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Foto del escritorAmenhotep VII

Discurso a la Facultad de Teología - Ralph Waldo Emerson




En este verano radiante ha sido un lujo respirar el hálito de la vida. La hierba

crece, los capullos se abren, el prado se tiñe del fuego dorado de las flores. El

aire está lleno de pájaros y posee la dulzura del aroma del pino, del abeto y

del heno reciente. La noche no oprime el corazón con su bienvenida sombra.

A través de la transparente oscuridad, las estrellas vierten su luz casi

espiritual. El hombre, cobijado por ellas, parece un muchacho y su abigarrado

globo un juguete. La frescura de la noche baña el mundo como si fuera un río

y prepara la mirada para un nuevo amanecer púrpura. El misterio de la

naturaleza nunca se había desvelado de una manera tan dichosa. El grano y el

vino se han repartido libremente entre las criaturas, y el silencio

ininterrumpido con el que se derrama la antigua abundancia no ha dado una

sola palabra de explicación. Estamos obligados a respetar la perfección de

este mundo, en el que conversan nuestros sentidos. ¡Qué ancho, qué rico,

cuántas invitaciones a usar las propiedades de cada facultad humana! Merece

la pena que la médula y el corazón de los grandes hombres se entreguen a sus

fértiles suelos, a su mar navegable, a sus montañas de metal y piedra, a sus

bosques de toda clase de madera, a sus animales, a sus ingredientes químicos,

a los poderes y el camino de la luz, del calor, de la atracción y de la vida, y

disfruten. La historia se complace honrando a los plantadores, los mecánicos,

los inventores, los astrónomos, los constructores de ciudades y los capitanes.

Pero en cuanto la mente se abre, y revela las leyes que atraviesan el

universo y hace de las cosas lo que son, entonces el gran mundo se contrae en

seguida en una mera ilustración y fábula mentales. ¿Qué soy y qué es?,

pregunta el espíritu humano con una curiosidad creciente e inextinguible.

Mirad esas leyes apresuradas, que nuestra imperfecta aprehensión ve que

tienden hacia allí o hacia allá, sin cerrar el círculo. Mirad esas relaciones

infinitas, tan parecidas, tan distintas; muchas, aunque una sola. No dejaría

nunca de estudiar, de aprender, de admirar. Esas obras del pensamiento han

sido el entretenimiento del espíritu humano en todas las épocas.

Una belleza secreta, dulce y omnímoda se le aparece al hombre cuando se

entrega cordial y mentalmente al sentimiento de la virtud. Entonces es

instruido al instante en lo que hay sobre él. Aprende que su ser es ilimitado;

que ha nacido para el bien, para lo perfecto, por mucho que ahora esté abatido

por el mal y la debilidad. Lo que venera sigue siendo suyo, aunque aún no lo

haya llevado a cabo. Debe. Conoce el significado de esa gran palabra, aunque

su análisis no logre explicarla. Cuando, con inocencia, o gracias a la

percepción intelectual, logra decir: «Amo lo justo, la verdad es hermosa por

dentro y por fuera, siempre. Virtud, soy tuyo: sálvame, úsame, te serviré, día

y noche, en lo grande, en lo pequeño, de modo que no sea virtuoso, sino

virtud», entonces la creación encuentra respuesta y Dios se complace.

El sentimiento de la virtud es una reverencia y un placer en presencia de

ciertas leyes divinas. Percibe que este juego doméstico de la vida al que nos

entregamos esconde, bajo lo que podrían parecemos detalles sin importancia,

principios que nos asombrarían. El niño, con sus juguetes, aprende la acción

de la luz, del movimiento, de la gravedad, de la fuerza muscular, y, en el

juego de la vida humana, el amor, el miedo, la justicia, el apetito, el hombre y

Dios interactúan. Esas leyes no se dejan redactar adecuadamente. Nosotros no

las escribiremos en papel ni las pronunciaremos, ni siquiera para nosotros

mismos. Son elusivas, esquivan nuestro perseverante pensamiento y, sin

embargo, las leemos a cada instante en los rostros de los demás, en las

acciones de los demás y en nuestro remordimiento. Hemos de dividir los

rasgos morales comprendidos en cada acto y pensamiento virtuoso, y

describirlos o esbozarlos mediante una penosa enumeración particular. Sin

embargo, como ese sentimiento es la esencia de la religión, permitidme que

dirija vuestra mirada hacia los objetos precisos de ese sentimiento mediante

una enumeración de algunas clases de hechos en los que ese elemento es

característico.

La intuición del sentimiento moral capta la perfección de las leyes del

alma. Esas leyes obran por sí mismas. Están fuera del tiempo y del espacio,

no están sometidas a las circunstancias. En el alma del hombre hay una

justicia cuyas retribuciones son instantáneas y completas. Quien hace una

buena acción se ennoblece instantáneamente. Quien comete un hecho

mezquino se degrada por ello. Quien arroja de sí la impureza se reviste de

pureza. Si un hombre es justo de corazón, en la misma medida es Dios; la

seguridad de Dios, la inmortalidad de Dios, la majestad de Dios entran en ese

hombre con la justicia. Si un hombre disimula, engaña, se engaña a sí mismo

y deja de conocer su propio ser. Con la perspectiva de la bondad absoluta, el

hombre adora con completa humildad. Cada paso hacia abajo en ese sentido

es un paso hacia arriba. Quien renuncia a sí mismo llega a sí mismo.

Fijaos en que esa rápida e intrínseca energía obra en todas partes,

deshaciendo lo que está mal, corrigiendo las apariencias y armonizando los

hechos con los pensamientos. Obra con la vida, aunque los sentidos apenas lo

perciban, con la misma seguridad que con el alma. Gracias a esa energía, el

hombre se convierte en su propia providencia, y dispensa el bien a su bondad

y el mal a su pecado. El carácter se conoce siempre. Los hurtos no

enriquecen; la limosna no empobrece; las piedras hablarán del asesinato. El

menor asomo de mentira —por ejemplo, la menor muestra de vanidad, el más

nimio intento de causar una buena impresión, de dar una apariencia favorable

— malogrará al instante el efecto. Pero digamos la verdad y toda la naturaleza

y todos los espíritus nos ayudarán en un progreso inesperado. Digamos la

verdad y todas las cosas vivas o brutas serán testigo, y parecerá que las raíces

subterráneas de la hierba se yerguen para dar testimonio. Veamos de nuevo la

perfección de la ley cuando se aplica a los afectos y se convierte en la ley de

la sociedad. Según somos, nos asociamos. El bien, por afinidad, busca el bien;

el mal, por afinidad, el mal. Por su propia voluntad, las almas van al cielo, al

infierno.

Estos hechos siempre le han sugerido al hombre el credo sublime de que

el mundo no es el producto de un poder múltiple, sino de una voluntad, de un

solo entendimiento, un entendimiento activo en todas partes, en cada rayo de

estrella y en cada onda del estanque, y lo que se opone a esa voluntad queda

frustrado y desbaratado, porque las cosas son así y no de otra manera. El bien

es positivo. El mal es sólo privativo, no absoluto. Es como el frío, privación

de calor. Todo lo malo es muerte e inexistencia. La benevolencia es absoluta

y real. Cuanta más benevolencia posea un hombre, más vida tendrá. Todas las

cosas proceden del mismo espíritu, que se llama con distintos nombres, amor,

justicia, temperancia, según se aplique, igual que el océano recibe distintos

nombres en las diversas costas que baña. Todas las cosas proceden del mismo

espíritu y todas las cosas conspiran con él. Mientras un hombre persigue

buenos fines, su fuerza es la fuerza plena de la naturaleza. Cuando se aparta

de esos fines, se despoja de poder o auxiliares; su ser se aparta de los canales

remotos, se va menoscabando hasta convertirse en una mota, en un punto,

hasta que el mal absoluto sea la muerte absoluta.

La percepción de esta ley de leyes despierta un sentimiento que

llamaremos sentimiento religioso y que constituye nuestra mayor felicidad.

Su poder de atracción y de mando es maravilloso. Es una montaña de aire. Es

el embalsamador del mundo. Es mirra y estoraque, cloro y romero. Hace

sublimes el cielo y las colinas; es la silenciosa canción de las estrellas.

Gracias a ella, no a la ciencia ni al poder, el universo es seguro y habitable. El

pensamiento puede mostrarse frío e intransitivo con las cosas y no encontrar

fin ni unidad. Pero el amanecer del sentimiento de la virtud en el corazón

otorga, y es, la garantía de que la ley es soberana sobre todas las naturalezas,

y los mundos, el tiempo, el espacio, la eternidad, parecen estallar de gozo.

Este sentimiento es divino y deificante. Es la beatitud del hombre. Lo

hace ilimitado. Por medio de este sentimiento, el alma se conoce. Corrige el

error capital infantil, que consiste en tratar de ser grande siguiendo al grande

y esperar a obtener ventajas de otro, mostrando que la fuente del bien está en

uno mismo y que cada uno, en igualdad con los demás, es una cala en las

profundidades de la razón. Cuando el hombre dice «Debo»; cuando el amor lo

calienta; cuando escoge, advertido desde las alturas, el bien y los grandes

hechos, entonces, profundas melodías atraviesan su alma desde la sabiduría

suprema. Entonces puede adorar y crecerse con su culto, pues ya no podrá

quedarse a la zaga de ese sentimiento. En los vuelos más sublimes del alma,

la rectitud no se supera, el amor no pasa.

Ese sentimiento subyace a la fundación de la sociedad y crea

sucesivamente todas las formas del culto. El principio de la veneración no

muere. El hombre caído en la superstición, en la sensualidad, no está privado

por completo del sentimiento moral. De manera parecida, todas las

expresiones de ese sentimiento son sagradas y permanentes en proporción a

su pureza. Las expresiones de ese sentimiento nos afectan profundamente,

más que ninguna otra composición. Las frases de antaño, que dieron a

conocer esta piedad, siguen frescas y fragantes. Este pensamiento era el más

profundo entre los hombres del devoto y contemplativo oriente, no sólo en

Palestina, donde alcanzaría su expresión más pura, sino en Egipto, en Persia,

en India, en China. Europa siempre ha debido sus impulsos divinos al genio

oriental. Lo que sus bardos sagrados dijeron, todos Tos hombres sensatos lo

consideran grato y cierto. La única impresión de Jesús sobre la humanidad,

cuyo nombre no ha sido tanto escrito como arado en la historia de este

mundo, es prueba de la sutil virtud de esa infusión.

Mientras las puertas del templo estén abiertas, noche y día, ante

cualquiera, y no cesen los oráculos de esa verdad, habrá una dura condición; a

saber: es una intuición. No puede tenerse de segunda mano. A decir verdad,

no es instrucción, sino provocación, lo que puedo recibir de otra alma. Lo que

anuncia debo juzgar por mí mismo que es cierto o rechazarlo por completo, y

de su palabra, o de su secuela, sea quien sea, no puedo aceptar nada. Por el

contrario, la ausencia de esta fe primordial indica la presencia de la

degradación. La marea sube igual que baja. Dejad a un lado esta fe y las

palabras que diga, y las cosas que haga serán falsas y perniciosas. Así caen la

Iglesia, el Estado, el arte, las letras, la vida. Si se olvida la doctrina de la

naturaleza divina, una enfermedad infecta y rebaja la constitución. Una vez el

hombre lo fue todo; ahora es un apéndice, un matiz. Debido a que no

podemos libramos del espíritu supremo que habita en nosotros, su doctrina

sufre la perversión de atribuir la naturaleza divina a una o dos personas y

negársela a las demás, negársela con furia. Se pierde la doctrina de la

inspiración; Ta doctrina inferior de la mayoría de las voces usurpa el lugar de

la doctrina del alma. Los milagros, la profecía, la poesía, la vida ideal, la vida

sagrada existen sólo como historia antigua; ya no forman parte de la creencia

ni de la aspiración de la sociedad y, cuando se sugieren, son ridículas. La vida

es cómica o lamentable tan pronto como los fines más elevados del ser se

pierden de vista y el hombre se queda miope y sólo atiende a lo que le dicen

los sentidos.

Esas perspectivas generales, que, mientras son generales, nadie discute,

encuentran ilustración abundante en la historia de la religión, especialmente

en la historia de la Iglesia cristiana. Allí es donde todos nosotros hemos

nacido y crecido. La verdad que contiene, vosotros, mis jóvenes amigos, vais

ahora a enseñarla. Como cultus, o adoración establecida del mundo civilizado,

tiene gran interés histórico para nosotros. No necesitáis que os hable de sus

palabras de bendición, que han sido el consuelo de la humanidad. Trataré de

cumplir mi deber, en esta ocasión, señalando dos errores de su

administración, que cada día parecen más groseros desde el punto de vista que

hemos adoptado.

Jesucristo perteneció a la verdadera raza de los profetas. Vio con los ojos

abiertos el misterio del alma. Atraído por su armonía, arrebatado por su

belleza, vivió en ese misterio y fijó allí su ser. Único en toda la historia,

apreció la grandeza del hombre. Un hombre fue sincero con lo que hay en

vosotros y en mí. Vio que Dios se encama en el hombre y no deja de tomar

posesión de este mundo. En el jubileo de su sublime emoción, dijo: «Soy

divino. Dios obra a través de mí, habla a través de mí. Si queréis ver a Dios,

vedme a mí, o veos a vosotros cuando lleguéis a pensar como yo». Pero ¡qué

distorsión sufrirían su doctrina y su memoria en su época, en la siguiente y en

todas! No hay doctrina de la razón que pueda enseñarse mediante el

entendimiento. El entendimiento captó ese canto elevado en labios del poeta y

dijo en la siguiente generación: «Era Jehová descendido del cielo. Te mataré

si dices que era un hombre». Los idiomas de su lenguaje, y las figuras de su

retórica, han usurpado el lugar de su verdad, y las iglesias no se han edificado

sobre sus principios, sino sobre sus tropos. El cristianismo se ha convertido en

un mythos, como antes la enseñanza poética de Grecia y de Egipto. Jesús

hablaba de milagros, pues sentía que la vida del hombre, y todo cuanto el

hombre hace, era un milagro, y sabía que ese milagro diario brilla más cuanto

más divino es el hombre. Pero la misma palabra milagro, pronunciada por las

iglesias cristianas, da una falsa impresión. Es un monstruo. No es una con el

trébol y la lluvia.

Sentía respeto por Moisés y los profetas, pero no una ternura impropia que

pospusiera sus revelaciones iniciales a la hora y el hombre que ahora existe, a

la revelación eterna en el corazón. Por eso fue un hombre verdadero. Al ver

que la ley manda en nosotros, no toleró que fuera mandada. Osadamente, con

mano, corazón y vida, declaró que la ley era Dios. Por eso fue un hombre

verdadero. Por eso es la única alma en la historia que, en mi opinión, ha

apreciado el valor del hombre.

Al contemplar así a Jesús, seremos sensibles al primer defecto del

cristianismo histórico. El cristianismo histórico ha caído en el error que

corrompe todos los intentos de comunicar la religión. Según se nos aparece, y

como ha aparecido en cualquier época, no es la doctrina del alma, sino una

exageración de lo personal, lo positivo, el rito. Ha vivido, vive, de la nociva

exageración de la persona de Jesús. El alma no conoce acepción de personas.

Invita a cualquiera a extender el círculo del universo y no tiene otra

preferencia que la del amor espontáneo. Pero debido a esta monarquía oriental

del cristianismo, que la indolencia y el miedo han levantado, el amigo del

hombre se ha convertido en un perjuicio para él. El modo en que su nombre

se rodea de expresiones que una vez fueron arranques de admiración y de

amor, y que ahora se han petrificado en títulos oficiales, mata toda simpatía

generosa y todo parecido. Todos cuantos me oís, daos cuenta de que el

lenguaje que describe a Cristo en Europa y América no es del estilo de la

amistad y el entusiasmo dirigidos a un corazón bueno y noble, sino decoroso

y formal, como si fuera un semidiós, igual que los orientales y los griegos

describirían a Osiris o Apolo. Aceptad las imposiciones lesivas de nuestro

primer catecismo, e incluso la honradez y la abnegación no serán sino

pecados espléndidos, aunque no lleven un nombre cristiano. Preferiría ser «un

pagano alimentado en un credo gastado» a sentirme defraudado del

derecho de llegar a ser y no encontrar nombres ni lugares, tierras ni

profesiones, y ver la virtud y la verdad cercadas y monopolizadas. Ni siquiera

sería un hombre. No poseería el mundo, ni me atrevería a vivir según la ley

infinita que hay en mí, acompañado por la infinita belleza que el cielo y la

tierra reflejan en mí y en todas las formas vivaces, sino que tendría que

subordinar mi naturaleza a la de Cristo, aceptar nuestras interpretaciones y

llevar su retrato como la gente vulgar.

Siempre es mejor lo que me devuelve a mí mismo. La gran doctrina

estoica, «Obedécete a ti mismo», excita lo sublime que hay en mí. Lo que me

muestra a Dios en mí, me fortifica. Lo que me muestra a Dios fuera de mí

hace de mí una verruga y una runa. Ya no hay una razón necesaria para mi

ser. Las largas sombras del olvido intempestivo se ciernen sobre mí, y moriré

para siempre.

Los bardos divinos son los amigos de mi virtud, de mi inteligencia, de mi

fuerza. Me advierten de que los rayos que cruzan mi mente no son míos, sino

de Dios, que se parecen y no desobedecen la visión celestial. Por eso los amo.

Nobles provocaciones se desprenden de ellos y me invitan a emanciparme, a

resistir el mal, a someter al mundo, a ser. Así, con estos pensamientos

sagrados, Jesús nos sirve, y sólo así. Tratar de convertir a un hombre con

milagros es una profanación del alma. Una verdadera conversión, un Cristo

verdadero, ahora, como siempre, se logra mediante la recepción de

sentimientos hermosos. Es cierto que un alma grande y rica, como la suya, al

caer entre almas sencillas, prepondera hasta el punto de dar nombre al mundo,

como él hizo. Les parecerá que el mundo existe para él, y no se habrán

saciado tanto de su presencia como para ver que sólo si vuelven a sí mismos,

o a Dios en sí mismos, podrán crecer cada vez más. Es un pobre beneficio

darme algo; es un gran beneficio capacitarme para hacer algo de mí mismo.

Ha llegado el momento de que todos vean que el don de Dios al alma no es

una santidad vana, opresiva, excluyente, sino una bondad dulce, natural, una

bondad como la vuestra y la mía, que nos invita a vosotros y a mí a ser y

crecer.

La injusticia del tono vulgar de la predicación no es menos flagrante

respecto a Jesús que respecto a las almas que profana. Los predicadores no

ven que no alegran su evangelio y que le despojan de los adornos de la belleza

y los atributos del cielo. Cuando veo a un majestuoso Epaminondas o

Washington; cuando veo entre mis contemporáneos un verdadero orador, un

juez recto, un amigo querido; cuando vibro con la melodía y la fantasía de un

poema, veo la belleza deseable. Con la misma vivacidad, y con un

consentimiento aún mayor de mi ser humano, suena en mi oído la música

severa de los bardos que han cantado al Dios verdadero en todas las épocas.

No degrademos la vida y los diálogos de Cristo del círculo de su encanto con

el aislamiento y la peculiaridad. Dejemos que sean lo que son, vivos y

cálidos, parte de la vida humana, del paisaje, del día jovial.

El segundo defecto del modo tradicional y limitado de usar a Cristo es

consecuencia del primero: que la naturaleza moral, la ley de leyes, cuyas

revelaciones introducen la grandeza, a Dios mismo, en el alma abierta, no se

explore como fuente de la enseñanza establecida en sociedad. Los hombres

hablan de la revelación como algo que se dio y se hizo hace mucho tiempo,

como si Dios estuviera muerto. La falta de fe asfixia al predicador, y la mejor

de las instituciones se convierte en una voz incierta e inarticulada.

El efecto de la conversación con la belleza del alma, desde luego, es

engendrar el deseo y la necesidad de impartir a los demás el mismo

conocimiento y amor. Si se reprime la expresión, el pensamiento pesa como

una carga sobre el hombre. El vidente siempre se manifiesta. De algún modo

cuenta su sueño. De algún modo lo publica con solemne gozo. A veces con el

pincel en el lienzo, a veces con el buril en la piedra, a veces en torres y naves

de granito levanta el culto de su alma, a veces en antífonas de música

indefinida; pero del modo más claro y permanente con palabras.

El hombre enamorado de esta excelencia se convierte en su sacerdote o

poeta. El oficio es tan antiguo como el mundo. Pero fijaos en la condición, en

la limitación espiritual del oficio. Sólo el espíritu puede enseñar. El profano,

el hombre sensual, el mentiroso, el esclavo no pueden enseñar; sólo puede dar

el que tiene, sólo puede crear el que es. Sólo aquel sobre quien desciende el

alma, a través de quien habla el alma, puede enseñar. El coraje, la piedad, el

amor, la sabiduría pueden enseñar, y cualquiera podría abrir la puerta a estos

ángeles, que le concederán el don de lenguas. Pero quien trate de hablar como

los libros, como en los sínodos, según la moda y obedeciendo al interés,

balbuceará. Que se calle.

Os proponéis dedicaros a este oficio sagrado. Querría que sintieras vuestra

llamada en raptos de deseo y esperanza. Es el primer oficio del mundo. Es de

tal índole que no puede tolerar falsedad alguna. Es mi deber deciros que la

necesidad de la revelación no ha sido nunca tan grande como ahora. De la

perspectiva que he puesto de relieve deduciréis el triste convencimiento, que

yo comparto, creo, con muchos, de la decadencia universal y ahora casi la

muerte en sociedad de la fe. No se predica el alma. La Iglesia amenaza con

desmoronarse hasta los escombros. En estas circunstancias, sería criminal

toda muestra de cortesía que os dijera, a vosotros, cuya esperanza y cometido

es predicar la fe de Cristo, que la fe de Cristo se predica.

Es hora de que este mal acallado murmullo de todos los hombres de

pensamiento contra la carestía de nuestras iglesias, de que este lamento del

corazón privado del consuelo, la esperanza, la grandeza que sólo provienen de

la cultura de la naturaleza moral, se oiga a través del sueño de la indolencia y

el barullo de la rutina. No se puede abandonar este oficio grande y perpetuo

del predicador. La predicación es la expresión del sentimiento moral aplicado

a los deberes de la vida. ¿En cuántas iglesias, con cuántos profetas, decidme,

se da cuenta el hombre de que es un alma infinita que la tierra y los cielos

recorren, de que perpetuamente está embebido del alma de Dios? ¿Dónde

suena la persuasión, cuya melodía colma mi corazón de dicha y confirma su

origen celestial? ¿Dónde oiré las palabras que en otras épocas llevaron a los

hombres a dejarlo todo y seguirlas: padre y madre, casa y tierra, mujer e

hijos? ¿Dónde oiré las augustas leyes del ser moral pronunciadas de tal modo

que rebosen mis oídos y me sienta ennoblecido por el ofrecimiento de mi

acción y pasión extremadas? La prueba de la verdadera fe reside en su poder

para seducir y dirigir al alma, igual que las leyes de la naturaleza rigen la

actividad de las manos, de modo que encontramos placer y honor en

obedecer. La fe habría de mezclarse con la luz de los soles que se levantan y

se ponen, con la nube pasajera, con el pájaro que canta y el perfume de las

flores. Pero el sábado del sacerdote ha perdido el esplendor de la naturaleza,

carece de gracia, nos alegramos cuando acaba. Podríamos hacer, lo hacemos,

incluso sentados en nuestros bancos, algo mucho mejor, más sagrado, más

dulce para nosotros.

Donde un formalista usurpa el púlpito, el adorador queda defraudado y

desconsolado. Nos encogemos tan pronto empieza la plegaria, que no nos

eleva, sino que nos golpea y ofende. Estamos tentados de cubrimos con

nuestros abrigos y asegurar, lo mejor que podamos, una soledad que no oiga.

Una vez oí a un predicador que me llevó a decir lúgubremente que no

volvería nunca más a la iglesia. La gente va, pensé, donde suele ir, de otro

modo ni un alma habría entrado en el templo esta tarde. Una tormenta de

nieve caía sobre nosotros. La nevada era real, el predicador espectral, y la

mirada captaba el triste contraste al mirarlo y luego al ver por la ventana,

detrás de él, el hermoso meteoro de la nieve. El predicador había vivido en

vano. Ni una sola palabra sugería que hubiera reído o llorado, que estuviera

casado o enamorado, que hubiera sido ensalzado, o vilipendiado, o sintiera

pesadumbre. Aunque hubiera vivido y obrado alguna vez no seríamos más

sabios por ello. No había aprendido el secreto capital de su profesión, es

decir, convertir la vida en verdad. No había incorporado a su doctrina hecho

alguno de su experiencia. Había arado, y plantado, y hablado, y comprado, y

vendido; había leído libros; había comido y bebido; le dolía la cabeza, su

corazón se arrebataba, sonreía y sufría, pero no había una sola conjetura, un

indicio, en todo su discurso, de que hubiera vivido. No extrajo una sola línea

de la historia real. El verdadero predicador se conoce porque da a conocer su

vida a su pueblo, una vida que ha atravesado el fuego del pensamiento. Pero

del sermón del mal predicador no podríamos saber en qué época del mundo

ha caído, si tiene padre o hijo, si es pudiente o pobre, si vive en la ciudad o en

el campo ni hecho alguno de su biografía.

Era extraño que la gente fuera a la iglesia. Sus casas parecían tan poco

acogedoras que preferían ese clamor insensato. Esto muestra que hay una

atracción imperativa en el sentimiento moral que puede arrojar, en su nombre

y en su lugar, una débil luz sobre la torpeza y la ignorancia. El buen oyente

sabe que a veces ha quedado tocado; sabe que hay algo que alcanzar y una

palabra que puede hacerlo. Cuando escucha esas vanas palabras, se consuela

recordando horas mejores, y por eso la cháchara y el eco se repiten.

Ya sé que no siempre es en vano que prediquemos indignamente. En

algunos hay un buen oído que extrae retazos de virtud del alimento más

indiferente. Hay una verdad poética oculta en los tópicos de la plegaria y los

sermones, y aunque se digan sin sentido, pueden oírse con sensatez, pues cada

uno de ellos es una expresión selecta que brotó en un momento de piedad de

almas jubilosas o abatidas, y su excelencia las hace dignas de recuerdo. Las

plegarias, e incluso los dogmas de nuestra iglesia, son como el zodíaco de

Denderah y los monumentos astronómicos de los hindúes, completamente

aislados de todo cuanto ahora existe en la vida y los negocios de la gente.

Marcan la altura a la que llegaron un día las aguas. Esa docilidad es una

prueba de la tergiversación del bien y la devoción. En gran parte de la

comunidad, el servicio religioso suscita otros pensamientos y emociones. No

hace falta reñir al sirviente descuidado. Es preferible la compasión por la

rápida retribución de su pereza. Ay del desdichado que está llamado a ocupar

el púlpito y no da el pan de la vida. Todo lo que sucede le acusa. ¿Pedirá por

las misiones, en el extranjero o en casa? En seguida su rostro enrojecerá de

vergüenza por proponer a su parroquia que envíe dinero a cientos o miles de

millas para abastecer a pobres como los que tiene en casa, y hará bien en

alejarse cientos o miles de millas para escapar. ¿Apremiará a la gente a que

lleve un buen modo de vida, y le pedirá a un semejante que acuda el sábado,

cuando tanto él como los demás saben lo poco que pueden esperar de ese

encuentro? ¿Los invitará en privado a la cena del Señor? No se atreve. Si el

corazón no calienta su rito, la formalidad hueca, seca, chirriante será tan plana

que, si se encuentra con un hombre de ingenio y energía, no podrá invitarle

sin sentir pánico. En la calle, ¿qué podrá decirle al osado vecino que

blasfeme? Ese vecino verá el temor en el rostro, en el aspecto y en el paso del

ministro.

No corromperé la sinceridad de este alegato pasando por alto las

exigencias de los buenos. Conozco y honro la pureza y estricta conciencia de

muchos clérigos. La vida r que el culto público retenga se la debe a la

dispersa compañía de hombres piadosos, que administran aquí y allá en las

iglesias y que, aceptando en ocasiones con demasiada ternura los principios

de los mayores, no aceptan sino de su corazón los genuinos impulsos de la

virtud, y así dirigen nuestro amor y nuestro espanto a la santidad del carácter.

Las excepciones no se encuentran tanto en algunos predicadores eminentes

como en las horas mejores, las inspiraciones más verdaderas de todos, es

decir, en los momentos sinceros de cualquier ser humano. Pero, a pesar de las

excepciones, sigue siendo cierto que la tradición caracteriza la predicación de

este país, que brota de la memoria y no del alma; que se dirige a lo

acostumbrado, y no a lo que resulta necesario y eterno; que, de este modo, el

cristianismo histórico destruye el poder de predicar al impedir que explore la

naturaleza moral del hombre, donde está lo sublime, donde se encuentran los

recursos del asombro y el poder. Qué cruel injusticia con aquella ley, gozo de

toda la tierra, que puede hacer atractivo y rico al pensamiento; aquella ley

cuya fatal seguridad las órbitas astronómicas apenas pueden emular, invertida

y despreciada, convertida en mercancía sin que ni uno sólo de sus rasgos o sus

palabras perduren. Al perder de vista esa ley, el púlpito pierde toda su

inspiración y ya no sabe qué hacer. A falta de esta cultura, el alma de la

comunidad es débil e infiel. Nada le hace tanta falta como una disciplina

severa, firme, estoica, cristiana, para darse a conocer a sí misma y a la

divinidad que habla a través de ella. El hombre se avergüenza de sí mismo; se

escabulle y holgazanea por el mundo, tolerado, compadecido, y cada mil años

alguien se atreve a ser sabio y bueno y a atraer sobre sí las lágrimas y

bendiciones de los suyos.

Ha habido períodos en que, debido a la inactividad de la inteligencia en

ciertas verdades, una fe mayor fue posible en nombres y personas. Los

puritanos en Inglaterra y América encontraron en el Cristo de la Iglesia

católica, y en los dogmas heredados de Roma, espacio para su austera piedad

y sus anhelos de libertad civil. Pero su credo ha pasado y ningún otro ocupa

su lugar. No creo que nadie pueda acudir con sus pensamientos encima a una

de nuestras iglesias sin sentir que lo que mantenía el culto público se está

desvaneciendo o lo ha hecho ya. Ha perdido su capacidad de afecto por el

bien y su temor por el mal. En el campo, en los vecindarios, la mitad de las

parroquias ha interrumpido sus servicios, por usar la jerga local. Ya empieza

a advertirse que el carácter y la religión han desaparecido de los encuentros

religiosos. He oído decir a una persona devota, que celebraba el sábado, con

amargura en el corazón: «Parece una perversión ir el domingo a la

iglesia».

El motivo, que sigue siendo el mejor, ahora es sólo una esperanza

y un deseo. Lo que una vez fue una mera circunstancia, que los mejores y los

peores, los pobres y los ricos, los doctos y los ignorantes, los jóvenes y los

viejos, se encontrasen un día en la parroquia como habitantes de una misma

casa, en señal de un mismo derecho en cuanto al alma, ahora es el motivo

supremo para ir allí.

Amigos míos, en estos dos errores, creo, encuentro las causas de la

calamidad de una iglesia decadente y una incredulidad devastadora, que

arrojan influencias malignas a nuestro alrededor y entristecen los corazones

de los buenos. ¿Qué mayor calamidad podría caer sobre una nación que la

pérdida del culto? Luego decae todo lo demás. El genio abandona el templo

para acechar en el senado o el mercado. La literatura se hace frívola. La

ciencia, fría. La esperanza de otros mundos ya no ilumina el ojo del joven, y

la vejez carece de honor. La sociedad vive de trivialidades y, cuando los

hombres mueren, no lo mencionamos.

Ahora preguntaréis, hermanos míos, ¿qué podemos hacer en estos días

decepcionantes? El remedio se insinúa en el fundamento de nuestra queja de

la Iglesia. Hemos comparado la Iglesia con el alma. Busquemos la redención

en el alma. En el alma, en vuestra alma. Hay recursos para el mundo. Lo

antiguo es para los esclavos. Cuando llega un hombre, todos los libros son

legibles, todas las cosas transparentes, todas las religiones formalidades. Él es

religioso. El hombre hace milagros. Todos los hombres bendicen y maldicen.

Él sólo dice sí y no. Lo inmóvil en la religión; el supuesto de que ha pasado la

época de la inspiración, de que la Biblia está cerrada; el temor de degradar el

carácter de Jesús representándolo como hombre, todo esto indica con

suficiente claridad la falsedad de nuestra teología. El oficio de un verdadero

maestro es mostramos que Dios es, no que fue; que habla, no que habló. El

verdadero cristianismo —una fe como la de Cristo en la infinitud del hombre

— se ha perdido. Nadie cree en el alma del hombre, sino sólo en un hombre o

en alguna persona vieja y desaparecida. Ay, nadie va solo. Todos los hombres

acuden en rebaño a ese santo o aquel poeta, evitando al Dios que ve en

secreto. No pueden ver en secreto; prefieren ser ciegos en público. Creen que

la sociedad es más sabia que su alma y no saben que cualquier alma, y la

suya, son más sabias que el mundo entero. Fijaos en cuántas naciones

revolotean en el mar del tiempo sin dejar una sola onda que diga dónde

flotaron o se hundieron, y en que una sola alma hará que el nombre de

Moisés, de Zenón o Zoroastro sea reverenciado para siempre. Nadie ha

ensayado la firme ambición de ser el yo de la nación, y de la naturaleza, sino

que cada uno prefiere secundar un plan cristiano, o a un grupo sectario, o a un

hombre eminente. Si dejamos de lado nuestro conocimiento de Dios, nuestro

propio sentimiento, y adoptamos un conocimiento de segunda mano, el de san

Pablo, el de George Fox, el de Swedenborg, nos alejaremos de Dios cada año

que dure esa forma secundaria, y si, como ahora, dura siglos, la separación

será tan ancha que nadie podrá convencerse de que hay en él algo divino.

Dejadme que os advierta, en primer lugar, de que vayáis solos, de que

rehuséis los buenos modelos, incluso los más sagrados para la imaginación de

los hombres, y os atreváis a amar a Dios sin mediador ni velo. Encontraréis

amigos suficientes que mantendrán vuestra emulación de Wesley y Oberlin,

de los santos y los profetas. Dad gracias a Dios por esos hombres buenos,

pero decid: «Yo también soy un hombre». La imitación no puede superar su

modelo. El imitador se condena a una mediocridad desesperada. El inventor

lo hizo, porque era natural en él, y en él tenía encanto. En el imitador algo

más es natural, y se despoja de su belleza por acercarse a la de otro.

Vosotros mismos, bardos del Espíritu Santo, arrojad a vuestras espaldas

toda conformidad y familiarizad a los hombres de primera mano con la

deidad. Sed para ellos un hombre. Procuradlo en primer lugar y sólo eso; que

la moda, la costumbre, la autoridad, el placer y el dinero no sean nada para

vosotros —vendas sobre vuestros ojos que no os permitan ver—, y vivid con

el privilegio de lo inmensurable. No estéis ansiosos por visitar periódicamente

a todas y cada una de las familias de vuestra parroquia; cuando os encontréis

a un hombre o a una mujer, sed para ellos un hombre divino, sed pensamiento

y virtud, dejad que sus tímidas aspiraciones encuentren en vosotros a un

amigo, que sus entrampados instintos se disipen en vuestra atmósfera, que sus

dudas sean que habéis dudado y su asombro que os habéis asombrado. Al

confiar en vuestra alma, os ganaréis una confianza mayor de los demás. A

pesar de nuestra pacata sabiduría, de nuestra esclavitud destructora del alma,

no hay que dudar de que todos los hombres tienen pensamientos sublimes, que

todos valoran las pocas horas reales de la vida, que a todos les gusta ser oídos,

que a todos les gusta captar la visión de los principios. Señalamos con luz en

la memoria los pocos intercambios que hemos tenido en áridos años de rutina

y pecado con almas que han hecho más sabia la nuestra, que decían lo que

nosotros pensábamos, que nos contaban lo que sabíamos, que nos daban

permiso para ser lo que éramos íntimamente. Eximid a los hombres del oficio

sacerdotal y, presentes o ausentes, os seguirá su amor como un ángel.

Para este fin no nos propongamos grados comunes de mérito. ¿No

podemos dejar a un lado, para quienes la prefieran, la virtud que resplandece

por recomendación de la sociedad, y abrimos paso por las profundas

soledades de la habilidad y el valor absolutos? Fácilmente alcanzamos la

pauta del bien en sociedad. La alabanza social puede lograrse con facilidad, y

la mayoría se contenta con méritos sencillos, pero el efecto instantáneo de

conversar con Dios será el de ponerlos a un lado. Hay méritos sublimes,

personas que no son actores, ni portavoces, sino influenciéis; personas

demasiado grandes para la fama, para la ostentación, que desdeñan la

elocuencia, para las cuales todo cuanto llamamos arte y artista está demasiado

cerca del espectáculo y la propaganda, de la exageración de lo finito y egoísta,

de la pérdida de lo universal. Los oradores, los poetas, los comandantes se

inmiscuyen en nuestras vidas como sólo lo hacen las mujeres hermosas, con

nuestro permiso y homenaje. No les prestéis atención, desatendedlos mientras

podáis, poniendo vuestras miras en fines elevados y universales, y en seguida

comprenderán que estáis en lo cierto, y que les corresponde brillar en lugares

inferiores. Reconocerán vuestro derecho, pues con vosotros recibirán la

influencia del espíritu omnisciente, que aniquila en su vasto mediodía las

pequeñas sombras y gradaciones de la inteligencia en las composiciones que

consideramos más sabias.

En esa elevada comunión, estudiemos las grandes muestras de rectitud:

una osada benevolencia; independencia de los amigos, de modo que los

deseos injustos de quienes nos aman no menoscaben nuestra libertad y

resistamos, en aras de la verdad, el flujo desatado de la cordialidad, apelando

con antelación a simpatías remotas, y —la forma más elevada en la que

reconocemos ese hermoso elemento— cierta solidez en el mérito, que no

tiene nada que ver con la opinión y que es tan esencial y manifiestamente

virtud que damos por sentado el paso adecuado, valiente y generoso, que

nadie piensa en corregir. Felicitaríamos a un farsante que hiciera una buena

acción, pero no alabaríamos a un ángel. El silencio que el mérito acepta como

lo más natural del mundo es el mayor de los aplausos. Cuando aparecen,

almas como ésas son la guardia imperial de la virtud, la reserva perpetua, los

dictadores de la fortuna. No hace falta que alabemos su coraje: son el corazón

y el alma de la naturaleza. Amigos míos: hay recursos en nosotros que no

hemos aprovechado. Hay quienes se levantan descansados al oír una

amenaza, hombres a quienes una crisis que intimida y paraliza a la mayoría

—y no exige prudencia ni parsimonia, sino comprensión, impasibilidad,

disposición al sacrificio— les parece graciosa y adorable como una novia.

Napoleón dijo de Masséna que no era él mismo hasta que la batalla empezaba

a ir en su contra; entonces, cuando los muertos caían a filas a su alrededor,

despertaban sus poderes de combinación y se investía del terror y la victoria.

Así es como, en las crisis graves, en la resistencia infatigable y en propósitos

que descartan la simpatía, se muestra el ángel. Pero ésas son alturas que

apenas recordamos ni atisbamos sin contrición y vergüenza. Demos gracias a

Dios por que existan.

Ahora hagamos cuanto podamos por reavivar el fuego lento y casi

apagado del altar. Los males de la iglesia actual son manifiestos. Surge de

nuevo la pregunta: ¿qué haremos? Confieso que todos los intentos de

proyectar y establecer un culto con nuevos ritos y formalidades me parecen

vanos. La fe nos forja, y no nosotros a ella, y la fe tiene sus propias

formalidades. Todos los intentos de crear un sistema son tan fríos como el

nuevo culto a la diosa razón introducido por los franceses: hoy una tarjeta de

visita y parabienes, que acabarán mañana en la locura y el asesinato. Dejad

más bien que el hálito de la nueva vida pase a través de vosotros por las

formalidades que ya existen. Si estáis vivos, descubriréis que esas

formalidades son dúctiles y nuevas. El remedio a su deformidad es, en primer

lugar, el alma, después el alma y siempre el alma. Un latido de la virtud puede

levantar y vivificar todo un papado de formalidades. El cristianismo nos ha

dado dos ventajas inestimables: en primer lugar, el sábado, el jubileo del

mundo, cuya luz amanece igual en el gabinete del filósofo, en el lugar de

trabajo y en las celdas de la cárcel y sugiere, en todas partes, incluso al

malvado, el pensamiento de la dignidad del ser espiritual. Levantemos un

templo para siempre al que el nuevo amor, la nueva fe y la nueva visión

devolverán un mayor esplendor para la humanidad. En segundo lugar, la

institución de la predicación, el discurso del hombre a los hombres, en esencia

el más flexible de todos los órganos, de todas las formas. ¿Qué impide que

ahora, en cualquier parte, en los púlpitos, en las salas de lectura, en las casas,

en los campos, dondequiera que os inviten los hombres o tengáis ocasión,

digáis la verdad que vuestra vida y conciencia enseñan, y alegréis los

corazones expectantes, desfallecidos, de los hombres con una nueva

esperanza y una nueva revelación?

Espero la hora en que la suprema belleza, que arrebató las almas de los

orientales, y sobre todo de los hebreos, y a través de sus labios pronunció los

oráculos a todas las épocas, los pronuncie también en occidente. Las

Escrituras hebreas y griegas contienen frases inmortales, que han alimentado

a millones. Pero no tienen una integridad épica; son fragmentarias y no se

muestran en orden a la inteligencia. Busco al nuevo maestro que obedezca

esas leyes resplandecientes hasta el extremo de que las vea cerrar el círculo,

rodeadas de gracia; que vea el mundo como espejo del alma, la identidad de la

ley de la gravedad y la pureza del corazón, y muestre que el deber, la

obligación, son uno con la ciencia, la belleza y la alegría.


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