sin

embargo, que este presente se convierte en pasado a cada momento y entonces resulta

tan indiferente como si nunca hubiese existido: ¿dónde queda, pues, un espacio para

nuestra felicidad?



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