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Foto del escritorAmenhotep VII

El Arte de la Novela - Thomas Mann



He de hablarles a ustedes en estos días sobre el «arte de la novela». Pues bien, podría

imaginarme a una persona que negara que la novela sea una forma artística. Este

esteta diría: «Consideramos que la novela pertenece a la épica, uno de los grandes

géneros de la poesía, que además del poema heroico épico en sí, el cantar popular

nacido de las leyendas y el poema épico artístico individual, abarca la epopeya, el

idilio y la leyenda, la balada y el romance, el cuento y, por fin, también la novela y la

novela corta. Pero primero, la forma artística épica es la segunda por su rango: no es igual al drama que reúne todos los otros géneros y es, en efecto, la cima de la poesía, la reina en sus dominios. Y segundo, la novela en prosa es una forma de disolución, inferior y muy indigna, del poema épico en verso, y el escritor de novelas no es más que un medio hermano del

poeta, un hijo ilegítimo de la poesía».

Así habla el esteta académico. Le escuchamos con el respeto debido, pero no

podemos evitar esta o la otra objeción contra su «primero» y contra su «segundo».

Siempre será una empresa de lo más inútil y doctrinario establecer cualquier orden

jerárquico en el terreno de las formas y los géneros del arte. Igual que sería estúpido

elevar una forma de expresión del arte, la música, por ejemplo, o la pintura o la

literatura, por encima de la otra como la más excelsa y la más noble (por razones que

podrían ser convincentes, pero que se encontrarían igual de buenas para ensalzar y

coronar cualquier otro género artístico), sería absurdo establecer un orden jerárquico

de las formas y de los géneros dentro de una esfera de la creación, la literatura. La

primacía, por ejemplo, del drama sobre la narrativa es tan fácil de rebatir que cae uno

en la tentación de cometer el mismo error e invertir el orden jerárquico. Quizá el

espíritu épico que, por cierto, es capaz de abarcar el elemento lírico y el dramático,

como también en el drama están contenidos el poema épico y la lírica —quizá, digo,

el espíritu de la narrativa, lo eternamente homérico, ese espíritu cosmopolita,

universalmente sabio, relatador de la creación retrospectiva, es la más venerable

forma de expresión de lo literario, y el narrador, ese conjurador sugerente del

pretérito, su más digno representante. Los vedas narrativos de los hindúes se

llamaban también «himnos Itihasa» por las palabras «Iti ha asa», «así fue». Quizá

este «así fue» es una actitud creativa más venerable que el «aquí sucede» del drama.

Pero son cuestiones imposibles de resolver objetivamente, cuestiones del

temperamento y del gusto; y en los géneros del arte importa sobre todo el arte y no

los géneros.

Resulta más fácil, sin duda, contestar al segundo argumento contra la novela en

prosa: que es una forma decadente de lo «genuino», es decir, del poema épico. Es

verdad, desde un punto de vista histórico la novela significa siempre un estadio

tardío, menos ingenuo, «moderno», por así decir, en la vida épica de los pueblos, y el

poema épico comparado con ella representa siempre algo como los buenos viejos

tiempos, la época clásica. Comienza siendo hímnico y hierático, y se vuelve luego

realista y democrático. A veces coexiste esta esfera popular-amena junto a la

solemne, como sucedía en Egipto, donde ya la época de la sexta dinastía produce

prosa como las famosas Aventuras de Sinuhé a las que siguen la novela de los

náufragos, la historia del campesino elocuente, la historia de los dos hermanos, que

seguramente son el modelo de la bíblica novela de José, y luego el Tesoro de

Rampsinit —todo cosas de las que se puede aprender más del antiguo Egipto que de

los himnos oficiales a los dioses. —En la India tenemos primero el casi reverenciado

Mahabharata con sus cien mil versos dobles y luego la novela hindú que parece una

degeneración de aquél, como una planta desbordante, fantástica y desenfrenada, de

lenguaje delirante. En el país de Homero son el helenismo y el alejandrinismo los que

favorecen la novela en prosa: en ese momento surge la novela de viaje Portentos más

allá de Thule, que no es más que una imitación tardía de la Odisea; ahí tenemos a

Partenio que con su libro Sobre aventuras amorosas crea la novela sentimental en

prosa. Ahí tenemos aventuras tan sueltas y abiertas como la Historia de Leukippa y

Cleitofón de Aquileo Tatios de Alejandría. Pero también tenemos en ese tiempo las

Fábulas de animales de Esopo, que han entrado en el patrimonio cultural de todas las

naciones, han influido en la literatura medieval sobre animales y vuelven a ser poema

épico en el Reineke Fuchs de Goethe. —En Roma aparecen primero los poemas

heroicos de Virgilio y luego la novela contemporánea de Petronio, El asno de aro de

Apuleyo, que es ciertamente una obra maestra de la literatura novelesca universal y

que incluye la encantadora novelita Amor y Psique. No cabe ninguna duda de que en

Persia una literatura novelesca de sabiduría parlanchina y gran colorido siguió a la

épica clásica de Nisami y Firdusi como producto de su disolución; sin embargo, llegó

a producir algo como el Libro de los papagayos, una selecta colección de cincuenta y

dos historias eróticas que es la precursora del Decamerón y de las novelas de

Bandello. El poema épico franco desemboca a su vez en la novela: primero viene La

canción de Rolando y luego la prosa de Lancelot, una novela de la que conocemos

apartide su título, sólo el nombre de su autor: Arnaut Daniel. El libro se perdió y, sin

embargo, perdura de una manera fantasmal-famosa en la literatura universal. Es

seguramente el libro en el que leyeron juntos, en Dante, Paolo y Francesca —hasta

determinada página, donde Dante dice: «Esa noche no leyeron más adelante». —Un

caso interesante: ¡que una novela en prosa sea integrada como motivo en la acción de

un sublime poema épico y sea celebrada en él!

¡Quedémonos un momento con Dante! Dante es un rapsoda, no un narrador.

Resultaría inconveniente definir la Divina comedia como una novela. ¿Pero cuál es la

definición léxica de la novela? ¿De dónde viene el nombre, el término, que tampoco

en inglés es siempre novel y fiction sino romance como en alemán Roman, en francés

roman y en italiano romanzo? Originalmente significa simplemente una obra

narrativa escrita en lengua popular en un pueblo de lengua romance. La Divina

comedia cumple con esos requisitos: está escrita en la lingua parlata y no en latín, en

ese sentido es una obra popular, accesible al pueblo; precisamente por eso deja atrás

la Edad Media y entra en la época moderna —este poema épico sacro, matriz del

italiano actual, es en el sentido estricto del término un romanzo, una novela.

Pero sigamos. Las novelas del ciclo de Arturo son disoluciones en prosa del

poema heroico anglo-normando, de los poemas épicos en torno al Grial. Pero en el

siglo XIV estas novelas del ciclo francés de Arturo, las novelas de la Tabla Redonda

entran en España, y de su especie es el Amadís de Gaula —prototipo de aquellas

novelas caballerescas que trastornaron la cabeza al Don Quijote de Cervantes. De la

simple intención satírica original contra el romanticismo idealista y heroico de la

caballería andante surge un libro popular y universal, una novela que nadie duda en

nombrar al mismo tiempo con los más eximios productos del genio literario, con

Shakespeare, con Goethe. Aquí nos encontramos ante una creación en la que la

diferencia de nivel, teórica y estética, entre el poema épico y la novela desaparece por

completo, y el eterno espíritu épico mismo, ya sea recitado o hablado, ya sea en verso

o en prosa, se manifiesta en su unidad y autonomía. Si la Divina comedia es una

novela, si la Odisea también lo fue, Don Quijote es un poema épico, y uno de los más

grandes. La forma artística pierde toda importancia cuando el genio del género

artístico mismo aparece en su soberanía y grandeza libre.

Permítanme la confesión personal y nada académica: mi amor y mi interés

pertenecen precisamente a este género artístico, al genio de la épica mismo, y

perdónenme si una conferencia sobre «El arte de la novela» se convierte en mis

manos sin querer en un elogio del espíritu épico mismo. Es éste un espíritu poderoso

y majestuoso, expansivo, vital, amplio como el mar en su monotonía arrolladora,

grandioso y, al mismo tiempo, preciso, rapsódico e inteligentemente circunspecto; no

quiere el fragmento, el episodio, quiere el todo, el mundo con innumerables episodios

y detalles, sobre los que se detiene ensimismado como si le interesara especialmente

cada uno de ellos. Porque no tiene prisa, dispone de infinito tiempo, es el espíritu de

la paciencia, de la fidelidad, de la perseverancia, de la lentitud, que gracias al amor se

vuelve placentera, es el espíritu del aburrimiento embrujador. Apenas si sabe empezar

a no ser con el principio de todas las cosas y no le gusta en absoluto terminar —de él

puede decirse con el poeta: «Que no encuentres el final te hace grande». Pero su

grandeza es afable, reposada, risueña, sabia —«objetiva». Establece distancia con las

cosas, tiene distancia de ellas por su naturaleza, flota sobre ellas y sonríe desde arriba,

a pesar de envolver al mismo tiempo al oyente o lector en ellas, enredarle en ellas. El

arte de la épica es el arte «apolíneo» como dice el término estético; pues Apolo, el

que acierta desde lejos, es el dios de la lejanía, el dios de la distancia, de la

objetividad, el dios de la ironía. La objetividad es ironía, y el espíritu del arte épico es

el espíritu de la ironía.

Aquí vacilarán ustedes y se preguntarán: ¿cómo, objetividad e ironía, qué tienen

que ver la una con la otra? ¿No es la ironía lo contrario de la objetividad? ¿No es una

actitud sumamente subjetiva, ingrediente de un libertinaje romántico que se enfrenta

a la serenidad y la ecuanimidad clásicas como su opuesto? —Eso es cierto. La ironía

puede tener ese significado. Pero yo utilizo aquí el término en un sentido más amplio,

más grande del que le concede el subjetivismo romántico. Es un sentido casi

prodigioso en su imperturbabilidad: el sentido del arte mismo, una afirmación

universal que como tal también es negación universal; una mirada lúcida como el sol

y risueña que abarca la totalidad, que es efectivamente la mirada del arte, es decir, la

mirada de la máxima libertad, de la calma, y de una imparcialidad jamás empañada

por el moralismo. Fue la mirada de Goethe —que era hasta tal punto artista que dijo

sobre la ironía esta curiosa e inolvidable frase: «Es el granito de sal que hace

comestibles los manjares presentados en la mesa». No en vano fue durante toda su

vida un admirador tan grande de Shakespeare; pues en el cosmos dramático de

Shakespeare reina, en efecto, esa ironía universal del arte, que hacía parecer tan

condenable su obra al moralista que Tolstói se empeñaba en ser. De ella hablo cuando

hablo de la objetividad irónica de la épica. No deben ustedes pensar en frialdad y

falta de amor, burla y sarcasmo. La ironía épica es más bien una ironía del corazón,

una ironía amorosa; es la grandeza llena de ternura por lo pequeño.

El escritor persa Firdusi, hacia el año 1000 a. C., escribió el poema épico Shahnameh, el «Libro de los reyes», una renovación de la leyenda real persa. Trabajó

veintidós años en él en el país de Thus. Tenía cincuenta y ocho años cuando llegó a

Gasna a la corte del sultán, y éste se ofreció a pagarle mil monedas de oro por cada

mil versos dobles del gran poema. Pero Firdusi dijo: «No quiero que me paguen hasta

que lo haya acabado». Pasaron décadas sin que lo acabara, y para su sentir, para sus

exigencias, seguramente nunca estaría acabado. Allí estaba sentado tejiendo y

anudando el gigantesco tapiz de su poema lleno de figuras, historias, aventuras,

hazañas heroicas, magia demoniaca y multicolor filigrana de arabescos. Llegó a

cumplir los ochenta años. Entonces declaró acabada su obra. Era ocho veces más

extensa que la Ilíada y contaba sesenta mil versos dobles. El sultán le engañó

enviándole para cada mil versos dobles no mil monedas de oro, sino mil monedas de

plata. El anciano se encontraba en los baños cuando llegaron los honorarios. Se los

regaló como propina al mensajero que los traía y al criado de los baños.

Ésta es una anécdota del mundo de la épica, una anécdota magnífica. No hay

ninguna parecida en el mundo del drama o de la lírica, mundos de corto aliento y

rápida fabricación en comparación con aquél. La obra épica, une mer à boire, un

prodigio de empresa, en el que se invierten cantidades ingentes de vida, de paciencia,

de ferviente esfuerzo artístico, de una perseverante fidelidad que renueva a diario la

inspiración —con su gigantesco miniaturismo, que parece estar obsesionado con el

detalle, como si fuera lo más importante, y que sin embargo no pierde de vista el todo

—en esto pienso cuando hablo ante ustedes sobre el «arte de la novela»; y tengo que

pensar en Firdusi y su legendario poema real y también en que regaló los honorarios

porque no le pagaban sus versos en oro sino en plata. Y si hubieran sido líneas en

prosa, así como le conozco, tampoco hubiera admitido por ellas plata en vez de oro.

Mi instinto es incapaz de hacer y se niega a establecer una diferencia de esencia o

incluso de rango entre el poema épico y la novela, entre la Divina comedia y la

Comédie humaine, y me parece estupendo que Balzac diera a su edificio novelesco

este nombre que une las esferas y afirma la igualdad de condición.

También Leo Tolstói fue un autor de novelas moderno, quizá el más poderoso

de todos. Es uno de los casos que nos inducen a invertir la relación entre la novela y

el poema épico establecida por la estética académica y a considerar la novela no

como una forma decadente del poema épico, sino a ver en el poema épico una forma

primitiva de la novela.

Este punto de vista histórico es del todo posible; pues el fenómeno de la

disolución y del deterioro, la así llamada degeneración es, en fin de cuentas, un

fenómeno curioso es, en términos generales, un problema complicado, un

problema de biología espiritual que no coincide simplemente con la natural. En el

ámbito de la biología espiritual la disolución y el deterioro pueden convertirse en

palabras vacías, que significan lo contrario de lo que deberían significar en el sentido

de la simple biología natural: en la medida en que definen una etapa posterior,

definen también una etapa superior, más desarrollada; no todo ha de tener que ver,

necesariamente, con muerte y agotamiento, también puede ser potenciación,

exaltación, madurez de la vida.

Es posible y quizá pertinente ver la novela y el poema épico en una relación de

este tipo. Lo uno es el mundo moderno, lo otro es el mundo arcaico. Para nosotros el

poema épico lleva un sello arcaico —al igual que el verso lleva en sí lo arcaico y aún

es, en el fondo, un accesorio del sentimiento mágico del mundo. Los poemas épicos

del tiempo primitivo no se leían ni se relataban; sin duda eran un cántico acompañado

de algún instrumento de cuerda; el nombre de «rapsoda», que ha conservado el poeta

en el lenguaje arcaizante, fue durante mucho tiempo, hasta el medievo, hasta las

justas poéticas, literalmente exacto, y especialmente el poema épico era un canto

narrativo, el viejo Homero un rapsoda ciego —lo que no impide que tanto los

«cantos» de la Ilíada y la Odisea, tal como los conocemos, como la Edda y la

Canción de los Nibelungos sean redacciones literarias posteriores de las rapsodias

originales.

Sería muy aventurado decir que el paso hacia la novela en prosa ha significado,

sin más, una elevación, un refinamiento de la vida de la narración. Al principio la

novela fue, sin duda, una degeneración embarullada y arbitrariamente aventurera de

la épica rigurosa. Pero albergaba posibilidades cuya realización a través de su largo

proceso evolutivo, desde las fábulas-monstruo helenísticas e hindúes hasta la

Educación sentimental y Las afinidades electivas, nos permite ver en el poema épico

sólo una forma precursora arcaica de la novela.

El principio, sin embargo, que ha impulsado a la novela a hacer este camino tan

significativo humanamente, es el de la interiorización. El filósofo alemán Arthur

Schopenhauer, que mantenía con el arte una relación más estrecha de lo que suelen

los pensadores normalmente, lo expresó de manera concluyente: «Una novela será

tanto más elevada y noble cuanta más vida interior y menos vida exterior represente;

y esta proporción acompañará como signo característico todas las gradaciones de la

novela, descendiendo desde Tristram Shandy hasta la más brutal y movida novela de

caballeros o bandidos. Tristram Shandy, desde luego, carece prácticamente de acción,

pero ¡qué poca tienen también la Nueva Eloísa y Wilhelm Meister! Incluso Don

Quijote tiene relativamente poca acción, que además es insignificante y desemboca

en comicidad: y estas cuatro novelas son el florón del género. Considérense también

las maravillosas novelas de Jean Paul, y se verá cuánta vida interior permiten que se

mueva sobre la más estrecha base de exterioridad. Incluso las novelas de Walter Scott

muestran un considerable predominio de la vida interior sobre la vida exterior,

apareciendo ésta siempre con el propósito de poner en marcha la primera; mientras

que en las malas novelas está presente por sí misma. El arte consiste en poner en el

máximo movimiento la vida interior con la aplicación mínima de vida exterior; pues

la interior es el verdadero objeto de nuestro interés. —La tarea del novelista no es

narrar grandes acontecimientos, sino hacer interesantes los pequeños».

Éstas son palabras clásicas, y el aforismo final, en particular, siempre me ha

gustado extraordinariamente porque trata del hacer interesante una cosa. El misterio

de la narración —porque sin duda puede hablarse de un misterio— consiste en hacer

interesante lo que, normalmente, debería ser aburrido. Sería completamente ilusorio

pretender despejar y aclarar este misterio. Pero no por casualidad la observación

aguda de Schopenhauer sobre el hacer interesante lo pequeño sigue a sus

consideraciones sobre la interiorización del arte narrativo. El principio de la

interiorización debe de desempeñar, por necesidad, un papel en ese misterio por el

que atendemos con la respiración contenida a lo que en sí es insignificante y

olvidamos así por completo el placer por la aventura rudamente excitante y recia.

Cuando la novela en prosa se desligó del poema épico la narración emprendió un

camino hacia la interiorización y la refinación que fue largo, y en cuyo inicio no se

intuía en absoluto esta tendencia. Para escoger un ejemplo que me queda cerca desde

un punto de vista nacional: ¿qué es la novela alemana de aprendizaje, educación y

desarrollo, qué es el Wilhelm Meister de Goethe más que la interiorización y

sublimación de la novela de aventuras? Hasta qué punto se trata en esta

interiorización de volver mágico lo pequeño y sencillo, de un aburguesamiento de la

poesía, surge con especial e instructiva claridad de una crítica que el romántico

Novalis, un serafín de la poesía, dedicó a Wilhelm Meister y que es tan malévola

como acertada. A Novalis no le gustaba la más grande novela de los alemanes, la

llamaba un «Candide, dirigido contra la poesía». Según él este libro era «antipoético

en sumo grado», por muy poética que fuera la descripción; una sátira contra la poesía,

la religión etc.; de paja y serrín se había confeccionado un plato sabroso, una imagen

de los dioses. Pero detrás de la fachada todo era una farsa. «La naturaleza económica

es la que queda de verdad. Lo romántico se hunde allí, también la poesía de la

naturaleza, lo maravilloso. Trata sólo de cosas humanas ordinarias, la naturaleza y el

misticismo están totalmente olvidados. Es una historia poetizada burguesa y

doméstica… El primer libro del Meister muestra con qué facilidad se pueden

escuchar también sucesos vulgares y cotidianos cuando están presentados de manera

amable, cuando pasan delante de nosotros con paso cadencioso, vestidos en un

lenguaje culto y habitual…». «Goethe es, por completo, un escritor práctico», dice

Novalis en otro lugar. «Es en sus obras lo que el inglés es en sus manufacturas: muy

sencillo, agradable, cómodo y duradero. Goethe ha conseguido en la literatura

alemana lo que Wedgwood ha conseguido en el mundo artístico inglés, como los

ingleses Goethe posee un gusto naturalmente económico y un gusto noble adquirido

con la razón… Prefiere llevar a cabo algo más bien insignificante, darle el máximo

pulido y la máxima comodidad, a empezar un mundo y hacer algo de lo que uno sabe

de antemano que no podrá llevarlo a cabo por completo».

Hay que saber leer lo negativo positivamente y creer en la fertilidad de la malicia

para el conocimiento, para valorar esta crítica como yo la valoro. El anglicismo

estético que se le atribuye en ella a Goethe hace pensar en la influencia que la novela

burguesa inglesa de los Richardson, Fielding y Goldsmith realmente ejercieron sobre

él. Pero es de la cualidad burguesa de la novela en general de la que uno toma

conciencia a través de la crítica de Novalis sobre Wilhelm Meister, de su intrínseco

espíritu democrático, que formal e históricamente la distingue del feudalismo del

poema épico y la ha convertido en la forma artística dominante de nuestra época, en

el receptáculo del alma moderna. El extraordinario florecimiento de la novela en

Europa durante el siglo XIX, en Inglaterra, en Francia, en Rusia, en Escandinavia —

este florecimiento no es casual; está relacionado con el espíritu democrático, tan al

día, de la novela, con su natural capacidad para expresar la vida moderna, con su

pasión social y psicológica que la han convertido en la forma artística representativa

de la época y han hecho del novelista, aun del mediocre, el artista tipo par excellence.

Este concepto del novelista como la encarnación más moderna del artista en general

se halla en muchos momentos de la crítica de la cultura de Nietzsche: el novelista

moderno con su curiosidad y su nerviosismo sociales y psicológicos, su mezcla

constitutiva de sentimiento y sensibilidad, de capacidades creativas y críticas, este

diferenciado instrumento de recepción y comunicación de sutilísimas sensaciones y

últimos resultados juega un papel preponderante en la imagen psicológica de la época

de Nietzsche, que siendo él mismo una mezcla extremadamente híbrida de artista y

filósofo era una especie de «novelista», y acercó el arte y la ciencia y los amalgamó

como ningún espíritu anterior a él.

Y aquí, expresamente con respecto a la novela y a su posición dominante como

forma artística en nuestro tiempo, hay que considerar la importancia que le

corresponde al elemento crítico, en general, en la escritura moderna, en la obra de

arte literaria contemporánea. Y una vez más recuerdo lo que dijo el filósofo ruso

Dmitri Mereshkovski analizando a Pushkin y a Gógol sobre la sustitución de la

«poesía» pura por la «crítica», «del paso de la creación inconsciente a la conciencia

creativa». Se trata aquí de la misma contraposición que Schiller en su famoso ensayo

reduce a la fórmula de lo «ingenuo» y lo «sentimental». Lo que Mereshkovski llama

en Gógol «la crítica» o «la conciencia creativa», y lo que en comparación con la

«creación inconsciente» de Pushkin define como lo más moderno y lo venidero, es

exactamente lo que Schiller entiende bajo lo «sentimental» en oposición a lo

«ingenuo», declarando también lo sentimental, la creatividad de la conciencia y de la

crítica, como la fase de desarrollo más nueva y moderna.

Esta diferenciación forma, desde luego, parte de nuestro tema y de la

caracterización de la novela. La novela representa como obra de arte moderna la

etapa de la «crítica» que sigue a la de la «poesía». Su relación con el poema épico es

la relación de la «conciencia creativa» con la «creación inconsciente». Y hay que

añadir que la novela como producto democrático de la conciencia creativa no tiene

por qué irle a la zaga en lo que se refiere a monumentalidad.

La gran obra novelística de los Dickens, Thackeray, Tolstói, Dostoievski, Balzac,

Zola, Proust es, sin más, el arte monumental del siglo XIX. Éstos son nombres

ingleses, rusos, franceses —¿por qué falta el alemán? La contribución de Alemania al

arte narrativo europeo es, en parte, sublime: consiste esencialmente en la novela de

educación y aprendizaje como la representan Wilhelm Meister de Goethe y, más

tarde, Enrique, el Verde de Gottfried Keller. Además poseemos, también de Goethe,

una perla del arte de la novela universal, Las afinidades electivas, una obra en prosa

psicológico-filosófica de primerísima magnitud. Posteriormente espíritus de la

revolución burguesa semifrustrada de nuestro país, representantes del «Junges

Deutschland» como Immermann o Gutzkow, escribieron novelas sociales —

despertaron poco interés en el mundo, no lograron penetrar en el ámbito europeo. La

prosa narrativa de un Spielhagen está hoy tan marchita que nos permite concluir que

nunca fue una verdadera contribución a lo que llamamos la novela europea. Hay que

citar a Theodor Fontane, entre cuyas obras de madurez altamente matizadas al menos

una, Effi Briest, alcanza nivel europeo —sin que por ello Europa y el mundo se

hubieran preocupado especialmente por él: Fontane es casi desconocido fuera de

Alemania, y apenas si se le lee ya en el sur de Alemania y en Suiza. Tampoco les va

mucho mejor a los mismos novelistas suizos de habla alemana: al —en su manera—

grande, incluso magnífico moralista campesino Gotthelf, al amable Gottfried Keller,

que escribía una prosa de verdadero sonido de oro y fue un maravilloso narrador de

cuentos modernos, y a Conrad Ferdinand Meyer, un autor de novelas históricas de

máxima nobleza.

¿Cómo se explica que todo esto no llegue a contar verdaderamente en un marco

europeo, que baste nombrar uno de los nombres europeo-occidentales y rusos más

arriba citados para sentir la diferencia de influencia y de peso representativo?

Influencia europea, peso representativo europeo, lo que subyuga al mundo como está

contenido en aquellos nombres de grandes novelistas, se halla en el caso de Alemania

en otro campo que el literario de crítica social: en el terreno de la música. El nombre

que Alemania puede oponer o añadir a ese noble conjunto es Richard Wagner —cuya

obra tiene mucho que ver con el poema épico pero es, en fin de cuentas, drama

musical. La contribución de Alemania al arte monumental del siglo XIX no es de

naturaleza literaria sino musical —muy característicamente. Habría que resaltar las

afinidades entre la obra monumental de Wagner y el gran arte europeo de la novela

del siglo XIX. El anillo del Nibelungo tiene mucho en común con el naturalismo

simbolista de la serie de los Rougon-Macquart de Émile Zola —hasta el Leitmotiv.

Pero la diferencia nacional esencial y típica es el espíritu social de la obra francesa y

el espíritu mítico y poético-primitivo de la obra alemana. No exageramos demasiado

si declaramos la novela de corte europeo foránea en Alemania —lo que dice mucho

sobre la relación del espíritu alemán no sólo con la intrínseca esencia democrática de

la novela como forma artística, sino también con la democracia, en general, en el

sentido más lato y espiritual del término.

Cuando hablo del exotismo de la novela en Alemania y de la novela alemana en

el mundo, pienso en el siglo XIX y especialmente en su segunda parte; pues la novela

del romanticismo en Alemania, a la que han contribuido obras admirables Jean Paul,

Novalis, Tieck, Schlegel, Arnim y Brentano, posee al menos en E. T. A. Hoffmann un

representante cuyo fantástico arte de fabular ha llegado a ser verdaderamente europeo

y ha ejercido especialmente en Francia gran influencia. Una influencia parecida sobre

la Europa literaria empieza a ejercer hoy la muy original y notable obra narrativa del

recientemente fallecido checo-alemán Franz Kafka, cuyas angustiosas y oníricas

narraciones religioso-humorísticas forman parte de lo más profundo y memorable que

la literatura universal ha producido en prosa. —Hacia comienzos del siglo XX y en su

primer tercio se registra algo así como la irrupción formal y espiritual de la novela

alemana en la esfera del interés europeo.

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