He aquí, mis estimados lectores, un novelista americano de alta reputación;
ustedes conocen su nombre, muchos probablemente, pero pocos su obra. Permítanme
por consiguiente contarles sobre el hombre y su obra; ambos ocupan un importante
lugar en la historia de la imaginación, porque Poe ha creado un género aparte, que
solo procede de él mismo, y del cual me parece que se ha llevado el secreto; se le
pudiera identificar como el fundador de la escuela de lo extraño; ha hecho retroceder
los límites de lo imposible; él tendrá imitadores. Éstos intentarán ir más allá, de
exagerar su estilo; más de uno creerá que le sobrepasará, pero no logrará ni siquiera
igualarlo.
Les diré en primer lugar que un crítico francés, el señor Charles Baudelaire, ha
escrito, delante de su traducción de las obras de Edgard Poe un prólogo no menos
extraño que la propia obra. Quizás este prólogo requeriría a su vez algunos
comentarios aclaratorios. Sea como sea, se ha hablado de él en el mundo de las letras;
se han fijado en él, y con razón: el señor Charles Baudelaire era digno de explicar al
autor americano a su manera y yo no le desearía al autor francés otro comentarista de
sus obras presentes y futuras que un nuevo Edgard Poe. Ambos fueron hechos para
comprenderse. Además, la traducción del señor Baudelaire es excelente y le tomaré
prestado los pasajes citados en el presente artículo.
Yo no intentaré explicarles lo inexplicable, lo incomprensible, el imposible
producto de una imaginación que Poe en ocasiones llevó hasta el delirio; pero lo
seguiremos paso a paso; les hablaré de sus más curiosas historias, con muchas citas;
les mostraré cómo él procede, y qué punto sensible de la humanidad golpeó, para
sacar de allí sus extraños efectos.
Edgard Poe nació en 1813 en Baltimore, en pleno Estados Unidos, en medio de la
nación más positiva del mundo. Su familia, que desde hacía tiempo tenía una
posición importante, declinó notablemente hasta llegar a él; si su abuelo llegó a ser
famoso en la guerra de independencia como cabo de marina bajo las órdenes del
general La Fayette, su padre, un pobre comediante, murió en la más completa
miseria.
Un señor llamado Allan, quien era un comerciante en Baltimore, adoptó al joven
Edgard, y le hizo viajar a Inglaterra, Irlanda y Escocia; Edgard Poe no parece haber
visitado París, de la cual describe de forma inexacta ciertas calles en uno de sus
cuentos.
Al regresar a Richmond en 1822, él continuó su educación; mostraba singulares
facultades en el aprendizaje de la Física y la Matemática. Su conducta distraída le
hizo abandonar la universidad de Charlottesville e incluso a su familia adoptiva;
entonces partió para Grecia, en el momento de esta guerra que no parece haber sido
hecha más que para la mayor gloria de Lord Byron. Debemos destacar al pasar que
Poe era un nadador notable, tanto como el poeta inglés, sin querer obtener alguna
deducción de esta comparación.
Edgard Poe viajó luego de Grecia a Rusia, llegó hasta San Petersburgo, allí se vio
comprometido en ciertos asuntos cuyo secreto no conocemos y regresó a América,
donde entró en una escuela militar. Su temperamento indisciplinado provocó que
fuera expulsado rápidamente; entonces comenzó a enfrentar la miseria, la miseria
americana, la más horrible de todas; se le ve dedicarse, para vivir, a los trabajos
literarios; gana afortunadamente dos premios auspiciados por una revista al mejor
cuento y el mejor poema, y finalmente se convierte en director del Southern Literary
Messenger. El periódico prospera, gracias a él, de lo que resulta una especie de buena
posición ficticia para el novelista, que se casa con Virginia Clemm, su prima.
Dos años después tuvo una discusión con el propietario del periódico; es
necesario decir que el desdichado Poe le reclamaba a menudo a la embriaguez del
aguardiente sus más extrañas inspiraciones; su salud se fue deteriorando poco a poco;
pasemos rápidamente por estos momentos de miseria, de lucha, de éxito, de
desesperación, del novelista mantenido por su pobre esposa y sobre todo por su
suegra, quien lo amó como a un hijo hasta más allá de la tumba y digamos que luego
de una larga estancia en una taberna de Baltimore, el 6 de octubre de 1849, un cuerpo
fue hallado en la vía pública; era el cuerpo de Edgard Poe; el pobre desgraciado
respiraba aún; fue llevado al hospital; el delirium tremens lo atrapó, y murió el día
siguiente, apenas a los treinta y seis años.
Esta es la vida del hombre, veamos ahora su obra; dejaré a un lado al periodista,
al filósofo, al crítico, para referirme al novelista; es en los cuentos, en las historias, en
las novelas, en efecto, donde se manifiesta toda la rareza del genio de Edgard Poe.
A veces se le compara con dos autores, uno de ellos, una escritora inglesa llamada
Anne Radcliff, el otro, alemán, Hoffmann; pero Anne Radcliff ha explotado el género
de terror, que se explica siempre por las causas naturales; Hoffmann se ha
aprovechado de lo puramente fantástico, en el que ninguna razón física puede ser
admitida; no era así con Poe; sus personajes pueden existir con todo rigor; ellos son
eminentemente humanos, dotados sin embargo de una sobreexcitada sensibilidad,
supranerviosa, individuos de excepción, galvanizados por así decirlo, como si fueran
personas a las que se les hiciese respirar un aire más cargado de oxígeno, y cuya vida
no sería más que una activa combustión. Si no están locos, los personajes de Poe
deben evidentemente llegar a serlo por haber abusado de su cerebro, como otros
abusan de los licores fuertes; ellos llevan al límite máximo el espíritu de reflexión y
deducción, los cuales son los más terribles analistas que conozco, y, partiendo de un
hecho insignificante, ellos llegan a la verdad absoluta.
Yo intento definirlos, pintarlos, delimitarlos, y no lo consigo, porque ellos
escapan al pincel, al compás, a la definición. Es mejor, queridos lectores, mostrarlos
en el ejercicio de sus funciones sobrehumanas. Es lo que voy a hacer.
De las obras de Edgard Poe, poseemos dos volúmenes de las Historias
extraordinarias, traducidos por el señor Charles Baudelaire; los Cuentos inéditos,
traducidos por William Hughes, y una novela titulada Aventuras de Arthur Gordon
Pym. De estas diversas colecciones, seleccionaré lo mejor para interesarlos, y lo
lograré sin dificultad, puesto que dejaré la mayor parte del tiempo que Poe hable por
sí solo. Sírvanse entonces a escucharlo con confianza.
Primero les voy a ofrecer tres cuentos en los cuales el espíritu de análisis y
deducción alcanza los últimos límites de la inteligencia. Se trata de Los crímenes de
la calle Morgue, de La carta robada y de El escarabajo de oro.
He aquí la primera de estas tres historias, y cómo Edgard Poe prepara al lector
para esta extraña narración:
Después de curiosas observaciones, en las que prueba que el hombre
verdaderamente imaginativo no es más que un analista, sitúa en la escena a un amigo
suyo, llamado Auguste Dupin, con el cual vivía en París en una parte aislada y
solitaria del suburbio Saint-German.
»Mi amigo —dice—, tenía una rareza de humor, —¿qué otro nombre darle?—
consistía en amar la noche por la noche misma; a esta rareza, como a todas las otras,
me abandoné a mi vez sin esfuerzo, entregándome a sus extraños caprichos con
perfecto abandono. La negra divinidad no podía permanecer siempre con nosotros,
pero nos era dado imitarla. A las primeras luces del alba cerrábamos las pesadas
persianas de nuestra vieja casa y encendíamos un par de bujías que, fuertemente
perfumadas, solo lanzaban débiles y mortecinos rayos. Con ayuda de ellas
ocupábamos nuestros espíritus en soñar, leyendo, escribiendo o conversando, hasta
que el reloj nos advertía la llegada de la verdadera oscuridad. Salíamos entonces a la
calle, tomados del brazo, continuando la conversación del día o vagando al azar hasta
muy tarde, mientras buscábamos entre las luces y las sombras de la populosa ciudad
esa infinidad de excitantes espirituales que no puede proporcionar la observación
silenciosa.
»En esas oportunidades, no dejaba de reparar y admirar —aunque dada su
profunda idealidad cabía esperarlo— una peculiar aptitud analítica de Dupin…
«… En aquellos momentos su actitud era fría y abstraída; sus ojos miraban como
sin ver, mientras su voz, habitualmente de un rico registro de tenor, subía a un
falsete…».
Y ahora, antes de abordar el tema de su cuento, Poe dice cómo procedió Dupin
con sus curiosos análisis.
»Pocas personas, hay que, en algún momento de su vida no se hayan entretenido
en remontar el curso de las ideas mediante las cuales han llegado a alguna conclusión.
Con frecuencia esta tarea está llena de interés, y aquel que la emprende se queda
asombrado por la distancia aparentemente ilimitada e inconexa entre el punto de
partida y el de llegada.
»Errábamos una noche por una larga y sucia calle, en la vecindad del Palacio
Real. Sumergidos en nuestras meditaciones, no habíamos pronunciado una sola sílaba
durante un cuarto de hora por lo menos. Bruscamente, Dupin pronunció estas
palabras:
»—Sí, es un hombrecillo muy pequeño, y estaría mejor en el Teatro de las
Variedades.
»—No cabe duda —repuse inconscientemente, sin advertir (pues tan absorto
había estado en mis reflexiones) la extraordinaria forma en que Dupin coincidía con
mis pensamientos. Pero, un instante después, me di cuenta y me sentí profundamente
asombrado.
»—Dupin, —dije gravemente—. Esto va más allá de mi comprensión. Le
confieso sin rodeos que estoy atónito y que apenas puedo dar crédito a mis sentidos.
¿Cómo es posible que haya sabido que yo estaba pensando en…?
»Aquí me detuve para asegurarme sin lugar a dudas de si realmente sabía en
quien estaba yo pensando.
»—En Chantilly —dijo Dupin—. ¿Por qué se interrumpe? Estaba usted
diciéndose que su pequeña estatura le veda los papeles trágicos.
»Tal era, exactamente, el tema de mis reflexiones. Chantilly era un exremendón
de la calle Saint-Denis, que apasionado por el teatro, había encarnado el papel de
Jerjes en la tragedia homónima de Crébillon.
»—En nombre del cielo —exclamé— dígame cuál es el método…, si es que hay
un método…, que le ha permitido leer en lo más profundo de mí.
Se nota que este comienzo es raro; aquí se entabla una discusión entre Poe y
Dupin, y este último, reconstruyendo la serie de reflexiones de su amigo, le muestra
que se encadenan de esta manera, remontando hasta el principio: Chantilly, el
remendón, Orión, el doctor Nichols, Epicuro, la estereotomía, el pavimento, el
frutero.
He aquí ideas que no tienen ninguna relación entre ellas, y sin embargo Dupin las
conecta fácilmente, comenzando por la última.
En efecto, al entrar en la calle, un frutero tropezó bruscamente con Poe; éste
último, agitado por el susto, se resbaló un poco, pisó con su pie una piedra suelta, y se
torció ligeramente el tobillo, al tiempo que maldecía el pavimento de la calle que se
encontraba en reparación. Cuando llegan al pasaje donde con fines experimentales se
ha construido un pavimento de madera, la palabra estereotomía ha venido a su mente,
y esta palabra lo ha conducido inevitablemente a los átomos y a las teorías de
Epicuro. Ahora bien, él había tenido recientemente con Dupin una discusión al
respecto, en la que Dupin le hizo saber que los últimos descubrimientos
cosmogónicos del doctor Nichols confirmaban las teorías del filósofo griego. Al
pensar en eso, Poe no pudo dejar de alzar los ojos hacia la constelación de Orión, que
brillaba entonces con toda su pureza. Ahora bien, el verso latino Perdidit antiquum
littera prima sonum, se refería a Orión, que se escribía antiguamente Urión, y este
verso, un crítico acababa de aplicarlo para ridiculizar al remendón de Chantilly, en su
último artículo.
«Esta asociación de ideas, dijo Dupin, la vi por la sonrisa que pasó por sus labios.
Pensaba usted en la inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento había
caminado algo encorvado, pero de pronto lo vi erguirse en toda su estatura. Me sentí
seguro de que estaba pensando en la diminuta figura de Chantilly. Y en este punto
interrumpí sus meditaciones para hacerle notar que, en efecto, el tal Chantilly era
muy pequeño y que estaría mejor en el Teatro de las Variedades».
¿Qué hay más ingenioso y novedoso, les pregunto, y hasta donde el sentido de la
observación podrá conducir a un hombre dotado como este Dupin? Es lo que vamos a
ver.
Un terrible asesinato ha sido cometido en la calle Morgue; una anciana llamada
L’Espanaye y su hija que ocupaban un apartamento en el cuarto piso, han sido
asesinadas hacia las tres de la mañana. Un cierto número de testigos, entre ellos un
italiano, un inglés, un español y un holandés, atraídos por los espantosos alaridos, se
precipitaron hacia el apartamento, forzaron la puerta y en el medio del más extraño
desorden, hallaron a las dos víctimas, una estrangulada, la otra mutilada con una
navaja de afeitar que aún estaba ensangrentada. Las ventanas, las puertas
cuidadosamente cerradas, no permitían conocer el camino tomado por el asesino. Las
más sagaces investigaciones desarrolladas por la policía habían sido en vano, y nada
parecía ponerla sobre la pista del crimen.
Este terrible hecho, rodeado de un misterio tan profundo, le interesaba
extraordinariamente a Auguste Dupin; decía que para la investigación de este
asesinato, no era necesario proceder por los métodos usuales; conocía al prefecto de
la policía, y consiguió de él la autorización para dirigirse al lugar del crimen con el
propósito de examinarlo.
Poe lo acompañaba en esta visita. Dupin, seguido de un gendarme, inspeccionó la
calle Morgue, la parte posterior de la casa y la fachada con una atención minuciosa.
Entonces subieron al cuarto donde yacían aún los dos cuerpos. Su examen duró hasta
la noche, sin decir una palabra, y mientras volvía a casa, se detuvo algunos minutos
en las oficinas de un periódico.
Durante toda la noche, permaneció callado, y, sólo al día siguiente, al mediodía,
le preguntó a su compañero si había notado algo particular en el lugar del crimen.
Es aquí donde el analista Dupin comienza a aparecer.
«Bien —dijo Dupin—, estoy esperando ahora a alguien que si bien no es quizás el
perpetrador de esas carnicerías, debe hallarse implicado en cierta manera en su
ejecución. Es probable que sea inocente de la parte más horrible de los crímenes…
Espero la llegada de ese hombre en cualquier momento y en esta habitación… Si
viene, habrá que retenerlo. He ahí unas pistolas; los dos sabemos lo que se puede
hacer con ellas cuando la ocasión se presenta».
Dejaré que ustedes imaginen cuál fue la estupefacción de Poe al oír estas
palabras. Dupin le dice que, si la policía, después de haber levantado los pisos,
abierto los techos y explorado las mamposterías de las paredes, no podía explicar la
introducción y la huida del asesino, él, procediendo de otro modo, sabía a qué
atenerse a este respecto. En efecto, mientras buscaba por todos los lugares de la casa
y principalmente cerca de la ventana trasera por la cual tenía que haber huido el
asesino, descubrió un resorte; este resorte, mal sujetado por un clavo herrumbroso,
había permitido cerrar la ventana nuevamente, y asegurar el marco, después que este
fuera empujado desde el exterior por el pie del fugitivo. Cerca de esta ventana pendía
una larga varilla proveniente de un pararrayos, y Dupin no dudó al pensar en que la
misma le había servido como camino aéreo al asesino.
Pero esto no tenía importancia; el camino tomado por el asesino antes o después
del crimen, no le llevaba al conocimiento del criminal. Por eso Dupin, sabiendo a qué
atenerse al respecto, se lanza a una deducción original, tomada de un rango de ideas
completamente diferente, no preguntándose cómo habían sucedido las cosas, sino
más bien en qué se diferenciaban de todo lo ocurrido hasta el presente. El dinero, que
permanecía intacto en el apartamento, demuestra por otra parte que el robo no ha sido
el móvil del crimen.
Es entonces que Dupin llama la atención de Poe sobre un hecho que había pasado
desapercibido en las declaraciones, y en el cual se muestra todo el genio del novelista
americano.
Los testigos, que acudieron en el momento del crimen, habían escuchado dos
voces distintas. Todos reconocieron que una de ellas pertenecía a un francés; no había
dudas al respecto, pero en cuanto a la otra, una voz aguda, una voz áspera, había un
gran desacuerdo entre los testigos que eran de diferentes naciones.
«Este —dice Dupin—, constituye el detalle de la evidencia. Cada uno de ellos
está seguro de que no se trata de la voz de un compatriota. Cada uno la vincula no a
la voz de una persona perteneciente a una nación cuyo idioma conoce, sino a la
inversa. El francés supone que era la voz de un español, y agrega que podría haber
distinguido algunas palabras si hubiera sabido español. El holandés sostiene que se
trata de un francés; pero nos enteramos de que como no habla francés, testimonió
mediante un interprete. El inglés piensa que se trata de la voz de un alemán, pero el
testigo no comprende el alemán. El español está seguro de que se trata de un inglés,
pero juzga basándose en la entonación, ya que no comprende el inglés. El italiano
cree que es la voz de un ruso, pero nunca habló con un nativo de Rusia. Un segundo
testigo francés, difiere del primero y está seguro de que se trata de la voz de un
italiano. No esta familiarizado con la lengua italiana, pero al igual que el español está
convencido por la entonación. Ahora bien: ¡cuán extrañamente insólita tiene que
haber sido esa voz para que pudieran reunirse semejantes testimonios! ¡Una voz en
cuyos tonos los ciudadanos de las cinco grandes divisiones de Europa no pudieron
reconocer nada familiar! Me dirá usted que podía tratarse de la voz de un asiático o
de un africano. Ni unos ni otros abundan en París, pero, sin negar esa posibilidad, me
limitaré a llamarle la atención sobre tres puntos. Un testigo califica la voz de áspera,
más que aguda. Otros dos señalan que era precipitada y desigual. Ninguno de los
testigos se refirió a palabras reconocibles, a sonidos que parecieran palabras».
Dupin continúa y le recuerda a Poe los detalles del crimen, la fuerza física que
debía haber exigido, puesto que los mechones de cabello canoso habían sido
arrancados de la cabeza de la anciana, y ustedes saben «qué prodigiosa fuerza hay
que ejercer para arrancar apenas veinte o treinta cabellos al mismo tiempo»; destaca
la agilidad que se requería para subirse en la varilla del pararrayos, la brutal ferocidad
desplegada en el asesinato, «algo grotesco, horrible, absolutamente ajeno a lo
humano», y además «una voz de tono extranjero para los oídos de hombres de
diferentes nacionalidades y privada de todo silabeo inteligible».
«Sin embargo, para usted, —preguntó Dupin a su compañero—, ¿Qué resultado
hemos obtenido? ¿Qué impresión he producido en su imaginación?».
¡Lo confieso, al llegar a este punto del libro, comencé, tal y como le sucedió al
interlocutor de Dupin, a sentir un escalofrío que corría por mi cuerpo! ¡Vean como el
asombroso novelista se apodera de ustedes! ¿Es él el dueño de vuestra imaginación?
¿Se apodera de ustedes durante las emociones de su narración? ¿Presienten quién es
el autor de este extraordinario crimen?
Por mi cuenta, yo lo había adivinado todo. Ustedes también, han comprendido.
Sin embargo terminaré brevemente citándoles algunas líneas que Dupin había hecho
publicar la víspera en el periódico El mundo, un diario consagrado a cuestiones
marítimas y muy leído por los marineros.
«CAPTURADO. En el Bois de Boulogne en la mañana del… (la mañana del
asesinato), se ha capturado un gran orangután leonado de la especie de Borneo. Su
dueño (de quien se sabe que era un marinero perteneciente a un barco maltés) puede
reclamarlo, previa identificación satisfactoria y pago de los gastos resultantes de su
captura y cuidado. Presentarse al número…, calle…, Suburbio Saint-Germain…,
tercer piso».
Dupin había deducido la calidad de maltés de la punta de una cinta recogida al pie
de la varilla del pararrayos, la cual estaba anudada con un nudo que solo saben hacer
los marineros de Malta; en cuanto al individuo personalmente, su voz y sus palabras
se parecían a la de un francés, según las declaraciones de todos los testigos. Seducido
por el anuncio que no establecía ninguna conexión entre la huida del orangután y el
crimen, el hombre no dejaría de presentarse.
Se presentó, en efecto; era un marinero «grande, robusto y musculoso, con una
expresión de audacia de todos los diablos»; después de algunas vacilaciones, lo
reconoció todo. El mono se había escapado de casa, al tiempo que le arrebataba la
navaja, con la cual se estaba afeitando la barba en ese momento. El marinero,
asustado, había seguido al animal; éste en su frenética fuga, llegó a la calle Morgue,
encontró la varilla del pararrayos, por la cual subió ágilmente. Su dueño lo imitó; el
mono encontró una ventana abierta y se precipitó a través de ella hacia el interior del
apartamento de las desgraciadas mujeres. El resto es conocido. El marinero asistió al
drama sin poderlo evitar, llamando al mono y gritando; luego, habiendo perdido la
cabeza, se dio a la fuga, seguido por el animal, que, cerrando la ventana de una
patada, se deslizó hacia la calle y desapareció a su vez.
Hasta aquí esta extraña historia y su verdadera explicación. Se ve qué
maravillosas cualidades del autor ella ha puesto en evidencia. Tiene tal aire de
verdad, que a veces uno cree estar leyendo un acta de acusación tomada por completo
de la «Gaceta de los Tribunales».
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