top of page
Foto del escritorAmenhotep VII

Del Alma - Hermann Hesse



La mirada de la voluntad es impura y ardiente. El alma de las cosas, la belleza

solo se nos revela cuando no codiciamos nada, cuando nuestra mirada es pura

contemplación. Si miro a un bosque que pretendo comprar, arrendar, talar, usar como

coto de caza o gravar con una hipoteca, no es el bosque lo que veo, sino solamente su

relación con mi voluntad, con mis planes y mis preocupaciones, con mi bolsillo. En

ese caso el bosque es madera, es joven o es viejo, está sano o enfermo. Por el

contrario, si no quiero nada de él, contemplo su verde espesura con «la mente en

blanco», y entonces sí que es un bosque, naturaleza y vegetación; y hermoso.

Lo mismo ocurre con los hombres y sus semblantes. El hombre al que contemplo

con temor, con esperanza, con codicia, con propósitos, con exigencias, no es un

hombre, es solo un turbio reflejo de mi voluntad. Le miro consciente o

inconscientemente, con sonoras preguntas que le disminuyen y falsean ¿Es accesible,

o es orgulloso? ¿Me respeta? ¿Puedo influir en él? ¿Sabe algo de arte? Los hombres

con quien tratamos, los vemos a través de mil preguntas semejantes a éstas y creemos

conocer al ser humano y ser buenos psicólogos cuando conseguimos descubrir en su

aspecto, en su actitud y conducta aquello que sirve o perjudica a nuestros propósitos.

Pero esta convicción carece de valor, y el campesino, el buhonero o el abogado de

oficio son superiores, en esta clase de psicología, a la mayor parte de los políticos o

científicos.

En el momento en que la voluntad descansa y surge la contemplación, el simple

ver y entregarse, todo cambia. El hombre deja de ser útil o peligroso, interesante o

aburrido, amable o grosero, fuerte o débil. Se convierte en naturaleza; es hermoso y

notable como todas las cosas sobre las que se detiene la contemplación pura. Porque

contemplación no es examen ni crítica, solo es amor. Es el estado más alto y deseable

de nuestra alma: el amor desinteresado.

Cuando hemos alcanzado ese estado, ya sea durante minutos, horas o días

(conservarlo siempre sería la total buenaventura), vemos a los hombres de modo

diferente. Ya no son reflejos o caricaturas de nuestra voluntad; han vuelto a ser

naturaleza. Hermoso y feo, joven y viejo, bueno y malo, franco y reticente, duro y

blando ya no son antónimos, no son medidas. Todos son hermosos, todos son

notables, ninguno puede ser despreciado, odiado o incomprendido.

Del mismo modo que, desde el punto de vista de la contemplación pura, todo en

la naturaleza no es más que un conjunto de formas diversas de la vida inmortal,

eternamente procreadora, así el papel y la misión del hombre han de designarse como

su alma. ¡Es inútil discutir si el «alma» es algo humano, si no existe también en los

animales y las plantas! Ciertamente el alma está por doquier, es posible en todas

partes y en todas partes se intuye y se desea. Pero así como en la piedra no vemos

clase alguna de movimiento, ya que es prerrogativa del animal (aunque también en la

piedra haya movimiento, vida, estructura, decadencia y vibración), es en el hombre

donde todos buscamos el alma. La buscamos donde es más visible, donde sufre y

actúa. Y el hombre se nos revela como el centro del mundo, la provincia especial

cuya misión es desarrollar el alma como en un principio fue su misión caminar

erguido, desechar la piel de las fieras, inventar herramientas de trabajo y descubrir el

fuego.

Así pues, la humanidad entera se nos aparece como una representación del alma.

Del mismo modo que en las montañas y las rocas veo y admiro la fuerza de la

naturaleza y el movimiento y la libertad de los animales, así, en el hombre (que

también representa lo ya citado) veo ante todo aquella forma y posibilidad de

expresión de la vida que llamamos «alma» y que los hombres no solo apreciamos

como una fuerza vital entro otras muchas, sino como algo extraordinario, escogido,

altamente desarrollado, como una meta final. Porque, ya pensemos en términos

materialistas, idealistas o como fuere, ya pensemos en el «alma» como algo divino o

como materia perecedera, todos la conocemos y le atribuimos un gran valor; para

cada uno de nosotros, la inspiración, el arte, la fuerza creadora son la cumbre más

alta, más joven, más valiosa y la culminación de toda la vida orgánica.

Así, el prójimo es, para nosotros, el objeto de contemplación más noble, elevado

y valioso. No todos llegamos a esta evidente valoración de modo natural y

espontáneo lo sé por mi mismo. Durante mi juventud mantuve relaciones más íntimas

y profundas con paisajes y obras de arte que con los hombres; sí, soñé durante años

con una poesía en la que no aparecía ningún ser humano, solo aire, tierra, agua,

árboles, montañas y animales. Veía al hombre tan apartado del alma, tan dominado

por los apetitos, tan entregado de forma cruda y salvaje a metas primitivas y

simiescas, tan ávido de fruslerías y baratijas, que por un tiempo me dominó el craso

error de que tal vez el hombre ya no era capaz de mostrarme el camino del alma y

había que buscar un manantial en otro lugar de la naturaleza.

Cuando se contempla a dos hombres modernos, que acaban de conocerse por

casualidad y no desean nada material el uno del otro, cuando se observa su conducta,

se tiene una sensación casi física de la atmósfera densa, de la costra de protección y

de la actitud defensiva que rodea a los hombres, una red tejida con renuncias del

alma, con propósitos, con temores y deseos dirigidos todos ellos hacia fines baladíes

que los apartan de sus semejantes. En como si lo principal consistiera en no dejar que

el alma hable, como si fuese preciso rodearlo de una valla muy alta, la valla del

miedo y la vergüenza. Esta red solo puede ser perforada por el amor desinteresado. Y

dondequiera que haya sido perforada, el alma nos contempla.

Me siento en el tren o observo a dos jóvenes que se saludan porque la casualidad

los ha reunido para un breve espacio de tiempo. Su saludo es, realmente, casi una

tragedia. Estos dos seres inofensivos parecen saludarse desde los hielos de dos polos

opuestos, no hablo, naturalmente, de malayos o chinos, sino de europeos modernos;

dan la impresión de estar encerrados en una fortaleza de orgullo, de orgullo en

peligro, de recelo y frialdad. Lo que hablan, si bien se observa, es una insensatez

total, es un jeroglífico helado en el mundo sin alma donde vivimos constantemente y

cuyas estalactitas penden siempre sobre nosotros. Muy raro, extremadamente raro, es

el hombre que en la conversación cotidiana manifiesta su alma. Son más que poetas,

son casi santos. Ciertamente, el «pueblo primitivo» también tiene alma, el malayo y

el negro, y en su saludo y presentación muestra más su alma que el hombre corriente

de nuestras latitudes. Pero su alma no es la que nosotros buscamos y queremos,

aunque también ella nos estima y es como la nuestra. El alma del hombre primitivo,

que aún no conoce la alineación y las fatigas de un mundo ateo y mecanizado, es un

alma colectiva, sencilla e infantil, algo hermoso y dulce, pero ahora no nos ocupamos

de ella. Nuestros dos jóvenes europeos del tren son muy diferentes. Dan pocas

muestras, o ninguna, de poseer un alma; parecen constituidos por una voluntad

organizada, una razón, propósito y planes. Han perdido el alma en el mundo del

dinero, de las máquinas, de la desconfianza. Han de volver a encontrarla, y si esto les

supone un esfuerzo, enfermarán y sufrirán. Pero lo que recuperarán ya no será el alma

infantil perdida, sino otra más sutil, mucho más personal, mucho más libre y

responsable. No queremos volver a ser niños, hombres primitivos, sino seguir

adelante, hacia la personalidad, la responsabilidad, la libertad.

Aquí aún no se perciben esas metas; ni siquiera se intuyen. Los dos jóvenes no

son ni primitivos ni santos. Emplean un lenguaje cotidiano, un lenguaje tan impropio

para las metas del alma como una piel de gorila, pero podemos liberarnos de él a

fuerza de lentas y repetidas tentativas.

Ese lenguaje rudo, primitivo y tartamudeante suena más o menos así:

—Buenas —dice uno.

—Buenos días —dice el otro.

—¿Permite? —el primero.

—Claro —el segundo.

Con esto se ha dicho lo que quería decirse. Las palabras no tienen ningún

significado, son puras formulas adornadas del hombre primitivo, y su objeto y su

valor son los mismos del anillo que un negro se cuelga de la nariz.

Pero el tono en que se pronuncian las palabras rituales es extraordinariamente

raro. Son palabras de cortesía y, sin embargo, el tono es breve, cortante, frío, por no

decir, hostil. No hay ningún motivo de disputa, bien al contrario, y ninguno de lo dos

piensa nada malo. Pero la expresión y el tono son fríos, mesurados, secos, casi

ofensivos. El rubio frunce el ceño al decir «Claro» con una expresión que raya el

desprecio. Sin embargo, no lo siente. Ha pronunciado una fórmula que en decenios de

trato entre los hombres ha degenerado en fórmula de protección. Su propósito es

ocultar su yo más íntimo, su alma; no sabe que ésta sólo se perfecciona con la

entrega. Está orgulloso, es una personalidad, no un simple salvaje. Pero su orgullo es

lastimosamente inseguro, y debe protegerse tras unos muros de indiferencia y

frialdad. Ese orgullo quedaría destruido si le arrancaran una sonrisa. Y toda esa

frialdad, ese tono hostil, nervioso, altivo e inseguro del trato entre «personas

civilizadas» es un síntoma de enfermedad, la enfermedad necesaria y esperanzadora

del alma, que ante la violación no sabe defenderse de otro modo que mediante esos

signos. ¡Qué tímida y débil es el alma, qué joven y poco feliz se siente en la tierra!

¡Cómo se esconde, cuanto miedo tiene!

Si ahora uno de los dos jóvenes hiciera lo que realmente quiere y siente, alargaría

la mano a su compañero o le daría una palmada en el hombro y diría algo así: «¡Dios

mío, que mañana tan hermosa, todo brilla como el oro y yo estoy de vacaciones!

¿Verdad qué es bonita mi nueva corbata? Oye, tengo manzanas en la maleta, ¿quieres

una?».

Si hablase así, el otro experimentaría un raro gozo, una emoción, algo parecido a

una risa y un sollozo al mismo tiempo, porque sabría perfectamente que lo que había

hablado era el alma del compañero de viaje, que no se trataba de las manzanas ni de

la corbata ni de otra cosa, sino de la irrupción de algo hacia la luz, su ambiente

natural, algo que todos mantenemos oculto por culpa de un compromiso, ¡sí, de un

compromiso cuyas fuerzas aún sigue vigente y cuyo fracaso futuro ya presentimos!

Experimentaría todo esto, pero no lo expresaría. Se agarraría a una respuesta

convencional, pronunciaría una frase sin sentido, una de nuestras mil frases hueras.

Murmuraría algo parecido a: «Si… ejem… muy bonito», y desviaría la mirada con un

movimiento de cabeza lleno de mortificada paciencia. Jugaría con la cadena del reloj,

miraría por la ventana y por medio de mil recursos semejantes daría a entender que

no estaba en absoluto dispuesto a exteriorizar su alegría y que no demostraría ni

confesaría nada, como no fuese cierta compasión hacia un hombre tan inoportuno.

Pero no ocurre nada de esto. El joven moreno tiene efectivamente manzanas en la

maleta y siente de verdad la gran alegría que le causan la mañana espléndida y sus

vacaciones, su corbata y sus zapatos recién estrenados. Pero cuando el rubio empieza

diciendo: «Mal asunto éste de la moneda extranjera», el moreno no cede al deseo de

su alma, no grita: «¡Sintámonos contentos! Al fin y al cabo ¿qué nos importa ahora la

moneda?», sino que dice, con un suspiro y expresión preocupada: «¡Sí, es terrible!».

Resulta tremendo presenciarlo: a estos dos señores (como a todos nosotros) no les

cuesta, al parecer, ningún trabajo comportarse así, realizar un esfuerzo tan inaudito.

Pueden suspirar mientras su corazón ríe, y fingir frialdad o indiferencia mientras su

alma está sedienta de comunicación.

Pero sigamos observando. Si el alma no está en las palabras, ni en los semblantes,

ni en el tono de la voz, debe estar en alguna parte. Y vemos lo siguiente: ahora el

joven rubio se ha olvidado de sí mismo, cree que nadie le observa, y cuando mira por

la ventanilla del vagón hacia los bosques lejanos, su mirada es libre, sincera y está

llena de juventud, de nostalgia, de sueños ingenuos y apasionados. Ha cambiado

totalmente de aspecto: ahora es más joven, más sencillo, más inofensivo, y sobre

todo, más hermoso. El otro joven, igualmente intachable e inasequible, se levanta y

toca su maleta, que está sobre la red. Lo hace como si quisiera comprobar que sigue

ahí, o evitar que se caiga; pero no, la maleta está bien colocada y no corre ningún

peligro. En realidad, el joven no quiere sujetarla, sino solamente tocarla, asegurarse

de si existencia, acariciarla, porque en el interior de la elegante maleta de piel,

además de las manzanas y una muda, hay algo más importante, algo sagrado, un

regalo para su colección, un perrito de porcelana o quizá de mazapán, cualquier cosa,

pero algo que en esos momentos acapara su atención y representa lo que sus sueños

anhelan y divinizan, lo que quisiera tener continuamente en sus manos para

acariciarlo y admirarlo.

Durante una hora hemos observado en el tren únicamente a dos jóvenes de

mediana educación, del montón, como quien dice. Se han dicho unas palabras, han

intercambiado un saludo, algunas opiniones, han meneado la cabeza, han hecho mil

cosas intrascendentes, se han movido, pero en nada de todo esto ha tomado parte su

alma: en ninguna palabra, en ninguna mirada; todo ha sido una máscara, todo ha sido

mecánico, salvo una mirada por la ventana hacia el lejano bosque de reflejos azulados

y un gesto breve e impreciso en busca de la maleta de piel.

Y pensamos: «¡Oh, tímidas almas! ¿Osareis mostraros alguna vez?, ¿tal vez

hermosa y amistosamente en una experiencia liberadora, en compañía de una novia,

en la lucha por un credo, en un acto de heroísmo, tal vez en un ímpetu repentino y

desesperado del albedrío del corazón por tanto tiempo dominado, oculto, sometido, o

en una salvaje acusación, en un crimen, en un acto delictivo?». Y yo y todos nosotros,

¿cómo salvaremos nuestra alma en nuestro paso por el mundo? ¿Lograremos

ayudarla con justicia, introducirla en nuestros actos y palabras? ¿O nos resignaremos,

obedeciendo a la multitud y a la indolencia, y seguiremos colgándonos anillos de la

nariz?

Y sentimos: dondequiera que han sido desechados los anillos de la nariz y las

pieles de gorila, aparece el alma, de no ponerle trabas, hablaríamos entre nosotros

como los personajes de Goethe, y cada aspiración nos parecería un himno. ¡Pobre y

magnífica alma! Donde tú estás hay revolución, hay lucha contra la maldad, hay una

vida nueva, está Dios. El alma es amor, el alma es futuro, y todo lo demás es

solamente materia, impedimento, un desperdicio de nuestras facultades divinas.

Y seguimos pensando: ¿No vivimos en un tiempo que con voz estentórea se

autocalifica de nuevo, en que los antiguos conceptos de la humanidad sufren una

transformación total y la fuerza se impone en una proporción alarmante, donde la

muerte violenta es algo cotidiano e impera la desesperación? ¿No estará el alma

detrás de estos acontecimientos?

¡Pregunta a tu alma! ¡Pregúntale a ella, que es el futuro y cuyo nombre es amor!

¡No preguntes a tu razón, no busque en la historia del mundo! Tu alma no te

reprochará que te hayas ocupado poco de política, trabajado poco, odiado poco a los

enemigos, fortificado poco las fronteras. Pero tal vez te reproche que hayas

retrocedido demasiado a menudo ante sus exigencias, que te hayas inhibido y que

nunca hayas encontrado tiempo para entregarte a ella, tu más joven y hermoso retoño,

para jugar con ella y escuchar sus cánticos; en tu ansia de lucro, la has vendido y

traicionado con demasiada frecuencia. Y por este motivo, dondequiera que mires,

sólo verás rostros atormentados, nerviosos, malignos; los hombres han dedicado su

tiempo a lo más inútil, a la bolsa o al sanatorio, y esta terrible situación no es más que

un grito de alarma, un aviso sangriento. «Si te olvidas de mí, estarás nervioso y

odiarás la vida —dice el alma—, y así continuarás y conseguirás tu propia

destrucción a no ser que te vuelvas hacía mí con renovado amor y diligencia». No son

en modo alguno los débiles, los insignificantes, quienes enferman con el tiempo y

pierden la facultad de ser felices. Son casi siempre los buenos, los gérmenes del

futuro; son ellos los que descuidan su alma y se resisten a luchar contra un falso

orden del mundo, aunque tal vez mañana se decidan a ello.

Contemplada desde aquí, Europa semeja una durmiente que lucha contra las

pesadillas y se hiere a sí misma.

Sí, ahora lo recuerdas: un profesor te dijo hace tiempo algo parecido, que el

mundo sufre a causa del materialismo y del intelectualismo. Ese hombre tiene razón,

pero no podrá ser tu médico, como tampoco curarse a sí mismo. La inteligencia

hablará en él hasta su propia destrucción. No se salvará.

Cualquiera que sea el rumbo del mundo, no encontrarás médico ni ayuda, no

hallarás futuro ni impulso nuevo más que en ti mismo, en tu pobre alma maltratada e

indestructible. Carece de sabiduría, crítica y programa. Solo es fuerza motriz, sólo

futuro, solo sentimiento, los que la han seguido son los santos y los predicadores, los

héroes y los estoicos, los grandes generales y los conquistadores, los magos y los

artistas, que iniciaron su camino desde abajo y lo culminaron en las cumbres de la

bienaventuranza. El camino del millonario es otro, y termina en el sanatorio.

Las hormigas también libran guerras, las abejas también organizan Estados, las

marmotas también acumulan riquezas. Tu alma busca otros caminos, y cuando no los

encuentra tú cosechas éxitos a su costa, no sientes ninguna felicidad. Y es porque la

«felicidad» solo puede sentirla el alma, no la razón, ni el vientre, ni la cabeza, ni la

bolsa.

Por otra parte, no se puede hablar ni pensar mucho a este respecto sin caer en la

cuenta de que estos pensamientos ya han sido expresados hace mucho tiempo. La

frase que los contiene es una de las pocas frases eternas: «¿De qué te sirve ganar el

mundo entero, si pierdes tu alma?»

101 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page