Con frecuencia se ponen objeciones a las biografías realistas por revelar aquello que
es importante e incluso sagrado en la vida de una persona. La auténtica objeción
debería ponerse al hecho de que lo que revelan es justamente lo que no tiene
importancia. Revelan, aseveran y remarcan precisamente los aspectos de la vida de
una persona de los cuales ésta no es consciente: su clase social, el modo en que
vivieron sus antepasados, el lugar que ocupa actualmente. Éstas son cosas que,
hablando con propiedad, jamás vienen a la mente de un ser humano. No se le ocurren
a nadie; se puede decir, sin faltar a la verdad, que no le suceden a nadie. Una persona
no se concibe a sí misma como aquel que ocupa la tercera de una fila de casas en
Brixton, ni como un extraño animal de dos piernas. Su nombre, sus ingresos, con
quién contrajo matrimonio, dónde vivió no son cuestiones sagradas: son nimiedades.
Un buen ejemplo de lo anterior es el caso de las hermanas Brontë. Las Brontë
ocupan el lugar de la loca del pueblo: sus excentricidades constituyen una fuente
inagotable de inocentes conversaciones en ese círculo bucólico y extremadamente
afable que es el mundo literario. Los chismosos realmente supremos, como el señor
Augustine Birrell y el señor Andrew Lang, no se cansan de recoger todos los atisbos,
anécdotas, sermones, iluminaciones, briznas y despojos que podrían conformar un
museo Brontë. De todos los escritores Victorianos, es su vida personal la que más se
discute, y el candil de la biografía ha dejado pocos rincones oscuros en aquella casa
sombría del condado de York. Sin embargo, toda esa investigación biográfica, aunque
natural y pintoresca, no es del todo adecuada para ellas.
Porque el genio de las Brontë se abocó, por sobre todas las cosas, a establecer la
suprema irrelevancia de la conducta exterior. Hasta ese momento se consideraba que
la verdad era patrimonio de la novela costumbrista, consagrada a los buenos modales.
Charlotte Brontë electrizó al mundo mostrando que una verdad infinitamente más
antigua y elemental podía expresarse en una novela en la que ninguna persona, buena
o mala, tuviera buenos modales. Su obra representa la primera gran confirmación de
que la monotonía de la civilización moderna es un disfraz tan vulgar y engañoso
como los atuendos de una fiesta de disfraces. Mostró que pueden existir abismos en
una institutriz y eternidades en un industrial; su heroína es la clásica solterona con el
abrigo de lana merino y el alma ardiente. Resulta significativo que Charlotte Brontë,
siguiendo consciente o inconscientemente el poderoso influjo de su genio, fuera la
primera en quitarle a la heroína no sólo el oropel y los diamantes falsos de la riqueza
y la moda, sino el oro y los diamantes auténticos de la belleza física y la gracia
personal. De manera instintiva sintió que el exterior debía ser feo para que el interior
pudiera construirse de un modo sublime. Escogió a la más fea de las mujeres en el
más feo de los siglos y reveló en ellos todos los infiernos y paraísos de Dante.
Por eso creo que se puede decir legítimamente que las exterioridades de la vida de
las Brontë, aunque sean especialmente pintorescas en sí mismas, importan menos que
las de la vida de cualquier otro escritor. Resulta interesante saber hasta qué punto
Jane Austen conocía la vida de los oficiales y damas elegantes que presenta en sus
obras maestras. Sería interesante saber si Dickens presenció alguna vez un naufragio
o si puso el pie en una fábrica. Porque buena parte de la credibilidad de estos autores
radica no tanto en atenerse siempre a los hechos como en el modo en que los
aprovechan.
Pero el propósito, el sentido y la importancia de la obra de las Brontë radican en
que incluso las cosas más fútiles del universo sean hechos. Una historia como Jane
Eyre es en sí misma una fábula tan monstruosa que debería ser excluida de cualquier
libro de cuentos de hadas. Los personajes no hacen lo debido ni lo probable; podría
decirse —y tal es la locura de la atmósfera— que ni siquiera hacen lo que pretenden
hacer. La conducta de Rochester es de una bribonería tan sobrehumana y primigenia
que la admirable parodia de Bret Harte difícilmente la exagera. Una frase como
«entonces, volviendo a sus modos habituales, me arrojó las botas a la cabeza y se
fue» está muy cerca de la caricatura. La escena en la que Rochester se disfraza de
gitano posee algo que sería difícil encontrar en ninguna otra rama del arte, con la
probable excepción del final de aquella pantomima en la que el emperador se
transforma en Pantaleón. Y sin embargo, a pesar de ser una vasta pesadilla de engaño,
morbosidad e ignorancia del mundo, Jane Eyre quizás sea el libro más sincero jamás
escrito. Su esencial apego a la verdad de la vida nos corta el aliento por momentos.
Porque no es fiel a las costumbres, que con frecuencia son falsas, o a los hechos, que
casi siempre también son falsos, sino a la única cosa verdadera que existe: la
emoción, el mínimum irreductible, el germen indestructible. No importaría un comino
que la novela de una de las Brontë fuera cien veces más lunática e improbable que
Jane Eyre o cien veces más lunática e improbable que Cumbres borrascosas. No
importaría que George Read se parara sobre su cabeza y que la señora Read cabalgara
sobre un dragón, que Fairfax Rochester tuviera cuatro ojos y Saint John Rivers tres
piernas: esa novela seguiría siendo la novela más verdadera del mundo. El personaje
típicamente Brontë es, ciertamente, una especie de monstruo. Todo en él está
dislocado, excepto lo esencial. Tiene las manos en las piernas, los pies en los brazos y
la nariz por encima de los ojos, pero su corazón está en el lugar correcto.
La verdad que sostiene el ciclo de ficciones de las Brontë, grande y duradera, está
relacionada con el inagotable espíritu de la juventud y con el cercano parentesco entre
el terror y la alegría. Sus heroínas, mal vestidas y escasamente educadas, con su
humillante inexperiencia y una especie de fea inocencia, están, sin embargo, por el
mero hecho de su soledad y su torpeza, llenas del mayor placer del que es capaz un
ser humano: el placer de la expectativa, el que depara una ardiente y exuberante
ignorancia. Nos muestran cuan absurdo es suponer que el placer se obtiene ante todo
vistiéndose de gala cada noche y teniendo un palco en el teatro en cada estreno. No es
quien vive para el placer el que lo obtiene; el aprecio del mundo no es patrimonio de
los hombres de mundo. Quien ha aprendido a hacer todas las cosas convencionales a
la perfección ha aprendido al mismo tiempo a hacerlas de manera prosaica. Es el
hombre inadecuado, al que el traje de noche no le queda bien, al que no le ajustan los
guantes, aquel que llegado el momento es incapaz de pronunciar un cumplido, quien
está realmente lleno de los añejos éxtasis de la juventud. Le teme a la sociedad en la
medida justa para poder gozar de sus triunfos. Posee ese punto de miedo que
constituye uno de los eternos ingredientes del goce. Éste es el espíritu central en las
novelas de las hermanas Brontë. Es la épica del júbilo del hombre tímido. Como tal,
es de un valor incalculable en nuestro tiempo, un tiempo cuya maldición radica en
que no respeta el goce porque no teme perderlo. La raída y anónima institutriz de
Charlotte Brontë, con su estrechez de miras y su pequeño credo, tiene mayor
comercio con las terribles fuerzas elementales que rigen al mundo que una legión de
irreverentes poetas menores. Ella accedió al universo con auténtica simplicidad y, en
consecuencia, con auténtico temor y deleite. Se mostró, por así decirlo, tímida ante la
multitud de las estrellas, y de ese modo obtuvo la única fuerza capaz de evitar que el
goce sea negro y estéril como la rutina. La virtud de ser tímido es el primero y el más
delicado de los poderes del goce. El temor de Dios es el principio de todo placer.
En resumidas cuentas, creo que sería justo decir que en cierta medida se ha
exagerado el papel de la oscura y salvaje juventud de las Brontë —en su sombrío y
salvaje hogar en el condado de York— en su trabajo y su concepción del mundo. Las
emociones con las que se enfrentaban eran emociones universales, emociones de los
albores de la existencia: el goce y el terror de la llegada de la primavera. Siendo niño,
cada uno de nosotros soñó alguna vez con un obstáculo sin nombre y una inefable
amenaza que contenía, sin importar cuál fuese su absurda forma, todo el pánico y las
terribles angustias de Cumbres borrascosas. Cada uno de nosotros ha soñado
despierto con un posible destino que no es ni una pizca más razonable que el de Jane
Eyre. Y la verdad que las Brontë vinieron a decir es que toda el agua no basta para
apagar el amor, y que la respetabilidad es incapaz de desviar o sofocar un anhelo
secreto. Como cualquier ciudad del mundo, Clapham está construida sobre un volcán.
Miles de personas van y vienen en la jungla de ladrillo y cemento, ganando salarios
míseros, profesando religiones míseras, vistiendo atuendos míseros; miles de mujeres
que nunca han tenido un modo de expresar su júbilo o su tragedia sino trabajando
más y más en empleos aburridos y automáticos, sermoneando niños y zurciendo
camisas. Pero, de todas estas mujeres silenciosas, una súbitamente pudo hablar, y dio
un testimonio, y su nombre era Charlotte Brontë. Hoy en día, como una enorme
figura geométrica, la ciudad irradia y despliega sus interminables ramificaciones a
nuestro alrededor. Hay momentos en que casi nos volvemos locos, y no es de
extrañarse, dada la aterradora multiplicidad de perspectivas, la desesperada aritmética
de esa población impensable. Pero estos pensamientos no son más que fantasías. No
hay hileras de casas, no hay multitudes. El colosal diagrama de calles y casas es una
ilusión: el sueño de opio de quien lo construye con sus especulaciones. Cada hombre,
para sí mismo, está sumamente solo y es sumamente importante. Cada casa se
encuentra en el centro del mundo. No hay una sola casa, entre millones, que no haya
sido para alguien, en algún momento, el corazón de todas las cosas y el final del
viaje.
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