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Foto del escritorAmenhotep VII

Charlotte Brontë - G. K. Chesterton



Con frecuencia se ponen objeciones a las biografías realistas por revelar aquello que

es importante e incluso sagrado en la vida de una persona. La auténtica objeción

debería ponerse al hecho de que lo que revelan es justamente lo que no tiene

importancia. Revelan, aseveran y remarcan precisamente los aspectos de la vida de

una persona de los cuales ésta no es consciente: su clase social, el modo en que

vivieron sus antepasados, el lugar que ocupa actualmente. Éstas son cosas que,

hablando con propiedad, jamás vienen a la mente de un ser humano. No se le ocurren

a nadie; se puede decir, sin faltar a la verdad, que no le suceden a nadie. Una persona

no se concibe a sí misma como aquel que ocupa la tercera de una fila de casas en

Brixton, ni como un extraño animal de dos piernas. Su nombre, sus ingresos, con

quién contrajo matrimonio, dónde vivió no son cuestiones sagradas: son nimiedades.

Un buen ejemplo de lo anterior es el caso de las hermanas Brontë. Las Brontë

ocupan el lugar de la loca del pueblo: sus excentricidades constituyen una fuente

inagotable de inocentes conversaciones en ese círculo bucólico y extremadamente

afable que es el mundo literario. Los chismosos realmente supremos, como el señor

Augustine Birrell y el señor Andrew Lang, no se cansan de recoger todos los atisbos,

anécdotas, sermones, iluminaciones, briznas y despojos que podrían conformar un

museo Brontë. De todos los escritores Victorianos, es su vida personal la que más se

discute, y el candil de la biografía ha dejado pocos rincones oscuros en aquella casa

sombría del condado de York. Sin embargo, toda esa investigación biográfica, aunque

natural y pintoresca, no es del todo adecuada para ellas.

Porque el genio de las Brontë se abocó, por sobre todas las cosas, a establecer la

suprema irrelevancia de la conducta exterior. Hasta ese momento se consideraba que

la verdad era patrimonio de la novela costumbrista, consagrada a los buenos modales.

Charlotte Brontë electrizó al mundo mostrando que una verdad infinitamente más

antigua y elemental podía expresarse en una novela en la que ninguna persona, buena

o mala, tuviera buenos modales. Su obra representa la primera gran confirmación de

que la monotonía de la civilización moderna es un disfraz tan vulgar y engañoso

como los atuendos de una fiesta de disfraces. Mostró que pueden existir abismos en

una institutriz y eternidades en un industrial; su heroína es la clásica solterona con el

abrigo de lana merino y el alma ardiente. Resulta significativo que Charlotte Brontë,

siguiendo consciente o inconscientemente el poderoso influjo de su genio, fuera la

primera en quitarle a la heroína no sólo el oropel y los diamantes falsos de la riqueza

y la moda, sino el oro y los diamantes auténticos de la belleza física y la gracia

personal. De manera instintiva sintió que el exterior debía ser feo para que el interior

pudiera construirse de un modo sublime. Escogió a la más fea de las mujeres en el

más feo de los siglos y reveló en ellos todos los infiernos y paraísos de Dante.

Por eso creo que se puede decir legítimamente que las exterioridades de la vida de

las Brontë, aunque sean especialmente pintorescas en sí mismas, importan menos que

las de la vida de cualquier otro escritor. Resulta interesante saber hasta qué punto

Jane Austen conocía la vida de los oficiales y damas elegantes que presenta en sus

obras maestras. Sería interesante saber si Dickens presenció alguna vez un naufragio

o si puso el pie en una fábrica. Porque buena parte de la credibilidad de estos autores

radica no tanto en atenerse siempre a los hechos como en el modo en que los

aprovechan.

Pero el propósito, el sentido y la importancia de la obra de las Brontë radican en

que incluso las cosas más fútiles del universo sean hechos. Una historia como Jane

Eyre es en sí misma una fábula tan monstruosa que debería ser excluida de cualquier

libro de cuentos de hadas. Los personajes no hacen lo debido ni lo probable; podría

decirse —y tal es la locura de la atmósfera— que ni siquiera hacen lo que pretenden

hacer. La conducta de Rochester es de una bribonería tan sobrehumana y primigenia

que la admirable parodia de Bret Harte difícilmente la exagera. Una frase como

«entonces, volviendo a sus modos habituales, me arrojó las botas a la cabeza y se

fue» está muy cerca de la caricatura. La escena en la que Rochester se disfraza de

gitano posee algo que sería difícil encontrar en ninguna otra rama del arte, con la

probable excepción del final de aquella pantomima en la que el emperador se

transforma en Pantaleón. Y sin embargo, a pesar de ser una vasta pesadilla de engaño,

morbosidad e ignorancia del mundo, Jane Eyre quizás sea el libro más sincero jamás

escrito. Su esencial apego a la verdad de la vida nos corta el aliento por momentos.

Porque no es fiel a las costumbres, que con frecuencia son falsas, o a los hechos, que

casi siempre también son falsos, sino a la única cosa verdadera que existe: la

emoción, el mínimum irreductible, el germen indestructible. No importaría un comino

que la novela de una de las Brontë fuera cien veces más lunática e improbable que

Jane Eyre o cien veces más lunática e improbable que Cumbres borrascosas. No

importaría que George Read se parara sobre su cabeza y que la señora Read cabalgara

sobre un dragón, que Fairfax Rochester tuviera cuatro ojos y Saint John Rivers tres

piernas: esa novela seguiría siendo la novela más verdadera del mundo. El personaje

típicamente Brontë es, ciertamente, una especie de monstruo. Todo en él está

dislocado, excepto lo esencial. Tiene las manos en las piernas, los pies en los brazos y

la nariz por encima de los ojos, pero su corazón está en el lugar correcto.

La verdad que sostiene el ciclo de ficciones de las Brontë, grande y duradera, está

relacionada con el inagotable espíritu de la juventud y con el cercano parentesco entre

el terror y la alegría. Sus heroínas, mal vestidas y escasamente educadas, con su

humillante inexperiencia y una especie de fea inocencia, están, sin embargo, por el

mero hecho de su soledad y su torpeza, llenas del mayor placer del que es capaz un

ser humano: el placer de la expectativa, el que depara una ardiente y exuberante

ignorancia. Nos muestran cuan absurdo es suponer que el placer se obtiene ante todo

vistiéndose de gala cada noche y teniendo un palco en el teatro en cada estreno. No es

quien vive para el placer el que lo obtiene; el aprecio del mundo no es patrimonio de

los hombres de mundo. Quien ha aprendido a hacer todas las cosas convencionales a

la perfección ha aprendido al mismo tiempo a hacerlas de manera prosaica. Es el

hombre inadecuado, al que el traje de noche no le queda bien, al que no le ajustan los

guantes, aquel que llegado el momento es incapaz de pronunciar un cumplido, quien

está realmente lleno de los añejos éxtasis de la juventud. Le teme a la sociedad en la

medida justa para poder gozar de sus triunfos. Posee ese punto de miedo que

constituye uno de los eternos ingredientes del goce. Éste es el espíritu central en las

novelas de las hermanas Brontë. Es la épica del júbilo del hombre tímido. Como tal,

es de un valor incalculable en nuestro tiempo, un tiempo cuya maldición radica en

que no respeta el goce porque no teme perderlo. La raída y anónima institutriz de

Charlotte Brontë, con su estrechez de miras y su pequeño credo, tiene mayor

comercio con las terribles fuerzas elementales que rigen al mundo que una legión de

irreverentes poetas menores. Ella accedió al universo con auténtica simplicidad y, en

consecuencia, con auténtico temor y deleite. Se mostró, por así decirlo, tímida ante la

multitud de las estrellas, y de ese modo obtuvo la única fuerza capaz de evitar que el

goce sea negro y estéril como la rutina. La virtud de ser tímido es el primero y el más

delicado de los poderes del goce. El temor de Dios es el principio de todo placer.

En resumidas cuentas, creo que sería justo decir que en cierta medida se ha

exagerado el papel de la oscura y salvaje juventud de las Brontë —en su sombrío y

salvaje hogar en el condado de York— en su trabajo y su concepción del mundo. Las

emociones con las que se enfrentaban eran emociones universales, emociones de los

albores de la existencia: el goce y el terror de la llegada de la primavera. Siendo niño,

cada uno de nosotros soñó alguna vez con un obstáculo sin nombre y una inefable

amenaza que contenía, sin importar cuál fuese su absurda forma, todo el pánico y las

terribles angustias de Cumbres borrascosas. Cada uno de nosotros ha soñado

despierto con un posible destino que no es ni una pizca más razonable que el de Jane

Eyre. Y la verdad que las Brontë vinieron a decir es que toda el agua no basta para

apagar el amor, y que la respetabilidad es incapaz de desviar o sofocar un anhelo

secreto. Como cualquier ciudad del mundo, Clapham está construida sobre un volcán.

Miles de personas van y vienen en la jungla de ladrillo y cemento, ganando salarios

míseros, profesando religiones míseras, vistiendo atuendos míseros; miles de mujeres

que nunca han tenido un modo de expresar su júbilo o su tragedia sino trabajando

más y más en empleos aburridos y automáticos, sermoneando niños y zurciendo

camisas. Pero, de todas estas mujeres silenciosas, una súbitamente pudo hablar, y dio

un testimonio, y su nombre era Charlotte Brontë. Hoy en día, como una enorme

figura geométrica, la ciudad irradia y despliega sus interminables ramificaciones a

nuestro alrededor. Hay momentos en que casi nos volvemos locos, y no es de

extrañarse, dada la aterradora multiplicidad de perspectivas, la desesperada aritmética

de esa población impensable. Pero estos pensamientos no son más que fantasías. No

hay hileras de casas, no hay multitudes. El colosal diagrama de calles y casas es una

ilusión: el sueño de opio de quien lo construye con sus especulaciones. Cada hombre,

para sí mismo, está sumamente solo y es sumamente importante. Cada casa se

encuentra en el centro del mundo. No hay una sola casa, entre millones, que no haya

sido para alguien, en algún momento, el corazón de todas las cosas y el final del

viaje.


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