La petición de la Dial Press para que escribiera la introducción a una edición de las
novelas más cortas de Dostoievski, los seis relatos que abarca este volumen, tuvo
inmediatamente mucho atractivo para mí. Hay algo tranquilizador en la mesura
editorial que determina esta edición, algo incitante para este comentador, que se
asustaría, por no decir que se espantaría, de hacer objeto de su estudio y comentario
todo el cosmos inconmensurable de la obra dostoievskiana, y que sin duda no hubiera
llegado en esta vida ya a pagar su tributo crítico al gran escritor ruso sin esta ocasión
de hacerlo, por así decir, con mano ligera, en un espacio fijado, con un propósito
determinado y con esa autolimitación que la finalidad le impone caritativamente.
No deja de ser curioso: mi vida de escritor ha traído consigo extensos estudios
tanto sobre Tolstói como sobre Goethe, varios sobre cada uno de ellos. Sin embargo,
sobre otras dos experiencias formativas a las que no debo menos, que han
conmocionado mi juventud con no menos fuerza, y que en mis años de madurez no
me he cansado de renovar y profundizar, nunca he escrito sostenidamente: ni sobre
Nietzsche ni sobre Dostoievski. He quedado a deber el ensayo sobre Nietzsche que
los amigos me han pedido tantas veces y que parecía hallarse en mi camino. Y sólo
momentáneamente, para desaparecer enseguida, surge del fondo de mis escritos el
«profundo, criminal rostro de santo de Dostoievski» (esta fue una vez mi expresión).
¿Por qué esta circunspección, esta reserva y este silencio —que contrastan con la
elocuencia sin duda insuficiente pero devota que despertaba en mí la grandeza de
aquellos otros dos maestros y astros? Sé muy bien por qué. Los homenajes cordiales,
entusiastas e impregnados de ironía, me resultaban fáciles ante las imágenes de los
divinos y escogidos, de los hijos de la naturaleza en su excelso candor y exuberante
vigor: ante el aristocratismo autobiográfico del creador de una cultura personal
mayestática, Goethe, y ante la titánica fuerza épica, la inmensa frescura natural del
«gran escritor de todas las Rusias», Tolstói, con sus prodigiosamente torpes y nunca
logrados intentos de espiritualizar moralmente su corporeidad pagana. Mi
pusilanimidad, una profunda y mística pusilanimidad que fuerza al silencio, comienza
ante la grandeza religiosa de los malditos, ante el genio como enfermo y la
enfermedad como genio, ante el prototipo del obseso y del alucinado en el que el
santo y el criminal se funden…
Sobre lo demoníaco hay que hacer literatura, no escribir, ésa es mi convicción. Ha
de hablar, a ser posible envuelto en un velo humorístico, desde la profundidad de una
obra; dedicarle ensayos críticos me parece, como poco, una indiscreción. Quizá, o
muy probablemente, esto es sólo un embellecimiento de mi pereza y de mi cobardía.
Es incomparablemente más fácil y saludable escribir sobre el vigor divino-pagano
que sobre la enfermedad sagrada. Porque con aquéllos, los hijos afortunados de la
naturaleza y su candor, nos podemos divertir, en cambio, con los hijos del espíritu, los
grandes malditos y pecadores, los sagrados enfermos, no. Me sería completamente
imposible bromear sobre Nietzsche y Dostoievski, como lo he hecho en ocasiones en
la novela sobre el niño mimado y egoísta Goethe y en el ensayo sobre la descomunal
fantochada del moralismo de Tolstói. De lo que se deduce que mi reverencia ante los
íntimos del infierno, los grandes religiosos y enfermos, es mucho más profunda, y por
eso más callada, que la que siento ante los hijos de la luz. Está bien que se la invite
desde fuera, por fin, a cierta expresión, aunque limitada prácticamente y contenida.
«Del transgresor pálido» —no soy capaz de leer este título de un capítulo de
Zaratustra, una obra genial marcada como es notorio por una inspiración enfermiza,
sin que se me aparezca la fisionomía doliente y trágica de Fiodor Dostoievski como
la conocemos por una serie de buenas fotos. Aún más, tengo la sospecha de que
también la tuvo presente al escribir el arrebatado enfermo de migraña de Sils Maria.
Porque la obra de Dostoievski jugó un papel extraordinario en la vida de Nietzsche;
le cita a menudo, tanto en las cartas como en sus libros (mientras que yo no sabría
decir si dedica una sola palabra a Tolstói); le llama el más profundo psicólogo de la
literatura universal y, con una especie de entusiasmo modesto, su «gran maestro»,
aunque en verdad apenas pueda hablarse de discipulado en su relación con el
hermano espiritual del este. Pues eran sobre todo eso: hermanos en el espíritu y
hermanos en el destino, lanzados más allá de toda medida hacia lo trágico— grotesco,
a pesar de las diferencias fundamentales de su origen y de su tradición —el profesor
alemán, cuyo genio luciferino (bajo el estímulo de la enfermedad) se desarrolló a
partir de las premisas de la formación clásica, la erudición filológica, la filosofía
idealista y el romanticismo musical, y el Cristo bizantino, que de entrada carecía de
ciertos frenos humanistas, que condicionaban al otro, y que podía ser aceptado como
el «gran maestro» sencillamente porque no era alemán (escapar a su condición de
alemán era el empeño más violento de Nietzsche); porque actuaba como liberador de
la burguesía moral y confirmaba la voluntad de la afrenta psicológica, del crimen del
conocimiento.
Resulta imposible hablar del genio de Dostoievski sin que se nos imponga la
palabra «criminal». El eximio crítico ruso Mereshkovski la utiliza una y otra vez en
sus diversos estudios sobre el autor de los Karamazov, y lo hace con doble sentido:
aplicándola tanto al mismo Dostoievski y a la «curiosidad criminal de su
conocimiento» como al objeto de ese conocimiento, el corazón humano, cuyos
móviles más ocultos y criminales pone al descubierto. «Cuando le leemos», dice,
«nos asustamos a veces de su omnisciencia, de esa capacidad para penetrar en una
conciencia ajena. En su obra nos encontramos con nuestros propios pensamientos
secretos, que no confesaríamos jamás a un amigo, y ni siquiera a nosotros mismos».
El caso es que se trata sólo en apariencia de investigación y adivinación objetivas y,
por así decir, médicas, en el fondo es lírica psicológica en el sentido más amplio del
término, es confesión y escalofriante desahogo, es el desnudamiento implacable de
las propias y criminales profundidades de conciencia —y de ahí el tremendo poder
moral, la sacudida religiosa de la sabiduría psicológica de Dostoievski. Basta leer a
Proust y establecer la comparación con las nouveautés psicológicas, las sorpresas y
bijouteries que abundan en su obra, para comprender la diferencia en el acento, en el
matiz moral. Los hallazgos psicológicos, las novedades y las audacias del francés son
pura diversión comparados con las lívidas revelaciones de Dostoievski, un hombre
que estaba en el infierno. ¿Podría Proust haber escrito Raskolnikov (Crimen y
castigo), la novela policiaca más grande de todos los tiempos? Saber no le fallaría
para ello, pero sí conciencia… Goethe, que también era un psicólogo de primer
orden, declara sin ambages que no había oído de un crimen del que él mismo no se
sintiera capaz. Esto es la frase de un pupilo del examen de conciencia pietista; sin
embargo, en ella predomina el elemento de inocencia griega. Es una frase serena, un
desafío a la virtud burguesa, cierto, pero más bien frío y arrogante que cristianamente
contrito, más audaz que profundo en un sentido religioso. Tolstói era esencialmente
de su casta, a pesar de todas sus veleidades cristianas. «Yo no tengo nada que ocultar
ante los hombres», solía decir. «¡Por mí, que sepan todos lo que hago!». Compárense
con esta salida las confesiones del héroe de Memorias desde un sótano allí donde
habla de sus secretos excesos. «Ya entonces —dice—, llevaba en mi interior el amor
de la clandestinidad. Me aterraba que me pudieran ver, descubrir, reconocer». En su
vida, que no soportaba la sinceridad última, la entrega última ante los ojos del mundo,
reinaba el secreto del infierno.
No cabe duda de que en todo momento el subconsciente e incluso la conciencia
de este gigantesco creador estuvo lastrado por un pesado sentido de culpa, por el
sentido de lo criminal —y de que este sentido no era en absoluto exclusivamente de
tipo hipocondríaco. Estaba relacionado con su enfermedad, que era la enfermedad
«sagrada», la enfermedad mística por antonomasia, la epilepsia. Sufría de ella desde
joven, pero debido al proceso al que fue sometido muy injustamente en el año 1849,
cuando contaba veintiocho años, por conspiración política, y debido al shock que le
produjo la condena a muerte (estaba ya en el patíbulo mirando a la muerte a los ojos
cuando en el último momento le llegó la conmutación a cuatro años de trabajos
forzados en Siberia) se reforzó fatalmente la enfermedad que, según su propia
opinión, había de terminar necesariamente con el agotamiento de sus fuerzas
espirituales y físicas, en la muerte o la locura. Los ataques se presentaban con un
promedio de una vez al mes, a veces con más frecuencia, hasta llegar a dos veces por
semana. Los describió muchas veces: de manera directa y también trasladando la
enfermedad a figuras psicológicamente privilegiadas de sus novelas, el siniestro
Smerdiakov, el héroe de El idiota, el príncipe Mishkin, el nihilista e iluminado
Kirilov en Los demonios. Según su descripción la epilepsia tiene dos características:
el sentimiento incomparable de arrobo ante la iluminación interior, de armonía, de
alegría extrema, que precede unos momentos al ataque epiléptico introducido por un
grito inarticulado, apenas ya humano —y el estado de terrible depresión y de
profunda tristeza, de perturbación y de desolación mentales que le sigue. Esta
reacción me parece ser aún más característica para la enfermedad que el éxtasis que
inicia el ataque. Dostoievski lo describe como algo tan fuerte y dulce «que uno daría
diez años de su vida o incluso toda su vida por la felicidad de esos pocos segundos».
La posterior resaca extrema consistía, según la propia confesión del eminente
enfermo, en que «se sentía como un criminal», en que le parecía que sobre él pesaba
una culpa desconocida, un grave crimen.
No sé lo que piensan los neurólogos sobre la «enfermedad sagrada», pero según
mi opinión tiene sus raíces inequívocamente en el ámbito sexual y es una
manifestación desordenada y explosiva de su dinámica, un acto sexual transpuesto y
transfigurado, un exceso místico. Insisto en que el ulterior estado de remordimiento y
de postración, el misterioso sentimiento de culpa, me parece apoyar más esa tesis que
los segundos de placer iniciales «por los que uno daría su vida» iniciales. Está claro
que por mucho que la enfermedad amenazara las facultades mentales de Dostoievski,
su genio estaba estrechamente relacionado con y marcado por ella, que su iniciación
psicológica, su conocimiento del crimen y lo que el Apocalipsis llama
«profundidades satánicas», sobre todo su capacidad de sugerir una culpa misteriosa y
dejarla formar el fondo de la existencia de sus a veces espantosas criaturas, están
relacionadas inseparablemente con ella. Así en el pasado de Svidrigailov (en Crimen
y castigo) hay «un asunto criminal con un regusto de bestial y, por así decir,
fantástica brutalidad, por el que con toda certeza hubiera sido enviado a Siberia».
Queda a cargo de la más o menos dócil fantasía del lector adivinar de qué se trata: por
lo que parece, de un crimen en el terreno de la sexualidad, probablemente la violación
de un niño —pues éste es también el secreto, o parte del secreto, de la vida de ese
gélido y desdeñoso hombre despótico, adorado por las naturalezas más débiles
postradas en el polvo, Stavroguin en Los demonios, quizá la figura más
siniestramente atractiva de la literatura universal. Existe un capítulo de esta novela
publicado más tarde, la «Confesión de Stavroguin», en la que éste relata entre otras
cosas la violación de una niña pequeña. Según Mereshkovski se trata de un
impresionante fragmento, de un realismo aterrador, que sobrepasa los límites del arte.
Parece que este infame crimen ocupaba constantemente la fantasía moral del escritor.
Dicen que en una ocasión se reconoció culpable de un pecado de este tipo ante su
famoso colega Turguéniev, al que odiaba y despreciaba por sus simpatías europeooccidentales; sin duda era una confesión inventada con la que sólo pretendía asustar y confundir al transparentemente humano y nada satánico Turguéniev. En San
Petersburgo, como hombre de más de cuarenta años y celebrado autor de un libro
sobre el que había llorado el mismo zar, habló una vez en el círculo de una familia en
el que había niños y muchachas muy jóvenes de un plan literario de su juventud, una
novela en la que un terrateniente, hombre bien situado, honorable y tranquilo,
recordaba que una vez hacía veinte años, después de una noche de juerga y azuzado
por amigos borrachos, había violado a una niña de diez años.
«¡Fiodor Mijailovich! —exclamó la madre de la casa llevándose las manos a la
cabeza—. ¡Tenga piedad! ¡Los niños están escuchando!».
Debía de ser un personaje extraño este Fiodor Mijailovich.
La enfermedad de Nietzsche no era la epilepsia, aunque nos podemos imaginar
bien al autor del Zaratustra y del Anticristo como epiléptico. Compartía el destino de
muchos artistas y especialmente de un número llamativo de músicos (entre éstos se le
puede contar, en cierto modo): sucumbió a una parálisis progresiva, un mal que es
clara y unívocamente de origen sexual, ya que hace tiempo que la ciencia ha
reconocido en él un resultado del contagio luético. Desde el punto de vista
naturalista-médico, una perspectiva sin duda muy limitada, la evolución espiritual de
Nietzsche no es más que la historia de una desinhibición y una degeneración
paralíticas, es decir, del verse lanzado de la normalidad altamente inteligente a las
esferas heladas y grotescas del conocimiento mortal y de la soledad moral, hacia un
grado del saber espantoso y criminal, para el que este hombre delicado y, en el más
amplio sentido del término, necesitado de cuidado, no estaba dotado sino, como
Hamlet, sólo llamado.
«Criminal» —repito la palabra para caracterizar el parentesco psicológico de los
casos Nietzsche y Dostoievski. No en vano aquél se sentía tan fuertemente atraído
por éste que le llamó su «gran maestro». El exceso, el desenfreno arrebatado del
conocimiento, además un moralismo religioso, id est satánico, que en Nietzsche se
llamaba antimoralismo, les era común. El sentimiento de culpa místico del epiléptico,
que hemos comentado, fue desde luego ajeno a Nietzsche. Pero que su sentimiento de
la vida personal le familiarizara con el del criminal queda atestiguado por uno de sus
aforismos que en este momento no puedo encontrar pero del que me acuerdo
perfectamente. En él dice que toda separación y todo distanciamiento de lo burgués
reconocido, toda independencia y toda desconsideración intelectual están
emparentados con la forma de existencia del criminal y conceden, desde el punto de
vista de la vivencia, un acceso a ella. Creo que se puede ir más lejos y afirmar que
toda originalidad creativa, todo arte en el más amplio sentido del término, lo hace.
Fue el pintor y escultor francés Degas el que dijo que un artista ha de entregarse a su
obra con el mismo espíritu con el que el criminal comete su crimen.
«Son los estados de excepción», dijo Nietzsche mismo, «los que condicionan al
artista: los que están profundamente emparentados y familiarizados con las
manifestaciones enfermizas: de manera que no parece posible ser artista y no estar
enfermo». El pensador alemán seguramente no conocía el carácter de su enfermedad,
pero sabía perfectamente lo que le debía, y sus escritos, tanto las cartas como la obra,
están llenos de alabanzas heroicas al valor que tiene la enfermedad para el
conocimiento. Es propio de la parálisis ir acompañada, probablemente por hiperemia
de las partes del cerebro afectadas, de oleadas de un sentimiento intenso de felicidad
y fuerza, de una potenciación subjetiva de las energías vitales y de una real, aunque
hablando en términos médicos patológica, elevación de la capacidad productiva
creadora. Antes de sumergir a su víctima en la noche espiritual y matarla, le regala
engañosas —engañosas en el sentido de la salud y de la normalidad— experiencias
del poder y de la ligereza soberana de la iluminación y de la inspiración
embriagadora, que le llenan de espasmos de veneración ante sí mismo y de la
convicción de que no ha sucedido nada parecido en milenios, y le hacen sentirse
como un portavoz divino, como un recipiente de la gracia, incluso como un verdadero
dios. Tenemos descripciones de este estado eufórico de entrega y de arrobo ante la
inspiración en las cartas de Hugo Wolf, al que suelen seguir en su caso períodos de
vacío espiritual y de impotencia artística. Sin embargo, la descripción más grandiosa
de la iluminación paralítica se halla en un obra maestra estilística, el Ecce Homo de
Nietzsche, en el tercer párrafo del capítulo sobre Zaratustra: «¿Hay alguien —
pregunta—, que a finales del siglo XIX tenga una idea clara de lo que los escritores de
épocas potentes llamaban inspiración? En caso contrario lo describiré yo». Se ve que
siente su experiencia como algo atávico, demoniaco-regresivo, algo que pertenece a
otros estados de la humanidad más «potentes» y más próximos a Dios, y que está
fuera del alcance de las posibilidades psicológicas de nuestra época débil y racional.
Y en realidad —¿pero qué es la realidad: la experiencia o la medicina?— está
describiendo un nefasto estado de excitación que precede como una burla al colapso
paralítico.
Probablemente su concepto del «eterno retorno», al que tan enorme importancia
concedía, es un resultado de la euforia, poco controlado intelectualmente, y ni
siquiera de su propia cosecha sino más bien una reminiscencia. Sobre el hecho de que
la idea del superhombre ya aparece en Dostoievski, en los discursos del ya citado
epiléptico Kirilov en Los demonios, ya ha hecho hincapié Mereshkovski. «Entonces
habrá un hombre nuevo —dice el visionario nihilista de Dostoievski—, todo se
renovará. La historia se dividirá en dos partes: desde el gorila hasta la destrucción de
Dios, desde la destrucción de Dios hasta la transformación física de la tierra y el
hombre», es decir, hasta la aparición del hombre-dios, el superhombre. Pero me
parece que ha quedado sin notar que también la idea del eterno retorno aparece ya en
Dostoievski, en los Karamazov, en el diálogo de Iván con el diablo. «Sí, ¡tú siempre
piensas en nuestra tierra actual! —dice el diablo—. Pero nuestra tierra actual quizá se
ha repetido miles de millones de veces—, bueno, envejeció, se congeló, se partió en
dos, cayó en pedazos, se desintegró en sus elementos, volvió a aparecer el agua,
“sobre lo sólido”, después, de nuevo el cometa, luego el sol, luego la tierra
descendiendo del sol —este proceso quizá se repite ya innumerables veces, y todo
siempre de la misma manera hasta el último detalle… ¡es el más indecente
aburrimiento!».
Dostoievski califica por boca del diablo de «indecente aburrimiento» lo que
Nietzsche bendice con afirmación dionisíaca y acompaña con su «porque te amo ¡oh,
eternidad!». La idea es la misma, y mientras que en el caso del superhombre creo en
una coincidencia de fraternidad en el espíritu, me inclino a ver el «eterno retorno»
como el fruto de la lectura, un recuerdo de Dostoievski inconscientemente teñido de
euforia.
Desde luego, puede que se trate de un error cronológico mío; dejo el caso a los
historiadores de la literatura para su comprobación. Lo que me importa es, primero,
un cierto paralelismo en el pensamiento de ambos grandes enfermos, y luego el
fenómeno de la enfermedad como grandeza o de la grandeza como enfermedad —es
la diferencia de las perspectivas bajo las que puede considerarse la enfermedad: como
reducción de la vida o como exaltación de la vida. Ante la enfermedad como
grandeza o la grandeza como enfermedad el mero punto de vista médico se demuestra
pedestre e insuficiente, o al menos unilateralmente naturalista: el asunto tiene su
aspecto espiritual y cultural, que tiene que ver con la vida misma y su exaltación, su
progresión, y sobre el que el simple biólogo y médico entiende poco. Digámoslo
claramente: un humanismo madura o se recompone a partir del olvido, que arranca el
concepto de la vida y de su vigor de las manos de la biología, que cree tener un
derecho especial y exclusivo sobre él, y se compromete a administrarlo de una
manera más libre, también más piadosa, y sobre todo más acorde con la verdad.
Porque el ser humano no es un ser exclusivamente biológico.
Enfermedad —ante todo importa quién está enfermo, loco, epiléptico o paralítico:
un necio vulgar, en cuyo caso la enfermedad carece del aspecto espiritual y cultural
—o un Nietzsche, un Dostoievski. En sus casos resulta de la enfermedad algo que es
más importante y provechoso para la vida que cualquier normalidad aprobada
médicamente. La verdad es que la vida jamás ha podido arreglarse sin la enfermedad,
y difícilmente habrá una frase más tonta que la que dice «de la enfermedad sólo
puede venir enfermedad». La vida no es melindrosa, y puede decirse tranquilamente
que la enfermedad creativa, generadora de genialidad, la enfermedad que toma los
obstáculos al galope, salta de roca en roca con ímpetu audaz, le es mil veces más cara
que la salud que camina arrastrando los pies. La vida no es puntillosa y hacer una
distinción moral entre salud y enfermedad le interesa muy poco. Agarra el audaz
producto de la enfermedad, lo devora, lo digiere y en cuanto se apodera de él lo
convierte en salud. Una bandada, toda una generación de muchachos ávidos y sanos
como manzanas se lanza sobre la obra del genio enfermo, del genializado por la
enfermedad, la admira, la celebra, se la lleva consigo, la modifica en su seno, la deja
en herencia a la cultura, que no vive sólo del pan casero de la salud. Sobre el nombre
del gran enfermo jurarán todos los que, gracias a su locura, ya no necesitan ser locos.
Se alimentarán de su locura con sano juicio, y en ellos él estará cuerdo.
Con otras palabras: ciertas conquistas del alma y del conocimiento no son
posibles sin la enfermedad, la locura, el crimen intelectual, y los grandes enfermos
son crucificados y víctimas, ofrecidas en sacrificio a la humanidad y a su elevación, a
la ampliación de su sensibilidad y saber, en resumen: a su salud superior. De ahí la
aureola religiosa que rodea tan ostensiblemente la vida de estos seres y que también
influye profundamente en su conciencia de sí mismos. De ahí también los
sentimientos, por así decir anticipados, de fuerza y victoria, y de una vida
extraordinariamente exaltada, a pesar del sufrimiento, que conocen estos mártires,
sentimientos triunfales que sólo pueden ser definidos como engañosos en un sentido
médico pedestre: una fusión de enfermedad y fuerza en sus personas que invalida la
asociación habitual entre enfermedad y debilidad y contribuye por su paradoja a la
coloración religiosa de su existencia. Nos obligan a repensar las ideas de
«enfermedad» y «salud», la relación entre enfermedad y vida; nos enseñan prudencia
ante el concepto de «enfermedad», al que estamos demasiado dispuestos a dar un
signo biológico negativo. Precisamente se discute este punto en una nota de
Nietzsche para la Voluntad de poder. «Salud y enfermedad —dice—, ¡seamos
cautelosos! La medida sigue siendo la florescencia del cuerpo, la elasticidad, la
audacia y la alegría del espíritu, también naturalmente qué cantidad de enfermedad
puede cargar sobre sí y asimilar, es decir, puede sanar». (El subrayado es de
Nietzsche). «Eso que destrozaría a seres más delicados forma parte de los medios
estimulantes de la gran salud».
Como un hombre sano de gran estilo, al que la enfermedad le sirve de
estimulante: así se sentía Nietzsche. Pero si en su caso la relación entre enfermedad y
fuerza se presenta de manera que la sensación de potencia, junto con su plasmación
productiva, aparece como un producto de la enfermedad (como corresponde al
carácter de la parálisis), en Dostoievski, el epiléptico, estamos casi obligados a ver en
la enfermedad el producto de una fuerza excesiva, una explosión y un exceso de
enorme salud, y a convencernos del hecho de que la vitalidad extrema puede llevar
los rasgos de la pálida endeblez.
Nada contribuye tanto a confundir los términos biológicos como la vida de este
hombre que siendo un convulsivo manojo de nervios, atacado a cada momento por
espasmos, «tan sensible como si le hubieran desollado y el simple aire le causara
dolor» (una cita de Memorias desde un sótano), llegara a cumplir nada menos que
sesenta años (de 1812 a 1881), y en las cuatro décadas dedicadas a la producción
erigiera una obra colosal de insospechada originalidad y audacia, de borrascosa
riqueza pasional y visionaria, una obra que además del «criminal» furor cognoscitivo
y confesional con el que ensancha la ciencia del hombre, encierra una asombrosa
dosis de travesura, de comicidad fantástica y de «alegría del espíritu». Pues este
crucificado era, entre otras cosas, un humorista muy grande.
Si Dostoievski no hubiera escrito más que las seis pequeñas novelas que aquí se
presentan, su nombre merecería sin duda un destacado lugar en la historia de la
literatura narrativa universal. Sin embargo, no forman ni la décima parte de lo que
escribió realmente, y amigos familiarizados con la historia íntima de sus creaciones
nos aseguran que ni la décima parte de todas las novelas que Fiodor Mijailovich
llevaba dentro, por así decir, acabadas y de las que era capaz de hablar detallada y
entusiásticamente, fueron efectivamente trasladadas por él al papel. No tuvo
sencillamente tiempo para llevar a cabo todos estos innumerables proyectos. ¡Y
pretenden que creamos en la enfermedad como expresión del empobrecimiento vital!
Los monumentos épicos que levantó, Crimen y castigo, El idiota, Los demonios,
Los hermanos Karamazov (por cierto, no son epopeyas sino dramas colosales,
compuestos casi por completo en escenas, en los que una acción, que revuelve todas
las profundidades del alma humana, a menudo apretada en pocos días, se representa
en diálogos hiperrealistas y febriles), los creó no sólo bajo la férula de la enfermedad,
sino también bajo los golpes de las deudas y de denigrantes apuros económicos, que
le obligaban a trabajar a una velocidad poco natural —una vez escribe para cumplir
un plazo determinado tres pliegos y medio de imprenta, que son cincuenta y seis
páginas, en dos días y dos noches. En el extranjero adonde huyó de sus acreedores
intentó resolver su pobreza en la mesa de ruleta, en Baden-Baden y Wiesbaden, y
remachó así, en más de una ocasión, su ruina. Entonces escribía cartas mendigando
donativos, en las que empleaba el lenguaje miserable de una de sus más abyectas
criaturas novelescas, Marmeladov. La pasión por los juegos del azar era su segunda
enfermedad, quizá relacionada con la primera, una verdadera adicción; le debemos la
maravillosa novela de El jugador, que se desarrolla en un balneario alemán con el
inverosímil y poco inspirado nombre de Roulettenburg, y en la que desnuda con
increíble realismo la psicología de esta pasión junto con la del demonio azar.
Esta obra maestra fue escrita en 1867, entre Crimen y castigo que data de 1866, y
El idiota que es de 1868 y 1869, y a pesar de toda su calidad es un simple
entretenimiento. Es la más tardía de las obras aquí presentadas, ya que las otras se
sitúan entre 1846 y 1864. La más temprana es El doble, una extravagancia patológica
que fue publicada en el mismo año que la primera gran novela de Dostoievski, Gente
pobre (1846), y que tras la profunda impresión que esta obra había hecho en Rusia
produjo decepción, no sin cierta razón; pues a pesar de detalles geniales de la
narración fue sin duda un error del joven autor creer que había superado con ella a
Gógol, por el que ciertamente está muy influido El doble. Y tampoco supera con esta
novela el William Wilson de E. A. Poe, que trata el mismo tema de gran raigambre
romántica de una manera moralmente más profunda, que disuelve más limpiamente
lo clínico en lo literario.
Pero poco importa, ¡qué «entretenimientos» o qué avances de grandes obras
venideras son las que reúne nuestra edición! En la época de antes del proceso de
Dostoievski y de su destierro a Omsk en Siberia se sitúa el relato El eterno marido,
publicado en 1848, con la figura desagradablemente equívoca del marido engañado
nato, de cuyo infame sufrimiento psicológico se extraen los efectos más fantasmales.
Luego sigue el intermedio de los trabajos forzados, la terrible experiencia de la
katorga, que más tarde en Petersburgo hallaría su plasmación en el libro Memorias de
la casa muerta (1861), que conmovería hasta las lágrimas a toda Rusia e incluso al
zar. Pero la reanudación de la actividad literaria de Dostoievski se produce con
Stepanchikovo y sus habitantes (1859) escrito aún en Siberia, famosísimo por la
insuperable figura del tiránico hipócrita Foma Opiskin, una creación cómica de
primer orden, irresistible, a la altura de Molière y Shakespeare. Hay que decir que
después de este prodigio El sueño del tío que le siguió inmediatamente significa un
paso atrás. Es, si se me permite un juicio, una farsa demasiado extendida para el
contenido que tiene, cuya parte final trágica, la historia del joven profesor
tuberculoso, es de un insufrible sentimentalismo introducido en la obra de
Dostoievski por la influencia temprana de Charles Dickens. Como compensación
tenemos en El sueño del tío la figura de la bella Sinaida Afanasieva, ese prototipo de
la noble muchacha rusa, que merece el amor evidente y muy sugestivo de un autor
cuya caridad cristiana generalmente se centra más en la miseria humana, el pecado, el
vicio, los abismos de la lujuria y del crimen, que en la nobleza del cuerpo y del alma.
De esta caridad y de una terrible experiencia constituye un ejemplo que inspira
terror y veneración la pieza principal de nuestra selección, las Memorias desde un
sótano. Por su contenido es la que se sitúa más cerca de las grandes obras
características de Dostoievski: generalmente se ve en ella un punto de inflexión en la
creación del autor, un paso hacia el encuentro consigo mismo. Hoy, cuando las
penosas y escarnecidas conquistas, las sinceridades de esta nove la, que sobrepasa
desconsideradamente los límites de lo novelesco y literario, han entrado
definitivamente en la cultura moral, nos cuesta imaginar la sensación sombría, la
protesta del «sentido de la belleza idealista» y, por otro lado, la aceptación apasionada
en el sentido del amor fanático de la verdad, que despertó con su publicación. Hablé
de desconsideración, Dostoievski o el yo-héroe, el antihéroe o no-héroe de estos
apuntes, se la reserva a través de la ficción de que no escribe para un público, para la
imprenta o para un lector sino exclusivamente para sí mismo y en secreto absoluto.
Su pensamiento es el siguiente: «En los recuerdos de cada hombre hay cosas que no
descubre a todo el mundo, sino quizá sólo a sus amigos. Hay además cosas que no
descubre tampoco a sus amigos, sino quizá sólo a sí mismo, y bajo el sello del
silencio. Por fin hay cosas que el hombre se resiste a descubrirse a sí mismo, y de
estas cosas se acumula una buena cantidad en todo hombre decente. Sí, hasta puede
decirse que cuanto más decente es un hombre, mayor será el número de este tipo de
cosas. Yo al menos me he decidido hace muy poco a recordar algunas de mis
vivencias tempranas; hasta ahora he procurado evitarlas, incluso con cierto
desasosiego…».
La plasmación increíblemente comprometedora de estas «vivencias tempranas»
constituye el contenido de la «novela», en la que se mezcla de una manera hasta
entonces desconocida lo abyecto y lo atractivo. El autor, o el personaje que él
convierte en autor, hace un experimento con su relato. «¿Es posible —pregunta—, ser
completamente sincero consigo mismo y decir toda la verdad sin turbación?». Cita a
Heine, que afirmó que las autobiografías que respondan realmente a la verdad son
prácticamente imposibles; de uno mismo se dice con toda seguridad algo falso, como
Rousseau que por pura vanidad se autodesacreditó. El autor le da la razón; pero la
diferencia entre Rousseau y él, afirma, es que aquél se confesó ante el público; él, sin
embargo, escribe exclusivamente para sí, y declara de una vez por todas que cuando
escribe como dirigiéndose a los lectores lo hace únicamente por artificio, porque le
resulta más fácil escribir así. Que se trata de una forma simple y vacía.
Naturalmente eso no es verdad, porque Dostoievski escribía por supuesto para el
público, para la imprenta y para el mayor número posible de lectores, porque, entre
otras cosas, necesitaba urgentemente el dinero que le daban por su trabajo. La ficción
artística y casi juguetona de la soledad total y de la lejanía de la literatura es útil como
disculpa para el cinismo radical de la exhibición espiritual. La ficción dentro de la
ficción, por otro lado, la aparente actitud de dirigirse al lector, el constante perorar
con unos indeterminados «caballeros», con los que el narrador se pelea, es útil; pues
introduce un elemento discursivo, dialéctico, dramático en el relato, algo que
Dostoievski domina a la perfección, y que convierte en ameno, en un sentido
sublime, incluso lo más grave, maligno y abismal.
Confieso que la primera parte de las Memorias desde un sótano me gusta más que
la segunda, la conmovedora y vergonzosa historia con la prostituta Lisa. Reconozco
que esta primera parte no es acción, sino palabrería, y una palabrería que en muchos
aspectos recuerda el depravado parloteo de ciertos personajes religiosos en las
grandes novelas de Dostoievski. Reconozco también que esta palabrería es
aventurada en el sentido más fuerte del término, y peligrosamente capaz de confundir
a los espíritus ingenuos, porque insiste en la duda frente a la fe y polemiza en violenta
apostasía contra la civilización y la democracia, contra los filántropos y los
reformistas, que pretenden que el hombre persigue su felicidad y su ventaja, cuando
sabemos que busca, por lo menos en la misma medida, el sufrimiento, esa única
fuente del conocimiento, no desea en el fondo el palacio de cristal y el hormiguero de
la perfección social y nunca renunciará a la destrucción y al caos. Todo esto suena
mucho a perversidad reaccionaria y puede asustar a la buena voluntad que hoy parece
tener todo el interés en tender un puente sobre el abismo que se ha abierto entre lo
conseguido en el terreno espiritual y la realidad social y económica escandalosamente
rezagada. El interés es máximo, y sin embargo esas herejías son la verdad: el lado
oscuro, alejado del sol, la verdad que nadie al que le importe la verdad en sí, toda la
verdad, la verdad sobre el ser humano, debe descuidar. Las paradojas torturadas que
el «héroe» de Dostoievski lanza a sus adversarios positivistas están formuladas, por
muy antihumanistas que parezcan, en nombre de la humanidad y por amor a ella: a
favor de un humanismo nuevo, más profundo y menos retórico, purificado en todos
los infiernos del sufrimiento y del conocimiento.
Así como la edición de Dostoievski que nos ocupa está en relación con su obra
total, y así como esta obra acabada, a su vez, está en relación con aquello que él
hubiera podido y deseado crear si los límites de la vida humana no se lo hubieran
impedido —así lo que yo digo aquí sobre el gran ruso está en relación con lo que, en
realidad, habría que decir de él. Dostoievski con medida, Dostoievski con prudente
limitación, ésta era la consigna. Cuando le hablé a un amigo de mi intención de dar
un prólogo a este volumen dijo riendo: «¡Tenga cuidado! Acabará escribiendo usted
un libro sobre él».
He tenido cuidado.
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