Múltiples mitologías y cosmologías atribuyen valores al relámpago. Las
descargas son señales. Presagian y anuncian la inminencia de la tormenta. Sus formas
dentadas pero gráficas exigen interpretación, un trazo mudo que a veces sugiere el de
las inscripciones islámicas; una taquigrafía a la vez de cegadora claridad y de
enigmático silencio (hasta el destello más feroz es mudo). El rayo parece más
amenazante cuando no lo sigue un trueno: descargas de calor sobre un mar en sí
demasiado calmo. Al relámpago se le ha visto como cazador: rayos globulares azotan
una casa o atrapan al caminante en el páramo; quienes se descuidan buscan refugio
bajo un árbol. ¿Esas flechas blancas o color turquesa son el privilegio asesino de
Zeus? ¿Del volcánico patriarca del Sinaí? Los rayos-arco de alto voltaje pueden
generarse en un laboratorio. El poeta (Hölderlin) sabe que, bajo riesgo de muerte,
puede tratar de atrapar uno entre sus manos temerosas.
Pero hay más implicaciones. Tenemos que advertir la diferencia entre «hablar» y
«decir». La expresión no garantiza significado. Toda forma y todo código, orgánico o
construido, puede comunicar información, producir emoción. Nuestra misma
existencia es una lectura constante del mundo; un ejercicio de desciframiento, de
interpretación dentro de una cámara de eco que tiene infinidad de mensajes
semióticos. Pero esto no necesariamente implica claridad; no necesariamente asegura
significado con su potencial y su rendición de paráfrasis y traducibilidad. En este
aforismo el relámpago habla con claridad. Si Epicarno hubiera leído a Heráclito,
¿habría sabido del fenómeno zoroástrico del fuego eterno? Tiene «sentido», lo que en
cierto modo resulta una hazaña prodigiosa. ¿Cómo escuchamos su silencio? Puede
ser oportuno emplear la metáfora muda del «oído interno», de informar mudez. Las
propuestas no expresadas no son algo místico. Pensemos en los intervalos que existen
en la música; en los espacios en blanco fundamentales para algunos de los poemas o
pinturas más decisivos de la modernidad. Poetas y filósofos, como Keats o
Wittgenstein, aseguran que la esencia de su significado radica en lo no dicho, en esas
«melodías no escuchadas» o que están entre líneas. Pensemos en el idioma como un
«silencio ensordecedor», o como las sirenas de Kafka que amenazan con no emitir su
canto.
Entonces, ¿cómo debemos leer este fragmento?
Desde el inicio la filosofía griega lucha con la fértil paradoja de la negación.
Asegurar que algo existe es también postular que quizá no exista. Para definir qué es,
hay que afirmar qué no es. Toda sustancia está entrelazada con la inexistencia, con el
lado oscuro de la luna. Pero la no existencia ¿es algo que se puede expresar o pensar?
Parménides inicia la metafísica occidental con esta pregunta, a la vez lógica y
ontológica, gramática y sustantiva. (¿Hay existencia fuera de la gramática?). ¿Hay un
agujero negro en el corazón del ser? Lo que no se puede conceptualizar no se puede
decir; lo que no se puede decir no puede existir. A lo cual los sofistas responden veloz
y agudamente que la legitimidad y la claridad mismas de la pregunta validan la
condición de «nada»; que el cero es útil al cálculo (aunque en sí el «cero» es una
herramienta posterior). La dialéctica hegeliana vuelve a los inicios de la racionalidad.
La predicación tiene significado justo porque nos dice lo que el objeto no es. Magritte
expresaría el postulado de una manera cáustica: «Esta no es una pipa». Para Martin
Heidegger la nada, das Nicht, es el abismo principal, imprescindible para el
desasosiego humano y para lo misterioso en los orígenes del pensamiento.
El destello del relámpago, su cargado fulgor, manifiesta tanto su presencia como
la de la oscuridad que lo circunda; vuelve visible la noche mientras el sonido delinea
el silencio. El relámpago no cae en pleno sol, no puede hacerse perceptible en la
blanca calidez del mediodía mediterráneo. Su matriz es la negrura de las nubes de
tormenta o la oscuridad de la noche. De este modo revela, «habla» oscuridad. Por
llamarlo de algún modo, prende fuego a la oposición.
La ambigüedad se liga a sus funciones oraculares y emblemáticas. El relámpago
puede dar aviso, augurar buena fortuna, victoria en la inminente batalla. Para el
comandante en el campo de guerra, para el marinero en alta mar, es el mensajero de
Zeus. Pero también puede ser heraldo de la catástrofe y de la ira del Olimpo. Para
quienes conspiran contra César, es «una tempestad que deja caer fuego»; un síntoma
aterrador de que existe un «conflicto civil en el cielo». «Decir oscuridad» puede
expresar un augurio enigmático, una profecía de carácter incierto o de significado
siniestro; puede manifestar un infortunio, un anochecer en nuestros asuntos.
Cualquiera que sea el código, su dualidad es inevitable. Junto con Heráclito y los
poetas, Epicarno sabe que no puede haber luz sin oscuridad, oscuridad sin luz.
¿Tendríamos metafísica sin ese repentino ocaso del sol y la embestida de las estrellas
en Jonia?
La cosmogonía —conjeturas en lo referente a la génesis del hombre— le añade
otra dimensión. El relámpago desata la materia primordial —el barro del alfarero— y
la transforma en vida. El relámpago excita los elementos inertes o durmientes y les da
vitalidad orgánica. Ahí está Frankenstein, pero también los modelos de creación o las
narrativas de la bioquímica moderna. Tormentas eléctricas de exorbitante voltaje y
duración pudieron haber provocado el inicio de las interacciones y combinaciones
moleculares. El relámpago pudo haber engendrado la vida en la Tierra. Casi con
éxito, en los laboratorios se ha intentado simular este proceso, irradiar estructuras
orgánicas con racimos de magma, arcilla; con minúsculas gotas de agua y su decisivo
átomo de hidrógeno.
Sin embargo, ¿por qué nuestro pergamino menciona la oscuridad? Porque la
existencia es una bendición ambivalente; porque ocasiona un trágico rompimiento
con la paz de lo inanimado; porque la historia de la humanidad es de una desolación y
un sufrimiento inconmensurables. «Existimos para la oscuridad». ¿Esto es forzar la
insinuación pospaulina del desastre en un texto arcaico, quizá estoico? ¿Esta
medianoche es terciopelo de Salamina o del cabo de Sunión? El relámpago se arquea
desde el promontorio hasta el horizonte. Ahora brilla la oscuridad y, ante el epílogo
del ruido seco del relámpago, las constelaciones se iluminan de manera
incomparable.
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