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Foto del escritorAmenhotep VII

De lo que uno representa - Arthur Schopenhauer




Nuestra existencia en la opinion de los demás, es algo que siempre se

aprecia en exceso debido a una especial debilidad de nuestra naturaleza; si bien ya la

más ligera reflexión nos podría enseñar que eso no es en sí mismo esencial para

nuestra felicidad. Por consiguiente, apenas resulta explicable todo lo que un hombre

se alegra interiormente tan pronto como observa indicios de la opinión favorable de

los demás y su vanidad es de alguna manera lisonjeada. Tan inevitablemente como

ronronea el gato cuando se le acaricia, se dibuja un dulce deleite en el rostro del

hombre al que se elogia, y más si el elogio entra en el campo de sus pretensiones,

aunque se trate de una mentira palpable. Con frecuencia los signos de aprobación

ajena le consuelan de la desgracia real o de la escasez con la que fluyen para él las

dos fuentes principales de nuestra felicidad de las que hemos tratado: y, a la inversa,

es asombroso cómo toda ofensa a su ambición en cualquier sentido, grado o respecto,

todo menosprecio, humillación o falta de respeto, le mortifican de manera

indefectible y con frecuencia le duelen hondamente. En la medida en que el

sentimiento del honor se basa en esa cualidad, esta puede tener consecuencias

ventajosas en cuanto sucedáneo de la moralidad, de cara a la buena conducta de

muchos; pero en la propia felicidad del hombre, y ante todo en el sosiego y la

independencia tan esenciales a ella, tiene más efecto perturbador y perjudicial que

favorable. De ahí que sea aconsejable desde nuestro punto de vista ponerle sus límites

y, por medio de una adecuada reflexión y una certera estimación del valor de los

bienes, moderar en lo posible aquella gran sensibilidad a la opinión ajena, tanto

cuando halague como cuando duela: pues ambas cosas penden del mismo hilo.


En consecuencia, una correcta estimación del valor de lo que uno es en y para sí

mismo frente a lo que simplemente es a los ojos de los demás puede aportar mucho a

nuestra felicidad. En la primera se incluye llenar todo el tiempo de nuestra propia

existencia, su contenido interno, con todos los bienes que hemos examinado bajo los

títulos «Lo que uno es» y «Lo que uno tiene». Pues el lugar en el que todo eso tiene

su esfera de acción es la propia conciencia. En cambio, el lugar de lo que somos para

los demás es la conciencia ajena: es la representación bajo la cual nosotros

aparecemos en ella junto a los conceptos que se le aplican. Mas eso es algo que

no existe inmediatamente para nosotros sino solo de forma indirecta, a saber: en la

medida en que con ello se determina la conducta de los demás para con nosotros. Y

tampoco eso mismo entra en consideración más que en cuanto influye sobre algo que

puede modificar lo que somos en y para nosotros mismos. Además, lo que pase en

una conciencia ajena nos es indiferente en cuanto tal, y también nosotros nos iremos

haciendo paulatinamente indiferentes a ello si alcanzamos un conocimiento suficiente

de la superficialidad y futilidad de los pensamientos, de la limitación de los

conceptos, de la cortedad del ánimo, de lo absurdo de las opiniones y del número de

los errores que hay en la mayoría de las cabezas, y si además aprendemos por propia

experiencia con qué menosprecio se habla en ocasiones de cualquiera tan pronto

como no hay que temerle o cuando se cree que no llega a sus oídos; pero en especial,

después de haber oído cómo media docena de imbéciles hablan con desprecio de un

gran hombre. Veremos entonces que quien da un gran valor a la opinión de los

hombres les dispensa un honor excesivo.

En cualquier caso, está remitido a un triste recurso aquel que no encuentra su

felicidad en las dos clases de bienes ya examinados, sino que ha de buscarla en esta

tercera; es decir, no en lo que él es realmente sino en lo que es en la representación

ajena. Pues nuestra naturaleza animal es en general la base de nuestro ser y, por lo

tanto, también de nuestra felicidad. De ahí que lo esencial para nuestro bienestar sea

la salud y, junto a esta, los medios para nuestro sustento, es decir, unos ingresos

seguros. Honor, esplendor, rango, fama, por mucho valor que alguno les quiera

atribuir, no pueden competir con aquellos bienes esenciales ni sustituirlos: antes bien,

en caso necesario, serían sacrificados por aquellos sin pensarlo. Por esa razón,

contribuirá a nuestra felicidad el que de vez en cuando alcancemos la simple

comprensión de que cada cual vive, ante todo y realmente, en su propia piel, no en la

opinión de los demás; y que, por consiguiente, nuestro estado real y personal, tal

como viene determinado por la salud, el temperamento, las capacidades, los ingresos,

la mujer, los hijos, los amigos, el lugar de residencia, etc., es cien veces más

importante para nuestra felicidad que lo que los demás gusten pensar de nosotros. La

ilusión opuesta nos hace infelices. Cuando se grita con énfasis: «El honor está por

encima de la vida», en realidad se quiere decir: «La existencia y el bienestar no son

nada; lo que piensan los demás de nosotros, esa es la cuestión». A lo sumo la

sentencia puede valer como una hipérbole basada en la prosaica verdad de que, para

salir adelante y subsistir entre los hombres, con frecuencia es ineludiblemente

necesario el honor, es decir, la opinión de aquellos sobre nosotros; sobre esto volveré

más adelante. En cambio, cuando se ve cómo casi todo a lo que los hombres aspiran

sin tregua durante toda su vida, con incansable esfuerzo y mil peligros y penalidades,

tiene como último fin el ascender en la opinión de los otros; porque, en efecto, no

solo los cargos, títulos y condecoraciones, sino también la riqueza e incluso la

ciencia y el arte son perseguidos en el fondo y principalmente por esa razón, y

conseguir un respeto mayor de los demás es el fin último al que se tiende; entonces,

por desgracia, esto no demuestra más que la magnitud de la necedad humana. Otorgar

excesivo valor a la opinión de los demás es un error que impera universalmente, al

margen de que tenga su raíz en nuestra propia naturaleza o haya surgido como

consecuencia de la sociedad y la civilización; en todo caso ejerce sobre todas nuestras

acciones una influencia completamente desmesurada y opuesta a nuestra felicidad,

influencia que se puede seguir desde allá donde se muestra como un temeroso y

esclavo cuidado por el quen dira-t-on, hasta allá donde se topa con el puñal de

Virginio en el corazón de su hija o induce a los hombres a sacrificar la

tranquilidad, la riqueza y la salud, e incluso la vida, por la gloria. Esa ilusión ofrece

un cómodo pretexto al que tiene que gobernar a los hombres o guiarlos de cualquier

otra manera; por eso en el arte del adiestramiento humano de todas clases ocupa un

puesto principal el precepto de mantener vivo y agudizar el sentimiento del honor:

pero en relación con la propia felicidad del hombre, que es aquí nuestro objetivo, las

cosas son totalmente distintas y más bien hay que desaconsejar que se dé demasiado

valor a la opinión de otros. Si no obstante, como enseña la experiencia cotidiana, eso

ocurre; si precisamente la mayoría de los hombres dan el máximo valor a la opinión

que los demás tienen de ellos y eso les importa más que lo que existe inmediatamente

para ellos porque ocurre en su propia conciencia; si, por lo tanto, al invertirse el

orden natural, aquella les parece ser la parte real de su existencia y esta la meramente

ideal; si convierten, pues, lo derivado y secundario en la cuestión principal y les

preocupa más la imagen de su ser en la mente de otros que ese ser mismo, entonces

ese inmediato aprecio de lo que no existe inmediatamente para nosotros constituye

aquella necedad que se ha denominado vanidad, para designar así lo vacío

y hueco de ese afán. A partir de lo anterior se puede también comprender fácilmente

que en ella los medios hacen olvidar el fin, como ocurre con la avaricia.

De hecho, el valor que damos a la opinión de los demás y nuestra continua

inquietud con respecto a ella superan de ordinario casi todas las aspiraciones

razonables, de modo que pueden ser considerados una especie de manía ampliamente

extendida o, más bien, innata. En todo lo que hacemos y omitimos tenemos en cuenta

la opinión ajena casi por delante de todo lo demás y, si investigamos minuciosamente,

vemos que de la preocupación por ella han nacido casi la mitad de las aflicciones y

temores que jamás hayamos sentido. Pues en ella se basa toda nuestra dignidad

personal, con tanta frecuencia humillada por ser tan morbosamente sentida; ella está

en el fondo de todas nuestras vanidades y pretensiones, como también de nuestra

ostentación y jactancia. Sin esa preocupación y afán, el lujo apenas sería una décima

parte de lo que es. Todo orgullo, por distinta que sea su especie y esfera, se funda en ella, — ¡y qué sacrificios exige con frecuencia!


El único medio de desembarazarse de aquella necedad generalizada sería reconocerla claramente como tal y, con ese fin, percatarnos de lo falsas, invertidas, erróneas y absurdas que suelen ser la mayoría de las opiniones en la mente de los hombres, por lo que no son merecedoras de atención en sí mismas; luego, del poco influjo real que puede tener sobre nosotros la opinión ajena en la mayor parte de las cosas y casos; además, de lo desfavorable que es en la mayoría de los casos, de modo que casi no habría quien no se indignara si se enterara de todo lo que se dice de él y el tono en el que sobre él se habla; por último, de que incluso el honor mismo tiene en realidad un simple valor mediato y no inmediato, etc.

Si lográramos una conversión tal de la necedad general, el resultado sería un aumento

increíblemente mayor de tranquilidad de ánimo y alegría, así como una conducta más

firme y segura, un modo de comportamiento más despreocupado y natural. El influjo

sumamente beneficioso que tiene un modo de vida retirado sobre nuestra tranquilidad

de ánimo se debe en su mayor parte a que nos sustrae al constante vivir ante los ojos

de los demás y, por ende, a la continua atención a su eventual opinión,

devolviéndonos así a nosotros mismos. De ese modo evitaríamos muchas desgracias

reales a las que nos arrastra aquel afán puramente ideal o, más exactamente, aquella

funesta necedad, y también pondríamos mayor cuidado en los bienes sólidos y los

disfrutaríamos sin estorbo.





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