EL DERECHO A LA FELICIDAD
«Creo que el propósito fundamental de nuestra vida es buscar la felicidad. Tanto
si se tienen creencias religiosas como si no, si se cree en tal o cual religión, todos
buscamos algo mejor en la vida. Así pues, creo que el movimiento primordial de
nuestra vida nos encamina en pos de la felicidad».
Con estas palabras, pronunciadas ante numeroso público en Arizona, el Dalai
Lama abordó el núcleo de su mensaje. Pero la afirmación de que el propósito de la
vida es la felicidad me planteó una cuestión. Más tarde, cuando nos hallábamos a
solas, le pregunté:
—¿Es usted feliz?
—Sí —me contestó y, tras una pausa, añadió—: Sí, definitivamente. —Había
sinceridad en su voz, de eso no cabía duda, una sinceridad que se reflejaba en su
expresión y en sus ojos.
—Pero ¿es la felicidad un objetivo razonable para la mayoría de nosotros? —
pregunté—. ¿Es realmente posible alcanzarla?
—Sí. Estoy convencido de que se puede alcanzar la felicidad mediante el
entrenamiento de la mente.
Desde un nivel humano básico, he considerado la felicidad como un objetivo
alcanzable, pero como psiquiatra me he sentido obligado por observaciones como la
de Freud: «Uno se siente inclinado a pensar que la pretensión de que el hombre sea
"feliz" no está incluida en el plan de la "Creación". Este tipo de formación había
llevado a muchos psiquiatras a la tremenda conclusión de que lo máximo que cabía
esperar era la transformación de la desdicha histérica en la infelicidad común». Desde
ese punto de vista la afirmación de que existía un camino claramente definido que
conducía a la felicidad parecía bastante radical. Al contemplar retrospectivamente
mis años de formación psiquiátrica, apenas recordaba haber escuchado mencionar la
palabra «felicidad», ni siquiera como objetivo terapéutico. Naturalmente, se habla
mucho de aliviar los síntomas de depresión o ansiedad del paciente, de resolver los
conflictos internos o los problemas de relación, pero nunca con el objetivo expreso de
alcanzar la felicidad.
El concepto de felicidad siempre ha parecido estar mal definido en Occidente,
siempre ha sido elusivo e inasible. «Feliz», en inglés, deriva de la palabra islandesa
happ, que significa «suerte» o «azar». Al parecer, este punto de vista sobre la
naturaleza misteriosa de la felicidad está muy extendido. En los momentos de alegría
que trae la vida, la felicidad parece llovida del cielo. Para mi mente occidental, no se
trataba de algo que se pueda desarrollar y mantener dedicándose simplemente a
«formar la mente».
Al plantear esta objeción, el Dalai Lama se apresuró a explicar:
—Al decir «entrenamiento de la mente» en este contexto no me estoy refiriendo a
la «mente» simplemente como una capacidad cognitiva o intelecto. Utilizo el término
más bien en el sentido de la palabra tibetana sem, que tiene un significado mucho más
amplio y más cercano al de «psique» o «espíritu», y que incluye intelecto y
sentimiento, corazón y cerebro. Al imponer una cierta disciplina interna podemos
experimentar una transformación de nuestra actitud, de toda nuestra perspectiva y
nuestro enfoque de la vida. Hablar de esta disciplina interna supone señalar muchos
factores y quizá también tengamos que referirnos a muchos métodos. Pero, en
términos generales, uno empieza por identificar aquellos factores que conducen a la
felicidad y los que conducen al sufrimiento. Una vez hecho eso, es necesario eliminar
gradualmente los factores que llevan al sufrimiento mediante el cultivo de los que
llevan a la felicidad. Ése es el camino.
El Dalai Lama afirma haber alcanzado un cierto grado de felicidad personal.
Durante la semana que pasó en Arizona observé que la felicidad personal se
manifiesta en él como una sencilla voluntad de abrirse a los demás, de crear un clima
de afinidad y buena voluntad, incluso en los encuentros de breve duración.
Una mañana, después de pronunciar una conferencia, el Dalai Lama caminaba por
un patio exterior, de regreso a su habitación del hotel, acompañado por su séquito
habitual. Al ver a una de las camareras ante los ascensores, se detuvo y le preguntó:
—¿De dónde es usted?
Por un momento, la mujer pareció desconcertada ante ese extranjero cubierto por
una túnica marrón, y extrañada ante la deferencia que le demostraba su séquito.
—De México —contestó tímidamente con una sonrisa.
Él habló brevemente con ella y luego continuó su camino, dejando a la mujer con
una expresión de entusiasmo y satisfacción en el rostro. A la mañana siguiente, a la
misma hora, estaba en el mismo lugar, acompañada por otra camarera. Las dos
saludaron cálidamente al Dalai Lama cuando entró en el ascensor. La interacción fue
breve, pero las dos mujeres parecieron sonrojarse de felicidad. En los días que
siguieron, en el mismo lugar y a la misma hora, se veía allí a miembros del personal,
hasta que, al final de la semana, había docenas de camareras, con sus almidonados
uniformes grises y blancos, formando una fila que se extendía a lo largo del camino
que conducía a los ascensores.
Nuestros días están contados. En este momento, muchos miles de seres nacen en
el mundo, algunos destinados a vivir sólo unos pocos días o semanas, para luego
sucumbir a la enfermedad o cualquier otra desgracia. Otros están destinados a vivir
hasta un siglo, incluso más, y a experimentar todo lo que la vida nos puede ofrecer:
triunfo, desesperación, alegría, odio y amor. Pero tanto si vivimos un día como un
siglo, sigue en vigor la pregunta cardinal: ¿cuál es el propósito de nuestra vida?
«El propósito de nuestra existencia es buscar la felicidad». Esta afirmación parece
dictada por el sentido común, y muchos pensadores occidentales han estado de
acuerdo con ella, desde Aristóteles hasta William James. Pero ¿acaso una vida basada
en la búsqueda de la felicidad personal no es, por naturaleza, egoísta e incluso poco
juiciosa? No necesariamente. De hecho, muchas investigaciones han demostrado que
son las personas desdichadas las que tienden a estar más centradas en sí mismas; son
a menudo retraídas, melancólicas e incluso propensas a la enemistad. Las personas
felices, por el contrario, son generalmente más sociables, flexibles y creativas, más
capaces de tolerar las frustraciones cotidianas y, lo que es más importante, son más
cariñosas y compasivas que las personas desdichadas.
Los investigadores han realizado algunos experimentos interesantes que
demuestran que las personas felices poseen una voluntad de acercamiento y ayuda
con respecto a los demás. Han podido, por ejemplo, inducir un estado de ánimo
alegre en un individuo organizando una situación por la que éste encontraba dinero en
una cabina telefónica. Uno de los experimentadores, totalmente desconocido para el
sujeto, pasaba aliado de él y simulaba un pequeño accidente dejando caer los
periódicos que llevaba. Los investigadores deseaban saber si el sujeto se detendría
para ayudar al extraño. En otra situación, se elevaba el estado de ánimo de los sujetos
mediante la audición de una comedia musical y luego se les acercaba alguien para
pedirles dinero. Los investigadores descubrieron que las personas que se sentían
felices eran más amables, en contraste con un «grupo de control» de individuos a los
que se les presentaba la misma oportunidad de ayudar pero cuyo estado de ánimo no
había sido estimulado.
Aunque esta clase de experimentos contradicen la noción de que la búsqueda y el
alcance de la felicidad personal conducen al egoísmo y al ensimismamiento, todos
podemos llevar a cabo un experimento de esta índole con resultados similares.
Supongamos, por ejemplo, que nos encontramos en un atasco de tráfico. Después de
veinte minutos de espera, los vehículos empiezan a moverse con lentitud. Vemos
entonces a otro coche que nos hace señales para que le permitamos entrar en nuestro
carril y situarse delante de nosotros. Si nos sentimos de buen humor, lo más probable
es que frenemos y le cedamos el paso. Pero si nos sentimos irritados, nuestra
respuesta consiste en acelerar y ocupar rápidamente el hueco. «Yo llevo tanta prisa
como los demás». Empezamos, pues, con la premisa básica de que el propósito de
nuestra vida consiste en buscar la felicidad. Es una visión de ella como un objetivo
real, hacia cuya consecución podemos dar pasos positivos. Al empezar a identificar
los factores que conducen a una vida más feliz, aprenderemos que la búsqueda de la
felicidad produce beneficios, no sólo para el individuo, sino también para la familia
de éste y para el conjunto de la sociedad.
LAS FUENTES DE LA FELICIDAD
Hace dos años, una amiga mía tuvo un inesperado golpe de suerte. Dieciocho
meses antes de tenerlo había dejado su trabajo como enfermera para asociarse con
dos amigos en una pequeña empresa de servicios sanitarios. El nuevo negocio tuvo
un éxito fulgurante y, al cabo de dieciocho meses, fue adquirido por una gran
empresa, que les pagó una enorme suma. Tras unos inicios modestos, mi amiga entró
en posesión de un patrimonio que le permitió retirarse a la edad de treinta y dos años.
La vi no hace mucho y le pregunté cómo disfrutaba de su jubilación anticipada.
—Bueno —me contestó—, es magnífico poder viajar y hacer todas las cosas que
siempre he deseado. Sin embargo —añadió—, aunque parezca extraño, después del
entusiasmo por haber ganado tanto dinero, todo volvió más o menos a la normalidad.
Claro que ahora tengo una casa nueva y muchas más cosas, pero en conjunto no creo
que sea mucho más feliz que antes.
Aproximadamente por la misma época en que mi amiga obtenía sus inesperados
beneficios, otro amigo mío de la misma edad descubrió que era seropositivo.
Hablamos acerca de cómo afrontaba su nueva situación.
—Naturalmente, al principio estaba desolado —me dijo—. Y tardé casi un año en
aceptar el hecho de que tenía el virus del sida. Pero las cosas han cambiado este
último año. Tengo la impresión de que cada día recibo mucho más que antes y me
siento mas feliz que nunca. Parece como si hubiera aprendido a apreciar las cosas
cotidianas y me siento agradecido por el hecho de que, hasta el momento, no haya
desarrollado ningún síntoma grave y pueda disfrutar realmente de las cosas que
tengo. Y aunque, desde luego, preferiría no ser seropositivo, tengo que admitir que
eso ha transformado mi vida en algunos aspectos…, y favorablemente.
—¿De qué forma? —le pregunté.
—Bueno, siempre he mostrado tendencia a ser un consumado materialista.
Durante el pasado año, sin embargo, el hecho de haberme reconciliado con mi destino
me dio acceso a un mundo completamente nuevo. Por primera vez en mi vida he
empezado a explorar la espiritualidad, a leer muchos libros sobre el tema y hablar con
la gente, a descubrir muchas cosas que antes ni siquiera imaginaba que existieran.
Eso hace que me sienta muy animado simplemente al levantarme por la mañana,
ansiando ver qué traerá el nuevo día.
Estas dos personas ilustran una cuestión esencial: que la felicidad está
determinada más por el estado mental que por los acontecimientos externos. El éxito
puede dar como resultado una sensación temporal de regocijo, o la tragedia puede
arrojamos a un período de depresión, pero nuestro estado de ánimo tiende a recuperar
tarde o temprano un cierto tono normal. Los psicólogos llaman «adaptación» a este
proceso, y todos podemos observar cómo actúa en nuestra vida cotidiana: un aumento
de sueldo, un coche nuevo o el reconocimiento por parte de nuestros semejantes
pueden levantar nuestro ánimo durante un tiempo, pero no tardamos en regresar a
nuestro nivel habitual. Del mismo modo, la discusión con un amigo, el tener que
dejar el coche en el taller o algún contratiempo nos deja abatidos, pero nos volvemos
a animar en cuestión de días.
Esta tendencia no se limita a ser una respuesta a hechos triviales, sino que se
muestra en condiciones más extremas de triunfo o de desastre. Las investigaciones
realizadas con los ganadores de la lotería estatal de Illinois o la lotería británica
descubrieron que el entusiasmo inicial terminaba por desaparecer y los individuos
regresaban a su estado de animo habitual. Otros estudios han demostrado que incluso
quienes se han visto afectados por acontecimientos catastróficos, como el cáncer, la
ceguera o la parálisis, suelen recuperar o aproximarse mucho a su nivel anímico
normal después de un período de adaptación.
Así pues, si siempre regresamos a nuestro nivel habitual, con independencia de
las condiciones externas que nos afectan, ¿qué es lo que determina ese nivel habitual?
Y, lo que es más importante, ¿se puede modificar este y establecer un nivel superior?
Recientemente, algunos Investigadores han argumentado que el nivel de bienestar de
cada individuo está determinado genéticamente, al menos hasta cierto punto: estudios
como el que ha descubierto que los gemelos univitelinos o idénticos (que comparten
la misma dotación genética) tienden a mostrar niveles anímicos muy similares, al
margen de que fueran educados juntos o separados, han inducido a los investigadores
a postular la existencia de una tendencia determinada biológicamente, presente ya en
el cerebro en el momento de nacer.
Pero aunque la dotación genética tuviera un papel en la felicidad cuya
importancia aún no se ha establecido, la mayoría de los psicólogos están de acuerdo
en que, al margen de ella, podemos trabajar con el «factor mental» e intensificar las
sensaciones que tenemos de felicidad. Ello se debe a que nuestra felicidad cotidiana
está determinada en buena medida por nuestra perspectiva. De hecho, que nos
sintamos felices o desdichados en un momento determinado frecuentemente tiene que
ver sobre todo con la forma de percibir nuestra situación, con lo satisfechos que nos
sintamos con lo que tenemos actualmente.
LA MENTE QUE COMPARA
¿Qué define nuestra percepción y nivel de satisfacción? Esas sensaciones están
fuertemente influidas por nuestra tendencia a comparar. Al comparar nuestra
situación actual con nuestro pasado y descubrir que estamos mejor, nos sentimos
felices. Eso sucede cuando nuestros ingresos saltan, por ejemplo, de 20.000 a 30.000
dólares anuales; pero no es la cantidad absoluta lo que nos hace felices, como
descubrimos en cuanto nos acostumbramos a los nuevos ingresos y ciframos nuestra
felicidad en la consecución de 40.000 dólares anuales. Miramos también a nuestro
alrededor y nos comparamos con los demás. Por mucho que ganemos, tendemos a
sentimos insatisfechos si el vecino está ganando más. Los atletas profesionales se
quejan de ganar sólo uno, dos o tres millones de dólares cuando se citan los ingresos
superiores de un compañero de equipo. Esta tendencia parece apoyar la definición de
H. L. Mencken de un hombre rico: alguien que gana cien dólares más que el marido
de su cuñada.
Vemos, pues, que nuestros sentimientos de satisfacción dependen a menudo de
tales comparaciones. Naturalmente, también las establecemos respecto a otras cosas.
La comparación constante con quienes son más listos, más atractivos y obtienen más
triunfos que nosotros tiende a alimentar la envidia, la frustración y la infelicidad. Pero
también podemos utilizar esta actitud de una forma positiva; es posible intensificar
nuestra sensación de satisfacción vital parangonándonos con aquellos que son menos
afortunados y apreciando lo que poseemos. Los investigadores han llevado a cabo
una serie de experimentos que demuestran que el nivel de satisfacción vital se eleva
al cambiar simplemente la perspectiva y considerar situaciones peores. Durante un
estudio se mostró a mujeres de la Universidad de Wisconsin, en Milwaukee,
imágenes de las condiciones de vida extremadamente duras reinantes en dicha ciudad
a principios de siglo, o se les pidió que imaginaran y escribieran sobre hipotéticas
tragedias personales, como resultar quemadas o desfiguradas. Después de esto, se
pidió a las mujeres que calificaran la calidad de sus vidas. El ejercicio tuvo como
resultado un incremento de satisfacción en su juicio. En otro experimento, llevado a
cabo en la Universidad Estatal de Nueva York en Buffalo, se pidió a los sujetos que
completaran la frase «Me siento contento de no ser un…». Tras haber repetido cinco
veces este ejercicio, los sujetos experimentaron un claro aumento de su sensación de
satisfacción vital. Los investigadores pidieron a otro grupo que completara la frase
«Desearía ser…». Esta vez, el experimento dejó a los sujetos más insatisfechos con
sus vidas.
Estos experimentos, que muestran que podemos aumentar o disminuir nuestra
sensación de satisfacción cambiando nuestra perspectiva, indican con claridad el
papel de la actitud mental.
El Dalai Lama explica:
—Aunque es posible alcanzar la felicidad, ésta no es algo simple. Existen muchos
niveles. En el budismo, por ejemplo, se hace referencia a los cuatro factores de la
realización o felicidad: riqueza, satisfacción mundana, espiritualidad e iluminación.
Juntos, abarcan la totalidad de las expectativas de felicidad de un individuo.
»Dejemos de lado por un momento las más altas aspiraciones religiosas o
espirituales, como la perfección y la iluminación, y abordemos la alegría y la
felicidad tal como las entendemos desde una perspectiva mundana. Dentro de este
contexto, hay ciertos elementos clave que contribuyen a la alegría y la felicidad. La
buena salud, por ejemplo, se considera un elemento necesario de una vida feliz. Otra
fuente de felicidad son nuestras posesiones materiales o el grado de riqueza que
acumulamos. Y también tener amistades o compañeros. Todos reconocemos que, para
disfrutar de una vida plena, necesitamos de un círculo de amigos con los que
podamos relacionamos emocionalmente y en los que podamos confiar.
»Todos estos factores son, de hecho, fuentes de felicidad. Pero para que un
individuo pueda utilizarlos plenamente con el propósito de disfrutar de una vida feliz
y realizada, la clave se encuentra en el estado de ánimo. Es lo esencial.
»Si utilizamos de forma positiva nuestras circunstancias favorables, como la
riqueza o la buena salud, éstas pueden transformarse en factores que contribuyan a
alcanzar una vida mas feliz. Y, naturalmente, disfrutamos de nuestras posesiones
materiales, éxito, etcétera. Pero sin la actitud mental correcta, sin atención a ese
factor, esas cosas tienen muy poco impacto sobre nuestros sentimientos a largo plazo.
Si, por ejemplo, se abrigan sentimientos de odio o de intensa cólera se quebranta la
salud, destruyendo así una de las circunstancias favorables. Cuando uno se siente
infeliz o frustrado, el bienestar físico no sirve de mucha ayuda. Por otro lado, si se
logra mantener un estado mental sereno y pacífico, se puede ser una persona feliz
aunque se tenga una salud deficiente. Aun teniendo posesiones maravillosas, en un
momento intenso de cólera o de odio nos gustaría tirado todo por la borda, romperlo
todo. En ese momento, las posesiones no significan nada. En la actualidad hay
sociedades materialmente muy desarrolladas en las que mucha gente no se siente
feliz. Por debajo de la brillante superficie de opulencia hay una especie de inquietud
que conduce a la frustración, a peleas innecesarias, a la dependencia de las drogas o
del alcohol y, en el peor de los casos, al suicidio. No existe, pues, garantía alguna de
que la riqueza pueda proporcionar, por sí sola, la alegría o la satisfacción que se
buscan. Lo mismo cabe decir de los amigos. Desde el punto de vista de la cólera o el
odio, hasta el amigo más íntimo parece glacial y distante.
»Todo esto muestra la tremenda influencia que tiene el estado mental sobre
nuestra experiencia cotidiana. Por tanto, debemos tomamos ese factor muy
seriamente.
»Así pues, dejando aparte la perspectiva de la práctica espiritual, incluso en los
términos mundanos del disfrute de la existencia, cuanto mayor sea el nivel de calma
de nuestra mente, tanto mayor será nuestra capacidad para disfrutar de una vida feliz.
El Dalai Lama hizo una pausa para dejar que esa idea se asentara en mi mente,
antes de añadir:
—Debería señalar que cuando hablamos de un estado mental sereno, de paz
mental: no debiéramos confundido con un estado mental insensible y apático. Tener
un estado mental sereno o pacífico no significa permanecer distanciado o vacío. La
paz mental o el estado de serenidad de la mente tiene sus raíces en el afecto y la
compasión supone un elevado nivel de sensibilidad y sentimiento.
Luego, a modo de síntesis, concluyó:
—Cuando se carece de la disciplina interna que produce la serenidad mental no
importan las posesiones o condiciones externas, ya que estas nunca proporcionarán a
la persona la sensación de alegría y felicidad que busca. Por otro lado, si se posee esta
cualidad interna la serenidad mental y estabilidad interior, es posible tener una vida
gozosa, aunque falten las posesiones materiales que uno consideraría normalmente
necesarias para alcanzar la felicidad.
SATISFACCIÓN INTERIOR
Una tarde, al cruzar el aparcamiento del hotel para reunirme con el Dalai Lama,
me detuve para admirar un Toyota Land Cruiser totalmente nuevo, el tipo de coche
que deseaba tener desde hacía mucho tiempo. Al empezar la sesión poco más tarde,
sin dejar de pensar en el coche, le pregunté al Dalai Lama:
—A veces parece como si toda nuestra cultura, la cultura occidental, se basara en
la compra; nos hallamos rodeados, bombardeados por anuncios referidos a los objetos
que deberíamos comprar, el último modelo de coche, etcétera. Resulta difícil no
dejarse influir por eso. Hay muchas cosas que deseamos. Eso no parece detenerse
nunca. ¿Puede hablarme un poco sobre el deseo?
—Creo que hay dos clases de deseo —contestó el Dalai Lama—. Ciertos deseos
son positivos. El deseo de felicidad, por ejemplo, es algo absolutamente correcto. El
deseo de paz, de vivir en un mundo más armonioso, más acogedor. Ciertos deseos
son muy útiles.
»Pero se llega a un punto en que los deseos pueden ser insensatos. Eso suele
producir problemas. Ahora, por ejemplo, voy a veces al supermercado. Realmente,
me encanta ir al supermercado, porque hay muchas cosas hermosas. Así que cuando
miro todos esos artículos se despierta en mí el deseo y me digo: "Quiero esto, quiero
aquello". Y es entonces cuando surge un segundo impulso y me pregunto: "Pero ¿lo
necesito realmente?". Habitualmente, la respuesta es negativa. Si uno se deja llevar
por el primer deseo, por ese impulso inicial, los bolsillos no tardan en quedar vacíos.
No obstante, el otro nivel de deseo, basado en las necesidades esenciales de alimento,
vestido y cobijo, es razonable.
»A veces, que un deseo sea excesivo, negativo, depende de las circunstancias o de
la sociedad en la que se vive. Por ejemplo, si vives en una sociedad próspera, donde
necesitas un coche para desenvolverte en tu vida cotidiana, es evidente que no hay
nada erróneo en desearlo. Pero si vivieras en un pueblo pobre de la India, donde te las
puedes arreglar bastante bien sin coche, desearlo podría ocasionarte problemas,
aunque tuvieras dinero para comprarlo. Puede crear un sentimiento de incomodidad
entre tus vecinos, etcétera. Si vives en una sociedad más próspera y tienes un coche
pero sigues deseando otros más caros, llegarás a tener la misma clase de problemas.
—Pero —argumenté— no comprendo por qué desear o comprar un coche más
caro puede producirle problemas al individuo, siempre y cuando se lo pueda permitir.
Tener un coche más caro que los vecinos puede ser un problema para ellos si se
sienten celosos, pero al poseedor le proporcionará una sensación de satisfacción y
gozo.
El Dalai Lama negó con un gesto de la cabeza y replicó con firmeza:
—No. La satisfacción, por sí sola, no puede determinar si un deseo o acción es
positivo o negativo. Un asesino puede experimentar una sensación de satisfacción en
el momento de cometer el asesinato, pero eso no justifica su acto. Todas las acciones
no virtuosas, como mentir, robar, cometer adulterio, etcétera, son realizadas por
personas que en ese momento pueden experimentar satisfacción. La frontera entre lo
negativo y lo positivo de un deseo o acción no viene determinada por la satisfacción
inmediata, sino por los resultados finales, por las consecuencias positivas o negativas.
En el caso de desear posesiones más caras, por ejemplo, si eso se basa en una actitud
mental que sólo desea más y más, llegarás finalmente al límite de lo que puedes tener,
te encontrarás con la realidad. Y una vez que llegues a ese límite te hundirás en la
depresión. Ese es uno de los peligros inherentes a semejantes deseos.
»Así pues, creo que estos deseos excesivos conducen a la avaricia, basada en
expectativas desmesuradas. Y al reflexionar sobre los excesos de la avaricia,
descubrirás que conduce al individuo a la frustración y la desilusión, que le acarrea
confusión y numerosos problemas. Cuando se habla de la avaricia, una cosa bastante
característica de ella es que, aunque se llega por el deseo de obtener algo, no quedas
satisfecho al obtenerlo. En consecuencia, se transforma en algo ilimitado y sin fondo,
por lo que proliferan las dificultades. Lo irónico de la avaricia es que aun cuando la
motivación fundamental es la búsqueda de la satisfacción, no te sientes satisfecho ni
siquiera después de conseguir el objeto de tu deseo. El verdadero antídoto de la
avaricia es el contento. Si vives contento, la consecución de bienes pierde
importancia.
¿Cómo podemos alcanzar, por tanto, satisfacción interior? Hay dos métodos. Uno
de ellos consiste en obtener todo aquello que deseamos y queremos: el dinero, las
casas, los coches, la pareja y el cuerpo perfectos. El Dalai Lama ya había señalado la
desventaja de este enfoque: si no controlamos nuestros deseos, tarde o temprano nos
encontraremos con algo que deseamos pero no podemos tener. El segundo método,
mucho más fiable, consiste en querer y apreciar lo que tenemos.
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