La petición «venga a nosotros Tu reino» tiene un corolario necesario e inevitable,
que es éste: «renunciamos a nuestro reino». La condición de la iluminación completa
es la purgación completa. Sólo el alma purificada puede alcanzar la plena identidad
con el Brahman; por cambiar un tanto el vocabulario de la religión, la unión con Dios
nunca podrá ser conseguida por el Viejo Adán, que ha de perder la vida de la
voluntad propia con objeto de aspirar a la vida de la voluntad divina. Estos principios
han sido aceptados con axiomas fundamentales por todos los místicos, sea cual fuera
su país, su fe y su período histórico.
Cuando estos principios se aplican en la práctica, se descubre que el reino
personal al cual hay que renunciar, si el reino de Dios ha de venir a nosotros, consta
sobre todo de dos grandes provincias: las pasiones y las distracciones. De las
pasiones no será necesario decir aquí gran cosa, y ello por la buena razón de que ya
es mucho lo que se ha dicho en otros lugares. Por si fuera poco, es o debiera ser
evidente por sí mismo que «Tu reino» no puede venir de ninguna manera a quien
habite un universo construido a su medida por sus propios temores, codicias, malicias
y ansiedades. Ayudar a los hombres a superar estas pasiones es el objetivo de toda
enseñanza ética; esa superación es preliminar esencial y acompañamiento
conveniente de la vida de la espiritualidad mística. Quienes se imaginan que pueden
alcanzar la iluminación sin purgación se encuentran en un craso error. Hay una carta
dirigida por santa Juana de Chantal a una de las monjas de su orden, que es una carta
que convendría poner en manos de todos los principiantes que se inician en el arte del
yoga o de la oración mental:
Bien puedo creer, desde luego, cuando me dices que no sabes qué responder a esas novicias que te preguntan cuál es la diferencia entre la unión y la contemplación. Dios Nuestro Señor, ¿cómo es posible que mi hermana la Superiora les permita tal cosa, o que tú misma se la permitas en su ausencia? Jesús mío, ¿dónde ha ido a parar la humildad? Tienes que poner fin a esto de inmediato, y darles libros y lecturas que traten de la práctica de las virtudes, y decirles que primero deben hacer lo que se dice en esos libros, y que
más adelante ya hablaremos de asuntos tan exaltados.
Basta, de todos modos, de esta primera y por consiguiente conocidísima provincia
de nuestro reino personal. No es de las pasiones, sino de esos otros impedimentos de
la vida unitiva, las distracciones, de las que se suele hablar menos y, desde luego, con
menos frecuencia, de los que me propongo escribir aquí.
Los contemplativos han comparado las distracciones con el polvo, con enjambres
de moscas, con los movimientos de un mono que haya recibido la picadura de un
escorpión. Sus metáforas siempre remiten a una imagen de agitación carente de
propósito. Y esto es precisamente lo interesante y lo importante de las distracciones:
las pasiones tienen en esencia un propósito determinado, y los pensamientos,
emociones y veleidades relacionados con las pasiones siempre entrañan más
referencia a los fines reales o imaginarios propuestos, o a los medios por los cuales
tales fines pueden ser alcanzados. Con las distracciones, el asunto es bien diferente.
En su esencia radica la carencia de propósito y la irrelevancia; para descubrir qué
irrelevantes y qué inservibles son, basta con tomar asiento y recogerse en uno mismo.
Las preocupaciones relacionadas con las pasiones probablemente afloren a la
superficie de la conciencia; con ellas surgirá también la espuma de los recuerdos
misceláneos, las nociones e imaginaciones más diversas, los recuerdos de la infancia,
del terrier de Yorkshire que tenía la abuela de uno, el nombre que se da en francés al
beleño, un plan para atrapar las bombas en pleno vuelo, más caballeresco que otra
cosa… Dicho en una palabra, aflorará toda clase de insensateces y de tonterías. El
argumento psicoanalítico de que todas las divagaciones del subconsciente tienen un
hondo sentido pasional no puede aplicarse adecuadamente a la realidad de los hechos.
Basta con observarse a uno mismo y con observar a los demás para descubrir que no
somos en exclusiva los sirvientes de nuestras pasiones y de nuestras más apremiantes
necesidades biológicas, al menos en tanto en cuanto no somos tampoco seres
exclusivamente racionales; somos asimismo seres poseídos por una complicada
maquinaria psicofisiológica que incesantemente mueve sus engranajes y que, en el
transcurso de esos movimientos, arroja a la conciencia selecciones tomadas a partir
de ese número indefinido y permutaciones y combinaciones mentales que su
funcionamiento hace posible al azar. La mayor parte de estas permutaciones y
combinaciones nada tienen que ver con nuestras pasiones ni con nuestras ocupaciones
racionales; son meras imbecilidades, meros productos casuales, de desecho, de la
actividad psicológica. Es verdad que tales imbecilidades pueden ser utilizadas por las
pasiones, poniéndolas al servicio de sus propios fines, como cuando el Viejo Adán
que habita en nosotros arroja una cortina de abstracciones intrínsecamente carentes de
sentido en un intento por anular los esfuerzos creativos de una voluntad superior. No
obstante, incluso cuando no son utilizadas por las pasiones, es decir, en sí mismas, las
distracciones constituyen un formidable obstáculo que se interpone en toda clase de
avance espiritual. El imbécil que hay en nuestro interior es un enemigo de Dios tan
radical como lo es el maníaco apasionadamente dedicado a su propósito, con sus
enloquecidos anhelos y aversiones. Además, el imbécil sigue estando a sus anchas, y
sigue ocupándose, aun después de que el lunático haya sido domado o incluso
destruido. Dicho de otro modo, un hombre puede haber tenido éxito en superar sus
pasiones, sustituyéndolas por un deseo fijo, claro, de alcanzar la iluminación; puede
haber coronado con éxito esta empresa, que, sin embargo, aún puede ver su avance
estorbado por la avalancha que desemboca en la conciencia cargada de inservibles e
irrelevantes distracciones. He ahí la razón por la cual todos los que hayan avanzado
por el camino del espíritu han dado tan gran importancia a esas imbecilidades, aparte
de haberles dado el rango de graves imperfecciones, e incluso de pecados. Creo que
es a las distracciones —o, en todo caso, a una de las clases principales de
distracciones— a las que Cristo se refiere en ese dicho extrañamente enigmático y
alarmante, a saber, «de toda vaga palabra que pronuncien los hombres deberán dar
cuenta el día del Juicio Final, y por vuestras palabras seréis condenados». Las
idioteces verbalizadas, las irrelevancias que se pronuncian, todas las afirmaciones,
ciertamente, que no observan la finalidad de la iluminación, deben ser clasificadas
entre los impedimentos, las barreras que se interponen entre el alma y la realidad
definitiva. Pueden parecer sin duda inofensivas, pero esta inocuidad lo es sólo en
relación con lo mundano; en relación con los fines espirituales y eternos, las
distracciones son extremadamente perjudiciales. En este contexto me gustaría citar un
párrafo tomado de la biografía de un santo francés del siglo XVII, Charles de Condren.
Una piadosa dama, llamada Mademoiselle de la Roche, era presa de una gran
inquietud, porque le resultaba imposible hacer una confesión plenamente
satisfactoria. «Su problema era que sus pecados le parecían a ella más grandes de lo
que se atrevía a decir. Sus faltas no eran considerables; no obstante, sentíase incapaz,
según decía ella misma, de expresarlas debidamente. Si el confesor le decía que había
quedado contento con la acusación que ella hiciera de sus pecados, ella respondía que
no lo estaba y que, como no estaba diciéndole la verdad, no podía él darle la
absolución. Si él la presionaba para que le dijese la verdad, y toda la verdad, ella
descubría que era absolutamente incapaz de hacerlo». Nadie sabía qué decir a esta
infortunada mujer, que con el tiempo terminó por ser considerada como una de tantas
señoras que no estaba bien de la cabeza. Finalmente se dirigió a Condren, el cual le
alivió de sus miserias mediante una explicación de su caso que es de enorme interés.
«Es verdad», dijo él, «que no habéis expresado adecuadamente vuestros pecados,
pero lo cierto es que en esta vida es imposible representarlos en toda su repugnante
dimensión. Nunca llegaremos a conocerlos tal como realmente son, hasta que los
veamos bajo la pura luz de Dios. En vuestro caso, Dios os ha dado la impresión de la
deformidad del pecado, mediante la cual Él os hace sentir muchísimo más
gravemente pecaminosa de lo que se aparece a vuestro entendimiento, de lo que
puede expresarse con vuestras palabras. De ahí vuestra angustia y vuestra inquietud.
Por consiguiente, es preciso que concibáis vuestros pecados tal como la fe os los
presenta, dicho de otro modo, tal como son en sí mismos, si bien debéis contentaros
con describirlos con tales palabras como las que brotan de vuestros labios». Todo lo
que Condren dice acerca de la pobre Mademoiselle de la Roche y de sus sin duda
insignificantes pecados se aplica con idéntica pertinencia a nuestras distracciones. A
juzgar por los criterios humanos más habituales, no parecen tener importancia. Y sin
embargo, tal como son en sí mismos, tal como son en relación con la luz de Dios (y
son completamente capaces de eclipsarla, tal como se oculta el sol tras una tormenta
de arena o tras una nube de langostas), estas imperfecciones en apariencia
insignificantes son consideradas como si estuvieran dotadas de un gran poder de
perversión en el alma, tanto como tiene la ira, la codicia o cualquier otra aprensión
obsesiva.
Cómo desconfían del imbécil que, encamado en cualquier ser humano, cohabita
con el loco criminal, el animal perezoso y tornadizo, el buen ciudadano y el santo
potencial, aún no despierto, profundamente latente, y porque saben reconocer este
poder verdaderamente diabólico, los contemplativos siempre han impuesto sobre sí
mismos y sobre sus discípulos esa rigidez con que se niegan a sí mismos en lo
relativo a los estímulos irrelevantes y a las distracciones. La incansable curiosidad del
Viejo Adán ha de ser refrenada, y su imbecilidad y disipación han de ser convertidas
en sabiduría y en determinación. He aquí el porqué al hipotético místico siempre se le
indica que se abstenga de ocuparse en asuntos que no son de su incumbencia, porque
nada tienen que ver con su finalidad última o porque en relación con dichos asuntos
nada puede hacer efectivamente, en el sentido de lograr un bien inmediato y concreto.
Esta obligatoria negación de las propias apetencias abarca la mayoría de las cosas con
las que está ocupada fuera del horario de trabajo la persona normal y corriente: las
noticias, la entrega diaria de las narraciones más o menos épicas que le pueden llegar
por la radio, los anuncios en razón de los cuales existen esas noticias, los nuevos
automóviles del año, la última moda, etcétera. Ahora bien, de las modas, los coches y
los electrodomésticos, de las noticias y de la publicidad depende nuestro sistema
económico para que su funcionamiento sea apropiado. Tal como no hace mucho
tiempo señaló Hoover, el expresidente de los Estados Unidos, este sistema no puede
funcionar a menos que la demanda de lo que no es necesario no sólo se mantenga,
sino que incluso aumente de continuo; ciertamente, no podrá mantenerse ni aumentar
a menos que sea mediante incesantes llamamientos a la codicia, la competitividad y
el amor de la estimulación sin propósito definido. Los hombres siempre han sido
presa de las distracciones, que son el pecado original de la mente; sin embargo, hasta
ahora nunca se había hecho ningún intento por organizar y explorar las distracciones,
por hacer de ellas, debido a su importancia económica, el meollo y el centro vital de
la vida humana, es decir, por idealizarlas y convertirlas en las más altas
manifestaciones de la actividad mental. La nuestra es una época de irrelevancias
sistematizadas, y el imbécil que todos llevamos en nuestro interior se ha convertido
en uno de los titanes sobre cuyos hombros descansa el peso del sistema
socioeconómico. El recogimiento, o la superación de las distracciones, nunca había
sido tan imprescindible como ahora; tampoco ha sido nunca, cabe suponer, tan difícil
como ahora.
Anteriormente de algún modo di cuenta de la naturaleza psicológica de
las distracciones y de su significado en tanto obstáculos en el camino de aquellos que
aspiran a alcanzar la iluminación. En los párrafos que siguen a continuación
describiré algunos de los métodos que me han resultado más útiles a la hora de
superar estos obstáculos, de circunvenir los trucos del imbécil que todos llevamos
dentro como una segunda personalidad.
Las distracciones nos afectan no sólo cuando intentamos la meditación formal o
la contemplación, sino también, e incluso de manera más peligrosa, en el transcurso
de nuestra vida activa cotidiana. Muchos de los que emprenden una serie de
ejercicios espirituales, ya sean propios del yoga o de la tradición cristiana, tienden
con demasiada frecuencia a constreñir sus esfuerzos en concentrarse mentalmente y
estrictamente en una serie de horas fijas, es decir, durante las horas que realmente
dedican a la meditación. Olvidan que es posible que un hombre o una mujer alcance,
durante la meditación, un grado muy elevado de concentración e incluso una especie
de pseudoéxtasis subjetivamente satisfactorio, al tiempo que permanecen en el fondo
de su ego no regenerado. No es poco común, sino más bien todo lo contrario,
encontrarse con personas que cada día pasan algunas horas haciendo ejercicios
espirituales y que, en los intervalos, despliegan tanto rencor y tanto fastidio, tantos
prejuicios, celos, codicia y estupidez como los menos espirituales de sus vecinos. La
razón de que así sea es que tales personas no suelen esforzarse por adaptar a las
exigencias de la vida ordinaria esas prácticas de las que hacen uso durante el tiempo
que dedican formalmente a la meditación. Esto no puede ser sorprendente, claro está.
Es mucho más fácil entrever brevemente la realidad bajo las condiciones perfectas de
la meditación formal que «practicar la presencia de Dios» en medio del tedio, los
contratiempos y las constantes tentaciones de la vida familiar y profesional. La
«aniquilación activa», según designación de Benet Fitch, místico inglés, o el
hundimiento del yo que se precipita en Dios en todos los momentos del día, es algo
mucho más difícil de lograr que la «aniquilación pasiva», que se alcanza por medio
de la oración mental. La diferencia entre estas dos formas de autoaniquilación es
análoga a la diferencia entre el trabajo científico en las condiciones propias del
laboratorio y el trabajo científico de campo. Tal como bien sabe cualquier científico,
es un gran salto el que separa el logro de resultados en el laboratorio de la aplicación
de esos descubrimientos en el desordenado y desconcertante mundo que hay más allá
de sus paredes. El trabajo de laboratorio y el trabajo de campo son necesarios por
igual en la ciencia. De manera análoga, en la práctica de la vida unitiva, el trabajo de
laboratorio, es decir, la meditación formal, debe contar con el suplemento de lo que
podría denominarse «misticismo aplicado» durante las horas de la actividad
cotidiana. Por esta razón me propongo dividir este artículo en dos partes, la primera
de las cuales tratará de las distracciones en los momentos de recogimiento, mientras
que la segunda se ocupará de las imbecilidades que oscurecen y obstruyen la vida
cotidiana.
Todos los maestros del arte de la oración mental concuerdan al aconsejar a sus
discípulos que nunca se esfuercen en luchar contra las distracciones que surgen en la
mente durante el recogimiento. Y la razón no puede ser más sencilla. «Cuanto más
opere un hombre, tanto más es y tanto más existe. Y cuanto más sea y más exista,
menos será el Dios que sea y exista dentro de él». Todo lo que sea resaltar el yo
personal y disociado de todo lo demás genera una disminución correspondiente de la
conciencia que se tiene de la realidad divina. Pero la lucha voluntaria contra las
distracciones realza automáticamente ese yo diferenciado, y reduce por lo tanto las
posibilidades que tiene el individuo de alcanzar una conciencia clara de la realidad.
En el proceso durante el cual se intenta por todos los medios abolir nuestras
imbecilidades, las que eclipsan a Dios, meramente ahondamos en la oscuridad de
nuestra ignorancia innata. Siendo así, es preciso renunciar a nuestro empeño de
luchar contra las distracciones y hallar maneras de circunvenirlas y evadirlas. Uno de
los métodos consiste simplemente en «mirar por encima del hombro» del imbécil que
se encuentra entre nosotros y el objeto de nuestra meditación o nuestra contemplación
carente de imágenes. La distracción aparece en el primer plano de la conciencia;
tomamos nota de su presencia ahí, y a la ligera, sin esfuerzo y sin tensión de la
voluntad, desplazamos el foco de nuestra atención a la realidad que hay al fondo. En
muchos casos, las distracciones perderán su presencia obsesiva y gradualmente se
irán disolviendo.
De manera alternativa, cuando llegan las distracciones, puede ser necesario
renunciar provisionalmente al intento de practicar una contemplación sin imágenes o
una «mirada simple», ya que en tal caso son las propias distracciones las que habrán
de ser utilizadas como objetos de la meditación discursiva, preparatoria para otro
regreso posterior a esa «mirada simple». Dos métodos para hacer un uso provechoso
de las distracciones son los que más comúnmente se recomiendan. El primero
consiste en examinar objetivamente las distracciones y en observar cuáles tienen sus
orígenes en las pasiones y qué otras surgen por el lado imbécil de la mente. El
proceso que consiste en seguir los pensamientos y las imágenes hasta la fuente de la
que provienen, es decir, desvelar lo que tiene razón de ser y lo que es puramente
pasional, separándolo de las manifestaciones meramente imbéciles del egotismo, es
un ejercicio admirable de concentración mental, así como un medio idóneo para
incrementar ese conocimiento de uno mismo que es uno de los requisitos previos e
indispensables del conocimiento de Dios. «Un hombre», escribió Meister Eckhart,
«tiene en sí muchas pieles que cubren las honduras de su corazón. El hombre conoce
muchas cosas; no se conoce a sí mismo. Es lógico, si se piensa en esas treinta o
cuarenta pieles, pellejos como los de un buey o un oso, gruesos y coriáceos, que
recubren el alma. Id a vuestro propio terreno y aprended a conoceros en él». El
examen desapasionado y científico de las distracciones es uno de los mejores
métodos de conocimiento de esas «treinta o cuarenta pieles» que constituyen nuestra
personalidad y descubrir, bajo todas ellas, el Yo, la Divinidad inmanente, el Reino de
los Cielos que hay en nuestro interior. La meditación discursiva sobre las sucesivas
pieles deviene naturalmente en una «mirada simple» que se dirige al terreno del alma.
El segundo método que tenemos para hacer uso de las distracciones utilizándolas
con el propósito de derrotar a las distracciones mismas es tan sólo una variante del
primero. La diferencia entre los dos métodos es una diferencia en la calidad del tono
emocional que acompaña el examen de los pensamientos y las imágenes inquietantes.
En el primer método, el examen ha de ser desapasionado; en este segundo, se da
acompañado por un sentido de la contrición y de la propia humillación. Dicho con
palabras del autor de La nube del no saber, «cuando sintieras que de ninguna manera
te es posible apartarlas [hace referencia a las distracciones, imbéciles y pasionales por
igual], acoquínate bajo ellas como un cautivo y un cobarde derrotado en combate, y
piensa que es una estupidez esforzarse más tiempo con ellas, y que por consiguiente
te entregas a Dios al entregarte a manos de tus enemigos. Y siéntete entonces como si
hubieras sido por siempre derrotado… Y seguramente, entiendo yo, si este artificio es
concebido de veras, no será nada más que un verdadero conocimiento y un
sentimiento de ti mismo tal cual eres, un ser penoso y repugnante, mucho peor que
nada, cuyo conocimiento y sentimiento es la mansedumbre. Y esta mansedumbre
merece que Dios mismo descienda en todo Su poder, para vengarte de tus enemigos,
para adoptarte y hacerte ascender y para secar con todo Su afecto tus ojos
cadavéricos, como hace el padre con su hijo cuando está a punto de perecer ante una
piara de jabalíes o ante los osos enloquecidos que lo desgarran a dentelladas».
Ahora llegamos al problema que estriba en tratar las distracciones en la vida
cotidiana, en el campo, y no ya en el laboratorio. La aniquilación activa o, por usar la
frase que ha difundido el Hermano Lawrence, la constante práctica de la presencia de
Dios en todos los momentos del día, es un empeño de extrema dificultad. La mayor
parte de quienes lo intentan cometen el error de tratar el trabajo de campo como si
fuese el trabajo en un laboratorio. Al hallarse en medio de las cosas, se apartan de
todas las cosas, ya sea físicamente, mediante el retiro, o psicológicamente, mediante
un acto de introversión. Pero rehuir las cosas, evitar las actividades externas que son
necesarias en la vida, es un obstáculo en el camino de la autoaniquilación; rehuir las
cosas equivale a afirmar tácitamente que las cosas aún nos importan mucho. La
introversión para alejarse de las cosas, en nombre de Dios, tal vez pueda, al dar a las
cosas una importancia indebida, exaltarlas hasta un lugar que debiera estar ocupado
por Dios. Lo que se necesita, por consiguiente, no es la huida física o la introversión
para alejarse psicológicamente de las cosas, sino la capacidad de emprender la
actividad necesaria con un espíritu de desapego, de autoaniquilación en la realidad.
Ésta es, por supuesto, la doctrina del Gita. (Conviene hacer mención, de todos
modos, de que el Gita —si ha de ser tomado literalmente, y cabe esperar que no lo
sea— sugiere que es posible cometer homicidio en un estado de autoaniquilación en
Dios. En diversas variantes, esta doctrina del desapego ha sido empleada por
sectarios aberrantes de todas las religiones para justificar toda clase de perversión, de
absurdo, desde las orgías sexuales hasta la tortura. Ahora bien, en lo que se refiere a
la sencillez de un hecho psicológico, tales actividades son totalmente imposibles de
llevar a la aniquilación en Dios. Ir a la guerra, como hacen los héroes del Gita, o
permitirse con indulgencia una promiscuidad sexual sin límites, como algunos de los
«iluminados» de Occidente, son actividades que no pueden dar por resultado nada
distinto de un mayor énfasis en el yo personal disociado y separado, así como un total
eclipse de la realidad divina. El desapego no puede practicarse si no es en relación
con acciones intrínsecamente buenas o éticamente neutrales; la idea de que pueda
practicarse en relación con acciones malas es puramente ilusoria, y mana solamente
del deseo del ego de seguir conduciéndose de manera reprobable, al tiempo que
encuentre alguna dudosa justificación de esa conducta por medio de una filosofía
elevada y aparentemente espiritual).
Para alcanzar la aniquilación activa, único medio a través del cual es posible
superar las distracciones de la vida cotidiana, el aspirante habrá de comenzar por
evitar no sólo todas las acciones reprobables, sino también, si es posible, todas las
acciones innecesarias y ridículas. Escuchar los programas habituales de la radio, ver
las películas de costumbre, leer las tiras cómicas: ésas son actividades meramente
ridículas e imbéciles; aun sin ser perversas, son casi tan poco conducentes a la
aniquilación como lo son las actividades del linchamiento y del fornicio. Por este
motivo, es obviamente aconsejable rehuirlas en la medida de lo posible.
Mientras tanto, ¿qué es lo que hay que hacer en el terreno de la psicología? En
primer lugar, es necesario cultivar una constante conciencia de la realidad que lo es
todo, y del yo personal, que es menos que nada. Sólo con esta condición puede
lograrse el desapego deseado. No es menos importante que la evitación de las
actividades innecesarias y no conducentes a la aniquilación y el cultivo de la
conciencia impliquen el vaciamiento de la memoria y la supresión de todo
presentimiento. Todo el que preste atención a estos procesos mentales descubrirá bien
pronto que una gran parte del tiempo se le va de las manos en rumiar el pasado y en
probar el sabor anticipatorio que pueda tener el futuro. Regresamos al pasado a veces
porque los recuerdos surgen al azar y afloran mecánicamente en la conciencia; otras
veces es porque nos gusta adular nuestro egotismo mediante el recuerdo de los
triunfos y placeres del pasado, mediante el embellecimiento e incluso la censura de
los malos tragos y de las derrotas; a veces, también, porque sentimos asco de nosotros
mismos y, pensando en «arrepentirnos de nuestros pecados», regresamos con
melancólica y lúgubre satisfacción a los antiguos delitos. En cuanto al futuro, nuestra
preocupación es a veces aprensiva, a veces compensatoria y fruto del deseo. En
cualquier caso, el presente es sacrificado en aras de sueños que ya no existen, o en
aras de situaciones hipotéticas. Pero es un hecho contrastado por la observación
empírica que el camino a la eternidad espiritual pasa por la eternidad animal e
inmediata del presente engañoso. Nadie puede alcanzar la vida eterna si no ha
aprendido antes a vivir no ya en el pasado ni en el futuro, sino en el ahora, en este
momento, paso a paso. En lo que atañe a las imbecilidades que eclipsan a Dios o que
generan un pensamiento ansioso por el futuro, es mucho lo que los evangelios pueden
decir. Basta para el día presente el mal existente, y podríamos añadir que basta
también para el lugar en que estemos. Acostumbramos a sentir inquietud por los
males más remotos, con respecto a los cuales nada podemos hacer, y pensamos que
esa inquietud es señal de nuestra debilidad, de nuestra compasión. Probablemente
sería más próximo a la verdad decir, con san Juan de la Cruz, que «la inquietud es
siempre vanidad, porque no hace ningún bien. Sí, incluso aunque todo el mundo
fuese presa de la confusión, y todas las cosas en él fuesen víctimas del desorden, la
inquietud bajo ese pretexto sería pese a todo mera vanidad». Esto que es cierto de las
cosas distantes en el espacio y en el futuro también lo es de las cosas distantes en el
pasado. Debemos aprender a no malgastar el tiempo y las oportunidades que tenemos
de conocer la realidad por preferir abundar en nuestros recuerdos. Que los muertos
entierren a sus muertos. «El vaciamiento de la memoria», dice san Juan de la Cruz,
«aunque las ventajas que otorga no sean tan grandes como las del estado de plena
unión, aunque sea meramente por librar al alma de tanta tristeza, tanta pena y tanto
pesar, además de las imperfecciones y del pecado, es en sí mismo un bien
considerable».
Así pues, en resumidas cuentas, tales son algunos de los métodos mediante los
cuales es posible superar las distracciones, no ya en el laboratorio de la meditación
formal, sino también, aun siendo mucho más arduo, en el mundo de la vida cotidiana.
Como siempre, es enormemente más fácil escribir y leer sobre estos métodos que
ponerlos realmente en práctica.
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