He de hablarles a ustedes en estos días sobre el «arte de la novela». Pues bien, podría
imaginarme a una persona que negara que la novela sea una forma artística. Este
esteta diría: «Consideramos que la novela pertenece a la épica, uno de los grandes
géneros de la poesía, que además del poema heroico épico en sí, el cantar popular
nacido de las leyendas y el poema épico artístico individual, abarca la epopeya, el
idilio y la leyenda, la balada y el romance, el cuento y, por fin, también la novela y la
novela corta. Pero primero, la forma artística épica es la segunda por su rango: no es igual al drama que reúne todos los otros géneros y es, en efecto, la cima de la poesía, la reina en sus dominios. Y segundo, la novela en prosa es una forma de disolución, inferior y muy indigna, del poema épico en verso, y el escritor de novelas no es más que un medio hermano del
poeta, un hijo ilegítimo de la poesía».
Así habla el esteta académico. Le escuchamos con el respeto debido, pero no
podemos evitar esta o la otra objeción contra su «primero» y contra su «segundo».
Siempre será una empresa de lo más inútil y doctrinario establecer cualquier orden
jerárquico en el terreno de las formas y los géneros del arte. Igual que sería estúpido
elevar una forma de expresión del arte, la música, por ejemplo, o la pintura o la
literatura, por encima de la otra como la más excelsa y la más noble (por razones que
podrían ser convincentes, pero que se encontrarían igual de buenas para ensalzar y
coronar cualquier otro género artístico), sería absurdo establecer un orden jerárquico
de las formas y de los géneros dentro de una esfera de la creación, la literatura. La
primacía, por ejemplo, del drama sobre la narrativa es tan fácil de rebatir que cae uno
en la tentación de cometer el mismo error e invertir el orden jerárquico. Quizá el
espíritu épico que, por cierto, es capaz de abarcar el elemento lírico y el dramático,
como también en el drama están contenidos el poema épico y la lírica —quizá, digo,
el espíritu de la narrativa, lo eternamente homérico, ese espíritu cosmopolita,
universalmente sabio, relatador de la creación retrospectiva, es la más venerable
forma de expresión de lo literario, y el narrador, ese conjurador sugerente del
pretérito, su más digno representante. Los vedas narrativos de los hindúes se
llamaban también «himnos Itihasa» por las palabras «Iti ha asa», «así fue». Quizá
este «así fue» es una actitud creativa más venerable que el «aquí sucede» del drama.
Pero son cuestiones imposibles de resolver objetivamente, cuestiones del
temperamento y del gusto; y en los géneros del arte importa sobre todo el arte y no
los géneros.
Resulta más fácil, sin duda, contestar al segundo argumento contra la novela en
prosa: que es una forma decadente de lo «genuino», es decir, del poema épico. Es
verdad, desde un punto de vista histórico la novela significa siempre un estadio
tardío, menos ingenuo, «moderno», por así decir, en la vida épica de los pueblos, y el
poema épico comparado con ella representa siempre algo como los buenos viejos
tiempos, la época clásica. Comienza siendo hímnico y hierático, y se vuelve luego
realista y democrático. A veces coexiste esta esfera popular-amena junto a la
solemne, como sucedía en Egipto, donde ya la época de la sexta dinastía produce
prosa como las famosas Aventuras de Sinuhé a las que siguen la novela de los
náufragos, la historia del campesino elocuente, la historia de los dos hermanos, que
seguramente son el modelo de la bíblica novela de José, y luego el Tesoro de
Rampsinit —todo cosas de las que se puede aprender más del antiguo Egipto que de
los himnos oficiales a los dioses. —En la India tenemos primero el casi reverenciado
Mahabharata con sus cien mil versos dobles y luego la novela hindú que parece una
degeneración de aquél, como una planta desbordante, fantástica y desenfrenada, de
lenguaje delirante. En el país de Homero son el helenismo y el alejandrinismo los que
favorecen la novela en prosa: en ese momento surge la novela de viaje Portentos más
allá de Thule, que no es más que una imitación tardía de la Odisea; ahí tenemos a
Partenio que con su libro Sobre aventuras amorosas crea la novela sentimental en
prosa. Ahí tenemos aventuras tan sueltas y abiertas como la Historia de Leukippa y
Cleitofón de Aquileo Tatios de Alejandría. Pero también tenemos en ese tiempo las
Fábulas de animales de Esopo, que han entrado en el patrimonio cultural de todas las
naciones, han influido en la literatura medieval sobre animales y vuelven a ser poema
épico en el Reineke Fuchs de Goethe. —En Roma aparecen primero los poemas
heroicos de Virgilio y luego la novela contemporánea de Petronio, El asno de aro de
Apuleyo, que es ciertamente una obra maestra de la literatura novelesca universal y
que incluye la encantadora novelita Amor y Psique. No cabe ninguna duda de que en
Persia una literatura novelesca de sabiduría parlanchina y gran colorido siguió a la
épica clásica de Nisami y Firdusi como producto de su disolución; sin embargo, llegó
a producir algo como el Libro de los papagayos, una selecta colección de cincuenta y
dos historias eróticas que es la precursora del Decamerón y de las novelas de
Bandello. El poema épico franco desemboca a su vez en la novela: primero viene La
canción de Rolando y luego la prosa de Lancelot, una novela de la que conocemos
apartide su título, sólo el nombre de su autor: Arnaut Daniel. El libro se perdió y, sin
embargo, perdura de una manera fantasmal-famosa en la literatura universal. Es
seguramente el libro en el que leyeron juntos, en Dante, Paolo y Francesca —hasta
determinada página, donde Dante dice: «Esa noche no leyeron más adelante». —Un
caso interesante: ¡que una novela en prosa sea integrada como motivo en la acción de
un sublime poema épico y sea celebrada en él!
¡Quedémonos un momento con Dante! Dante es un rapsoda, no un narrador.
Resultaría inconveniente definir la Divina comedia como una novela. ¿Pero cuál es la
definición léxica de la novela? ¿De dónde viene el nombre, el término, que tampoco
en inglés es siempre novel y fiction sino romance como en alemán Roman, en francés
roman y en italiano romanzo? Originalmente significa simplemente una obra
narrativa escrita en lengua popular en un pueblo de lengua romance. La Divina
comedia cumple con esos requisitos: está escrita en la lingua parlata y no en latín, en
ese sentido es una obra popular, accesible al pueblo; precisamente por eso deja atrás
la Edad Media y entra en la época moderna —este poema épico sacro, matriz del
italiano actual, es en el sentido estricto del término un romanzo, una novela.
Pero sigamos. Las novelas del ciclo de Arturo son disoluciones en prosa del
poema heroico anglo-normando, de los poemas épicos en torno al Grial. Pero en el
siglo XIV estas novelas del ciclo francés de Arturo, las novelas de la Tabla Redonda
entran en España, y de su especie es el Amadís de Gaula —prototipo de aquellas
novelas caballerescas que trastornaron la cabeza al Don Quijote de Cervantes. De la
simple intención satírica original contra el romanticismo idealista y heroico de la
caballería andante surge un libro popular y universal, una novela que nadie duda en
nombrar al mismo tiempo con los más eximios productos del genio literario, con
Shakespeare, con Goethe. Aquí nos encontramos ante una creación en la que la
diferencia de nivel, teórica y estética, entre el poema épico y la novela desaparece por
completo, y el eterno espíritu épico mismo, ya sea recitado o hablado, ya sea en verso
o en prosa, se manifiesta en su unidad y autonomía. Si la Divina comedia es una
novela, si la Odisea también lo fue, Don Quijote es un poema épico, y uno de los más
grandes. La forma artística pierde toda importancia cuando el genio del género
artístico mismo aparece en su soberanía y grandeza libre.
Permítanme la confesión personal y nada académica: mi amor y mi interés
pertenecen precisamente a este género artístico, al genio de la épica mismo, y
perdónenme si una conferencia sobre «El arte de la novela» se convierte en mis
manos sin querer en un elogio del espíritu épico mismo. Es éste un espíritu poderoso
y majestuoso, expansivo, vital, amplio como el mar en su monotonía arrolladora,
grandioso y, al mismo tiempo, preciso, rapsódico e inteligentemente circunspecto; no
quiere el fragmento, el episodio, quiere el todo, el mundo con innumerables episodios
y detalles, sobre los que se detiene ensimismado como si le interesara especialmente
cada uno de ellos. Porque no tiene prisa, dispone de infinito tiempo, es el espíritu de
la paciencia, de la fidelidad, de la perseverancia, de la lentitud, que gracias al amor se
vuelve placentera, es el espíritu del aburrimiento embrujador. Apenas si sabe empezar
a no ser con el principio de todas las cosas y no le gusta en absoluto terminar —de él
puede decirse con el poeta: «Que no encuentres el final te hace grande». Pero su
grandeza es afable, reposada, risueña, sabia —«objetiva». Establece distancia con las
cosas, tiene distancia de ellas por su naturaleza, flota sobre ellas y sonríe desde arriba,
a pesar de envolver al mismo tiempo al oyente o lector en ellas, enredarle en ellas. El
arte de la épica es el arte «apolíneo» como dice el término estético; pues Apolo, el
que acierta desde lejos, es el dios de la lejanía, el dios de la distancia, de la
objetividad, el dios de la ironía. La objetividad es ironía, y el espíritu del arte épico es
el espíritu de la ironía.
Aquí vacilarán ustedes y se preguntarán: ¿cómo, objetividad e ironía, qué tienen
que ver la una con la otra? ¿No es la ironía lo contrario de la objetividad? ¿No es una
actitud sumamente subjetiva, ingrediente de un libertinaje romántico que se enfrenta
a la serenidad y la ecuanimidad clásicas como su opuesto? —Eso es cierto. La ironía
puede tener ese significado. Pero yo utilizo aquí el término en un sentido más amplio,
más grande del que le concede el subjetivismo romántico. Es un sentido casi
prodigioso en su imperturbabilidad: el sentido del arte mismo, una afirmación
universal que como tal también es negación universal; una mirada lúcida como el sol
y risueña que abarca la totalidad, que es efectivamente la mirada del arte, es decir, la
mirada de la máxima libertad, de la calma, y de una imparcialidad jamás empañada
por el moralismo. Fue la mirada de Goethe —que era hasta tal punto artista que dijo
sobre la ironía esta curiosa e inolvidable frase: «Es el granito de sal que hace
comestibles los manjares presentados en la mesa». No en vano fue durante toda su
vida un admirador tan grande de Shakespeare; pues en el cosmos dramático de
Shakespeare reina, en efecto, esa ironía universal del arte, que hacía parecer tan
condenable su obra al moralista que Tolstói se empeñaba en ser. De ella hablo cuando
hablo de la objetividad irónica de la épica. No deben ustedes pensar en frialdad y
falta de amor, burla y sarcasmo. La ironía épica es más bien una ironía del corazón,
una ironía amorosa; es la grandeza llena de ternura por lo pequeño.
El escritor persa Firdusi, hacia el año 1000 a. C., escribió el poema épico Shahnameh, el «Libro de los reyes», una renovación de la leyenda real persa. Trabajó
veintidós años en él en el país de Thus. Tenía cincuenta y ocho años cuando llegó a
Gasna a la corte del sultán, y éste se ofreció a pagarle mil monedas de oro por cada
mil versos dobles del gran poema. Pero Firdusi dijo: «No quiero que me paguen hasta
que lo haya acabado». Pasaron décadas sin que lo acabara, y para su sentir, para sus
exigencias, seguramente nunca estaría acabado. Allí estaba sentado tejiendo y
anudando el gigantesco tapiz de su poema lleno de figuras, historias, aventuras,
hazañas heroicas, magia demoniaca y multicolor filigrana de arabescos. Llegó a
cumplir los ochenta años. Entonces declaró acabada su obra. Era ocho veces más
extensa que la Ilíada y contaba sesenta mil versos dobles. El sultán le engañó
enviándole para cada mil versos dobles no mil monedas de oro, sino mil monedas de
plata. El anciano se encontraba en los baños cuando llegaron los honorarios. Se los
regaló como propina al mensajero que los traía y al criado de los baños.
Ésta es una anécdota del mundo de la épica, una anécdota magnífica. No hay
ninguna parecida en el mundo del drama o de la lírica, mundos de corto aliento y
rápida fabricación en comparación con aquél. La obra épica, une mer à boire, un
prodigio de empresa, en el que se invierten cantidades ingentes de vida, de paciencia,
de ferviente esfuerzo artístico, de una perseverante fidelidad que renueva a diario la
inspiración —con su gigantesco miniaturismo, que parece estar obsesionado con el
detalle, como si fuera lo más importante, y que sin embargo no pierde de vista el todo
—en esto pienso cuando hablo ante ustedes sobre el «arte de la novela»; y tengo que
pensar en Firdusi y su legendario poema real y también en que regaló los honorarios
porque no le pagaban sus versos en oro sino en plata. Y si hubieran sido líneas en
prosa, así como le conozco, tampoco hubiera admitido por ellas plata en vez de oro.
Mi instinto es incapaz de hacer y se niega a establecer una diferencia de esencia o
incluso de rango entre el poema épico y la novela, entre la Divina comedia y la
Comédie humaine, y me parece estupendo que Balzac diera a su edificio novelesco
este nombre que une las esferas y afirma la igualdad de condición.
También Leo Tolstói fue un autor de novelas moderno, quizá el más poderoso
de todos. Es uno de los casos que nos inducen a invertir la relación entre la novela y
el poema épico establecida por la estética académica y a considerar la novela no
como una forma decadente del poema épico, sino a ver en el poema épico una forma
primitiva de la novela.
Este punto de vista histórico es del todo posible; pues el fenómeno de la
disolución y del deterioro, la así llamada degeneración es, en fin de cuentas, un
fenómeno curioso es, en términos generales, un problema complicado, un
problema de biología espiritual que no coincide simplemente con la natural. En el
ámbito de la biología espiritual la disolución y el deterioro pueden convertirse en
palabras vacías, que significan lo contrario de lo que deberían significar en el sentido
de la simple biología natural: en la medida en que definen una etapa posterior,
definen también una etapa superior, más desarrollada; no todo ha de tener que ver,
necesariamente, con muerte y agotamiento, también puede ser potenciación,
exaltación, madurez de la vida.
Es posible y quizá pertinente ver la novela y el poema épico en una relación de
este tipo. Lo uno es el mundo moderno, lo otro es el mundo arcaico. Para nosotros el
poema épico lleva un sello arcaico —al igual que el verso lleva en sí lo arcaico y aún
es, en el fondo, un accesorio del sentimiento mágico del mundo. Los poemas épicos
del tiempo primitivo no se leían ni se relataban; sin duda eran un cántico acompañado
de algún instrumento de cuerda; el nombre de «rapsoda», que ha conservado el poeta
en el lenguaje arcaizante, fue durante mucho tiempo, hasta el medievo, hasta las
justas poéticas, literalmente exacto, y especialmente el poema épico era un canto
narrativo, el viejo Homero un rapsoda ciego —lo que no impide que tanto los
«cantos» de la Ilíada y la Odisea, tal como los conocemos, como la Edda y la
Canción de los Nibelungos sean redacciones literarias posteriores de las rapsodias
originales.
Sería muy aventurado decir que el paso hacia la novela en prosa ha significado,
sin más, una elevación, un refinamiento de la vida de la narración. Al principio la
novela fue, sin duda, una degeneración embarullada y arbitrariamente aventurera de
la épica rigurosa. Pero albergaba posibilidades cuya realización a través de su largo
proceso evolutivo, desde las fábulas-monstruo helenísticas e hindúes hasta la
Educación sentimental y Las afinidades electivas, nos permite ver en el poema épico
sólo una forma precursora arcaica de la novela.
El principio, sin embargo, que ha impulsado a la novela a hacer este camino tan
significativo humanamente, es el de la interiorización. El filósofo alemán Arthur
Schopenhauer, que mantenía con el arte una relación más estrecha de lo que suelen
los pensadores normalmente, lo expresó de manera concluyente: «Una novela será
tanto más elevada y noble cuanta más vida interior y menos vida exterior represente;
y esta proporción acompañará como signo característico todas las gradaciones de la
novela, descendiendo desde Tristram Shandy hasta la más brutal y movida novela de
caballeros o bandidos. Tristram Shandy, desde luego, carece prácticamente de acción,
pero ¡qué poca tienen también la Nueva Eloísa y Wilhelm Meister! Incluso Don
Quijote tiene relativamente poca acción, que además es insignificante y desemboca
en comicidad: y estas cuatro novelas son el florón del género. Considérense también
las maravillosas novelas de Jean Paul, y se verá cuánta vida interior permiten que se
mueva sobre la más estrecha base de exterioridad. Incluso las novelas de Walter Scott
muestran un considerable predominio de la vida interior sobre la vida exterior,
apareciendo ésta siempre con el propósito de poner en marcha la primera; mientras
que en las malas novelas está presente por sí misma. El arte consiste en poner en el
máximo movimiento la vida interior con la aplicación mínima de vida exterior; pues
la interior es el verdadero objeto de nuestro interés. —La tarea del novelista no es
narrar grandes acontecimientos, sino hacer interesantes los pequeños».
Éstas son palabras clásicas, y el aforismo final, en particular, siempre me ha
gustado extraordinariamente porque trata del hacer interesante una cosa. El misterio
de la narración —porque sin duda puede hablarse de un misterio— consiste en hacer
interesante lo que, normalmente, debería ser aburrido. Sería completamente ilusorio
pretender despejar y aclarar este misterio. Pero no por casualidad la observación
aguda de Schopenhauer sobre el hacer interesante lo pequeño sigue a sus
consideraciones sobre la interiorización del arte narrativo. El principio de la
interiorización debe de desempeñar, por necesidad, un papel en ese misterio por el
que atendemos con la respiración contenida a lo que en sí es insignificante y
olvidamos así por completo el placer por la aventura rudamente excitante y recia.
Cuando la novela en prosa se desligó del poema épico la narración emprendió un
camino hacia la interiorización y la refinación que fue largo, y en cuyo inicio no se
intuía en absoluto esta tendencia. Para escoger un ejemplo que me queda cerca desde
un punto de vista nacional: ¿qué es la novela alemana de aprendizaje, educación y
desarrollo, qué es el Wilhelm Meister de Goethe más que la interiorización y
sublimación de la novela de aventuras? Hasta qué punto se trata en esta
interiorización de volver mágico lo pequeño y sencillo, de un aburguesamiento de la
poesía, surge con especial e instructiva claridad de una crítica que el romántico
Novalis, un serafín de la poesía, dedicó a Wilhelm Meister y que es tan malévola
como acertada. A Novalis no le gustaba la más grande novela de los alemanes, la
llamaba un «Candide, dirigido contra la poesía». Según él este libro era «antipoético
en sumo grado», por muy poética que fuera la descripción; una sátira contra la poesía,
la religión etc.; de paja y serrín se había confeccionado un plato sabroso, una imagen
de los dioses. Pero detrás de la fachada todo era una farsa. «La naturaleza económica
es la que queda de verdad. Lo romántico se hunde allí, también la poesía de la
naturaleza, lo maravilloso. Trata sólo de cosas humanas ordinarias, la naturaleza y el
misticismo están totalmente olvidados. Es una historia poetizada burguesa y
doméstica… El primer libro del Meister muestra con qué facilidad se pueden
escuchar también sucesos vulgares y cotidianos cuando están presentados de manera
amable, cuando pasan delante de nosotros con paso cadencioso, vestidos en un
lenguaje culto y habitual…». «Goethe es, por completo, un escritor práctico», dice
Novalis en otro lugar. «Es en sus obras lo que el inglés es en sus manufacturas: muy
sencillo, agradable, cómodo y duradero. Goethe ha conseguido en la literatura
alemana lo que Wedgwood ha conseguido en el mundo artístico inglés, como los
ingleses Goethe posee un gusto naturalmente económico y un gusto noble adquirido
con la razón… Prefiere llevar a cabo algo más bien insignificante, darle el máximo
pulido y la máxima comodidad, a empezar un mundo y hacer algo de lo que uno sabe
de antemano que no podrá llevarlo a cabo por completo».
Hay que saber leer lo negativo positivamente y creer en la fertilidad de la malicia
para el conocimiento, para valorar esta crítica como yo la valoro. El anglicismo
estético que se le atribuye en ella a Goethe hace pensar en la influencia que la novela
burguesa inglesa de los Richardson, Fielding y Goldsmith realmente ejercieron sobre
él. Pero es de la cualidad burguesa de la novela en general de la que uno toma
conciencia a través de la crítica de Novalis sobre Wilhelm Meister, de su intrínseco
espíritu democrático, que formal e históricamente la distingue del feudalismo del
poema épico y la ha convertido en la forma artística dominante de nuestra época, en
el receptáculo del alma moderna. El extraordinario florecimiento de la novela en
Europa durante el siglo XIX, en Inglaterra, en Francia, en Rusia, en Escandinavia —
este florecimiento no es casual; está relacionado con el espíritu democrático, tan al
día, de la novela, con su natural capacidad para expresar la vida moderna, con su
pasión social y psicológica que la han convertido en la forma artística representativa
de la época y han hecho del novelista, aun del mediocre, el artista tipo par excellence.
Este concepto del novelista como la encarnación más moderna del artista en general
se halla en muchos momentos de la crítica de la cultura de Nietzsche: el novelista
moderno con su curiosidad y su nerviosismo sociales y psicológicos, su mezcla
constitutiva de sentimiento y sensibilidad, de capacidades creativas y críticas, este
diferenciado instrumento de recepción y comunicación de sutilísimas sensaciones y
últimos resultados juega un papel preponderante en la imagen psicológica de la época
de Nietzsche, que siendo él mismo una mezcla extremadamente híbrida de artista y
filósofo era una especie de «novelista», y acercó el arte y la ciencia y los amalgamó
como ningún espíritu anterior a él.
Y aquí, expresamente con respecto a la novela y a su posición dominante como
forma artística en nuestro tiempo, hay que considerar la importancia que le
corresponde al elemento crítico, en general, en la escritura moderna, en la obra de
arte literaria contemporánea. Y una vez más recuerdo lo que dijo el filósofo ruso
Dmitri Mereshkovski analizando a Pushkin y a Gógol sobre la sustitución de la
«poesía» pura por la «crítica», «del paso de la creación inconsciente a la conciencia
creativa». Se trata aquí de la misma contraposición que Schiller en su famoso ensayo
reduce a la fórmula de lo «ingenuo» y lo «sentimental». Lo que Mereshkovski llama
en Gógol «la crítica» o «la conciencia creativa», y lo que en comparación con la
«creación inconsciente» de Pushkin define como lo más moderno y lo venidero, es
exactamente lo que Schiller entiende bajo lo «sentimental» en oposición a lo
«ingenuo», declarando también lo sentimental, la creatividad de la conciencia y de la
crítica, como la fase de desarrollo más nueva y moderna.
Esta diferenciación forma, desde luego, parte de nuestro tema y de la
caracterización de la novela. La novela representa como obra de arte moderna la
etapa de la «crítica» que sigue a la de la «poesía». Su relación con el poema épico es
la relación de la «conciencia creativa» con la «creación inconsciente». Y hay que
añadir que la novela como producto democrático de la conciencia creativa no tiene
por qué irle a la zaga en lo que se refiere a monumentalidad.
La gran obra novelística de los Dickens, Thackeray, Tolstói, Dostoievski, Balzac,
Zola, Proust es, sin más, el arte monumental del siglo XIX. Éstos son nombres
ingleses, rusos, franceses —¿por qué falta el alemán? La contribución de Alemania al
arte narrativo europeo es, en parte, sublime: consiste esencialmente en la novela de
educación y aprendizaje como la representan Wilhelm Meister de Goethe y, más
tarde, Enrique, el Verde de Gottfried Keller. Además poseemos, también de Goethe,
una perla del arte de la novela universal, Las afinidades electivas, una obra en prosa
psicológico-filosófica de primerísima magnitud. Posteriormente espíritus de la
revolución burguesa semifrustrada de nuestro país, representantes del «Junges
Deutschland» como Immermann o Gutzkow, escribieron novelas sociales —
despertaron poco interés en el mundo, no lograron penetrar en el ámbito europeo. La
prosa narrativa de un Spielhagen está hoy tan marchita que nos permite concluir que
nunca fue una verdadera contribución a lo que llamamos la novela europea. Hay que
citar a Theodor Fontane, entre cuyas obras de madurez altamente matizadas al menos
una, Effi Briest, alcanza nivel europeo —sin que por ello Europa y el mundo se
hubieran preocupado especialmente por él: Fontane es casi desconocido fuera de
Alemania, y apenas si se le lee ya en el sur de Alemania y en Suiza. Tampoco les va
mucho mejor a los mismos novelistas suizos de habla alemana: al —en su manera—
grande, incluso magnífico moralista campesino Gotthelf, al amable Gottfried Keller,
que escribía una prosa de verdadero sonido de oro y fue un maravilloso narrador de
cuentos modernos, y a Conrad Ferdinand Meyer, un autor de novelas históricas de
máxima nobleza.
¿Cómo se explica que todo esto no llegue a contar verdaderamente en un marco
europeo, que baste nombrar uno de los nombres europeo-occidentales y rusos más
arriba citados para sentir la diferencia de influencia y de peso representativo?
Influencia europea, peso representativo europeo, lo que subyuga al mundo como está
contenido en aquellos nombres de grandes novelistas, se halla en el caso de Alemania
en otro campo que el literario de crítica social: en el terreno de la música. El nombre
que Alemania puede oponer o añadir a ese noble conjunto es Richard Wagner —cuya
obra tiene mucho que ver con el poema épico pero es, en fin de cuentas, drama
musical. La contribución de Alemania al arte monumental del siglo XIX no es de
naturaleza literaria sino musical —muy característicamente. Habría que resaltar las
afinidades entre la obra monumental de Wagner y el gran arte europeo de la novela
del siglo XIX. El anillo del Nibelungo tiene mucho en común con el naturalismo
simbolista de la serie de los Rougon-Macquart de Émile Zola —hasta el Leitmotiv.
Pero la diferencia nacional esencial y típica es el espíritu social de la obra francesa y
el espíritu mítico y poético-primitivo de la obra alemana. No exageramos demasiado
si declaramos la novela de corte europeo foránea en Alemania —lo que dice mucho
sobre la relación del espíritu alemán no sólo con la intrínseca esencia democrática de
la novela como forma artística, sino también con la democracia, en general, en el
sentido más lato y espiritual del término.
Cuando hablo del exotismo de la novela en Alemania y de la novela alemana en
el mundo, pienso en el siglo XIX y especialmente en su segunda parte; pues la novela
del romanticismo en Alemania, a la que han contribuido obras admirables Jean Paul,
Novalis, Tieck, Schlegel, Arnim y Brentano, posee al menos en E. T. A. Hoffmann un
representante cuyo fantástico arte de fabular ha llegado a ser verdaderamente europeo
y ha ejercido especialmente en Francia gran influencia. Una influencia parecida sobre
la Europa literaria empieza a ejercer hoy la muy original y notable obra narrativa del
recientemente fallecido checo-alemán Franz Kafka, cuyas angustiosas y oníricas
narraciones religioso-humorísticas forman parte de lo más profundo y memorable que
la literatura universal ha producido en prosa. —Hacia comienzos del siglo XX y en su
primer tercio se registra algo así como la irrupción formal y espiritual de la novela
alemana en la esfera del interés europeo.
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